21

La puerta de los aposentos de Jace se abrió de golpe, provocando que el príncipe saltara de su cama en medio de la oscuridad, sorprendido por la repentina intrusión en su cuarto. La penumbra reinante dificultaba ver con claridad, lo que aumentaba su confusión.

Pasos pesados rodearon su cama, y el tintineo de armaduras resonaba en la habitación. Sin entender en absoluto lo que estaba sucediendo, Jace se esforzó por hablar, haciendo preguntas que quedaron sin respuesta. Unas manos firmes tomaron sus brazos, mientras otras se posaban en sus hombros, obligándolo a ponerse de pie mientras forcejeaba en vano. La falta de respuesta por parte de los intrusos solo aumentaba su desconcierto.

Una vez fuera de su cuarto, Jace pudo distinguir que eran soldados, caballeros de la Reina que lo estaban manejando con fuerza. A pesar de sus preguntas y su intento de resistencia, los caballeros se mantuvieron en silencio, simplemente lo sujetaron con fiereza, obligándolo a caminar por los pasillos penumbrosos.

Finalmente, llegaron a las puertas de unos aposentos en los que Jace fue forzado a entrar. Las puertas se cerraron con un golpe y se aseguraron con llave, dejándolo en aislamiento.

A pesar de su confusión y su sensación de vulnerabilidad, Jace no estaba solo en ese lugar. Rhaneys, por otro lado, parecía sorprendentemente tranquila, a diferencia del joven.

La incertidumbre se cernía sobre el cuando le cuestiono a la mujer: —¿Qué demonios está sucediendo? —con voz temblorosa, sus ojos desesperados en busca de una explicación. Ella suspiró, manteniendo su calma en contraste con la agitación de Jace.

—¿No te has dado cuenta, príncipe? —le respondió con un tono que parecía haber perdido toda emoción. Jace se encogió de hombros, incapaz de comprender. La mujer se levantó de la cama, dejando que la sombra la envolviera mientras sus palabras caían como losas. —El rey está muerto.

La revelación golpeó a Jace como un mazazo. El pensamiento de su madre afloró en su mente.

—Mi madre... ella tiene que ser coro...

La voz de su abuela política lo interrumpió antes de que pudiera terminar.

—No, niño. Si estás encerrado aquí conmigo, significa que no planean seguir la voluntad de Viserys.

El cuerpo de Jace se tensó de repente, una corriente eléctrica de comprensión recorriendo su columna vertebral. Comenzaba a entender la gravedad de la situación. La sucesión al trono estaba en juego, y ellos estaban atrapados en el medio de una conspiración real. La frialdad de la habitación parecía reflejar la atmósfera en la que se encontraba.

Ambos se quedaron, por un momento, rodeados simplemente por el silencio de la madrugada, solo roto por los leves sonidos que llegaban desde los pasillos del castillo. A medida que Jace se concentraba en ellos, sus sentidos se agudizaban y podía distinguir el suave tintineo de las armaduras de los caballeros que patrullaban y los susurros de las criadas y sirvientes que iban y venían, intercambiando palabras con tono inusualmente bajo.

Se sintió como un prisionero en su propia casa, atrapado en medio de una intriga palaciega que aún no comprendía del todo. Necesitaba respuestas, y la única compañía que tenía en ese momento era la de Rhaenys, quien estaba observando a través de un pequeño recoveco en la habitación, pero que no le ayudaba del todo a calmar su crisis nerviosa.

—Entonces... ¿qué va a pasar? —le preguntó a la mujer, quien no lo miro.

Ella suspiró, su rostro reflejando el primer ápice de preocupación mientras continuaba observando hacia el exterior. —Tendremos que esperar, supongo —respondió en voz baja.

La impaciencia de Jace se estaba convirtiendo en pánico a medida que el tiempo pasaba. En un intento desesperado, se volvió hacia la puerta y comenzó a golpearla con las palmas de las manos, sintiendo el dolor punzante en sus articulaciones con cada estocada. Sin embargo, nadie respondió a sus llamados, y la incertidumbre siguio colgando sobre ellos como una espesa niebla.

—¡Déjennos salir! —gritó Jace una vez más, antes de que Rhaenys le impidiera seguir.

La mujer, con su mirada firme y decidida, se había separado de la pared para acudir al principe. Y acabo con su morisqueta tomándolo por el hombro y obligándolo a volverse hacia ella.

—Deja de causar revuelo, niño —le recriminó Rhaenys con voz firme—. Lo último que necesitas ahora es llamar la atención. —Jace se sintió como un niño regañado por su madre, aunque sabía que esto iba más allá de la crianza. Era una cuestión de supervivencia. —Escúchame bien, Jacaerys, eres el legitimo heredero después de tu madre, eres al primero al que dañaran. Así que necesitas mantener la calma hasta que podamos salir de aquí.

