24

Sigilosamente, Joff salió de la cama, teniendo mucho cuidado de no producir ningún ruido o movimiento brusco que pudiera despertar a su hermano o a Aemond. Avanzó con precaución hasta llegar a la sala de baño, donde se tomó un momento para soltar un sollozo.

En ese instante, una oleada de emociones la abrumó. El primer recuerdo que se le vino a la mente fueron las palabras de Daemon: Luke está muerto.

Joff se apoyó contra la fría pared y se deslizó hasta sentarse en el suelo, abrazando sus rodillas mientras enterraba la cabeza en ellas y derramaba lágrimas descontroladas, siempre cuidando de no hacer demasiado ruido.

Su corazón latía con fuerza mientras sentía cómo sus extremidades se enfriaban. Le faltaba el aire y sus dientes castañeteaban, no debido al frío, sino a los nervios y la tristeza que la invadían en ese momento. Ni siquiera había preguntado cómo había ocurrido, y tal vez tampoco le interesaba saberlo. Joff no estaba segura de poder soportar escuchar la razón, pero tampoco era que importara demasiado. Luke estaba muerto y saber por qué no lo traería de vuelta a la vida.

Luke... su dulce hermano, jamás volvería a verlo y ni siquiera había podido despedirse.

No le costó trabajo imaginar que, de haber sido posible, ella habría entregado su vida a cambio de la de él. Luke tenía muchas más posibilidades que ella, muchos más propósitos por cumplir, y ni siquiera había vivido la mitad de su vida. Le resultó extremadamente difícil no soltar un jadeo al pensar en esa perspectiva.

Una inhalación profunda no logró llenar por completo sus pulmones de aire; sentía como si se estuviera ahogando, como si sus pulmones no fueran lo suficientemente grandes.

Luke no merecía nada de aquello. Él era solo un niño, al igual que ella.

Se puso de pie tambaleándose y dio varios pasos a tientas en la oscuridad hasta que encontró una cubeta de agua. Como si los dioses lo hubieran puesto allí en ese momento, a su lado también había un paño seco. Se sentó junto al cubo de madera y mojó el paño en el agua para frotarlo sobre sus piernas manchadas de sangre.

Su primera sangre.

Y no era en absoluto como se lo había imaginado. Le dolía muchísimo el abdomen, como si alguien lo estuviese pellizcando desde adentro, y la sensación de la sangre al caer... era como si se estuviese orinando encima, sin mencionar que se sentía como si hubiese comido en exceso.

Su septa le había explicado que convertirse finalmente en una mujer era un hecho maravilloso, un cambio lleno de nuevas expectativas y oportunidades. Pero mientras se frotaba las piernas, Joff no podía evitar pensar que todo parecía ser simplemente una mentira inventada para enseñar a los niños pequeños.

De hecho, se estaba dando cuenta de que todo lo que su septa le había presentado como un maravilloso y honorable deber, había resultado ser una decepción. Durante toda su vida, había soñado con vivir en la capital, ya que le habían enseñado que allí se encontraba la cúspide del comercio y las innovaciones más avanzadas. La habían instruido sobre cómo asistir a bailes y banquetes, donde debía comportarse de manera impecable y vestir con elegancia. También le habían inculcado que su deber más grande y hermoso era casarse y tener hijos, para dar a luz a herederos.

Pero nunca le habían mencionado que los miembros de la corte a menudo eran despiadados, ni le habían dicho que la mayoría de las veces los banquetes terminaban mal, y que el matrimonio, en la mayoría de los casos, era solo un título. Sin mencionar que, en su mayoría, los hijos eran criados exclusivamente por la persona que los había dado a luz o, en el peor de los casos, por criadas.

Darse cuenta de todo eso había sido una decepción, por lo que el hecho de que su primera menstruación no fuera un evento deslumbrante tampoco la sorprendía.

—He visto sangre... ¿Estás...? —la voz murmurante se interrumpió a la mitad.

Joff levantó la cabeza y, a pesar de la penumbra, pudo reconocer que era Aemond quien estaba parado bajo el arco que simulaba ser una puerta que separaba la sala de baño del resto de la habitación.

Ambos se quedaron estáticos, mirándose mutuamente con bastante vergüenza.

