30

Aemond llegó a Desembarco del Rey bajo una lluvia persistente que había empapado su ropa y cabello durante todo el trayecto desde la fosa. La lluvia parecía ser un reflejo del ambiente sombrío que lo rodeaba, y se movió con cuidado para evitar ensuciarse más de lo necesario.

A medida que avanzaba por los oscuros pasillos del castillo, notó que nadie había venido a darle la bienvenida. Pero no esperaba un recibimiento cálido, no después de su prolongada ausencia y las circunstancias de su regreso.

Finalmente, en mitad de su camino, se encontró con su abuelo, Otto Hightower, rodeado por un grupo de guardias armados. La expresión en el rostro de Otto no era precisamente de alegría, sino más bien de desconfianza y amenaza. Era evidente que su abuelo quería mostrarle que no estaba dispuesto a recibirlo con los brazos abiertos después de su desaparición.

Aemond se preparó mentalmente para lo que vendría a continuación. La lluvia continuaba cayendo con insistencia.

Otto lo miró con ojos escrutadores y desconfiados, su voz grave y autoritaria cortó el aire.

—¿Dónde está Jacaerys Velaryon? —inquirió con un tono que dejaba claro que esperaba una respuesta precisa. Aemond respondió encogiéndose de hombros, con una mano acariciando la daga envainada en su cintura

—No lo sé. He estado en Dorne durante todo este tiempo. Puedes preguntarle a Aegon si no me crees; le avisé justo antes de partir —el rubio intentó avanzar, pero su abuelo se interpuso en su camino, bloqueándolo. Hubo un momento de miradas desafiantes entre ambos.

—Qué conveniente que haya sido el mismo día en el que el príncipe desapareció —observó el hombre, su tono sugería que no estaba dispuesto a creer en la casualidad.

El rubio soltó un resoplido de frustración.

—Sí, pero no puedes probar que fui yo —gruñó con obstinación—. Ahora, si me das permiso, iré a ver a mi madre.

Otto, con una mezcla de desconfianza y resignación, se vio obligado a dejar que Aemond siguiera su camino. Aunque sabía en su interior que su nieto estaba involucrado en la liberación de Jacaerys, carecía de pruebas concretas que lo incriminaran. Además, en la delicada situación política en la que se encontraban, enfrentarse a su propia sangre no sería beneficioso para ninguno de los dos. Así que decidió mantenerlo bajo vigilancia, observándolo con precaución desde la distancia.

Aemond se alejó del encuentro con su abuelo con el mismo aire de seguridad con el que había entrado, aunque aún mantuvo una mano en el mango de su daga por si acaso su abuelo intentaba alguna maniobra sorprendente. Sabía que, a pesar de su destreza, no podría enfrentarse solo a los cinco custodios que acompañaban al Hightower si se veían obligados a enfrentarlo.

Aemond no necesitó que nadie le indicara dónde se encontraba su madre. Desde el momento en que aterrizó en Desembarco del Rey, tenía claro cuál era su destino. Sin dar rodeos innecesarios, se encaminó directamente hacia los aposentos de su hermana, donde golpeó la puerta con firmeza. Un guardia real le permitió el acceso de inmediato.

Al entrar, encontró a las mujeres en la estancia. Helaena estaba sentada en el diván junto a la cama, dedicada a bordar con concentración, mientras su madre se encontraba cerca de ella. Una criada jugaba con sus pequeños sobrinos en el suelo. Fue la mirada de la princesa la que primero detectó la presencia de Aemond. Al levantar la vista, sus ojos se encontraron con los suyos, y la mirada de su madre siguió su ojo, expresando una mezcla de sorpresa y pasmo.

Sin perder un segundo, Alicent se levantó de un salto y se apresuró hacia él con pasos rápidos.

—Nos tenías preocupados, a todos. Tu hermano te necesitaba —le dijo con un tono que reflejaba su angustia. La mujer tomó sus antebrazos y le dirigió una mirada de preocupación.

