4
A Rhaenyra ya le resultó extraño cuando notó que ni Jace ni Luke iban acompañados por Joffrine al ingresar al gran salón. A medida que continuaba el ingreso de la corte y el salón se llenaba de gente, y el tiempo pasaba, sus sospechas de que algo no andaba bien aumentaron. Joffrine no solía retrasarse, especialmente cuando se trataba de un evento importante. Y su madre se lo había mencionado varias veces.
— ¿Has visto a tu hermana? —le preguntó a Jace, quien negó con la cabeza. Entonces, volvió su mirada hacia Luke. — ¿Y tú, Luke?
Luke dudó; ¿debía decirle que su hermana había decidido pasear sola con Daeron Targaryen? Si lo hacía, sería un hermano responsable, pero también había dejado sola a Joffrine, y su madre se pondría furiosa si se enteraba. Y ahora la culpa lo estaba consumiendo por completo.
Negó con la cabeza, pero luego agregó: —Podría revisar si está en sus aposentos.
—No, tú no. Tu presencia es sumamente importante hoy. —Rhaenyra miró a su otro hijo. —Jace, ve tú.
Jace asintió con un movimiento de cabeza y se abrió paso entre las personas que salían del salón. Rhaenyra frunció los labios; tal vez estaba siendo demasiado sobreprotectora, pero le aterraba que la inocencia de Joffrine pudiera jugarle una mala pasada en los recovecos de la fortaleza roja. No pensaba en lo peor; estaba muy lejos de imaginar que su hija estaba encerrada lejos de su vista. Simplemente temía que Joff se hubiera distraído recogiendo flores o explorando pasillos. A veces, su hija demostraba cierta distracción, y este era un evento sumamente significativo para su familia.
Mientras tanto, Aemond observaba a Rhaenyra y a su hijo Lucerys desde el extremo opuesto del salón. Daemon ya se encontraba allí, al igual que sus dos hijas gemelas, y había visto al hijo mayor de su hermana, Jacaerys, poco antes. Solo faltaba ella, Joff.
También notaba que Rhaenyra lucía preocupada, que no había dejado de mirar las grandes puertas desde que más personas se habían congregado en el salón, como si estuviera esperando a alguien en particular. Esa inquietud era palpable en su semblante.
A su alrededor, Aegon ya estaba junto a él, y parecía tan aburrido que podría quedarse dormido de pie. Helaena, a su otro lado, se mordía las uñas con ansiedad. Ella no disfrutaba mucho de las multitudes y el bullicio, así que seguramente estaba consumida por su propia intranquilidad. Su madre observaba detenidamente a todos los presentes, como si estuviera escudriñando a sus aliados y a quienes podrían estar en su contra. Mientras tanto, su abuelo simplemente esperaba impaciente, deseando dar inicio y llevar a cabo tan importante evento. Allí, sospechosamente, solo faltaba una persona: Daeron.
Aemond se volvió hacia Aegon, apretando la mandíbula. —¿Dónde está Daeron? —su hermano parpadeó como si acabara de despertar y se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo? El muchacho es grande, puede cuidarse solo —respondió, restándole importancia.
Aemond miró a su hermana. —¿Y tú? ¿Lo viste en el camino aquí?
Helaena suspiró y negó con la cabeza, sin responder con certeza.
Aemond negó con la cabeza, mordiéndose el interior de la mejilla. Y esperó, con una paciencia firme, hasta que, no mucho después, la cabeza platinada de su hermano menor asomó por el pasaje central dejado por los invitados de la corte. Pero Joffrine seguía sin aparecer.
Y Aemond no dudó ni por un segundo. Rompió la fila en la que estaba con sus hermanos y avanzó con paso decidido, sintiendo las miradas desconcertadas detrás suyo, incluyendo la de su madre, que lo observaba con desesperación y confusión. Aemond atrapó a su hermano por el cuello de su abrigo y lo arrastró prácticamente fuera del salón, mientras Daeron forcejeaba por liberarse. Pero su hermano mayor era más fuerte, más alto y tenía más experiencia.