La respiración de Jace se agitó, como si hubiera perdido el control sobre su propio cuerpo. Finalmente, Rhaenys lo soltó, y él se apoyó en la pared cercana, todavía sintiendo las secuelas del pánico que le paralizaba.

Miro hacia la ventana, apenas un pequeño recoveco oscuro en la habitación, parecía ofrecer la única conexión con el mundo exterior, una rendija por la que podría vislumbrar su destino incierto.

—¿Y-y mi hermana? ¿Qué va a pasar con ella? —sus palabras salieron temblorosas.

La respuesta de Rhaenys llegó de inmediato, pero carecía de la empatía que Jace buscaba desesperadamente. —Ella encontrará seguridad en su esposo.

Aquellas palabras le dejaron un sabor amargo en la boca, ya que esperaba una promesa más sólida de protección para Joff.

—Aemond partió hacia Bastión de Tormentas hace menos de dos días... no regresará pronto. No puedo dejarla aquí... a su merced —explicó, con la voz temblorosa, sintiendo la pesada responsabilidad sobre sus hombros. Sintiendo que se había equivocado en todo.

Rhaenys, en cambio, emitió un suspiro pesado, como si compartiera la preocupación de Jace pero no tuviera respuestas reconfortantes que ofrecer.

—No podemos dar marcha atrás en lo que ya ha sucedido, Jace —murmuró Rhaenys con un tono sombrío—. No le darán el mismo trato que a ti. Aemond no permitirá que le hagan daño, pero nosotros... tú, estás en grave peligro. Al quedarte aquí, les dejaste el festín servido, niño tonto.

[...]

El modo en el que sacaron de la cama a Joff no difirió en gran medida de la forma en que previamente habían hecho con su hermano. La tranquilidad de su sueño profundo fue interrumpido bruscamente cuando un grupo de guardias irrumpió en su habitación sin previo aviso, y antes de que pudiera siquiera reaccionar, la sacaron de entre las sabanas con una firmeza que no dejó espacio para objeciones.

En medio de la confusión y el temor que se apoderaron de ella, Joff no pudo evitar preguntar con voz temblorosa: —¿Qué sucede? —mientras sentía las manos de desconocidos sujetándola con firmeza, haciendo que su corazón latiera con rapidez. —¡No! ¡Suéltenme! ¡Ser Aelinor! ¡Ser Aelinor!

Sus palabras resonaron en la oscuridad de la habitación mientras luchaba por liberarse de las manos que la sostenían con una fuerza que parecía provenir de la misma roca. A lo lejos, escuchó una voz desesperada que clamaba a gritos: —¡Princesa!... ¡Suelten a la princesa!

—¡Ser Aelinor! —gritó nuevamente, reconociendo la voz de su guardia, y el pánico la abrumo cuando de repente la voz del hombre se extinguió como si alguien lo hubiera silenciado de un golpe. —¡No! ¡Suéltenme! ¡Soy la princesa! —continuó forcejeando en vano contra la firmeza de los soldados.

Los hombres la arrastraron por encima del suelo, manteniéndola en alto de tal manera que sus pies apenas rozaban el suelo mientras la transportaban por los oscuros pasillos del castillo. Joff luchaba por asimilar lo que estaba ocurriendo, pero cada vez se volvía más consciente de que esto debía ser un terrible error. No podía encontrar ninguna explicación que justificara por qué los guardias la estaban llevando como si fuera una prisionera.

Y Aemond... Aemond estaba a tantas millas del castillo que, sin importar lo que estuviera ocurriendo, Joff se dio cuenta de que tendría que no estaría para rescatarla esta vez.

Los caballeros que la habían llevado a rastras la escoltaron con brusquedad hasta los aposentos de la reina. Después de dejarla allí, en pijama y con el cabello revuelto, cerraron la puerta de golpe, dejándola con su desconcierto frente a la reina que estaba acompañada por otros dos guardias de pie a su espalda. Joff miró suplicante a la mujer que estaba de pie frente a ella, con las manos cruzadas sobre el regazo. No se dio cuenta de que las lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas hasta que sintió el calor de las mismas empapando su rostro.

Alicent se acercó con una expresión compungida en su rostro. —Lamento mucho todo este... desorden, dulce niña —le dijo mientras se aproximaba, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, pasó su pulgar suavemente por el rostro húmedo de la joven, secando las huellas de lágrimas de un lado.

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó Joff entre espasmos de llanto, su voz temblorosa. —¿Dónde está mi hermano?

—Él está bien, no tienes por qué preocuparte —respondió Alicent en un tono tranquilizador, intentando abrazarla, pero Joff, presa del pánico, dio un paso atrás que impidió el gesto y la miró con desconfianza.

