12

Ningún miembro de la familia de Rhaenyra se había despertado particularmente contento esa mañana, ya que significaba volver a casa, y eso acarreaba despedirse de Joff, quien se quedaría en la capital para pasar tiempo en la corte y adaptarse a su nuevo hogar antes de la boda. Aunque ella ya no estaba segura de que fuera a ser la favorita de la reina, ya que esta apenas si la miraba, pero aún tenía la esperanza de encontrar una manera de ganarse su respeto, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Alicent parecía odiarla más con cada día que pasaba.

Jace observó la situación panorámica. Sus primas estaban abrazando a Joff, mientras Luke les decía algo que no podía oír, pero terminó siendo arrastrado al abrazo por la mano de su hermana. Él esperaba pacientemente. Su madre, al otro lado, conversaba con la reina como si no se detestaran la una a la otra en silencio.

La reina que nunca fue, Rhaenys Targaryen, lo observó de reojo sumida en el mismo silencio en el que se encontraba Jacaerys en ese momento durante algunos minutos, analizó al joven y finalmente habló:

—¿Vas a extrañar a tu hermana, niño?

Jace carraspeó y giró la cabeza para ver a la mujer junto a él.

—No... de hecho, he decidido quedarme en Poniente —confesó, muy sutilmente. Y esbozó una sonrisa divertida —Dejaré que Luke sea el consentido de mamá por un tiempo.

Rhaenys volvió a observar a aquellos miembros de su familia, era evidente que lo que había dicho su nieto político no había acabado de convencerlo por completo.

—¿Y qué tienes tú que hacer aquí a tan temprana edad? —cuestionó la mujer. Jace frunció el ceño un momento intentando no tomarse la pregunta demasiado personal, pero al final acabó relajándose mientras se encogía de hombros.

—Si voy a ser rey algún día, tengo que aprender a convivir con la corte, ¿no crees? —le preguntó, en un tono que era demasiado amable, pero ella no osó a contestar. Ni siquiera le puso la mirada encima, en cambio seguía observando hacia el horizonte. —Ademas, Joff necesitara a alguien que esté de su lado.

Rhaenys suspiró, mientras ahogaba una mueca despectiva.

—¿Crees que cambiará en algo? —inquirió —No seas tonto, Jace, en cuanto Joffrine se case con Aemond, ellos la tendrán bajo la palma de su mano, y de ese modo podrán manipular a tu madre a su antojo —le explicó con determinación, en un tono de voz notablemente más bajo para que solo él pudiera oírla. —Dudo que no haya sido parte de su estrategia. Fue algo que la ceguera de orgullo de tu madre no la dejó ver.

Jace volvio A arrugar el entrecejo. Bueno, sí que opinaba de ese modo, su madre se había equivocado, pero estaba seguro de que si él se quedaba allí evitaría que su hermana cayera en los pozos del camino, metafóricamente hablando. Estaba bastante seguro de que podría proteger las fantasías y la inocencia de la joven.

—Por eso he decidido quedarme. Tal vez mi hermana sea algo voluble, pero no es tonta, no si estoy aquí para abrirle los ojos.

Rhaenys soltó una carcajada, una bastante amarga. Y esta vez sí giró la cabeza para mirar al jovencito junto a ella.

—Jace... —murmuró, con lastima —Joff se casará con Aemond, él le obsequiará tantos vestidos como desee y ella parirá a sus hijos. ¿Hacia dónde crees que se inclinará su lealtad? —mientras la mujer adoptaba una mirada inquisitiva, Jace tuvo que morderse la mejilla para evitar imaginar lo que Rhaenys acaba de plantar en su mente. Y tuvo que hacer un esfuerzo aún mayor para evitar poner una mala cara. —Las mujeres que no lideran acaban apoyando las lealtades de sus respectivos esposos, niño. Tu madre puso a Joffrine en medio de un nido de serpientes, no pasará demasiado tiempo hasta que se convierta en una.

