18
Joff abrió los ojos con cautela, ya que la luz que penetraba en sus pupilas la hizo volver a cerrarlos por inercia. No recordaba que alguien la hubiera arrullado en su cama, ni siquiera recordaba cómo había vuelto al castillo luego de... ni siquiera queria recordarlo. Se sentía repugnante, tenía deseos de pasarse la esponja por el cuerpo tan fuerte como para remover la capa de piel que la cubría, donde habían estado sus manos, su lengua.
Soltó un quejido al aire mientras buscaba incorporarse sobre la pila de almohadones que tenía en la espalda. Oyó varios movimientos, y después de escudriñar la habitación por completo se dio cuenta de que alguien se había movido. Con desespero, parpadeó hasta aclarar su visión, sentía el corazón acelerado y tuvo miedo, hasta que su vista se aclaró lo suficiente para contemplar a Aemond de pie a un lado de la cama, mirándola.
No llevaba el parche en el ojo, era la primera vez que Joff lo veía sin él, y acababa de descubrir que, en vez de una cicatriz fea o un hueco, tenía incrustado un zafiro azul. Uno que brillaba con muchísima intensidad. Le resultó un poco escalofriante, pero al fin y al cabo se le hizo algo genuino, algo hermoso.
—¿Cómo estás? —le preguntó, y Joff no se había dado cuenta hasta entonces de que había estado apretando las sábanas con mucha fuerza.
Aemond estaba precioso, llevaba el cabello amarrado en una trenza que le caía a un costado del hombro, y vestía simplemente con una camisa de lino que daba la impresión de ser bastante fresca. Sin el parche, parecía como si sus rasgos se marcaran en mayor escala, la mandíbula prominente y los pómulos altos eran de los atributos más llamativos para ella en ese momento.
La habitación estaba inundada con la luz matutina que se filtraba a través de las cortinas entreabiertas, creando un ambiente cálido y acogedor. Joff pudo sentir cómo el aire fresco de la llenaba la estancia, trayendo consigo el suave aroma de las flores del jardín que se encontraban afuera.
Aemond se veía tan sereno y elegante parado allí, su figura imponente y su mirada serena le daban un aire de confianza y tranquilidad. El zafiro en su ojo destellaba con cada ligero movimiento de su cabeza.
Ella titubeó, miró un momento a su alrededor e intentó relajarse.
—E-estoy bien —respondió, descubriendo que su voz estaba ronca, seguramente de tanto gritar.
Cuando recordó sus alaridos desesperados, quiso largarse a llorar.
—¿Puedo sentarme? —el rubio señaló con la cabeza el extremo del colchón, Joff asintió, y el se dejó caer. —¿Por qué huiste de ese modo, Joff? Podría haberte sucedido algo.
Sus ojos azules la miraban con ansiedad mas que con alivio. Su presencia tranquilizadora en la habitación disipaba parte de la oscuridad que había estado acechándola desde que despertó.
A Joff le dolió la garganta cuando tragó saliva, en parte porque un nuevo nudo se le había formado en la faringe. No intentó sonreír, ya que no era capaz de hacerlo ni por mucho que se esforzara.
—Nada pasó —murmuró, aunque no pudo mirarlo a los ojos. —Estoy bien.
Aemond frunció el ceño.
—No me parece que lo estés —puntualizó severo. Ella ni siquiera era capaz de mirarlo; ¿cómo podía él creerle si ella lucía tan desganada? —Luces enferma. Ella sabía que tenía razón. No era capaz de ocultar el impacto emocional que la experiencia había tenido.
—Hacía mucho frío —se excusó, y esta vez sí levantó la mirada, pero tuvo que hacer un gran esfuerzo mientras se abrazaba a sí misma, buscando un poco de contención. —Caminé durante horas y... vi las cosas horribles que pasan allí. Eso es todo.
Frunció los labios, no quería hablar de ello, y Aemond tampoco la obligaría.
—Joff, quiero que sepas que Alys...
—No quiero hablar de eso ahora —sus ojos, de un azul verdoso, se clavaron en el único ojo sano del rubio. Su mirada reflejó dolor, pero, en realidad, Alys o cualquier otra persona que se acostara con Aemond a Joff en ese momento le tenía sin cuidado. —Podemos hablar de ello en otro momento, no hoy.