—¿No tengo por qué preocuparme? —inquirió indignada, con los ojos ardientes a causa del llanto. —Me han sacado de la cama a la fuerza y me han dejado aquí sin decirme mas nada. ¿En serio no tengo motivos para preocuparme?

Alicent soltó un suspiro profundo y comenzó a pasear inquieta por la habitación. Sus ojos se posaron en la ventana que daba hacia el exterior, desde donde podía observar a las personas vestidas con atuendos formales que iban y venían apresuradamente por el castillo.

Finalmente, rompió el silencio con palabras que dejaron a Joff completamente atónita: —El rey está muerto. —Aquello resono en la habitación como un eco sombrío, haciendo que la joven quede paralizada. Un silencio se instaló en la estancia, pero Alicent lo interrumpió con calma. —Y coronaremos a Aegon en su lugar, esa fue su última voluntad.

La revelación la golpeó con más fuerza que la noticia de la muerte de su abuelo. En un abrir y cerrar de ojos, su expresión pasó de la tristeza a la furia.

—¡No! ¡No puedes! —gritó, y con un intento desesperado, trató de lanzarse hacia Alicent, pero fue detenida por los caballeros alados que la rodeaban, quienes la mantuvieron firmemente en su lugar. —¡No puedes usurpar el trono! —vociferó entre los brazos de los hombres, consciente de que su resistencia no podía ir más allá de los gritos y los intentos de patalear. Después de todo, cuando había emprendido ese acto heroico, ya sabía de antemano que no la dejarían acercarse.

Alicent respondió con serenidad a sus protestas: —Es la voluntad del rey, mi niña. Me lo dijo antes de morir.

Su voz llevaba consigo la pesadez de la responsabilidad y la tristeza por la pérdida del monarca, pero también la firmeza de alguien que creía estar haciendo lo correcto.

A pesar de que Joff trató de calmarse, los guardias aún no la soltaban, lo que la mantenía en un estado de tensión constante.

—Mentirosa —murmuró entre dientes, la desconfianza marcando su voz. La reina se movió con elegancia por la habitación, acercándose lentamente a ella con cautela.

—El hecho es... que te casarás con mi hijo —dijo con un tono cauteloso, pero con un atisbo de disgusto que trató de ocultar. —Y ya sabes dónde estará su lealtad... La pregunta que tengo para ti es, ¿contaremos también con la tuya?

Joffrine no necesitó ni un segundo para responder con firmeza: —Jamás.

Alicent se sorprendió, aunque no dejó que su sorpresa se notara en su rostro. Internamente, había asumido que la joven Velaryon se rendiría en cuestión de segundos. Después de todo, no la consideraba tan fuerte ni valiente. Pero ahora, Joff tenía el rostro enrojecido por las lágrimas, aunque su expresión no era de tristeza, sino de furia. De vez en cuando, forcejeaba con los caballeros en un intento desesperado de liberarse.

—Sabes, una vez fui una niña como tú. También tuve que hacer sacrificios, arreglármelas para que no me aplastaran —explicó la reina mientras se acercaba a Joffrine, inclinándose finalmente para que sus rostros quedaran a la misma altura. —Aemond te ama, sería una lástima que ambos se convirtieran en enemigos de esta manera —suspiró dramáticamente antes de continuar. —¿No es esto lo que siempre soñaste? Vivir en la capital... casarte con un príncipe, tener sus hijos. Por supuesto, nunca imaginaste que sería a este precio, ¿verdad? —Alicent dio un paso atrás cuando Joff se balanceó hacia ella. Luego, volvió a recorrer la habitación mientras continuaba hablando. —Todavía puedes tenerlo todo... si juras lealtad al legítimo rey.

Joffrine se estremeció solo con pensar en esa posibilidad. No podía hacerlo, jamás sería capaz de doblegarse ante Aegon, no después de lo que había ocurrido. Tal vez se consideraba débil y cobarde, tal vez se sentía muy distante de ser como Visenya y Rhaenys, esas guerreras intrépidas de las historias de su septa. Pero había una línea que no cruzaría nunca, y era someterse ante alguien que la había intentado deshonrar de esa manera.

—Prefiero que me viole un cerdo... a inclinarme ante ese maldito idiota —escupió con vehemencia, retorciéndose nuevamente entre los brazos de los guardias, quienes apretaron sus agarres, causándole dolor.

La reina no la miró directamente, suspiró mientras sopesaba esas palabras antes de emitir su veredicto final.

—Llévensela.

Los caballeros se movieron con rapidez, y Joffrine forcejeó como una serpiente atrapada entre sus manos. Consciente de que no la soltarían, comenzó a gritar.

—¡Larga vida a la reina Rhaenyra!

Alicent había prohibido a sus custodios que la golpearan, por lo que Joffrine gritaba su desafío en cada rincón de los pasillos por los que la arrastraban. Logró llamar la atención de los guardias, las criadas y cualquier persona que se cruzara en su camino mientras la conducían hacia lo que finalmente reconoció como los aposentos de Rhaenys.