Joffrine tenía el camisón subido hasta por encima de las rodillas, pero aún no había terminado de limpiar por completo la sangre que se había deslizado por sus piernas. Aemond no necesitó más que ver eso para entender lo que estaba sucediendo.

—Estoy bien —respondió la joven, con un hilo de voz.

Cauteloso, Aemond dio un par de pasos, adentrándose aún más en la oscuridad de la habitación. Los ojos de Joff lo escudriñaron, quedándose completamente quieta, pero no lo detuvo cuando él se acuclilló a su lado y señaló su mano, donde ella sostenía el paño mojado.

—¿Puedo? —preguntó, temeroso. A causa de la oscuridad, Joff apenas pudo observar sus facciones, pero asintió.

Le tendió el trapo que Aemond tomó y volvió a remojar en el balde. Después de escurrirlo, comenzó a pasarlo por sus pantorrillas, donde todavía había rastros de sangre no totalmente secos.

—Gracias —musitó, mientras apoyaba la cabeza en la rodilla libre.

No sabía muy bien por qué había aceptado, ya que todo eso le resultaba vergonzoso, pero se sentía cansada, y Aemond se lo había pedido con tanta delicadeza, y la había mirado de una forma que no lo hacía parecer como algo aberrante. El hecho de que lo naturalizara de ese modo la ayudó un poco a sentirse mejor.

—Tenemos que hablar... sobre algo —murmuró, mientras pasaba el paño sobre su pie manchado. Joff se abrazó a sí misma, y aunque no sentía ánimos, asintió.

—Adelante.

Aemond se aclaró la garganta despacio antes de continuar.

—Asumo que... no sabes que fue Daeron quien... mató a Lucerys —soltó. Joffrine levantó la mirada desesperada hacia su único ojo, el cual no pudo ver con claridad. Otra oleada de sentimientos la invadió mientras Aemond continuaba hablando. —Ni siquiera pude prever lo que haría, yo... Joff, lo siento —manifestó, con un nudo en la garganta que se reflejó en su voz.

Por un momento, ella se sintió mareada, con muchas ganas de vomitar. Tuvo que apoyar su mano en la pared para no tambalearse, incluso estando sentada; no quería ni podía recibir más detalles. Así que un silencio se extendió entre ellos durante algunos segundos en los que Joffrine se reponía, intentando no pensar en lo que Aemond acababa de confesarle.

—No fuiste tú —murmuró. —No tienes por qué disculparte. Pero... él morirá —afirmó, sin ningún atisbo de sentimentalismo ni remordimiento en su voz. —Todos ellos morirán.

Con la mano libre, Aemond buscó los dedos de Joff que estaban apoyados sobre la piedra. No tenía que oír sus nombres para saber a quiénes se refería su sobrina.

—Lo sé.

Joff buscó con los ojos el rostro de Aemond, aunque solo encontró pequeñas facciones en medio de la oscuridad.

—¿Por qué estás aquí?

Hubo un silencio, en el que Aemond aprovechó para pensar detenidamente sus palabras, no porque necesitara hacerlo, sino porque debía atreverse a decirlas. Después de tomar una larga bocanada de aire, habló.

—Porque mis intereses difieren de los de mi familia —expresó, en primera instancia. Y luego, tras tragar saliva dificultosamente, murmuró más bajo: —Y porque te amo.

Ella se quedó tiesa, sintiendo el calor de la mano de Aemond envolver la suya. Él había vuelto a reafirmar el agarre del trapo en su mano y ahora lo pasaba delicadamente por la otra pierna de Joff mientras le permitía meditar sus palabras.

La joven pensó en cuántas veces había escuchado esas palabras, un te amo. Siempre habían provenido de su madre, quien se las decía a ella y a sus hermanos. Pero nunca había oído que se lo dijera a Daemon, ni viceversa. Nunca había escuchado a Jace decirle eso a Baela, o a Luke a Rheana. Jamás lo había escuchado de Corlys hacia Rhaenys... ni de ningún otro matrimonio que conocia.

Y si Aemond estaba allí... a pesar de todo lo que había sucedido, traicionando de algún modo a su familia, tal vez realmente la amaba. Y eso podría ser lo único con lo que había soñado que se volvía realidad en su vida.