Una vez afuera, lejos de la vista de todos, Aemond soltó al menor con un tirón brusco.
—¿Dónde está? —exigió saber. Su hermano lo miró con pánico y trató de alisarse el atuendo arrugado.
—¿De quién estás hablando, idiota? —gruñó. Aemond apartó la vista por un momento, intentando encontrar tranquilidad, aunque no tuvo éxito y volvió a agarrar a Daeron, esta vez enroscando su mano prominente en el cuello del hermano.
—Joffrine, tu sobrina. ¿Dónde está ella? —volvió a preguntar, sus narices casi se tocaban mientras Daeron luchaba contra los agarres de su hermano que le impedían respirar.
—¿Y cómo demonios voy a saberlo? ¡Suelta! —se retorció, desesperado.
Aemond le sonrió de manera cínica, luego llevó una mano a su propia cintura y desenvainó la daga que llevaba colgada de su cadera, apoyando el filo frio inmediatamente en el pómulo de su hermano. Daeron lo miró con pánico y Aemond esperó a que las cosas se aclararan un poco después de eso.
—Dime... dónde... está —exigió lentamente, palabra por palabra.
—¡Ya te dije que no lo sé! —gritó el príncipe.
Aemond ejerció presión y le infligió un corte; Daeron gritó casi de inmediato y las gotas de sangre comenzaron a deslizarse por su rostro.
—Me importa una mierda tener que desfigurarte la cara para que seas sincero conmigo. —Lo amenaza en voz baja, mientras escucha pasos apresurados a sus espaldas. Aemond no necesita girarse para saber que es su madre; su voz llega a sus oídos casi al instante.
—Aemond...—casi suplica ella. Daeron tose débilmente bajo su agarre.
—Está en el ala este —solloza el rubio. Aemond lo empuja contra la pared antes de soltarlo.
Solo entonces voltea hacia el rostro de su madre, consumido por el miedo y el pánico, mientras que la tos de Daeron recomponiéndose se escucha de fondo.
—Ni una sola palabra de esto a nadie —ordena. —Ahora, excúsenme. Tengo algo que hacer.
Le dice exclusivamente a su madre.
[...]
En efecto, Joff ya se ha cansado de gritar y golpear la madera sin éxito. Continuó intentando rasgar la madera, pero no lo logró; y en cambio, se partió las impecables uñas y se lastimó los dedos. La claustrofobia y el miedo la envolvían mientras las ratas chocaban contra sus pies y salían corriendo en todas direcciones.
¿Quién la encontraría allí? Nadie.
Pero alguien tendría que notar su ausencia, alguien debería darse cuenta de que no estaba. Su madre... ¿qué le diría a su madre? Había sido su culpa por perderse; Joff lloraba, abrazando sus rodillas en el suelo, pensando que jamás debió alejarse tanto de sus aposentos. Debería haberse quedado allí, o debería haber salido cuando Ser Aelinor llamó a su puerta.
Aemond tenía razón, era tan ingenua, tan tonta. Era propensa a que cualquiera pudiera hacerle daño; tendría que empezar a tomar decisiones más acertadas.
Había sido su culpa, totalmente su culpa. Si tan solo se hubiera esforzado un poco más por agradar a Daeron... si hubiera sido menos entrometida... tal vez él la aceptaría. Si su linaje no estuviera en entredicho, tal vez él le sonreiría al menos una vez.
Cuando pensó que estaría atrapada en ese lugar oscuro y fétido toda la tarde, una voz se oyó desde fuera.
—¡Joff!
Secó sus lágrimas y una sonrisa tonta se formó en sus labios. Aemond.
Se arrastro hasta la puerta y comenzó a golpear la madera.
—¡Aemond! ¡Estoy aquí! —Gritó.
Aemond forcejeó con la cerradura, con tanta destreza que pudo forzar la vieja madera con unos pocos movimientos hábiles de su cuchillo. Joffrine intentaba ponerse de pie cuando la puerta se abrió completamente; su rostro angelical estaba manchado y enrojecido por el llanto. Pero seguía siendo preciosa.
