13

Las lágrimas de Joff caían por sus mejillas, y a pesar de que intentaba secarse el rostro con un pañuelo, nuevas oleadas de lágrimas volvían a empapar su rostro. Que difícil le estaba resultando estar lejos de su familia. 

Apenas había pasado un día desde que habían partido, pero ya se sentía desolada. Si bien había pasado semanas sin sus hermanos, sin Daemon o los caballeros reales en el pasado, esta vez era diferente. No solo ellos no estaban presentes, sino que su madre tampoco estaba allí, lo que significaba que estaba dejando atrás su niñez. Ahora, era lo suficientemente mayor como para quedarse en la capital y enfrentar la corte.

—No has probado la carne —le señaló Alicent a Joff. La joven levantó los ojos del plato para mirar a la reina. Aunque fuera difícil de creer, los ojos de la mujer destilaban lástima.

Esa noche estaban cenando a solas: ella, la reina y Helaena. El rey no se había movido de sus aposentos, Rhaenys se negaba a cenar en la mesa real y los jóvenes hijos de la reina, junto con Jace, estaban ocupados en una exploración en el bosque para mejorar su entrenamiento. Joff se había quedado sola con ellas en una cena que era más silenciosa que un funeral, mientras luchaba por contener las lágrimas y la angustia que sentía.

—P-perdone, majestad —tartamudeó, y pinchó un trozo de carne con el tenedor antes de llevarlo a la boca. Sin embargo, su estómago revuelto hizo que quisiera vomitar en el instante en que probó la comida. No era porque estuviera mal preparada, sino porque sus emociones estaban creándole síntomas fisicos.

Alicent suspiró, había notado la expresión de desagrado de la niña al masticar, a pesar de que Joff había hecho su mejor esfuerzo por ocultarla.

—Qué osadía la de tu madre —murmuró la mujer, dirigiendo su atención de nuevo a su propio plato. —Yo no soportaría tener a mi hija tan lejos.

Joff miró a Helaena, quien no decía nada, solo jugaba con el tenedor, haciendo rodar una albóndiga en su plato. En el tiempo que había pasado allí, Joffrine se había dado cuenta de que la princesa no hablaba demasiado en ciertos días. Había momentos en los que parecía más afín a la conversación y reía, y otros en los que ni siquiera emitía palabras. Había días en los que parecía más despierta y otros donde el contacto visual parecía molestarle. Era un poco rara, especial.

Se dijo a sí misma que ella, en lugar de la reina, tampoco lo habría hecho. Pero su madre la consideraba fuerte. Rhaenyra veía la vivacidad, y por supuesto, en el último tiempo no había pasado por alto que Joff estaba embelesada por Aemond. Y su hija quería esa vida, era lo que realmente deseaba. Aunque, claro, había pasado por alto los sacrificios como estos. Había imaginado peinados recogidos con rizos, la emoción de medirse vestidos de seda con encaje, pero nunca se había visualizado a sí misma sin poder contener las lágrimas debido a un extraño vacío en el pecho. 

No se había detenido ni una sola vez en pensar en esas cosas horribles que ahora la atormentaban.

Joff tomó aire antes de hablar. —Esto es mucho más de lo que siempre esperé, majestad —contestó, con voz firme a pesar del nudo en la garganta. Notablemente estaba intentando convencerse a sí misma mientras forzaba una sonrisa triste en sus ojos, incapaz de mirar más allá de su plato. Su respuesta comenzaba a sonar como un discurso ensayado. —Es parte de mi deber como princesa, es mi forma de honrar a nuestra familia. Lo he anhelado mucho, de verdad.

Alicent suspiró, recordando las claras palabras que Rhaenyra le había dicho exclusivamente a ella antes de partir: Es mi hija, y por el cariño que alguna vez compartimos la una para la otra, espero que la cuides y la protejas como si fuera tuya. Aunque bueno, había sonado mucho más como una amenaza que como una petición.

—Es correcto que tengas en claro tus responsabilidades reales —deberías haberle enseñado eso a tu madre, quiso agregar.