Su mano tanteó en la oscuridad hasta que encontró el rostro agachado de Aemond, y le acarició las facciones duras como piedras.

—Yo también te amo —murmuró.

Ni siquiera la melodía más hermosa sonaba tan etérea en los oídos de Aemond como aquellas palabras que le hicieron sonreír mientras terminaba de limpiar los últimos manchones de sangre visibles que estaban en los límites de la intimidad de Joff.

Habría redimido a cenizas los Siete Reinos solo para escuchar esas palabras.

Las yemas de los dedos pequeños de su sobrina le acariciaron los pómulos mientras él observaba su rostro a través de la oscuridad. Fue muy cauteloso al acercarse, pero ella terminó por romper la distancia para besarlo. Fue apenas un roce de labios, pero completamente significativo.

—Mi lealtad está contigo —confesó en un murmullo. —Ni para mi familia, ni para la corona; sino para ti, la dueña de mi corazón. Ahora y para siempre.

Joff susurró contra sus labios: —Ahora, y para siempre.

Y una vez más, se fundieron en un beso inocente que duró poco más que algunos momentos.

—Voy a llevarte a la cama antes de que te congeles —murmuró cuando se separaron. Después de que Joff asintiera, él la cargó entre sus brazos, con una mano en su espalda y otra debajo de sus rodillas, levantándola del suelo. —Tengo que ir a ver a Daemon —le informó susurrando mientras el cálido ambiente de la habitación los envolvía. Jace seguía profundamente dormido sobre la cama. Ella frunció el ceño tras oír las palabras del rubio.

—Debería acompañarte —musitó, pero el negó con la cabeza antes de depositarla con suavidad sobre la pila de almohadas.

—Déjame hablar con él a solas —susurró. Mientras la arropaba, añadió: —Además, necesitas descansar un poco más. Haré que las criadas te traigan té de manzanilla y menta con algunas compresas calientes para aliviar el dolor.

Joff frunció el ceño, maravillada por su conocimiento, mientras lo veía caminar hacia la silla de su escritorio y tomar su abrigo.

—¿Cómo sabes...?

—Helaena solía padecerlo bastante y yo... aprendí algunas cosas para poder ayudarla —le guiñó su único ojo antes de desaparecer tras la puerta.

Durante el trayecto, Aemond se acomodó las ropas que no se había molestado en arreglar. Mentiría si dijera que el llamado de Daemon en la mañana no le había puesto los pelos de punta, pero él le había respondido de manera brusca, afirmando que no se movería de la habitación de su prometida hasta que ella despertara. Daemon, frustrado y agotado por los acontecimientos recientes, no tuvo demasiada paciencia para discutir en ese momento.

Sin embargo, había llegado la hora de enfrentarse a él y, también, a su hermana, si quería que su compromiso no fuera destruido.

Antes de ingresar al salón principal, solicitó lo que le había prometido a Joff, además de pedir que le llevaran flores y pastelitos de frutilla para el desayuno, con una advertencia de silencio para no despertar al príncipe.

Solo entonces empujó las puertas y se encontró nada mas que a Daemon, sentado junto a la mesa. Aquello le resultaba más aterrador que si su hermana también estuviera presente.

—¿Piensas que eres bienvenido aquí? —le preguntó el hombre, mientras los custodios a su alrededor se movieron inquietos en su dirección. Aemond se encogió de hombros.

—No lo sé, tú dime.

El rubio se puso de pie de una manera que le recordó mucho a sí mismo.

—Si por mí fuera, ya habría lanzado tus restos a mi dragón —escupió, acercándose. Aemond no titubeó y continuó escuchándolo. —Pero al parecer, tu hermana aún tiene algo de clemencia contigo.

—Una sabia decisión —le contestó algo burlón, cruzando los brazos por detrás de su espalda.

—Estúpida decisión, si se me permite opinar.

Ambos quedaron cara a cara, estudiándose. Y en ese momento, Daemon vio a su sobrino menos parecido a él de lo que esperaba. Aemond inhaló profundamente antes de hablar, y ninguna facción de su rostro titubeó en ningún momento.