—Tranquila, te sacaré de aquí —le aseguró él. Avanzó hacia ella, hizo que pasara su brazo delgado alrededor de su cuello y solo cuando sintió que estaba segura, la alzó en sus brazos, sosteniéndola por la espalda y las rodillas.
—El juicio —murmuró ella. —Mi hermano necesita mi apoyo —suspiró, y las lágrimas volvieron a rodar por su rostro. —Me veo terrible, mi madre se preocupará tanto y yo... yo no quiero que ella... —sollozó.
—El juicio puede esperar —murmuró el rubio mientras avanzaba rápidamente. —No es importante ahora.
—¿A dónde vamos?
—A mi habitación.
El corazón del rubio palpitaba con una violencia tal que sentía como si estuviera a punto de romperle las costillas y escapar de su pecho. Aferraba a su sobrina con firmeza, procurando que sus manos no temblaran, aunque su furia amenazaba con hacerlas vibrar. Estaba furioso, ardía con una ira que lo impulsaba a lanzarse sobre su hermano en cuanto lo tuviera nuevamente a la vista. Y le importaba una mierda si eso causaba un disgusto a su madre. Daeron no olvidaría jamás el castigo que Aemond le proporcionaría por su deshonroso acto.
Joff era una princesa, y lo que pesaba más en su juicio, una niña. Aemond podía no ser mejor que sus hermanos, ciertamente no era un modelo de virtud como príncipe, pero sus límites se trazaban con claridad cuando se trataba de una mujer, de una niña. No importaba si era bastarda o no, no importaban los títulos o los lazos sanguíneos; el respeto y la protección eran universales.
Con manos que, a pesar de la rabia, se esforzaban por ser gentiles, Aemond abrió la puerta con delicadeza y depositó a la joven sobre un montón de almohadas en la cama. Ella le sonrió desde su posición, demostrando una fragilidad que lo golpeó en lo más profundo.
—Gracias, tío —le agradeció, su voz sonaba débil y frágil. En ese instante, bajo la luz del sol que filtraba por la ventana, el príncipe notó que no tenía la mejilla enrojecida por el llanto, sino marcada por un golpe.
Aemond se mordió el carrillo de nuevo, sintiendo cómo la rabia lo consumía, cómo lo impulsaba a hacer añicos todo lo que estuviera a su alrededor, especialmente a su hermano Daeron. Apretó los puños con fuerza, dejando que la tensión se apoderara de él, solo para liberarse en el siguiente momento.
—¿Daeron te golpeó? —preguntó con voz ronca, su semblante una mezcla de preocupación y furia contenida.
Joff tragó saliva, sus ojos lo miraron con un destello de ansiedad. Y no vaciló ni por un segundo en su respuesta.
—No... él... yo me golpeé, soy torpe y la puerta se atascó, fue mi culpa...
—Joff —la interrumpió él con un tono de voz que transmitía que no aceptaría excusas. Ella percibió que amaba que él la llamara así, "Joff", una forma cariñosa y cercana de su nombre, una marca de afecto que resonaba en cada fonema. —No me mientas —exigió, su mirada azul se clavó en la suya con una determinación que no admitía evasivas.
—Estoy segura de que él no quiso hacerlo —insistió ella, su voz trémula por el miedo.
Dioses, sonaba como la primera vez que había preguntado a su hermana por los moretones en su brazo. La respuesta había sido tranquila, despojada de dramatismo, Helaena había explicado que Aegon había subestimado su propia fuerza.
—No puedes casarte con Daeron —declaró el, su tono grave y serio, cargado de advertencia.
—¡No! —exclamó ella, su voz vibrando con urgencia. —Tú no entiendes, esto... esto es lo que siempre quise. Vivir en la Fortaleza Roja, los vestidos... todo esto es un privilegio para mí, Aemond —le explicó, mirándolo con una mezcla de desesperación y anhelo en sus ojos, un deseo genuino de que él comprendiera. Fijó su mirada en su único ojo, un cristalino azul celeste que irradiaba sinceridad. —Daeron... Daeron tiene razón, todo esto es más de lo que alguna vez pude soñar. Soy una bastarda, Aemond, es mi culpa...
