Capítulo 1


Debo dejar de preguntarme que harían las personas que antes vivían ahí, esas a las que Guillermo y Santiago están sacando envueltas en sábanas mientras yo friego a la niñita dentro de la bañera.

Miro su piel más morena que la mía y vuelvo a preguntarme dónde estarán sus papás, si estarán vivos o muertos. Aparto esos sentimientos en cuanto me doy cuenta que de nuevo estoy pensando sobre las otras personas. Debo dejar de pensar en eso, me va a hundir.

—Ya estás lista —le digo con una sonrisa antes de tomar la toalla y envolverla lo más cariñosa que puedo.

Ya he sacado un par de ropas con anterioridad, tal vez le queden un poquito grandes. Luego la llevo a una de las recámaras y le pregunto si quiere que le cuente un cuento. Ella por supuesto asiente con la cabeza y se chupa el dedo.

No debe tener más 6 años, le calculo que 5. Lo único que sabemos es que se llama Fernanda y no dice otra cosa aparte de "sí" y "no" con la cabeza.

Antes de terminar el cuento que me he inventado, Fernanda ya está completamente dormida. La contemplo unos segundos antes de ponerme de pie y dar media vuelta.

Me llevo un susto de muerte al ver a Guillermo parado en el umbral de la puerta con los brazos cruzados. Él está mirando a la niñita con tristeza y yo chasqueo los dedos para evitar que se ponga a pensar cosas demasiado profundas en esos momentos.

Le hago una seña y salimos al pasillo cerrando la puerta.

—¿Te dijo algo más? —me pregunta.

—No, ¿y el otro niño?

—Santiago fue con él.

Había un niño de unos 10 años cuando llegamos a esa casa. No sabemos si vivía ahí o no, pero estaba ahí, mas limpio que Fernanda, y en cuanto nos vio se echó a correr por las escaleras y se encerró en una de las habitaciones. Tal vez nos tenga miedo, cualquiera lo tendría.

Me dirijo a la habitación de al lado y soy consciente de que Guillermo me sigue. No sé porque lo hace y de hecho volteo hacia atrás para interrogarlo con una mirada, pero él no se aparta, simplemente me sigue a la habitación que yo he designado como mía.

Cierra la puerta detrás de nosotros con una patadita, todavía sin descruzarse de brazos. No tengo idea que es lo que quiere, solo está ahí, observándome tras sus tupidas pestañas castañas con esos ojos medio verdes, medio castaños.

Su nombre verdadero es Wilhelm, pero casi todo mundo lo había castellanizado antes de eso. Así que la mayoría de las personas le decían Guillermo. 

—¿Qué es lo que vas a hacer? —me pregunta medio nervioso.

—Dormir.

Hay algo muy raro en él y por un momento temo que esté enfermo. Hace dos días me ha salvado la vida y me siento un poquito en deuda. Antes de que estallara todo yo ni lo conocía, es amigo de Santiago no mío.

Me siento en la cama observándolo en silencio y estoy a punto de preguntarle si se siente bien cuando él arroja algo a mi lado.

Parpadeo un par de veces y lo miro con las cejas levantadas. Debe estar de broma.

—Quiero pedirte un favor.

Él señala con la mirada el paquetito de condones que debe haber robado de la farmacia que está al lado. La hemos asaltado incluso antes de decidir que la casa en la que ahora estamos será la casa donde pasaremos la noche.

—Vamos a morir —me suelta empezando a acercarse nervioso—. Y no quiero morir virgen.

Guillermo es como un año más joven que Santiago y que yo, pero esa es la cosa que menos me esperaba en nuestra lucha por sobrevivir. Un muchacho guapo de 20, pidiéndome que lo haga con él.

—No eres virgen —soy capaz de decirle sin alterarme.

—En serio lo soy. No te estaría pidiendo esto si no fuera necesario.

Hay tal convencimiento en su voz que debe ser verdad. El amigo rico de Santiago es un niñito virgen. Debí imaginarlo, era demasiado infantil durante la hora que lo observé cuando lo conocí, antes de que la luz se fuera por tiempo indefinido.

Pienso en todo lo que hemos vivido los últimos días y sé que no me costara nada ayudarle a cumplir su última voluntad, porque como él ha dicho, vamos a morir.

En la fiesta de su casa habría dado lo que fuera porque el tipo se fijara en mí. Ahora... ahora estamos solos.