Joff inhaló profundamente y pensó en Aemond, la única persona en la cual pensar le hacía sonreír. Así que su mueca se expandió, iluminando su rostro de una forma que llamó la atención de la reina. La joven se secó la cara por última vez y siguió comiendo como si hubiese olvidado de pronto el dolor. Se metió un bocado en la boca, luego otro y otro, y los tragó todos sin asco.

—No puedo permitirme no comer, majestad —le dijo a Alicent en cuanto notó que esta la observaba con pasmo. —Aun estoy muy delgada para gestar bebés, y deseo darle al príncipe tantos hijos sanos y fuertes como pueda —respondió con naturalidad, incluso con alegría. Alicent sintió lástima, lástima de verdad. —Hijos que sean tan hermosos como Aemond, no podría permitirme menos. Sería una deshonra para mi esposo.

—Al fin y al cabo, no va a importar —le dijo con desdicha. —Los vas a amar de igual modo.

Alicent vertió salsa en su comida, incapaz de seguir observando a la jovencita sin que se notara lo mal que se sentía en ese momento. Qué tonta Rhaenyra, pensó, llena de envidia. Si Joff hubiera sido su hija, jamás la habría alejado de casa, de ella. La habría protegido con uñas y dientes, manteniéndola a su lado, y no habría dejado que nadie se la arrebatara bajo ninguna circunstancia. 

Si Joffrine hubiera sido su hija, habría escarbado hasta debajo de las piedras para encontrar al lord más honorable y bondadoso de los Siete Reinos. Jamás habría dejado su suerte al viento, jamás habría permitido que Viserys se entrometiera en su futuro.

Cada vez que Alicent observaba a la joven, un tumulto de emociones vibraba en su interior. Desde que Joff había tenido sus primeros rizos y el mundo comenzó a hablar de ella, Alicent la había odiado por detestar la idea de que fuera otro fruto del adulterio. Luego, había sentido envidia, muchísima envidia, porque de Joff solo se hablaban maravillas, y los poetas ya habían escrito canciones sobre su belleza y carisma que quedarían grabadas en la historia.

Y ahora sentía pena, una pena que nadie había sentido por ella cuando había tenido que ganarse la atención del rey, cuando había tenido que ganarse a toda la corte.

El sonido de Helaena arrastrando los dientes del tenedor por el plato detuvo sus pensamientos.

—Pero recuerda, la belleza cobra su tributo, verás —murmuró la princesa, tan bajo que su majestad la reina y la joven princesa a su lado apenas pudieron escuchar palabras sueltas.

Alicent parpadeó varias veces, soltando un bufido. Le irritaban las palabras al viento y sin sentido de su hija en muchas ocasiones. Helaena ni siquiera las estaba mirando, como si ni siquiera estuviera participando en la conversación.

—Cariño, sé un poco más clara —la reprendió su madre, perdiendo la cuenta de cuántas veces le había dicho lo mismo.

Helaena levantó la mirada y dejó de mover el tenedor, como si acabara de enterarse de que también estaba inmersa en la conversación entre su sobrina y su madre. Pero no fue descortés y esbozó una ligera mueca simpática hacia la jovencita impecable que estaba frente a ella.

—Sus hijos estarán a la altura de todas las expectativas —dijo débilmente, con un tono cargado de dulzura y serenidad. Joff también le sonrió a ella, una sonrisa tan extenuante que asustaba un poco a Helaena, quien se preguntaba cómo era capaz de sonreír de ese modo todo el tiempo, si no estaría cansada o le dolerían las mejillas. La rubia se tomó un momento y luego continuó. —Quiero decir... ¿cómo podrían no estarlo? Probablemente no haya mayor belleza en el reino que la suya.

—Gracias, cariño, eso fue muy amable de tu parte —le dijo su madre, extendiendo apenas uno de los lados de sus labios en lo que parecía ser una sonrisa medio torcida.

