7
Aemond se vistió rápidamente, agradecido por aun conservar sus pantalones después de todo. Para su suerte aquello había sido un asunto breve, así que solo había salido de la Fortaleza Roja durante un breve lapso. La mujer que lo acompañaba yacía desnuda sobre la cama, cubierta con una manta de piel que él mismo le había obsequiado meses atrás. No la miraba ni siquiera de reojo mientras abotonaba su camisa junto al cálido resplandor de la chimenea del distinguido burdel al que, en múltiples ocasiones, recurría para ver a la única mujer que parecía mantenerlo conectado con la realidad, o al menos eso creía hasta hacía un mes.
Alys Ríos. Irónicamente, una bastarda de la Casa Strong.
Aemond la había conocido en su juventud, tras haberse acostado con incontables mujeres por insistencia de Aegon. Tenía tan solo dieciséis años cuando Alys había ingresado en su cámara del burdel y le había dicho que no se acostaría con él esa noche. Extrañamente, Aemond se sintió aliviado. Por primera vez, una mujer que no fuera su madre o su hermana le pareció respetable. Así, comenzó a visitarla con frecuencia, en secreto por supuesto, para mantener incólume su honor de príncipe.
Pero Alys le gustaba mucho, y ella lo conocía casi por completo. Tanto, que esa noche había percibido que el joven Targaryen apenas había permanecido en la taberna una hora, cuando solía quedarse hasta que la luna se ocultaba.
—¿Tienes deberes reales suuuper importantes que atender? —inquirió ella en tono burlón, mientras jugueteaba con un mechón de cabello.
—Algo así. —Respondió él ligeramente cortante, al tiempo que anudaba una bota. Alys, que tenia un aspecto mucho más joven de lo que realmente era, frunció el ceño.
—Nunca me abandonas tan pronto.
—Tengo asuntos que debo atender temprano en la mañana —explicó Aemond con más calma.
Alys suspiró.
—¿Te casarás con ella? —soltó de repente. Aemond se detuvo abruptamente.
—¿Con quién? —inquirió, observando de reojo cómo la mujer se acercaba, abrazándolo por la espalda y entrelazando sus brazos alrededor de su cuello.
—¿Cómo la llaman? La dulce tentación, ¿verdad? —cuestionó ella, su aliento rozando su oreja.
Aemond soltó un bufido y continuó atándose la bota.
—No. Ella es la prometida de mi hermano.
Aun colgada de su cuello, la mujer rodó los ojos.
—Pasean seguido por los jardines. —Aemond volvió su cabeza ligeramente para mirarla a los ojos.
—¿Me espías? —preguntó, con un toque de diversión. Ella le pellizcó la oreja de manera juguetona.
—No creas que eres tan importante —le reprendió. —Mis pajaritos me lo han dicho.
En esta ocasión, fue Aemond quien rodó los ojos. —¿Es con ella que tienes este... "compromiso" tan importante? —remarcó la palabra.
A él le gustaba Alys porque no hacía demasiadas preguntas, pero ahora que se estaba entrometiendo tanto en su vida, no estaba seguro de cuánto le agradaba.
—Algo así.
Alys enderezó la espalda y se colocó delante del fuego, quedando frente a Aemond, quien bajó la mirada para no observar directamente su generoso culo redondo.
—Pensé que no te agradaban los bastardos Strong, los hijos de tu hermana —subrayó. El principe suspiró.
No, definitivamente no le agradaban. Tenía resentimientos guardados hacia Jace y Luke por lo que había ocurrido aquella noche, pero Joff no había estado presente en esa ocasión. Además...
—Ella no es una Strong.
Alys comenzó a reír a carcajadas. Una risa que reflejaba la firmeza y madurez de una mujer mucho mayor de lo que aparentaba, aunque no revelaba exactamente cuántos años tenía. La mujer giró lejos del fuego, comenzando a recorrer la habitación.
—Es sofisticada como un Targaryen o un Velaryon, eso es cierto. Y no se parece mucho a sus hermanos —reconoció mientras tomaba una copa de vino que había dejado sobre una mesa baja antes de que ella y el rubio compartieran su encuentro sexual. —Pero no te engañes a ti mismo, su cabello dorado, sus rizos naturales... con dos padres de cabello platinado, su pelo debería ser aún más blanco de lo que es —indicó, deslizando sus dedos por el contorno de la copa.
Aemond apretó la mandíbula. Preferiría no pensar tanto en eso, pero terminó suspirando.
