El monstruo que ríe mientras lloro

Recuerdo la primera vez que le vi. Pasó cuando una de esas muchas noches en las que intentaba dormir pero mi cerebro no me dejaba hacerlo. El cuarto estaba oscuro, no podía ver ni mis propios movimientos sin importar cuánto tratara de enfocar la mirada y moviera los brazos. Tronaba mis dedos solo por diversión hasta que escuché un crujido que no provenía de estos. Quise consolarme pensando que se trataba del viento e intenté no voltear el rostro. Cerré los ojos, con la nariz apuntando al techo, intentando guiar mis pensamientos hacia terrenos menos terroríficos. Entonces se escuchó de nuevo el crujido. Me resultó inevitable no voltear, fue un acto inconsciente que lamenté al instante.

Había una boca a pocos centímetros, casi podía sentirle respirar. Pero esa cosa no exhalaba, solo se quedaba quieta, sonriendo mientras me observaba. Traté de convencerme que se trataba de un sueño. Tardé un par de minutos pero por fin pude apartar la vista y voltearme, dándole la espalda. Tuve que contar hasta tres para poder cerrar los ojos, fingir que quizás se trataba de una ilusión por no haber dormido bien en días. O quizás era un sueño vívido, una pesadilla de la que me costaba despertar. Pude cerrar mis párpados pero mi consciencia insistía en que esa cosa seguía ahí, a poca distancia de mi cuerpo. Sería lógico decir que no pude dormir esa noche pero el sueño ganó la batalla contra el miedo en cuestión de horas.

Decidí convencerme de que aquel suceso se trató de una pesadilla extraña, que había sido mi cerebro jugando de forma retorcida con mi imaginación. Me aferré a esa noción durante una semana, cuando la misma escena se repitió noche tras noche. Miraba hacia el techo mientras tronaba mis dedos, luego la cosa sonriente se acercaba a mí y permanecía a mi lado, viéndome, hasta que decidía repetir el mismo proceso y le daba la espalda. Llegué a esperar su aparición mientras contaba ovejas, según yo para amenizar el ambiente de mi propia pesadilla recurrente.

Supe que no se trataba de una alucinación ni un sueño cuando una noche, en una decisión estúpida, extendí uno de mis brazos e intenté tocarle. No pude hacerlo porque retrocedió al instante, sin dejar de sonreír, aunque me pareció percibir que sus ojos, que eran un par de círculos blancos, se cerraban un poco en señal de molestia. Mi corazón palpitó muy rápido durante varios minutos hasta que pensé en voltearme, sabiendo que dejaría de estar ahí si tan solo le ignoraba. Traté más tiempo de lo normal en calmarme y poder dormir. Repetí en mi cerebro que se trataba de una pesadilla, como si esta fuera un mantra capaz de apaciguarme.

A la mañana siguiente, reflexioné sobre lo estresantes que habían sido esos días para mí. Llegué a pensar que la pesadilla sonriente era solo una consecuencia de mis emociones reprimidas y, más que preocupación, eso me causaba cierto consuelo. Considerarlo un producto de mi mente era más reconfortante y realista que aceptar... que aceptar que se trataba de algo real, algo tangible, algo que me visitaba cada noche justo antes que mi cerebro pudiera calmarse y me dejara dormir. Fui capaz de enfrentar la situación al negarme fervientemente en pensar sobre la pesadilla sonriente como algo real.

Considerarlo un producto de mi imaginación era lo más sensato, lo más lógico, lo que más me causaba alivio. Por eso pude soportar sus apariciones durante meses. Luego de la primera semana empezamos a tener una rutina y, si me apegaba a esta, la pesadilla sonriente no podría atemorizarme. Podría ignorar su existencia si tan solo me acomodaba en la posición adecuada, haciendo que estuviera fuera de mi vista.

Pude soportar sus apariciones durante meses, hasta que la situación se volvió insoportable. No era su presencia lo que traía mayor tensión a mi vida, conocía bien los motivos para mi mal dormir. Era capaz de entrar a un estado de profundo en pocos minutos, por eso me resultaba tan fácil ignorar la maldita sonrisa que me acechaba. Era algo más, algo que, incluso ahora, me cuesta expresar.

Mi casa nunca ha sido un hogar. Nunca ha sido dulce ni acogedor. Si tuviera que describirlo sin exhibirme, podría decir que el ruido estridente de cosas y personas chocando entre en sí, conformaban el playlist de mi vida. No de una forma erótica ni de fiesta, de una manera retorcida. La sonrisa que acechaba mis noches era la única que se podía contemplar en casa. Día tras día, debía esconder mi presencia, había aprendido a achicar mi figura, a hacer silenciosos mis pasos y mi respiración. No podía caminar, moverme ni hablar si quería evitar que esos choques se volvieran hacia mí. Me había convertido en el hijo que mis tíos ignoraban y eso estaba bien, saberme inexistente para los demás representaba un alivio.