Entonces lanzo con fuerza el paquetito de condones hacia la pared y él lo observa inquieto. Toda su cara está roja y baja la mirada acercándose a la puerta.

—¿A dónde crees que vas?

—Yo... lo siento, es que...

—Vamos a morir. Si vas a perder tu virginidad, la vas a perder bien.

Él se ha quedado sin habla. No soy una experta sexual, pero tal vez he tenido alguna que otra experiencia, que ya es algo más que él.

De un momento a otro nos encontramos tumbados en la cama. Guillermo está nervioso y lo puedo sentir por su manera de tocarme. Intento concentrarme en lo que estamos haciendo, pero a mi me mente acuden muchas imágenes: Carmen escupiendo sangre; los cadáveres en la carretera; el Walmart deshecho; la mirada perdida de Daniel.

Con seguridad es esa la que más recuerdo, no quiero terminar así, volviéndome loca.

Solo quiero que me lleves lejos de aquí.

—¿Qué?

Me doy cuenta que acabo de decir eso en voz alta. Abro los ojos y él está mirándome fijamente. De repente me besa. No lo había hecho: besarme, pero ahora lo hace de forma tan genuina que pienso que quiere hacerlo conmigo por ser yo y no solo porque teme morir sin haberlo hecho con cualquier chica.

Nos vamos quitando la ropa poco a poco. Sus besos en mi cuello logran su objetivo, que es distraerme de todo. Al momento de hacer el primer movimiento, dejo escapar un sonido medio de dolor y él se detiene.

—¿Estás bien? —luce preocupado.

Cielos, es verdad. Cuando acabemos debo preguntarle porque demonios a sus 20 años era virgen siendo tan guapo, si es que aún queda tiempo de discutir cosas tan banales.

—Tranquilo, tú sigue haciendo lo que hacías.

Hace no mucho tuve un novio, se llama o se llamaba José Pablo. No era muy alto ni especialmente atractivo, pero en mi corta vida sexual era el único que había conseguido que yo viajara a las estrellas. Hasta esa tarde.


Estamos en silencio dejando que nuestros corazones vuelvan a la normalidad. No sé cómo sentirme al respecto, nunca antes había hecho eso, pero el mundo se cae a pedazos y la gente se está muriendo a nuestro alrededor, así que tampoco es que me quede mucho tiempo para arrepentirme.

Guillermo se impulsa con los brazos despegando su sudoroso cuerpo del mío, se deja caer a un lado colocando sus brazos detrás de su nuca. Tiene una sonrisa soñadora en su rostro y eso hace que yo también sonría.

—Le dijiste a Santiago, ¿verdad? —Guillermo me responde moviendo la cabeza de manera afirmativa.

Por supuesto, esa es la razón por la que no ha llegado a interrumpirnos.

Está atardeciendo y por la ventana se filtran algunos rayos dorados. Tengo un poco de miedo de que llegue la noche a ese pueblo abandonado. ¿Cuántas casas estarán verdaderamente vacías? ¿Cuántas tendrán alguna persona muerta que no ha sido enterrada?

Santiago, Guillermo, Fernanda, el otro niño y yo no nos hemos enfermado todavía. Tal vez somos inmunes, tal vez apenas se nos presentarán los síntomas, tal vez estamos a unas horas de morir y no lo sabemos.

El miedo comienza a invadir mi cuerpo, así que me acuesto encima de Guillermo creyendo que así se disipará. Solo quiero un poco de compañía, alguien que me reconforte.

Él me besa la cabeza y rodea mi cuerpo con sus brazos. Sé que lo hace porque estamos perdidos, no solo de manera literal, no solo porque no tenemos ni idea de que camino tomaremos por la mañana si seguimos con vida. Necesitamos no sentirnos solos.

Casi estamos quedándonos dormidos cuando algo hace que Guillermo se levante precipitadamente empujándome a un lado. Él se pone su bóxer y su pantalón con una rapidez increíble y se acerca a una de las ventanas por donde ya no hay sol.

Intento imitarlo pero soy un poquito más lenta y torpe.

—¿Qué es? —le pregunto nerviosa—. ¿Dónde dejaste el rifle?

—Abajo. Creo que... creo que son autos.

Me asomo a la ventana, cuidadosa de que si es alguien no nos vean con facilidad. De repente ambos hablamos en voz baja al mismo tiempo.

—Militares.



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