Las palabras de Joff se colaron en el aire, cargadas de una profunda tristeza. Aemond la miró con intensidad, su corazón latiendo en sintonía con las emociones que rugían dentro de él. Sus palabras habían tocado una fibra sensible, habían hecho resonar una amalgama de sentimientos en su interior.
Aemond se precipitó hacia ella, pero lo hizo con una suavidad inesperada. Sus manos se posaron en sus hombros en un gesto desesperado. Escudriñó su rostro con su único ojo abierto de par en par, su pupila capturando todos los detalles: las pestañas resplandecientes que enmarcaban sus ojos, las mejillas delicadas que habían sido mancilladas, los labios pequeños y rosados que parecían querer emitir un suspiro de alivio. Era hermosa, incluso en su estado actual, cubierta de suciedad y con señales de la lucha que había librado. Aunque estuviera marcada por las adversidades, su belleza seguía deslumbrante.
—Esto no es lo que deseas, Joff. Es lo que los demás esperan de ti —la sacudió con suavidad, como si tratara de despertarla de un mal sueño. Ella lo escuchaba con una atención intensa, sus ojos buscando respuestas en los suyos. —Si tu madre se enterara de esto, nunca te permitiría quedarte aquí.
Ella se acercó de golpe, sus rostros casi estaban rozándose cuando Joff habló de nuevo, su aliento cálido rozando la piel del rostro de Aemond.
—Por eso nadie lo puede saber —dijo con lentitud, y el rubio repasó cada movimiento de sus labios, como si fueran las palabras más importantes que hubiera escuchado en su vida. —Nadie, Aemond, nadie puede saberlo. —Ambos quedaron en silencio durante un momento, sus miradas entrelazadas como si pudieran ver el alma del otro a través de sus ojos. Hasta que Joff entrecerró los ojos, su expresión se volvió suplicante. —Por favor...
Él suspiró, sus emociones luchando dentro de él, como una tormenta que amenaza con romper la calma. ¿Qué opciones tenía? ¿Dejar que su viveza y alegría se consumieran como había sucedido con su hermana? No, no podía permitirlo. En su juventud, él había sido tonto e inexperto, había ignorado lo que sucedía a su alrededor, pero esta vez no podía darle la espalda a lo que estaba frente a él. No podía dejarla sola como había sucedido con Helaena.
—Bien —suspiró finalmente —pero te vas a tener que esforzar. Vas a tener que aprender a evitar que te lastimen —le dijo con determinación, su voz firme. Joff se acercó un poco más, sus cuerpos casi tocándose, y colocó su mano sobre la de Aemond en su hombro.
—La corte no es lo que tú crees que es. No todo se trata de vestidos y joyas —explicó con paciencia. —Tendrás que fortalecerte.
Con un movimiento ligero, Joff logró acercarse aún más, su mano reposando sobre la de Aemond en su hombro, un gesto que trascendía las palabras. Entonces, fue cuando el se dio cuenta de que tenia los dedos manchador con sangre seca, la sangre que había brotado de sus dedos destrozados por rasgar la madera hasta en cansancio.
—Y ayúdame —imploró ella. —Por favor, ayúdame.
Él suspiró nuevamente. ¿Cómo podría dejar que se perdiera en un mundo que no entendía? ¿Cómo permitir que su hermano y la sociedad la consumieran? No podía hacerlo.
—Bien —dijo con firmeza, aceptando la responsabilidad que había asumido. —Pero tendrás que esforzarte. Aprenderás a defenderte, a no dejar que nadie te lastime.
Joff entrecerró los ojos, escéptica, sus palabras chocando con sus expectativas.
—Eso no es lo que hace una princesa —dijo, su voz no muy convencida. La realidad era que esa propuesta no la entusiasmaba para nada, su expectativa para la vida nunca se había fijado en ser una guerrera, estaba lejos de ello.
—Oh, Joff, créeme, si quieres evitar que te lastimen, tendrás que hacer muchas cosas que no hacen las princesas.
[...]