Sin embargo, que las noches fueran tan extenuantes como los días me había agotado. Un día... no, fue necesario menos de un día. Mi cuerpo se sentía pesado y mis párpados amenazaban con cerrarse en cualquier momento. Era la hora del desayuno, no había nadie cerca, creí ingenuamente que podría echar una pequeña siesta. Me recosté en el sofá y dejé de estar alerta de mi alrededor durante unos minutos. Escuché gritos y luego... Mis tíos decidieron notarme durante algunos segundos y mis brazos se llenaron de morados.

El resto del día ocurrieron cosas habituales pero yo no paraba de pensar en mi error. Me fue imposible prestar atención a las clases pero eso era lo de menos. Ansiaba recostarme en el suave colchón de mi cama y descansar. Había cometido un error esa mañana y mi cerebro no dejaba de recordármelo. Llegué a pensar en descansar para siempre porque, ¿cómo había sido posible que, después de tantos años perfeccionan mi habilidad para volverme invisible, mi absurdo y egoísta deseo por dormir lo arruinara todo?

Sentía cómo el oxígeno se atoraba en mi garganta. Era incapaz de tragar el maldito aire que necesitaba para respirar y eso me hacía sentir aún más inútil. ¿Cómo pude cometer un error como ese? Un error tan tonto, tan asquerosamente pequeño y estúpido. Sabía lo que estaba en juego, podía escuchar desde mi habitación lo que pasaría si no me apegaba a mi papel, sabía lo que pasaba cuando mi presencia era percibida por los demás. Yo debía ser invisible, pasé años practicando hasta lograrlo. Pude disfrutar de mi paz hasta que apareció esa sonrisa y arruinó por completo mis planes.

La verdad es que solo existía un culpable y ese era yo. Fui yo quien tomó esa decisión egoísta de descansar un rato más. ¿Por qué se me ocurrió algo tan ilógico si había sobrevivido tanto tiempo apegándome a mis reglas, como si estas fuera mi biblia? Porque lo eran, mis reglas eran la biblia que debía seguir para preservar la paz en mi vida. Debía seguirlas fielmente, paso a paso, sin cometer errores. Sabía bien que mi casa no era hogar y solo pasando desapercibido podía evitar las consecuencias físicas de mi existir.

Llegué a casa, comí en bocados pequeños la cena, mastiqué lo más silenciosamente que pude, observé a mi alrededor y controlé mis pasos para no tropezar. Cuando pude encerrarme en mi cuarto, me dejé caer sobre la cama unos minutos. Sabía que debía lavarme los dientes antes de dormir pero no tenía energías para hacerlo, mi pecho seguía sintiéndose pesado y el oxígeno tardaba en llegar a mis pulmones. Así que pasé las siguientes horas en la cama, esperando que se apagaran las luces y todos se acostaran.

Cuando el ruido cesó y la habitación se encontraba tan oscura que no podía ver mis propios brazos, me acomodé boca arriba sobre la cama y empecé a tronar mis dedos mientras contaba ovejas. No estaba de humor para soportar a la sonrisa ni para tener pesadillas. Quise concentrarme en las ciento veintitrés ovejas, y contando, que iban saltando la valla, pero me fue imposible. Mi cerebro siguió insistiendo en cuan estúpido había sido mi error de la mañana, recalcando que solo un idiota era capaz de fallar de esa manera. Le supliqué que se callara varias veces, intenté seguir contando ovejas hasta llegar a más de mil.

Pensé de forma fugaz que la sonrisa no había aparecido, tuve la ingenua idea de que era la única que me acompañaba por las noches. Me había acostumbrado a esa rutina de interactuar con una pesadilla vívida y negarle el placer de asustarme al simplemente darle la espalda. Esas locas ideas me resultaron cómicas pero, de nuevo, mi cerebro insistió en el error. Los morados dolían un poco cuando ponía mis brazos sobre la cama, pero no podía pasar con estos extendidos hacia el techo durante toda la noche. Necesitaba dormir, necesitaba descansar para, al día siguiente, estar alerta y no cometer más errores. Y es que, nuevamente, no paraba de preguntarme cómo pude cometer una falla tan obvia. Sabía cuan absurda había sido, absurda y tonta, tonta e ingenua, ingenua y egoísta. No podía dejar que se repitiera, debía dormir, debía estar alerta...

Cuando la oveja número mil quinientos cruzó la valla, simplemente me di por vencido y empecé a llorar.