Jace no le respondió. Ni siquiera lo insinuó. Tampoco la miró, porque si lo hacía, estaba seguro de que su expresión no sería la más simpática que le hubiera dedicado. Había descartado todas esas ideas en su mente, una por una, y para evitarlas, había tomado la drástica decisión de quedarse en la capital, a pesar de que su madre estaba en desacuerdo. Ella le había repetido innumerables veces que tenía más que enseñarle que cualquiera de los maestres de Desembarco del Rey, que tendría tiempo de sobra para aprender sobre la corte. Pero él insistió día y noche hasta lograr su apoyo para quedarse.

Ahora, quien abrazaba a su hermana no eran las jóvenes Baela y Rhaena, sino su madre, quien le acariciaba el rostro con delicadeza mientras ella sostenía a Aegon y, a su lado, una criada cargaba a Viserys, que había enredado una mano pequeña en los rizos de su cabello.

—Si me necesitas, un cuervo siempre bastará para mantenernos conectadas —le dijo la mujer, nostálgica, a su niña. Sus dedos recorrieron el rostro de Joff con ternura mientras esta le sonreía ampliamente.

—Esperaré noticias pronto de mi hermano o hermana —respondió ella, observando el vientre de su madre. Rhaenyra asintió.

—Serás la primera en la capital en saberlo —le aseguró, inclinándose ligeramente hacia ella para crear un ambiente más íntimo. —Tu primera sangre podría llegar pronto. —Le advirtió. Joff asintió.

—Estaré preparada, acudiré a un maestre o a mi septa cuando eso suceda.

—No tienes que sentirte presionada, ¿lo entiendes? —preguntó su madre, con mucha delicadeza, escudriñando los ojos azul verdosos de su única hija. —Que comiences a sangrar en cada luna no significa que debas comenzar a engendrar niños, Joff. Podrían pasar años hasta que te sientas lista para dar a luz.

Joff suspiró. No, por supuesto que ella no quería que pasaran años. De hecho, quería que su boda se llevara a cabo lo más rápido posible; estaba ansiosa por ello, por empezar a vivir la vida con la que siempre había soñado.

Sería una esposa increíble, lo despertaría a Aemond cada día con pastelillos de limón, o del sabor que él prefiriera. Mantendría siempre su cabello peinado y prepararía cada día sus uniformes antes de que empezara el día. Por supuesto, ella se mantendría impecable para él, pintaría cuadros a montones y tejería tapices para decorar sus aposentos.

Por no hablar de que tendría que realzar su belleza para estar a la altura de Aemond, quien era un joven particularmente apuesto y a pesar de que Joff sabía que ella también era llamativa, tenia en cuenta de que no como él. Aemond irradiaba una especie de atractivo diferente. Y ella tenía que convertirse en una mujer que emanara esa clase de sensualidad también.

Él no se arrepentiría jamás. Joffrine estaba dispuesta a satisfacer cada una de sus necesidades y deseos.

Se perdió en esos pensamientos mientras su madre esperaba una respuesta. Cuando Joff no respondió durante un minuto entero, Rhaenyra supo que estaría vagando sin remedio por los confines de su mente. Así que le sacudió el hombro con delicadeza para sacarla de las nubes que había formado en su mente.

Inmediatamente, Joff volvió a sonreír con aquel carisma que la hacía destacar del resto de las personas.

—Estoy ansiosa por que eso pase pronto, por poder llenar de herederos a Aemond —manifestó entusiasmada mientras jugaba a abanicar a Aegon al mismo tiempo en el que este se reía. Rhaenyra suspiró; en el fondo sabía que no importara lo que le dijera, Joff seguiría saltando de nube en nube entre sus sueños.

—Tienes que prometerme que te vas a cuidar, sabes de lo que hablo.

Joff escudriñó los ojos de su madre, logrando transmitirle algo de seguridad.

—Lo haré, te lo prometo —dijo y se acercó un paso más a la princesa que acababa de enderezarse. —Tú no te preocupes, cuida de estas hermosas criaturas —jugueteó ella, pellizcándole la mejilla a Viserys, que seguía despeinándole el cabello, y luego besando la mejilla de Aegon en sus brazos. —Y no dejes que Luke haga tonterías de niños, aunque me preocupa que se aburra —hizo un mohín, mirando hacia donde su hermano estaba junto a sus primas conversando.