—Gracias, princesa, sus palabras son muy importantes para mí —dijo Joffrine y levantó la copa que estaba servida con agua en su dirección. —Espero que así sea —murmuró lo suficientemente alto como para que ellas también pudieran oírle.

Cuando Joffrine pensó que la sala se sumiría en un silencio absoluto, fueron los pasos de varios guardias movilizándose a su alrededor los que llamaron la atención de las tres mujeres.

—Majestad, la cuadrilla de exploración ha vuelto. Ha habido un altercado entre los príncipes Jacaerys y Aemond, pero ambos se encuentran bien —notificó ser Erryk.

Tanto Alicent como Joffrine casi saltaron de sus sillas al oír eso. En cambio, Helaena permaneció sentada hasta que el guardia dejó de hablar, y solo en ese momento dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó de forma delicada.

—Regresen a sus habitaciones —les dijo la mujer.

Joff frunció el ceño y los labios. Se trataba de su hermano y su prometido, no había posibilidad alguna de que Joffrine se resignara a no saber lo que había sucedido entre ellos. ¿Pero cómo explicárselo a la reina de una forma amable?

—Voy con usted, majestad —le dijo, siguiéndole el paso.

—Es tarde ya —le dijo la mujer.

Bueno, tendría que pensar en otro modo, no quería gritarle que se fuera al demonio.

—Habrá tiempo de dormir, luego.

Alicent no refunfuñó, no cuando no sabía lo que le había sucedido a su hijo. Así que no dijo más nada mientras ambas seguían a ser Erryk por los pasillos penumbrosos del castillo hasta que ambas llegaron al despacho del rey, donde Aemond estaba sentado frente a la chimenea calentándose las manos. Jace estaba sentado en un sofá a varios metros mientras que un maestre le estaba cosiendo una herida en el brazo que no era demasiado considerable.

—¿Qué fue lo que sucedió? —preguntó la reina, pero su voz fue tapada por la voz de Joffrine bramando el nombre de su hermano al verlo lastimado.

La joven corrió en dirección a Jace, quien se había despojado de su abrigo y su camisa para dejar que el maestre trabajara mejor en la herida.

—¿Estás bien? —le preguntó a su hermano en voz baja, apenas llegó junto a él, observándolo con lástima. Jace le sonrió sin mostrar los dientes.

—Fue un rasguño —le dijo.

Al otro lado de la habitación, Alicent se había acercado a Aemond, quien suspiraba con pesadez.

—Fue una tontería, nada por lo cual hacer tanto escándalo —murmuró él y rodó los ojos.

—Esto es inaceptable, completamente inaceptable. Les damos hospitalidad, y se atreven a lastimarte de nuevo —casi chilló ella. Aemond hizo un gesto con su mano, desestimándola.

—¡Aemond fue quien empezó! —Bramó Jace desde el otro lado. Joffrine deseó haber tenido las agallas para gritarle que se callara a él también.

—Tal vez deberías aprender a no meterte en el camino de expertos —refunfuñó su tío, girando apenas la cabeza para verle.

La habitación se llenó de voces, pero Joffrine no podía escuchar con claridad qué era lo que cada uno decía. Estaba entrando en pánico porque estaba allí sola, y querían enviarla a casa de nuevo. Y se sentía incapaz de defender a nadie, quería que dejaran de pelear, y quería que su madre estuviera allí porque en el fondo sabía que debería defender a su prometido, pero no podía no apelar por su hermano. No podía simplemente dejar que acusaran a Jace así como así. Alguien debía estar de su lado.

Quería salir corriendo, o en su defecto, que dejaran de gritarse los unos a los otros para que ella pudiera pensar con claridad. Amaba a su hermano casi tanto como a su prometido, y eso la ponía entre la espada y la pared.

Tomó una bocanada de aire profunda que aclaró un poco más el panorama, y dio varios pasos que la dejaron en medio de la habitación.