Aemond sintió un alivio inmediato al notar que su madre, Alicent, no le reprochaba por la ausencia de Jacaerys ni ponía en duda su lealtad, como lo había insinuado indirectamente su abuelo Otto. Sabía que esta indulgencia de su madre podría deberse a que el había luchado toda su vida por ser el hijo favorito, y estaba seguro de que ella nunca se atrevería a juzgarlo de manera tan dura.

—He estado forjando alianzas, madre —le explicó, y no era una mentira completa. Mantuvo la mirada en ella, quien parecía escudriñar sus ojos en busca de algo que finalmente no encontró. La mujer suspiró, como si hubiera llegado a una resignación. —No veo una mejor ayuda que esa —concluyó.

—La corte te tiene en la mira —advirtió, con un deje de desesperación en su voz, mientras se volvía hacia la habitación. Aemond no supo advertir cuándo la criada y sus sobrinos habían desaparecido, pero ahora solo estaba Helaena bordando—. Piensan que liberaste a Jacaerys y estás conspirando con el enemigo.

Y tienen razón, pensó el, aunque no lo expreso en voz alta. En lugar de eso, frunció el ceño y fingió estar indignado.

—¿Crees que podría hacer algo así, madre? —su voz se agudizó, como si estuviera irritado—. Yo apoyé esta coronación, ¿lo olvidas?

Alicent bufó, y su hijo la siguió de cerca mientras continuaban la conversación.

—Has estado tan cerca de esa niña últimamente que ellos creen que has cambiado de opinión.

Su hijo frunció aún más el ceño, con una expresión de descontento en el rostro.

—Solo para doblegar a la zorra de Rhaenyra, pero ahora que la hemos perdido, ¿qué sentido tiene seguir fingiendo? —preguntó al aire, dramatizando, mientras rodeaba a la mujer para acercarse a la ventana.

—No puedes volver a irte.

—¿Tú me crees? —se volteó, dejando atrás la vista de la ciudad que le ofrecía el ventanal para mirar a su madre, cuyos ojos reflejaban culpa. Aemond la tenía justo donde la quería.

—Yo... lo hago —suspiró.

—Es lo que me importa, madre —musitó.

—Pero no puedes volver a irte de ese modo, Aegon... el consejo te necesita, tenemos una guerra que ganar.

—Y lo haremos —se acercó a ella, tomando una mano entre las suyas. —Te lo aseguro. —sus ojos se encontraron. —Deberías hablar con el consejo... con mi abuelo y todos los que parecen querer encerrarme en una celda —inquirió —díselos, diles que me crees.

Alicent suspiró, sin poder sostenerle la mirada. Pero acabó rindiéndose, era muy difícil contrariar a Aemond.

—Lo haré —asintió con la cabeza y volvió a mirarlo. —Voy a proponer una junta de inmediato —le dijo —No te van a encerrar, te lo prometo.

La atmósfera en la habitación parecía haberse relajado un poco. Aemond asintió con la cabeza, y no dijo nada más cuando Alicent agregó que debía apresurarse. El sabía que tenía una parte ganada, pero también entendía que la verdadera prueba estaba por delante. Ahora venía la parte difícil, donde tendría que participar en ciertas acciones que no le agradarían para no levantar sospechas. No le quedaba otra opción si quería que volvieran a creer en él.

Junto con Daemon, habían repasado la noche anterior cuál sería la estrategia que el mismo propondría en la primera reunión del consejo de guerra. Debía ser meticuloso para asegurarse de que todos estuvieran de acuerdo y de que su papel en la política de Desembarco del Rey fuera sólido y creíble.

—Hiciste lo correcto —resonó la voz de su hermana antes de que él saliera de la habitación. Aemond se giró, pero ella no lo miraba directamente.

—No sé de qué hablas, Lena —le respondió con firmeza, aunque con un toque de cariño en su tono.

