Invertebrados danzando en sopa humana

Miró el tazón con escepticismo, ya no quería seguir siendo imprudente. Tomó la cuchara y removió un poco la sustancia, esperando que algo pasara. Estuvo a punto de suspirar con alivio cuando notó un aleteo aproximándose. El animal dio varias vueltas alrededor de su aterrado rostro y luego aterrizó justo en medio de la sopa. Sostuvo la cuchara con fuerza, sintiéndose incapaz de moverse. La bilis se aproximaba, expectante. Quiso tragar saliva, gritar, pegar un manotazo, algo. Le fue imposible. Ya no llegaba oxígeno a sus pulmones, había dejado de respirar.

Entonces tuvo que tomar bocanadas de aire para recobrar el aliento. El aire se negaba a entrar en sus pulmones, su lengua comenzó a secarse, su mano temblaba. Cerró la boca, buscó agua con la otra mano pero le fue imposible, pues el líquido se derramó sobre sus pantalones. En un notorio sofoque, volvió a intentar respirar, alzando ambos brazos hasta cubrir su rostro. Todo volvía a repetirse.

La mosca chapoteaba sobre la sopa, rebosante de vida. Cerró sus ojos, negándose a seguir presenciado semejante espectáculo. Su mandíbula seguía suplicando por aire pero su cuerpo se negaba a dejarle respirar, no le sería tan fácil.

Apretó sus dientes, tan fuerte como sus párpados, hasta sentir un leve crujido. Había quebrado el vaso que tenía en su mano y la sangre bajaba cálidamente por su brazo.

Aún con la vista en un perpetuo negro, sabía que los demás en el restaurante le observaban. Quizás con curiosidad, quizás con preocupación. Un mesero fue lo suficientemente valiente para acercarse, preguntó por su estado pero no obtuvo respuesta más allá de los espasmos en su cuerpo que ahora eran completamente visibles. Mordió sus labios, apretó el vaso de vidrio con más fuerza.

Abrió levemente sus párpados, la mosca seguía nadando en la sopa y otras más le acompañaban alrededor.

Todo había comenzado en un baño de azulejos descoloridos. Acababa de mudarse porque el lugar quedaba a la distancia perfecta de la universidad, y la dueña le permitió trabajar haciendo los quehaceres en vez de pagar la renta; beneficios de las conexiones familiares. Era un ganar ganar, se concentraba únicamente en los deberes universitarios y su mente podía permanecer en pausa durante el resto del tiempo.

Ese día, ordenó su habitación con esperanza desbordada. Presentía y esperaba que todo saliera según lo planeado. Terminada la limpieza, se metió al baño. Enllavó, tendió la toalla y empezó a desnudarse. Entró a la ducha, sintió el agua bajando por su piel mientras un suspiro de alivio se escapaba de sus labios.

Acercó su mano a la jabonera, con la vista borrosa debido al agua. Pudo reconocer algo de color negro sobre el jabón y frenó su intento. Frotó sus ojos e intentó ahogar un grito cuando tuvo una imagen nítida. Su corazón comenzó a palpitar muy rápido y su mente emitió señales de auxilio.

Un escorpión danzaba suavemente por el jabón. Apretó su mandíbula, frenó su respiración y se agachó un poco, intentando tomar una de sus chinelas sin perder de vista el asqueroso bicho.

Logró moverlo lo suficiente para que este empezara a huir por la pared, entonces lo aplastó con la chinela. Lo vio caer sobre los pequeños charcos del piso descolorido. Tiró el objeto también al suelo y empezó a pisarlo lo más fuerte que pudo hasta que su mente le hizo saber que era suficiente. Hasta ese momento pudo recobrar el aliento. Levantó el pie y le vio inerte, flotando. Inhaló todo el aire que cupo en sus pulmones, lo contuvo unos segundos y luego lo dejó salir en un prolongado suspiro.

Restregó el jabón lo suficiente para quitarle unos cuántos centímetros de tamaño.

Su corazón comenzó a estabilizarse minutos después, cuando terminó de bañarse. Tomó la toalla con la derecha pero vio algo moverse por la tela. Y el ciclo comenzó de nuevo. Palpitaciones tan irregulares como su respiración, su mano y vista fija en el objetivo, sus pies pataleando hasta que su cerebro dijo basta.

Contuvo un grito de rabia, sacudió la toalla y salió de ahí. Se vistió lo más rápido que pudo y perfumó su habitación con veneno para insectos, tratando de recuperar una calma que se había escapado para siempre.