—¡BASTA! —gritó, y todos se callaron de repente, seguramente sorprendidos de que hubiese sido ella quien les hubiese puesto un freno, Joffrine también se vio envuelta en repentina sorpresa. La joven miró a Alicent, muy suplicante; lo único que le faltaba era que la reina se enfadara con ella, ya que tal vez Aemond y Jace ya lo estaban.  —Majestad, ¿podría dejarme a solas con ellos?

Alicent puso una cara indignada.

—Tú deberías estar en la cama ahora mismo —la acusó. Joff tuvo que hacer un esfuerzo por no doblarse.

—Pero estoy aquí. Y quiero estar a solas con mi prometido y mi hermano —espetó.

Y no, no le estaba dejando ninguna otra opción. Alicent suspiró y un momento de silencio se extendió entre ellos.

—Solo por el cariño que mi hijo tiene por ti, no enviaré a ninguno a casa esta noche. Espero que ambos recuerden este acto benevolente —dijo por fin, dirigiéndose a la joven y a su hermano.

Joffrine soltó un suspiro aliviado y se recompuso de inmediato, recobrando su carisma usual.

—Gracias, majestad. Usted es muy generosa con nosotros, no la vamos a defraudar —murmuró, haciendo una pequeña reverencia.

Nadie dijo más nada. La reina se retiró con sus escoltas y el maestre, y la habitación volvió a quedar en silencio. Al menos, hasta que la puerta se cerró, y Joffrine los miró a ambos, primero a uno y luego al otro.

—¿Es tan difícil dejar de lado sus diferencias? —les preguntó, hecha una fiera, casi al borde del llanto. —Ambos aún resienten un hecho que pasó hace años, parece como si aun fueran unos niños —recalcó, Jace bufó.

—Nunca nos llevamos bien, para variar.

—¡Cierra la boca! —le dijo a su hermano, de sopetón. Jace se calló por la sorpresa. —Yo te amo a ti —señaló a Aemond. Y luego miró a Jace. —Y te amo a ti como mi hermano. —Tragó saliva, dispuesta a continuar. —Y si ambos sienten apenas un ápice de cariño hacia mí, ¿podrían esforzarse y dejar de pelear? No soporto esto. Jace, nos enviarán a casa si te sigues comportando como un imbécil, y te odiaría por eso. —Se giró hacia su prometido. —Y Aemond, odio que amenaces a mi hermano. Tal vez lo merezca, a veces, pero es mi hermano, y no necesito que tú lo cortes en pedacitos por mí.

Aemond se levantó de su lugar, no dijo absolutamente nada, simplemente se acercó a la joven y tomó su mano delicada entre las suyas antes de suspirar.

—Está bien, mi amada. —le dijo, casi como un canto, y besó el dorso de su mano. —Yo te prometo, solemnemente, que mantendré mis distancias para con él si eso es lo que te inquieta.

—No quiero que se lastimen.

—Fue mi culpa —dijo Jace desde el otro extremo, se había puesto de pie y avanzaba con lentitud, con cuidado de no movilizar su brazo recién suturado. —No soy un buen explorador y... lo siento. —Largó un suspiro, mirando directamente al Targaryen.

—Tus disculpas son aceptadas, príncipe —le dijo, con un tono solemne. —Espero que la próxima vez no intentes arrancarme una mano.

—¿Qué hiciste que...? —Joff abrió los ojos muy grandes. Su prometido la tomó de los hombros y la giró con avidez hacia él.

—Nada, olvídalo. Olvidemos esto, fue un escándalo innecesario.

—Pero quiero saber...

—No, no necesitas saber nada —le cortó Aemond de nuevo mientras ella intentaba escudriñar a su hermano por encima del hombro en busca de respuestas, él la tironeó de nuevo. —No volverá a suceder.

Joffrine suspiró, y sus ojos volvieron a su esposo, que, aunque estaba despeinado y lleno de barro, lucía radiante como siempre.

—Eso espero —advirtió. Extendió una sonrisa divertida en su rostro mientras se mordía el labio. —Porque la próxima vez, comenzaré a coleccionar pares de dedos en mi habitación.

Jace se rió, y Aemond soltó una risa risueña antes de decirle: —Aprendes rápido.

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