Rhaenyra se rió.

—Te extrañará. Y a Jace. —Joff suspiró, con una nostalgia dramática, y volvió a mirar a su madre.

—Tienes que asegurarte de que no crezca demasiado rápido, mamá, no hasta que estemos juntos de nuevo —le dijo. Rhaenyra volvió a encoger los hombros riendo por los comentarios ocurrentes de su niñita. Luego suspiró.

—Tú tampoco lo hagas demasiado pronto, Joff.

Su hija le sonrió, cálidamente, y con su mirada le transmitió todo lo que estaba sintiendo en ese momento.

Alejado, Daemon las observaba a ambas mientras esperaba para dirigirse a la fosa y finalmente montar a su dragón para regresar a casa. No dudó ni un segundo en pescar a su sobrino por la espalda de su abrigo cuando este pasó a su lado prácticamente ignorándolo. Fue imposible para el príncipe canalla hacer retroceder a su sobrino, como lo había planeado, pero al menos le había llamado la atención.

Daemon se sintió receloso; Aemond le recordaba en gran parte a él cuando era joven. Pero solo en ciertos detalles. A los veinte, el príncipe canalla era tan diestro con la espada como lo era su sobrino, pero su moral era mucho más cuestionable que la de Aemond.

Sin embargo, el cabello largo y liso, las manos callosas por las riendas, las piernas bien torneadas producto de largas horas montando en dragón... era como si lo hubiesen sacado del mismo vientre en lo que respectaba al aspecto.

—¿Qué quieres, tío? —preguntó el más joven, volteándose apenas hacia el hombre que había detenido su caminata.

—Deja que se despidan correctamente —le advirtió, señalando que Aemond caminaría en dirección a su prometida. Y eso es justo lo que había estado a punto de hacer.

Pero observó a Joff una vez más. Estaba charlando con su madre mientras le pellizcaba las mejillas a sus hermanos menores. Tenía a uno de ellos cargados y, de a momentos, lo molestaba con las plumas de su abanico. Aemond no se dio cuenta, pero sonrió mientras miraba eso.

El niño en sus brazos se reía y comenzó a tironear las mejillas de Joff como ella había hecho con las de él anteriormente. Y ella le dio una vuelta que hizo estallar al bebé en carcajadas y volvió a hacerle cosquillas con el abanico hasta que acabó riéndose.

No podría volver a sacarse esa imagen de la cabeza nunca más. La guardaría como un tesoro, como un anhelo.

—Tienes suerte, tuerto —le dijo Daemon a su sobrino, observando la misma imagen que él veía con un solo ojo. —Y no eres nada tonto. Es joven, encantadora, inocente. Y estoy seguro de que será muy... fogosa.

Aemond apretó la mandíbula hasta que los músculos de ella se movieron.

—Es de mi futura esposa de la que hablas, tío —recalcó. Y recitó casi como un canto: —Cuidado.

—No te confundas, sobrino. Es un halago.

—Lo será cuando suene como tal —le dijo, girándose apenas para verlo, con las manos entrelazadas en la espalda. —Hasta entonces permíteme reservarme el privilegio de halagar a mi prometida yo mismo.

Daemon gruñó por lo bajo mientras aferraba sus brazos cruzados sobre pecho.

—Es una lástima que los partos tan inminentes vayan a arruinar su delicada figura tan pronto —soltó, de mal augurio. El muchacho, de pie un paso delante de él, se rio divertido y se volvió un poco más hacia su tío.

—De nuevo, te equivocas —le corrigió —Joffrine es demasiado joven, y a mí no me importa esperar varios años hasta que sea considerado seguro.

Daemon soltó una risa, pero la suya fue burlesca.