Por el rabillo de mis ojos llorosos, pude ver cómo se acercaba la sonrisa. Me senté en la cama hasta que mi espalda tocó la pared y le supliqué entre quejidos que no se acercara, le expliqué entre susurros que no podía jugar con ella esa noche, le dije que su presencia no me parecía divertida. Intenté que mi voz no se escuchara pero, en el silencio de la noche, hasta el susurro más bajo que podía emitir, retumbaba en mis oídos como si fuera un grito. Paré de hablarle porque sabía que no escucharía lo que dijera. Paré porque no quería despertar a nadie, no quería que nadie más supiera que estaba llorando. No quería causarles molestias a mis hermanos, quienes dormían en el cuarto de al lado. No quería incomodar a mis tíos, no de nuevo, no después de mi error de la mañana. Sabía muy bien que, si los despertaba, me harían cosas más dolorosas que simples morados en el brazo.

La sonrisa no acató mis súplicas ni se apiadó de mí. En vez de eso, empezó a reír. Empezó a reírse tan fuerte que mis tímpanos empezaron a doler. Estábamos a pocos centímetros de distancia, era como si alguien colocara un altavoz frente a mi rostro, desde el cual salía una risa aguda y chirriante, cuyo eco podía sentir en el rostro. Su tono era burlesco y sus dientes blancos y puntiagudos se balanceaban de lado a lado, mientras abría y cerraba sus ojos, que pasaban de ser puntos a volverse media lunas; incluso llegué a sentir que estos me señalaban. Estuve esperando durante algunos minutos a que su boca parara de moverse y la risa diera paso a un regaño capaz de provocar una herida profunda en mi psique, porque a eso estaba acostumbrado. Pero no pasó. Solo fui capaz de verle mientras lloraba, tapando mi boca con una de mis manos, intentando a cada segundo que mis sollozos no emitieran sonido alguno, pero me resultaba difícil distinguir si mi voz lograba colarse por mis manos, debido al estruendo de las carcajadas y era incapaz de saber si mi llanto podía escucharse o no en el cuarto de al lado.

Esperaba ser el único que podía verle y escucharle. ¿Qué iba a pasarme si alguien más en la casa se despertaba por esas risas? Seguramente me culparían a mí. Seguramente solo yo era capaz de verle pero no de escucharle, seguramente solo llegaba a mi lado para joderme la vida y esperó por meses este momento. Me observó durante más de cien noches esperando que me quebrara solo para reírse de mí. Yo también me burlaría de mí, si mi situación fuera otra, si existieran dos versiones de mí mismo, una que cometió el error y la otra no; entonces la versión sabia, la versión ideal que no comete errores tan minúsculos, se burlaría de la otra por haber fallado en algo sencillo.

No pude parar de llorar, sentí cómo la presión de mi pecho aumentaba así como los latidos de mi corazón. Sabía que estaba sintiendo miedo porque, ¿cómo no temerle a una sonrisa que te acecha noche tras noche? Fui capaz varias veces de voltearme y darle la espalda pero, esa vez, esa única vez en que mostré debilidad, esa única vez que cometí un error después de tanto tiempo siendo invisible para mi familia, mi cuerpo se paralizó y solo pude mover mi otra mano para limpiar mis lágrimas. Luego de minutos escuchándole, decidí dejar de limpiar mis ojos y concentrarme en no emitir sonido alguno. No quería verle más y usé la acumulación de lágrimas como barrera para no distinguir su figura. Tampoco quería escucharle, sentía punzadas de culpa en el interior que insistían en señalarme como el culpable absoluto de esa situación.

Anhelaba el silencio profundo de la noche pero nadie concedió mi deseo.

Le vi reírse durante horas pero el cansancio empezó a entumirme el cuerpo. Mis piernas se encontraban adormecidas y dolían un poco, mis brazos estaban cansados de tanto sostener mi boca y podía saborear gotas de sangre porque en algún punto empecé a morderme los labios. Tuve que ver cómo reía durante horas mientras lloraba tanto que mis lágrimas mojaron mi camiseta.

Cuando el sol empezó a iluminar el cuarto, la pesadilla empezó a difuminarse y mis párpados se cerraron. La tensión en mi cuerpo fue disminuyendo poco a poco y fui deslizándome lentamente hasta recostar mi cabeza sobre una almohada, siempre viendo hacia el frente, temiendo que las risas comenzaran otra vez. No quería dormir, lo juro, no fue mi intención quedarme dormido justo cuando llegó la madrugada, pero ese encuentro con la sonrisa me había drenado todas las energías. El día anterior me había prometido no volver a cometer ningún error que hiriera mi cuerpo pero ahí estaba, con los ojos cerrados, disfrutando del sueño profundo que me fue negado durante horas nocturnas que se sintieron eternas.

Fui incapaz de escuchar los gritos de mis hermanos cuando intentaron despertarme. Mi cuerpo no parecía responder por más que movieran mi torso de lado a lado. Tuvieron que derramar agua fría sobre mi cabeza para hacerme despertar, incluso tiraron la pana sobre mi frente. Sin embargo, agradecí que esa mañana fueran tan indulgentes conmigo. Sabía bien que, en otra ocasión, mi despertar pudo haber sido completamente distinto. 

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