Aemond asintió con la cabeza. Su corazón se partía en mil pedazos al ver el rostro de Joff de ese modo; sus ojos ya no brillaban, ella ni siquiera estaba sonriendo, lucía pálida y agotada.
Se prometió a sí mismo que se arrancaría el otro ojo antes de volver a verla en ese estado.
Estaba nervioso porque, en el fondo, sentía que Joff le estaba ocultando algo. Aunque no tenía la más remota idea de lo que podría ser, lo asoció con la terrible noche que había pasado y con lo que oyó en la fosa. Joffrine no tenía por qué saberlo de ese modo; Aegon lo había hecho simplemente para lastimarla.
Él estaba ansioso por explicarle todo, quería aclararle que no volvería a ver a Alys, que no volvería a yacer con ninguna otra mujer nunca más. Pero respetaba el hecho de que su sobrina no quisiera hablar de eso tan pronto. Necesitaba su espacio, y él se lo daría.
—¿Quieres algo de comer? —preguntó Aemond.
Joff negó con la cabeza pero añadió: —Me hace falta un baño.
El joven asintió mientras Joff volvía a acomodarse entre las almohadas.
Su prometido se movilizó rápidamente, y pronto varias criadas prepararon una tina con agua de rosas en su habitación. Aemond se despidió, alegando que volvería más tarde a ver cómo estaba. Joff no le respondió; no tenía ánimos de hablar.
Cuando se levantó de la cama, se dio cuenta de que estaba adolorida, y mucho. Sus músculos ardían con cada movimiento, y apenas podía mantenerse de pie durante. Se sumergió de inmediato en la tina, cuya agua estaba hirviendo, y comenzó a frotarse con la esponja. Les había especificado a las criadas que prefería asearse sola, así que se encontraba en soledad cuando comenzó a llorar. Se pasó la fibra sintética por los brazos, la cadera y el abdomen, frotando con tanta fuerza que la piel se le enrojeció.
Luego lavó su cabello, aún lagrimeando, y fue entonces cuando descubrió que todavía tenía sangre bajo las uñas. Sangre de Aegon. Ahogó un grito para no llamar la atención, pero habría deseado hacerlo, muy, muy fuerte.
Así que también lavó sus uñas. Y volvió a enjabonarse, a frotarse el cabello. Y de nuevo a enjabonarse. Lo intentaba, intentaba dejar de sentir la presión del cuerpo de su tío sobre ella, dejar de intentar sentir sus dedos en su pecho... los tirones en su cabello. Quería que esa sensación desapareciera. Pero aunque lo intentaba, aún se sentía sucia de una manera que odiaba.
Así que dejó de luchar, lanzó la esponja lejos y se abrazó las rodillas, simplemente permaneció allí hasta mucho después de que el agua se enfriara.
¿Esta era realmente la vida con la que había soñado? Se preguntó mientras el agua ya helada la envolvía. Sentía que había caído en una pesadilla de la que no podía despertar, y la realidad de su situación la atormentaba. Suspiró profundamente, sintiendo una mezcla de tristeza y rabia que no podría olvidar con facilidad
[...]
Jace caminó por los pasillos con una prisa evidente en sus pasos. Acababa de hablar con Aemond, quien le había notificado el delicado estado en el que se encontraba su hermana. Esta noticia no había traído tranquilidad al príncipe, y mucho menos cuando Aemond también le había confesado que Alys Ríos esperaba un hijo suyo.
Aemond no sabía por qué había decidido confiar en Jace para compartir esa información, pero lo había hecho porque necesitaba hablar de ello con alguien de intelecto agudo, no como el resto de su familia. Aunque Jacaerys se sintió conmocionado por dentro, mantuvo la compostura y permitió que Aemond se expresara.
Ahora, Jace estaba seguro de que tenía varios problemas que resolver. Se adentró en su habitación y comenzó a redactar la primera carta, dirigida a Rocadragón. En ella, mencionaba que no veía a su hermana contenta en la capital, aunque no daba demasiados detalles. Además, describía su plan estratégico para casar a Joffrine con Cregan Stark, argumentando que el mismo podría llevar a su hermana al norte para conocer al hombre si su madre daba su aprobación.