La segunda vez que se sintió fuera de control no era un momento específico. Fueron una serie de encuentros que involucraban madrugadas congelándole la piel y la incapacidad de desahogarse en un silencio abrumador. No podía perturbar el sueño de sus demás compañeros por más que odiara los bichos que inundaban el cuarto.

Una bujía encendida a las cuatro de la mañana era un manjar exquisito para los invertebrados, quienes pululaban en círculos asimétricos alrededor de la luz. Intentó varias veces bañarse a la luz del celular, pero el miedo a caerse debido a la oscuridad era mayor que ser devorado por animalitos miniatura.

Su cerebro le hizo presenciar imágenes bastante gráficas de cómo sería su muerte si esos insectos se aventuraban a entrar por todos sus agujeros, por eso su cuerpo sufría de espasmos cada vez que se acercaba uno de estos o la cortina rozaba su espalda por accidente. Los imaginó entrando por su boca, oídos, nariz y... era entonces cuando paraba la escena de golpe, agitaba la cabeza o se restregaba los ojos y se forzaba a bañarse lo más rápido posible.

Tuvo también encuentros funestos con arañas tan grandes como su mano, cucarachas que le dieron besitos de buenas noches en las mejillas y hormigas que lamían sus zapatos. Intentó mantener la serenidad y se escondió tras un rostro serio mientras su interior era azotado por interminables pesadillas. Nadie sabía que su miedo más profundo era morir siendo la cena de indefensos insectos y demás bichitos de ocho patas.

Los que más odiaba eran los ciempiés que se deslizaban por las cañerías. Se forzó a sonreír nerviosamente ante la idea de no poder sobrevivir ni una hora en Australia, pero eso solo terminaba en muecas desagradables que sus conocidos no podían ignorar.

Cucarachas habían trepado varias veces por su cama, sin importarles cuántas veces cambiara las sábanas. Hubo días donde pensó que se trataba de crueles bromas de sus compañeros, pero todos negaron tener participación en lo que le pasaba. Dejó de preguntar cuando sus rostros cambiaron la preocupación por lástima. Cerró sus labios de forma casi permanente, consciente que nadie le creería. Ninguno de los residentes había tenido experiencias similares y su colección de insecticidas comenzaba a ser casi nociva.

Cierto día, le sugirieron que la causa de todo eso eran los químicos que llevaba acumulando con tanto recelo. Así que los tiró todos, esperando una experiencia distinta. Nada cambió. Seguía habiendo remolinos de insectos alrededor de las lámparas, las cucarachas besaban sus pies y mejillas, las hormigas se habían apoderado del piso. Le dijeron que le diera tiempo y se los dio.

Pasó cuatro semanas sin insecticidas, sin limpieza más allá de la necesaria, despertando cuando el sol ya había salido... Pero seguían ahí los remolinos, los crujidos, los escorpiones que tiraba al patio cada mañana.

Otro de los inquilinos se ofreció a hacerle compañía durante la noche. Pasaron el insomnio hablando de los libros que reposaban en el escritorio, de las clases en la universidad y también de cómo la dueña se negaba a echarle porque era quien mejor limpiaba, a pesar del notorio desagrado de los demás ante esa excusa. Por fin pudo dormir sin sentir las seis patas de la cucaracha haciéndose espacio entre sus sábanas. Debido a esto, le propuso quedarse cada fin de semana y poder descansar.

El inquilino accedió. Cada sábado se acompañaban, durante un insomnio que terminaba por reducir notoriamente el tamaño de las ojeras en ambos. La costumbre comenzó a salvarle poco a poco de esas patitas diminutas que no salían de su cabeza. Fue capaz de ignorar los remolinos y las marchas fúnebres de las hormigas. Seguía viéndolos frecuentemente, pero había cedido a la comodidad de ya no encontrarse con las cucarachas.

La dueña de la casa le otorgó más horas libres hasta que pudo eliminar las ojeras por completo.

La tercera vez destrozó por completo su perspectiva. Seis meses después de conocerse, el inquilino accedió a mostrarle la causa de sus insomnios. Comprendió porqué había tardado tanto luego de ver su estudio de arte.

Tragó saliva y escuchó atentamente cada una de las historias detrás de cada pintura, comiendo galletas de chocolate para aliviar mínimamente el estrés. Los relatos no eran grotescos pero sí muy detallados. Habían muertes involucradas y un constante escapismo que nunca lograba concretarse. La criatura que habitaba cada cuadro era bastante cliché en apariencia pero la profundidad de los relatos... Tuvo el deseo constante de irse y decidió aguantar la ambivalencia de quedarse y oír el final. Sin embargo, no había un final decente; al menos no en ese momento.