—Voy a cambiar mi argumento —dijo mientras finalizaba de ajustarse una capa sobre los hombros. —No me agradan los dos mocosos malcriados que me atacaron aquella noche en Marcaderiva.
—¿Y por qué ella sí? —preguntó la mujer, curiosa, y luego añadió con cierto recelo: —Debe ser muy interesante para tenerte tan distraído. Aemond no respondió, y su silencio fue una respuesta suficiente. Ella rodeó nuevamente el pequeño sofá del que Aemond se había levantado y se aproximó con una paciencia hábil. —¿Ni siquiera sabes por qué, verdad? —inquirió. El rubio evitó su mirada, dejando en claro que no le agradaba mucho hablar del tema.
Sin embargo, a Alys le encantaba tocar las fibras sensibles, y en esa noche, sentía una leve sensación de traición. Por lo general, era Aemond quien imploraba pasar la noche juntos, pero ahora ella estaba a punto de rogar como lo hacia el. Aunque si tuviera que ser honesta consigo misma, admitiría que no le apetecía pasar las noches con otros hombres. Se había dado cuenta de eso un año después de empezar a acostarse con el caprichoso príncipe, que resultó ser un verdadero dragón en la cama.
Pero a pesar de desearlo, Aemond nunca la consideraría una prioridad. Aunque ella aún no estaba dispuesta a aceptarlo.
—Me recuerda un poco a mí —admitió.
Alys volvió a reír con una risa escandalosa, casi al punto de escupirle el vino en la cara. Lo observó con una ceja alzada. —No. No te recuerda a ti. Es que te excita muchisimo.
[...]
Esa mañana, Joff se despertó al sentir que alguien tocaba su puerta. Aún adormilada y sin cambiarse el pijama, entreabrió la madera solo para encontrarse con Aelinor, quien le informó que había llegado un regalo para ella. Eso la sacó completamente de su somnolencia. ¡Le encantaban los regalos! Aunque, en realidad, los vestidos eran sus obsequios favoritos.
El paquete estaba elegantemente envuelto en papel madera, y cuando lo colocó con cuidado sobre la cama para abrirlo, notó una etiqueta con un nombre: Daeron. La emoción la embargó y soltó un chillido de alegría antes de correr hacia el escritorio en busca de un pequeño cuchillo para deshacer el envoltorio con delicadeza. Dentro encontró un precioso vestido rosa pálido, perfectamente de su talla. Pero eso no era todo, también había un par de pendientes y un collar que hacían juego. Llena de exaltación, tomó el vestido entre sus manos y saltó en su cama de la emoción.
Después de varios brincos mientras reía en voz alta, corrió hacia el espejo y colocó el vestido por encima de su cuerpo, admirando el efecto. Era sencillamente hermoso, con un corte y una figura que prometían lucir fenomenales en ella. Además, la tela era preciosa y suave, una combinación de terciopelo y gasa con toques de encaje y pedrería exquisita. Desde que era capaz de imaginar cosas, había soñado con vestidos como ese.
Y era su prometido quien se lo había regalado, lo cual provocó otro chillido de felicidad. Tal vez las cosas empezaban a mejorar para ella.
—Este vestido es precioso, príncipe. ¿Hay alguna forma en que pueda agradecerle? —ensayó en voz alta frente al espejo, riendo sola. —¡Es un vestido maravilloso! ¡El mejor que he visto en mi vida! —exclamó con alegría, y enseguida cambió su tono y su expresión por uno más relajado y sensual. —¿Le gustaría que le mostrara cuán agradecida estoy? —se mordió el labio, encontrando su propio reflejo en el espejo.
Fue en ese instante que se percató de que no estaba imaginando a Daeron frente a ella, sino a Aemond. Su sonrisa se desvaneció gradualmente y se alejó del reflejo, dejándose caer en el diván.
Dioses, enloquecería si seguía pensando en Aemond de ese mod. ¿Por qué era tan difícil sacarlo de su mente? Se preguntó por qué no podía simplemente reemplazar la imagen de Aemond con la de Daeron y listo, pero su mente se negaba a obedecer.
Exasperada, se levantó de nuevo. Se vistió y peinó por sí misma, algo que había adoptado como costumbre desde que llegó a Poniente y no tenía a su doncella. Había tomado una decisión que podría considerarse un tanto peculiar, y la hacía sentir algo nerviosa, pero sabía que debía agradecerle a Daeron por el obsequio. Él lo había enviado, había tenido un gesto amable, y como princesa con una etiqueta impecable, sentía la obligación de responder. Aunque seguiría el consejo de Aemond, y seria mas precavida. Así que como quería ahorrarse un golpe o que la encerraran, llevaría a Ser Aelinor consigo.