La segunda carta estaba destinada al lobo de Invernalia.
En su escrito impulsivo, Jace mencionaba que representaba los intereses de la princesa heredera Rhaenyra Targaryen y expresaba su fuerte deseo de casar a su hija con él. El príncipe Velaryon era específico en sus palabras, y su súplica era apremiante. Aunque sintió un poco de culpa por haber usado el nombre de su madre en la carta, Jace reprimió ese sentimiento de inmediato y encomendó el pergamino al cuervo, que emprendió su viaje hacia el norte.
Una vez que terminó con la correspondencia, regresó a sumergirse en los intrincados pasillos de la Fortaleza Roja. Había citado a Larys Strong en la sala común del castillo y supuso que su tío de sangre ya estaría esperándolo, dado que él se había retrasado un poco.
Sus suposiciones resultaron ser ciertas; Larys Strong estaba presente en la sala común, con una expresión de genuino interés que se reflejó cuando vio a Jace entrar.
—Parece que la puntualidad no es una virtud compartida por todos —comentó el hombre, y con un esfuerzo se sentó en uno de los sofás, invitando a Jace a ocupar el otro con un gesto de su mano.
El príncipe rodó los ojos y obedeció la invitación.
—He estado reflexionando —dijo finalmente. Larys reposó ambas manos en su bastón y lo miró con interés. —Voy a aceptar el trato. —Asintió con dificultad.
Larys sonrió y, mientras hablaba, tomó una jarra de vino y sirvió dos copas.
—Es una decisión sabia, debo admitir —dijo el Strong. Jacaerys se sintió incómodo bajo su mirada penetrante. Larys le tendió una copa que el castaño aceptó por compromiso —Y un tanto osada. Pero... ¿no lo vale acaso la felicidad de tu hermana?
Larys lo observó con ojos centelleantes. Jace asintió, incapaz de sostenerle la mirada.
—¿Estás seguro de que puedes... hacer algo como esto?
El hombre soltó una risa ronca y desganada.
—Por supuesto, príncipe, pero debes recordar que tiene un precio alto —Jace tragó saliva y apretó las manos con firmeza. Finalmente, asintió.
—Estoy dispuesto a pagarlo.
Los dedos de Larys apretaron el bastón con más fuerza mientras su sonrisa se ampliaba aún más, adoptando un gesto de mayor interés.
—Entonces, dime, príncipe, ¿quién está involucrado?
Jace suspiró y dudó, dudó mucho. Pero si los planes con Cregan no iban bien, su hermana se vería obligada a quedarse aquí, con Aemond, y soportar el peso de la inseguridad y la incertidumbre. Él quería que su hermana fuera feliz; era lo que más deseaba en el mundo.
Sin embargo, no se daba cuenta de que no se trataba de amor, sino de obsesión. Jace no comprendía que estaba cruzando cada uno de los límites de su propia moral, y que esto ya no se trataba de Joff, sino de él mismo.
—Alys Ríos.
El rostro de Larys se iluminó.
—Ah... Alys —suspiró, como un canto. —Nunca me cayó bien. —Dijo al fin y al cabo. Jace no le respondió, creando un momento de silencio que pareció interminable hasta que el hombre frente a él volvió a hablar. —Bien, príncipe. ¿Queda concluido nuestro trato, entonces?
Le tendió una mano, la cual el joven analizó en gran medida.
—Aún no me ha dicho el precio.
—No se preocupe, príncipe. Se lo dije: No es nada que no esté a su alcance. Y si usted está dispuesto a devolverle la tranquilidad a la princesa... entonces no le parecerá un precio disparatado.
Jace frunció el ceño. Debía o... no debía.
—¿Y cómo lo sabré?
—Yo le haré saber cuando necesite la devolución del favor, hasta entonces no debería preocuparse.
El príncipe volvió a dudar. No confiaba en Larys, pero había oído rumores acerca de lo hábil que era con sus... encargos. Incluso circulaba un rumor que afirmaba que él había sido quien asesinó a Harwin, su hermano. Era un rumor muy fuerte, casi comprobable.