El inquilino había empezado a narrar en un tono sereno pero temeroso, luego acompañó sus palabras con movimientos bruscos y manotazos. Finalizó llorando, temblando, aterrado. Esa fue la primer y última vez que contó su historia en voz alta.

Lo había escuchado y memorizó cada detalle, cada historia. Cada característica de la criatura se había clavado en su subconsciente de forma permanente. Creyó que estaría bien, su situación era lo suficientemente estable para soportar relatos sacados de las pesadillas más vívidas de alguien tan emocionalmente destruido. Lo escuchó llorar e intentó calmarlo dándole palmaditas en la espalda. Durmieron en el mismo cuarto, haciéndose compañía.

Recibió a los paramédicos con su mejor sonrisa fingida, llevaba una semana practicando para ello. Se despidió del inquilino con una emoción agridulce y un nudo en la garganta.

La tercera vez no se manifestó como una figura conocida. No era la criatura de las pinturas quien provocó sus inconstantes noches cargadas de una fatiga inamovible. No era la criatura, era la oscuridad, la frialdad de un cuarto vacío y un cerebro lleno de remordimientos. Cada día, justo después que el sol se escondía, se preguntaba si había hecho suficiente mientras la calidez de sus lágrimas empañaba el espejo.

Los remolinos se movían lento, las cucarachas llevaban meses ignorando su estado y las hormigas migraron de habitación. Los insectos le abandonaron al igual que los sueños pacíficos. Los escorpiones seguían escondiéndose en su toalla y las arañas se habían apoderado del baño. Ya nada le importaba. No movió los escorpiones, no mató más arañas.

Un ciempiés intentó subir hasta su entrepierna y, justo al llegar a su objetivo, le pegó un manotazo. Apretó sus dientes y lo mató de una sola pisada. Luego se acurrucó en una esquina del baño, usando la toalla de cojín. Intentó llorar pero ya no le quedaban lágrimas.

Recordó las palabras de la carta olvidada del inquilino, la había leído mil veces y el papel se encontraba un poco desgastado. Casi podía recitar el contenido de memoria pero se forzó a leerlo una vez más. Luego la quemó con un encendedor que acababa de comprar y la vio desintegrarse. Tiró una pana con agua sobre las cenizas y después salió del baño. Con ese proceso de seudo catarsis, le había otorgado un punto final a sus dos meses de lamentaciones.

Volvió a casa de su familia y los insectos dejaron de manifestarse a su alrededor. Durante las primeras noches, creyó ciegamente que todo estaría bien y cimentó todas sus esperanzas en ello. Creyó que todo estaría bien cuando sus calificaciones volvieron a elevarse, cuando su madre cocinó su comida favorita, cuando los recuerdos del inquilino comenzaban a desvanecerse.

Creyó que estaba bien y fingió sonrisas torcidas para no preocupar a su familia. Ellos le creyeron y empezó a creer en su estado también.

Todo iba bien hasta que las pesadillas regresaron. Fue la quinta vez, durante un insomnio que parecía no tener final. No fueron los insectos lo que le quitaron el sueño. Era la criatura, había vuelto. Se presentó ante sus ojos amorfa e indiscreta, igual que en los relatos. Era un cúmulo de oscuridad que, de alguna inexplicable manera, podía moverse a lo largo del cuarto. Sintió sus garras acariciando su cuerpo, sintió su aliento en el cuello.

Durante todo ese tiempo, permaneció inmóvil, viendo fijamente hacia el lugar donde debería encontrarse el rostro indescifrable que le observaba. Se removió varias veces en la cama, intentando luchar contra un miedo paralizante hasta que por fin sus pies y mente cedieron a las súplicas.

En el cuarto no había absolutamente nada, lo sabía. Sabía perfectamente que nada ni nadie espeluznante le acompañaba, aún así seguía sintiendo esa presencia. La sentía tan vívida y tangible como los insectos que le acosaron durante tanto tiempo. La sentía detrás de su espalda, abrazándole y respirando en su nuca.

Tragó saliva, encendió la luz. Permaneció inmóvil en la mitad de la habitación hasta que el cansancio le obligó a acostarse de nuevo. Frotó sus ojos, apagó la luz.

La hartante experiencia se repitió sin falta cada noche. La criatura intangible, el miedo; se ponía de pies y recorría el cuarto a oscuras, tanteando el terreno. Luego se acostaba, con los latidos del corazón aún acelerados y, contando mil doscientas ovejas, lograba dormir.

La mosca en la sopa no era su mayor enemigo hasta el momento, solo un recordatorio de lo que le esperaba en el cuarto, cuando el sol se fuera a dormir y su cerebro le hiciera preguntas absurdas que parecieran realistas en el terror del momento.

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