Una vez dentro, la puerta fue cerrada tras de sí, pero eso no impidió que Joff continuara golpeándola con furia, sintiendo el metal bajo sus puños hasta que una mano se posó en su hombro.

—Detente, te harás daño —le dijo Jace con preocupación. Joffrine se apartó de él de un solo movimiento brusco, su rostro enrojecido como un tomate, y confrontó a su hermano a gritos como si él tuviera la culpa de todo lo sucedido.

—¡Ellos lo arruinaron todo! —gritó con desesperación, y luego siguió golpeando la puerta. —¡Los odio! ¡Los odio a todos!

Esta vez, fue Rhaenys quien se levantó de la cama, sin decir una palabra. Simplemente se acercó a la niña y la rodeó con los brazos, manteniéndola en ese abrazo reconfortante hasta que Joffrine dejó de luchar y simplemente se dejó llevar por el llanto. Rhaenys sostenía su rostro contra su pecho cuando finalmente habló.

—Tienes que mantener la calma, niña.

—No puedo irme así —susurró con voz quebrada, permitiéndose ser envuelta por los brazos reconfortantes de su abuela, a quien no tenía un afecto particular, mientras las lágrimas volvían a aflorar. Un sentimiento desolado la invadió de repente, y sus piernas cedieron bajo su peso. Rhaenys hizo un esfuerzo considerable para sostenerla y ponerla de pie nuevamente.

En medio de la confusión, Joffrine no sabía qué pensar. ¿Estaría Aemond de acuerdo con todo esto? ¿Habría estado al tanto desde el principio o...? Ni siquiera quería considerar esa posibilidad, no podía. No se atrevía a hacer conjeturas sin escuchar la verdad de labios de Aemond. Todo esto estaba causando que el pánico la abrumara. Anhelaba volver a casa y nunca antes había deseado tanto regresar a los brazos de su madre.

Pobre niña, pensaba Rhaenys mientras sostenía a Joffrine contra su pecho, recordando por un momento lo que se sentía abrazar a su hija Laena en momentos de melancolía.

—Escúchame, Joff —le dijo con una voz suave, una voz que ni Jace ni Joffrine habían escuchado jamás salir de la boca de esa mujer. Rhaenys tomó a Joffrine por los hombros y la obligó a mirarla. —Tenemos que irnos, si no, te van a lastimar.

La expresión de Rhaenys mostraba una determinación que rara vez se veía en ella, como si estuviera dispuesta a hacer lo que fuera necesario para proteger a su nieta, Jace, desde la cama, no entendía que cosa la había hecho cambiar de opinión de ese modo con respecto a su hermana.

—No puedo irme, no puedo irme de aquí. Aemond... —Joffrine buscaba desesperadamente bocanadas de aire, sintiéndose sumida nuevamente en el pánico mientras jadeaba. —Aemond... yo... No puedo traicionar... no puedo —intentó decir, luchando por formular una oración coherente, pero su hiperventilación apenas le permitía hablar sin temblar. —No puedo irme.

—Sí puedes —Rhaenys la sacudió ligeramente. Joffrine intentó calmarse, pero la parálisis volvió a apoderarse de ella. —¿Acaso eres una oveja? ¿Parte de un ganado que pueden controlar fácilmente? —La joven asintió lentamente, porque realmente se sentía así, pero Rhaenys negó. —No, tú eres un dragón. Sé un dragón.

Las palabras la mujer resonaron en la mente de la joven. Un dragón, no una oveja.

Joff estaba a punto de abrir la boca, con la saliva acumulándose en su garganta, preparada para responderle, pero antes de que pudiera emitir un solo sonido, la puerta se abrió nuevamente con una fuerza que sacudió la habitación, y un grupo de guardias irrumpió en los aposentos de la reina que nunca fue. Rhaenys, impulsada por un instinto protector, se colocó delante de Joffrine en un gesto de defensa. Sin embargo, los guardias no se dirigieron hacia ellas, sino que avanzaron directamente hacia el príncipe Velaryon, que estaba sentado en la cama.

Cuando Joffrine se dio cuenta de la situación, se lanzó sobre su hermano a gritos. El ambiente se llenó de bramidos, gritos y forcejeos mientras intentaban resistir la irrupción de los guardias. La joven princesa mordió con fuerza las mallas plateadas de uno de los guardias, pataleó con todas sus fuerzas, pero a pesar de su lucha feroz, no pudo evitar que los guardias se llevaran a su hermano a la fuerza.

La habitación quedó en un caos total, con muebles revueltos y las voces de Joffrine y Rhaenys resonando en el aire. La sensación de impotencia y desesperación inundó a la joven mientras veía cómo se llevaban a su hermano sin que ella pudiese hacer nada.

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