El corazón le palpitaba con fuerza. Era consciente de que lo que estaba haciendo era poco ético, de hecho, nada ético. Su madre lo habría desheredado por esto. Aunque, ¿no querría Rhaenyra la felicidad de su hija? Solían decir que los padres darían todo por sus hijos.
Tuvo que cerrar los ojos y estrecharle la mano a ciegas. Estaba hecho.
[...]
Aemond abrió la puerta del despacho de su madre de golpe. Allí estaban reunidos la reina y su padre, Otto, quienes lo miraron con cara de pocos amigos cuando cerro la madera de un tirón.
—Te tardaste demasiado —le reprochó su madre, acercándose. Él bufó.
—Estaba atendiendo a mi prometida.
—Esa niña —murmuró la reina en voz baja, despectivamente.
—Esa niña es mi futura esposa —le recordó. Alicent suspiró como si le pesara.
Pero fue su abuelo quien habló antes de que Alicent pudiera siquiera volver a abrir la boca. —Hemos oído los rumores, Aemond.
Y él sabía exactamente a lo que se refería.
—Ya me encargué de ello —aclaró, quedándose de pie en una de las puntas de la mesa más cercana a la puerta. —Les daré protección a ambos.
Su madre y su abuelo, ambos se miraron y fruncieron el ceño.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Alicent, con el rostro completamente compungido.
Aemond sintió que la piel se le helaba. Antes de que pudiera hablar, Otto lo interrumpió.
—Han visto a Joffrine en un burdel del Lecho de Pulgas —confesó. La respiración de Aemond se entrecortó. —Y al parecer iba acompañada de alguien... con quien se la vio... fornicando.
Aemond cerró los ojos para no lanzarle una daga directo al cuello.
—¿Quién dijo eso?
—Las fuentes son confiables, muchacho —le respondió su abuelo, con firmeza.
Aemond avanzó varios pasos.
—¿Quién?
Pero quien respondió fue su madre. —Fue Aegon.
El rubio se mordió la lengua con fuerza e intentó ahogar una carcajada que no pudo retener.
—¿Aegon? —cuestionó indignado. —Aegon apenas sabe por dónde camina en el Lecho de Pulgas de lo borracho que va, ¿y ustedes le creen que le vio con alguien?
Padre e hija se miraron cómplices. Aemond mientras pensaba que debería hacerle una visita inminente a su hermano después de esta reunión, porque sabía que estaba mintiendo.
—Lo que queremos decir es que, más allá de si es cierto o no, los rumores han comenzado a circular —comentó la pelirroja con cautela. Aemond frunció el ceño.
—¿Y?
—La corte... el pueblo la encontrará indigna. Deberíamos desistir del matrimonio o manchará tu nombre —insistió, susceptible, casi como si estuviera al borde del llanto, mientras se acercaba a su hijo con lentitud.
Aemond rodó los ojos, pero esa no fue su única respuesta.
—No me importa, madre. Son solo rumores.
—No entiendes, Aemond —su madre se aferró a su brazo con desesperación. Él resopló y se liberó de su agarre de un tirón.
—¿No entiendo qué, madre? —preguntó con cautela. —Lo que entiendo es que todos están intentando incriminarla en algo para encontrarla indigna o de poca valía cuando ella es la mujer que más vale la pena en este reino. —escupió. —Y si hablamos de personas indecorosas basadas en rumores, entonces hablemos de mí. Mi amante lleva en el vientre a mi hijo. ¿Ya les habían contado eso?
Su madre se llevó una mano a la boca, desesperada. —Aemond... —murmuró.
La expresión de su abuelo no era mucho más amena; había fruncido el ceño y lo miraba fijamente. El silencio se extendió entre ellos y duró al menos un par de segundos.
—Así es. Si vamos a señalar comportamientos inadecuados, permítanme señalarme a mí mismo, porque mi asunto va más allá de un rumor. Es una realidad —gruñó. Y vio a su madre temblar. —Entonces, es ella quien debe decidir si casarse conmigo o no. Joff no es la infame; aquí el indigno de ella soy yo.
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