Histeria

Presencié la muerte de mi hermano. El idiota quería tirarse de un puente, pero al hacerlo no se llevaría a nadie. Esa sería una muerte solitaria y mi hermano odiaba a la soledad. Por algo quería matarse, ¿no? Alguien tan patético como él merecía morir por mano propia, porque ese era el único camino digno que estaba disponible para su vagabunda existencia.

Era una carga para todos, incluso para sí mismo. No se soportoba y siempre se mantenía en silencio, creo que planeando su propia muerte. Cada vez que lo veía encogido en las esquinas, trataba de imaginar cuántas lágrimas y gritos estaba reprimiendo en ese momento. Él no podía ser feliz.

Mamá y papá no lo querían. Lo dejaban a su antojo porque ellos solo se fijaban en mí. Pobre mi hermano, dejó de ser relevante para alguien desde que nací. Seguro por eso me odiaba tanto, por eso sus ojos de desprecio cada vez que jugaba a su alrededor. Pero creo que yo tengo la culpa de que él haya sido un suicida.

No tenía amigos y solo pasaba encerrado en su cuarto. En su rutina solo cabían la escuela y la casa, la casa y la escuela. Dentro de su propia habitación, seguro que pensó varias veces en cortarse las venas y que mamá lo encontrara inerte en el baño. ¿Cuál hubiera sido su rostro de ser así? Mamá seguramente hubiera gritado. Pero yo habría solo cerrado la puerta si lo hubiera encontrado primero. A papá no le gusta ir al baño de abajo, es obvio que él no tendría que lidiar con las primeras impresiones de la escena.

Como sea, él no hizo eso. Él hizo algo peor.

Al final decidió tomar la pistola que nuestro padre guardaba dentro del ropero. Era el lado ilegal de narnia que había dejado la dictadura en el país. Todas las familias habían conservado, como mínimo, una de esas. Un lado oscuro del que lo adultos se negaban a hablar y solo celebraban por meses, sin dar detalles, cantando alegres canciones de revolución.

Mamá y papá llevaban horas en el patio y a mí no me importaba. Estaba demasiado entretenido viendo televisión como para darme cuenta del paso del tiempo. Recuerdo que habían discutido con mi hermano, luego él se encerró en su habitación y salió minutos después. No le dijo nada a nadie, no fue necesario hacerlo. Solo me tomó de la mano y salió de casa, ya que esa era la única forma de que lo dejaran salir sin sospechar. Era fácil pensar que me llevaría al parque, al cine o a algún otro lugar. ¿A dónde más irías con un niño de siete años? Como sea, yo era su cuartada perfecta en caso de que lo interrogaran.

Caminamos mucho ese día, caminamos tanto que hasta me dolieron los pies. Llegamos hasta su escuela y estaba cerrada. Sin embargo, él encontró la manera de colarse dentro, evitando por completo al guardia calvo de la entrada. Había una reunión de profesores y por eso todos estaban en el mismo salón; los vi por la abertura de la puerta. Pero él no quería que siguiera viendo, así que me metió al baño. Dijo “quédate aquí” antes de sacar el arma y caminar con prisa hacia el salón.

A veces creo que él merecía morir. Pienso en ello cuando recuerdo los disparos. No vi mucho de la escena, solo escuché los sonidos huecos y los gritos histéricos de los maestros. Salió de ahí cubierto con gotas de sangre, cansado y sonriendo de manera extraña. Yo estaba mudo, no pregunté nada. Solo me dejé guiar cuando volvió a tomarme de la mano.

Fuimos al puente. A mi hermano le gustaba mucho ese puente, desde ahí podían verse las luces de las fuentes de colores. Pero era muy temprano, las luces solo se encendían durante la noche. Estuvimos como dos horas ahí arriba, hasta que se encendieron las luces. El volvió a sonreír. Y se subió a la baranda. Creí que saltaría, creí que tendría una muerte solitaria y yo estaba obligado a mirar. Pero no.

Sacó la pistola. Apretó el gatillo. El ruido de la bala al salir hizo que me dolieran los oídos. Su cuerpo cayó sobre el río de autos que pasaba por abajo. Su sangre manchó mi oberol y lo único que me preocupaba era el miedo de volver a casa.

Años después, cuando empecé a entender qué significaba todo lo que viví esa noche, me di cuenta que papá era un alcohólico que siempre lo golpeaba. Él no se iba de la casa porque, si lo hacía, papá me golpearía a mí. Por eso siempre llegaba temprano. De la casa a la escuela, de la escuela a la casa. No tenía amigos porque uno de sus maestros lo había violado varias veces y los demás en la escuela sabían. No hacían nada, nadie hacía nada. Mi hermano no importaba. Mamá sabía todo esto pero prefirió guardar distancia. Le habían pagado a papá para que la callara, amenazando con hacer lo mismo conmigo. Conmigo.

Creo que yo soy el culpable de la muerte de mi hermano, por eso me obligó a verlo saltar, a verlo caer en la inevitable locura. A verlo destruir todo lo que lo había destruido. Y luego morir, suicidarse en un noble acto de rebelión, como muestra de que su vida aún le pertenecía. Una muestra de que su vida no era mía y, a pesar de eso, no me dejaría solo.

Era demasiado pequeño como para entenderlo. Era demasiado pequeño para entender porqué, en ese momento, yo presencié las muertes de mi hermano.

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