—Tejiste el velo de tu destino con hilos de protección, resguardando a quienes amas en las sombras del misterio —murmuró, dando puntadas más rápidas en su bordado. —Los hilos del destino tejen un nuevo tapiz, y dos estrellas gemelas se alinean en su vientre.

Su hermano suspiró, completamente inmóvil y un poco exasperado. Las palabras enigmáticas de Helaena siempre habían sido difíciles de descifrar para el resto, pero esta vez, incluso para él, eran un misterio.

—Sé más clara, por favor —pidió con cierta impaciencia. Fue entonces cuando su hermana lo miró.

—Mantén tus ojos bien abiertos, hermano mío, pues la oscuridad siempre revela sus secretos.

Antes de girarse, ahora realmente irritado, Aemond se dio cuenta de que en el tapiz, Helaena había cosido dos medialunas enfrentadas. Frunció el ceño y estuvo a punto de irse cuando nuevamente la voz de su hermana llenó sus oídos.

—Aemond... espera.

—Mmm... —murmuró, mirándola por encima del hombro.

—¿Hacer qué? —preguntó impaciente pero curioso, girando para verla de nuevo.

—Aterrorizar a Joff —soltó, y su hermano frunció el ceño mientras apretaba los puños, no la interrumpió. —Y la obligó a hacer... cosas, no llegó hasta el final pero... la humilló, de todos modos.

Aemond sintió una mezcla de ira y preocupación por su esposa. Joffrine había sufrido demasiado en manos de Aegon, y el hecho de que su hermano hubiera sido parte de ello solo aumentaba su desprecio por él.

—Mmm... —murmuró, mirándola por encima del hombro.

—Aegon lo hizo.

—¿Hacer qué? —preguntó impaciente pero curioso, girando completamente para verla de nuevo.

—Aterrorizar a Joff —soltó, y su hermano frunció el ceño mientras apretaba los puños, no la interrumpió. —Y la obligó a hacer... cosas, no llegó hasta el final pero... la humilló, de todos modos.

Aemond sintió una oleada de furia. Que los dioses no permitieran que fuera cierto.

—¿Quién te contó eso? —inquirió, con los dientes ligeramente apretados.

—Él habla mucho cuando está borracho y... una de mis criadas estaba allí cuando sucedió.

[...]

Aquella mañana, Joff se encontraba sumida en una profunda sensación de malestar que la hacía desear quedarse en la cama por el resto del día. La noche anterior había sido un tormento, con escalofríos que la sacudieron constantemente y episodios de vómito que parecían no tener fin. Comparaba su situación actual con los recuerdos de los embarazos de su madre, y la diferencia era abismal. Rhaenyra, había atravesado su gestación con un aguante admirable. Hasta la sexta luna, no había mencionado una sola queja sobre el dolor en sus rodillas, mientras que Joff sentía como si las suyas estuvieran al borde de quebrarse, incluso sin estar de pie.

El persistente dolor de cabeza que la atormentaba añadía una capa adicional de sufrimiento. Apenas había logrado cerrar los ojos durante la noche, y las sombras danzantes que invadían su mente la sumían en un estado de constante malestar.

Fue su propio hermano quien la descubrió, hecha un ovillo en la cama, pasada la hora del alba. Habían acordado encontrarse para visitar el majestuoso sauce llorón de los dioses, pero Joff no pudo cumplir con aquel compromiso. Su hermano, lleno de preocupación, se apresuró a buscar a un maestre que pudiera atenderla de inmediato, una muestra de preocupación que ella nunca había visto en él.

Antes de que el maestre finalmente llegara a su habitación, ella había reunido las fuerzas necesarias para incorporarse y caminar tambaleante hacia el espejo. Cuando se enfrentó a su reflejo, su temor se confirmó: su vientre había comenzado a abultarse ligeramente. Observó la protuberancia con preocupación, su mente revoloteando entre las dudas. Su madre no mostró un vientre hinchado hasta casi la mitad de su gestación. La incertidumbre se apoderó de ella, y un escalofrío recorrió su espina dorsal.