Se adentró en los pasillos acompañada de su guardia juramentado hasta llegar al patio de entrenamiento, donde sabía que los hijos del rey solían ejercitarse cada mañana. Gracias a la ubicación de su habitación, tenía una vista directa hacia aquel lugar.
—Joffrey —murmuró a modo de burla el príncipe Aegon mientras observaba a Joff pasar a su lado una vez que esta salió fuera de las estructuras del castillo. Al parecer, el joven regresaba de uno de sus entrenamientos que, en opinión de Joffrine, tenían poco provecho.
Ella se detuvo, mirándolo con su típica sonrisa encantadora. Su respuesta estaba cargada de una elegante ironía.
—Buenos días, tío —respondió Joff con una sonrisa encantadora, su voz tenía un tono dulce y tranquilizador, pero en sus ojos brillaba un destello de picardía. Dio un paso más hacia Aegon, permitiendo que sus ojos recorrieran su figura con un ligero gesto de diversión. No iba a permitir que su tío la burlara sin responder. —Debo admitir que tu elección de atuendo es... peculiar. ¿Es una nueva moda intentar parecer tan gordo como un barril de cerveza? Deberías considerar patentarla antes de que todos quieran lucir como un tonel rodante igual que tú.
Aegon inhaló profundo y se quedó sin palabras, así que optó por golpear suavemente a su sobrina con el hombro antes de alejarse, mientras ella se reía sin inhibiciones. —Deja que se vaya, Ser Aelinor —le dijo antes de que el guardia pudiera pescarlo del pescuezo, luego de empujarla. —Al parecer, al príncipe le encanta hacer bromas... pero no parece muy cómodo cuando bromean con él. —Comentó con inocencia, y siguió caminando.
Daeron blandía la espada con gracia, y aunque era un guerrero formidable, eso no evitó que recibiera un par de golpes por parte de su entrenador, Criston Cole. Joffrine observó el duelo hasta que Cole mismo notó su presencia.
—Al parecer, la princesa Joffrine te espera, príncipe. Sería conveniente que no la haga esperar —le dijo el hombre a Daeron con cierto tono burlón.
Agh. ¿Por qué todos parecían detestarla de esa manera? En RocaDragón, muchos hombres se habrían matado por la oportunidad de atender a sus solicitudes, pero aquí parecía que todos querían pasar por encima de ella. Sin embargo, ese día se había levantado con más confianza de lo usual, así que se aproximó a ellos con una sonrisa coqueta y un paso lento, ondeando como si fuera la dama mas hermosa y voluptuosa del reino.
—Qué considerado eres, Criston Cole —le dijo, con una fingida y exagerada gratitud. — Es un alivio saber que estás tan al tanto de mi agenda. Supongo que has invertido tiempo en estudiarla meticulosamente para asegurarte de no hacerme esperar.
Una risita escapó de sus labios, apenas lo suficiente para denotar su diversión y la sutil ironía en sus palabras. Sus ojos se encontraron con los de Cole por un instante, desafiantes pero con un brillo juguetón que dejaba claro que no estaba dispuesta a soportar hostilidades aquel dia.
Visualizó a Daeron detrás del hombre, que efectivamente se estaba riendo mientras intentaba ocultar su risa con la manga de su traje. Criston Cole suspiró mientras Joffrine lo dejaba atrás, avanzando hacia su prometido, quien enderezó la espalda y por un instante, su rostro palideció. Daeron intentó apartar la vista y recordó el dolor punzante en su pie después de que Aemond le había cortado el dedo meñique. Un temblor recorrió su cuerpo y se negaba a mirarla, a considerar que su propio hermano la había puesto por encima de los intereses de su propia familia. Al diablo con ambos.
Apretó la mandíbula. —Prin... princesa —tartamudeó, luchando para evitar que sus ojos furiosos se clavaran en ella.
Joffrine sonrió, una sonrisa tan dulce que parecía una niña inocente, muy distinta a la que había ridiculizado a Criston sin piedad apenas unos momentos atrás. Ahora parecía la niñita tierna a la que él había encerrado.
—Príncipe Daeron —inclinó ligeramente la cabeza. —He venido a agradecerle por los obsequios, espero que mi gratitud sea de su agrado.
Daeron frunció el ceño y, sin mirarla, preguntó: —¿Obsequios?
—El vestido rosa y las joyas que envió a mis aposentos esta misma mañana.