—Nadie de tu estirpe puede ser tan honorable —le escupió. Pero Aemond no perdió la paciencia, si algo tenía era serenidad. Hasta que metían la mano en el fuego, claro. Pero él sabía bien que podía ganarle a Daemon con palabras; su tío no era tan bueno con la labia como él.

—Habla por el resto —espetó. —Pero yo no tengo apuro alguno, no me rijo por el sexo. Le esperaría por el resto de la eternidad si ella así lo quisiera. En cambio, pretendo fidelidad y acompañamiento mutuo, algo que sé que ella posee naturalmente. —miró completamente a su tío, con una sonrisa juguetona en los labios. Una sonrisa provocativa. —No como el resto de los de su estirpe.

Dijo, y avanzó. Pero no se dirigió hacia Joff, en cambio, se apartó sobre la barandilla de piedra que daba a la vista del mar y aguardó allí hasta que su prometida terminara de despedirse de su familia. Su madre, junto a otros miembros de la corte, bebían vino y charlaban apartados, pero ella en particular ni siquiera desviaba la vista hacia él. No desde la charla que habían tenido aquella noche.

Y Aemond no podía decir que no le importaba, era su madre después de todo. Pero ahora su cabeza debatía acerca de un gran dilema. Su madre era terca e insensata, instruida por su abuelo Otto, claro.

Pero a Aemond le irritaba que no lo viera claro. A él no le importaban las tierras ni los títulos, y sacando todo eso, Joff seguía siendo su mejor opción para casarse, no había querido a nadie más después de haberla conocido. No podía, simplemente ya no podía escoger a nadie más. Y se negaba a creer que siguieran descontentos, ellos mismos habían propuesto unificar ambos bandos de la familia, el consejo lo había aprobado, y ahora lo observaban como a un enemigo.

Al diablo con todos ellos también, les cortaría los dedos de las manos si se atrevían a cuestionarlo de nuevo.

Les cortaría incluso los brazos, y ni hablar de lo que les haría si alguien se atreviera siquiera a respirar cerca de Joffrine con malas intenciones. Les abriría las espaldas, arrancaría sus costillas una por una y se las haría tragar por la boca. No importaba si eran sus hermanos, o los lores más prestigiosos de la corte, las ratas estaban en todos lados.

—Aemond —llamó una voz a su espalda; él estaba tan distraído que no se había dado cuenta de que Jace lo había clamando.

—Mmm... —murmuró, mientras se volteaba para escudriñar al príncipe de arriba a abajo.

—Te debo una disculpa —le dijo, sinceramente. —Me comporté como un idiota, pero solo quería proteger a mi hermana —admitió.

Aemond rodó los ojos.

—Yo puedo protegerla ahora. Ya no se requieren tus servicios —dijo burlesco mientras volvía a darle la espalda.

Jace estuvo a punto de partirle la nariz; apretó los puños pero se obligó a relajarse. Era impulsivo pero no tan tonto como para volver a armar un revuelo que lo enviaría a casa. Así que se mordió la lengua una vez más antes de hablar.

—Joff nos necesitará a ambos. Ella te quiere, pero también me quiere a mí —le explicó —soy su hermano, y si me he quedado en la capital es porque ella me importa muchísimo.

Aemond se volteó nuevamente, muy lento, y mientras resoplaba, le envió una mirada aburrida a su sobrino.

—Ser su hermano no te habilita a intentar controlar su vida ¿comprendes? —advirtió. —Por ella, y solo por ella, accederé a darte una última oportunidad —soltó. —Pero ten esto en claro: no me agradas, y no te quiero cerca de mí —recalcó. Y seguidamente alzó una ceja. —Y si la agobias, tan solo un poco, te voy a enviar a Rocadragón...

—En pedacitos, sí. Comprendo ese punto. ¿Qué más? 

—Bien, me alegra que estés entendiendo —respondió con ironía. 

—Si amagas con tocarla sin su autorización, te cortaré los dedos; si la haces enfadar, será la lengua y... 

—¿Hay alguna parte de mi cuerpo que pueda conservar? 

—Te daré el beneficio de quedarte con tus ojos. Ambos. Un privilegio que yo no tuve, Strong.

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