Casi al borde de las lágrimas, se esforzó por recomponerse cuando la puerta se abrió, revelando al maestre. Era un hombre de edad avanzada, vestido con una túnica que llevaba un baúl consigo.

Con un tono amable, el la saludó: —Buena mañana, princesa —mientras desplegaba los elementos del baúl sobre un escritorio en una esquina de la habitación. Joff dejó escapar un suspiro pesado antes de responder.

—No tan buenas para mí.

El maestre mostró una expresión de compasión en su rostro.

—Con permiso, majestad, voy a examinarla —anunció el maestre con un respetuoso gesto de su mano hacia Joff. Ella asintió, y solo entonces el hombre se acercó, trayendo consigo una serie de instrumentos médicos. La princesa tomó los extremos de su camisón y los apartó cuidadosamente, revelando solo su vientre, que ahora se alzaba con una ligera hinchazón. El maestre colocó varios dispositivos sobre su piel, mientras la observaba meticulosamente. —¿Cuántas lunas lleva, mi señora?

—Solo una —respondió, con la mirada clavada en el rostro del maestre, ansiosa por sus conclusiones.

El hombre exploró la zona con sus pulgares antes de hablar nuevamente.

—Todo aquí apunta a que son dos bebés —anunció, sin dejar de palpar su vientre. Esta vez, las rodillas de Joff temblaron, pero no por el dolor, sino por la sorpresa que le invadió. —El tamaño del vientre... su dureza... y el notable movimiento, princesa —añadió con certeza.

Mientras escuchaba la voz del maestre de manera cada vez mas distante, se sintió invadida por una oleada de emociones abrumadoras. De repente, una risa nerviosa amenazó escapar de sus labios al recordar que Aemond le había asegurado que solo sería un bebé. En su mente, pensó: Pues ahí lo tienes, mientras no podía reprimir una sonrisa que se formó en su boca. La sorpresa y la alegría la inundaron, y su corazón latía con fuerza en su pecho mientras asimilaba la noticia de que sería madre de dos en vez de uno, como lo había imaginado.

—Entonces... ¿todo está bien? —preguntó con una mezcla de emoción y ansiedad.

El maestre se enderezó y la miró con una expresión que no reflejaba la misma alegría que brillaba en el rostro de Joff. En su lugar, había preocupación en sus ojos, lo que hizo desvanecer su sonrisa al instante. El maestre pareció dudar antes de hablar, como si eligiera cuidadosamente sus palabras.

—Esta clase de embarazos son... complicados, mi señora —murmuró con cautela. —No muchos cuerpos están preparados para gestar y dar a luz a dos bebés —explicó, haciendo que Joffrine sintiera un mareo repentino que la obligó a apoyar la mano en el respaldo de una silla cercana para mantenerse en pie. —Usted es joven y... delgada, majestad. Normalmente... son las mujeres más robustas las que enfrentan menos complicaciones.

Joff reflexionó sobre esas palabras, sintiendo que las náuseas que ya la aquejaban aumentaban. Estaba mareada y no podía procesar completamente la información. Finalmente, levantó la mirada y habló con determinación:

—¿Quiere decir que... moriré?

—Ruego a los dioses para que no sea así, majestad —dijo el maestre con un nudo en la garganta mientras tragaba saliva. —Pero hay... ciertos riesgos.

Ella sintió como si el mundo se le viniera encima. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y con una mano temblorosa se aferró a su vientre, sintiendo el calor que irradiaba de la vida que crecía dentro de ella. No quería morir, y mucho menos deseaba que sus hijos corrieran ese destino incierto.

—¿Y qué debo hacer? —lo miró con un dejo de súplica en sus ojos, desesperada.

El maestre respondió con serenidad, pero con un tono grave: —Reposar, mi señora. Reposar y rezar.

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