Aemond esperó en el vestíbulo, fuera del gran salón, mientras el juicio llegaba a su conclusión. La paciencia casi le escapaba de las manos, agotándose mientras las horas transcurrían. Finalmente, avistó la figura de su hermano menor emergiendo de las puertas del salón. Aunque había limpiado la sangre que marcaba su rostro, el corte fresco en su mejilla aún era visible. Daeron lo observó con una expresión sombría, pero antes de que pudiera proseguir su camino, Aemond intervino.
—Vienes conmigo —gruñó, atrapando la parte trasera del abrigo de terciopelo que Daeron llevaba.
—¡No quiero! ¡Suéltame! —Daeron intentó liberarse, pero sus esfuerzos fueron en vano, mientras Aemond lo arrastraba lejos de los pasillos principales.
Daeron protestó y forcejeó durante todo el trayecto, pero Aemond se mantuvo firme, insensible a sus intentos de resistencia. Finalmente, llegaron a los vastos jardines, lugares poco frecuentados excepto por los sirvientes que atendían a los cerdos allí. Eran los oscuros rincones que rara vez veían la luz del día.
Fue solo entonces que Aemond lo soltó, permitiéndole recomponerse. Sin embargo, antes de que Daeron pudiera volverse hacia el, lo golpeó sin previo aviso en la cara, enviándolo de cabeza al lodo.
—Aquí es donde perteneces, Daeron. Entre la escoria —escupió, su voz cargada de desprecio. Sin darle tiempo para recuperarse, puso un pie sobre la espalda de su hermano, ejerciendo presión. Luego se inclinó, agarrándolo por el cabello y levantando su rostro embarrado. —Espero que esto te enseñe que la próxima vez que ocurra algo como lo de hoy, no seré tan condescendiente —advirtió con frialdad.
Daeron luchaba por respirar, atrapado en la presión de Aemond, sus súplicas sofocadas por el barro. La tierra mezclada con excremento se adhería a su piel, empañando su dignidad y su orgullo. El príncipe mayor mantuvo su rostro sumergido en el fango durante varios agonizantes segundos, recordándole el peso de su transgresión.
—Si vuelves a tocarla, no dudaré en entregarte a mi dragón para que te despedace —prometió Aemond, su tono inflexible. Liberó su presión solo lo suficiente para permitir que Daeron respirara. Las lágrimas y el barro se mezclaban en su rostro, creando surcos oscuros en sus mejillas. —Te disculparas con ella. Enviarás obsequios a sus aposentos cada día y te someterás a sus deseos hasta que decida perdonarte ¿entendiste?
Aemond separó la cara embarrada de Daeron del lodo, pero el príncipe menor aún luchaba por recuperar el aliento.
—Lo... lo entiendo... —jadeó, su voz quebrada por la fatiga.
Estúpido príncipe mimado.
—JÚRALO —exigió Aemond, su voz rígida y dominante.
—Lo juro, lo juro. Aemond, lo juro —sollozó Daeron, sus palabras arrastradas por la agonía. —Por favor... déjame ir.
Aemond finalmente lo soltó, pero todavía no había terminado. Manteniendo su mirada fija en Daeron, se movió alrededor de él, su presencia una constante sombra amenazante mientras el príncipe menor luchaba por ponerse de pie en el lodo empapado.
De repente, Aemond se inclinó y agarró una de las botas del menor. Con movimientos decididos, aflojó los cordones y prácticamente la arrancó de su pie. Luego desenvainó el cuchillo que llevaba en la cintura, una hoja que reflejaba la oscuridad que ardía en su interior.
—¿Qué vas a...? —Daeron no pudo completar la frase, pues un grito desgarrador se escapó de su garganta.
Aemond había realizado un corte rápido y preciso, y le había arrancado un dedo.
El dolor y el horror se reflejaron en los ojos de su hermano, mientras su agonía se manifestaba en ese grito que resonó a través del aire. El mantenía una mirada implacable, sin mostrar piedad ante la tortura que estaba infligiendo.
Aemond se enderezó, observando la figura de su hermano menor postrada en el suelo, llorando y suplicando.
—Esto debería ser suficiente por ahora.
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