No, por supuesto que no había sido él. Había sido Aemond, quien sabía que Daeron no cumpliría con esa parte del trato.
El menor sintió una risa burbujeando en su interior. ¿Sería así el resto de su vida? ¿Ella se casaría con él pero sería su hermano quien la colmaría con regalos y la llevaría a la cama? Aunque él todavía se mantenía firme: no se casaría con ella ni aunque Aemond le cortara todos los dedos de los pies. Quizás evitaría el desprecio y no trataría de ahuyentarla, pero no se uniría en matrimonio con ella.
Así que decidió no fingir.
—Yo no envié nada a sus aposentos, princesa. —Suspiró, y su mirada se encontró con la de su sobrina. —Estuve ocupado toda la mañana fuera del castillo y, además, detesto el rosa. Jamás le enviaría algo de tan mal gusto.
[...]
—No quiero casarme con él —le dijo a su madre, enfurecida, mientras Rhaenyra la peinaba frente al espejo en sus aposentos.
La mujer frunció el ceño. —¿Por qué no? Parecías contenta, Joff.
—Lo he pensado bien. Y no me agrada —resopló. Rhaenyra apoyó las manos en los hombros de su hija e inclinó su cabeza sobre ella.
—¿Hay algo que no me hayas contado?
—Tú lo viste, en la cena —refunfuñó. —No es de mi agrado, no me gusta.
—Leonor tampoco era de mi agrado cuando me casé con él, Joff. Pero aprendimos a querernos a nuestra manera —le explicó la mujer.
Joff no había conocido a su presunto padre; ella había nacido y dos años después él murió de manera sospechosa. Seis meses después, su madre y su tío se habían casado. Pero estaba segura de que Leonor estaba muy lejos de ser como Daeron. Según sus hermanos, él era un guerrero honorable y un hombre bondadoso que los amó a pesar de los rumores y la humillación de que sus hijos no fueran de su sangre.
Su madre no estaba ni cerca de saber lo que Daeron realmente era, y Joff no quería preocuparla, especialmente con su nuevo hermano o hermana en camino. Pero tampoco deseaba casarse con ese idiota.
—Me quiero casar con Aemond —soltó por fin. Su madre se tensó.
—Ciertamente tu afinidad por él es más fuerte, pero...
Joffrey la interrumpió de golpe. —¿Ambos son príncipes, no? Se supone que da lo mismo si ambos no están comprometidos. —Suspiró, evitando mirar a su madre a través del espejo. Entonces murmuró: —¿Qué sentido tiene que me case con Daeron si voy a pasar la vida engendrando los hijos de Aemond?
—¡Joffrine! —exclamó su madre.
—¡Es verdad! —gritó la joven. Giró para encarar a su madre directamente. —Sabes que será así. —Sus ojos encontraron los ojos cristalinos de su madre, aquellos que tanto le recordaban al único ojo del príncipe de sus sueños. Tomó las manos de Rhaenyra entre las suyas y suplicó: —Por favor, haz que cambien de opinión.
—Aemond es bastante mayor y...
—Sangraré pronto, estoy segura. Y podré cumplir con mi deber hacia él y nuestra casa gestando a sus herederos.
—Y tú eres muy joven aún. —Completó su madre, escudriñando a su hija.
—Tengo la misma edad que mi abuela, Aemma, cuando ella te dio a luz a ti —le recordó. Rhaenyra tuvo que apartar la mirada por un momento. —La misma edad que...
—Todas ellas murieron jóvenes, Joff —contestó su madre, con un ápice de hostilidad. Su mirada volvió a su hija mientras le acariciaba el rostro. —Yo no quiero que tú pases por eso.
—¿Qué crees que sucederá después de que me case con Daeron? —le preguntó. —¿Qué esperara años para hacerme parir a sus hijos? No lo creo. Bufó y volvió su vista al espejo, enojada e indignada.
Rhaenyra, pasmada por las palabras de su hermosa hija y observando su inusual enfado, finalmente suspiró y se inclinó para poner su rostro junto al de su pequeña, su única hija que estaba creciendo tan rápido.
—A veces tengo miedo de perderte, Joff. Eres mi única hija, y tengo miedo —confesó, apretujándole los hombros mientras la miraba a través del espejo.
El rostro de su hija se relajó notablemente.
—Entonces ayúdame —suplicó, con un deje de voz queda. —Ayúdame a no tener que esconderme para ver a Aemond a escondidas por el resto de mi vida. —suspiró. —Tu misma pasaste por eso, y sabes que eso es lo que sucederá si me caso con Daeron. Yo ya hice mi elección.
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