—No vine aquí a causar problemas, lo verás —manifestó con calma, mientras su tío pasaba por su lado. Se vio obligado a girarse para seguirle la mirada.

—Tu sola presencia aquí ya es un problema —gruñó. Su sobrino negó con la cabeza.

—No he jurado lealtad a mi hermano. En su lugar, he secuestrado al príncipe que tenía cautivo y lo he traído a casa como creí que correspondía. No le sirvo a nadie, salvo a mi futura esposa, con quien aún mantengo la promesa de casarme. —Daemon se carcajeó en voz alta.

—Yo no estaría tan seguro de eso. Después de lo que sucedió, Rhaenyra te querrá lejos de su hija.

Aemond endureció el gesto.

—¿Te lo dijo ella?

—No, pero...

Su sobrino lo interrumpió como un cuchillo afilado cortando una cuerda: —Entonces no tengo por qué dudar, si solo son suposiciones tontas. —Caminó hacia él. —No voy a hacer lo que mi familia crea mejor, ni lo que ustedes crean que es mas beneficioso; voy a actuar en función de Joffrine y su bienestar. Yo le sirvo, únicamente a ella.

Damon bufó, irritado, y mientras lo observaba, alzó una ceja.

—Entonces, vas a tener que demostrarlo. Y no será fácil. —Aemond lo escudriño amenazante, y dio un paso que lo acerco mas al hombre.

—No es un reto para mi, tío. No si se trata de mi sobrina, por que no hay nada que no haria yo por ella. 

[...]

El funeral de Visenya Targaryen no había sido una celebración masiva, ni mucho menos. Tan solo asistieron su familia y algunos miembros de la corte de Rhaenyra. Un puñado de las criadas que habían asistido en el parto también estaban presentes.

Tanto Jace como Joff se habían colocado en la última fila, y cada uno cargaba a uno de sus hermanos: Joff a Viserys y Jace a Aegon, ya que era el más pesado de los dos. Junto a ellos, estaba Aemond, vistiendo ropas prestadas de Daemon para la ceremonia.

Fue Rhaenyra quien dio la señal, y la mayoría de los presentes derramó lágrimas cuando la pira con el cuerpo del bebé fallecido se prendió fuego. Jace y Joff se tomaron las manos libres, apretándose con fuerza. Ellos no solo estaban velando a Visenya, sino también a Luke, cuyo cuerpo había quedado perdido en quién sabe dónde.

Aemond decidió tomar a Viserys en sus brazos para aliviar la carga de su sobrina y permitirle, a su vez, consolar a Jace, con la cara magullada, quien era incapaz de retener las lágrimas. El pequeño niño, ajeno a lo que estaba pasando a su alrededor, jugueteó con los cabellos de Aemond, mientras su única hermana abrazaba la cintura de Jace y escondía la cara empapada de lágrimas en su pecho. El príncipe Velaryon, a su vez, apoyó la cabeza sobre la de su hermana mientras le acariciaba el cabello.

Fue entonces cuando Daemon se acercó a su esposa, llevando en una de sus manos una corona, pero no cualquier corona, sino la que había pertenecido al antiguo rey, Viserys Targaryen. La misma corona que Aemond se había llevado antes de salir de la Fortaleza Roja montado en su impresionante dragón, acompañado por su sobrino y el pequeño Vermax.

La corona que legítimamente le correspondía a Rhaenyra.

—Mi reina —pronunció el consorte, luego de colocarla delicadamente en su cabeza y arrodillarse.

A su alrededor, los presentes, con cierta sorpresa, imitaron su acción uno por uno, inclinando la rodilla en el suelo. Finalmente, llegó el turno de las gemelas, Rhaena y Baela, quienes se encontraban frente a los jóvenes príncipes. Jace, sosteniendo a su hermano, también se arrodilló, y a su lado, su hermana también lo hizo.

Aemond los observó a todos, notando que Rhaenys no había doblado la rodilla, siendo la única, además de él, que permanecía en pie. Sin embargo, eso no lo hizo dudar en absoluto. Acomodándose ligeramente y avanzando un poco, sosteniendo a Viserys en brazos, se arrodilló junto a su esposa e inclinó la cabeza, dejando en claro cuál era su decisión final.



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