PRÓLOGO: La Caída.

El Bosque lo sabía; lo sabían las raíces que habían bebido de su sangre y la tierra que se había ahogado en su dolor, lo sabían las estrellas que se reflejaban en el rojo carmesí y las hojas que se empapaban de otoño, lo sabía el Viento, que se lo había oído a las hojas, y lo sabían los pájaros y las grandes bestias, que habían adivinado la urgencia de Padre Cielo y Madre Tierra. También lo sabía ella, el corazón se lo recordaba a cada segundo martilleándole en la garganta. Los árboles eran meras sombras que se desfiguraban en su carrera desesperada.

Le pisaban los talones.

Había caído con el despuntar de la primera luna, no muy lejos, pero en todo aquel tiempo aún no había podido recuperar el aliento, ni tampoco ganarle terreno a sus persecutores. Estaba cansada y dolida; aun peor, empezaba a darse cuenta de ello: los minutos se le hacían largos y dolorosos, la adrenalina se diluía sin remedio y ya dejaba paso al miedo.

No vio venir un fuego que le trepó por el brazo. Uno de los annan debía de haberse separado del grupo para tantear el terreno y la había alcanzado. Maldijo y se agitó las prendas, furiosa. El viento se encargó de disipar las llamas. Padre Cielo podía ser muy oportuno cuando se lo proponía.

¡Jgash'giraj! —atronó alguna voz a sus espaldas. Por encima del hombro vislumbró una silueta en llamas, una nube de terror ardiente que se abría paso entre troncos y roca. Un nuevo fuego surgió de la criatura y subió en la noche. Falló, pero si sus compañeros estaban cerca ahora sabrían sin lugar a dudas hacia donde se dirigía ella.

¡Jgiyguhg! ¡Jgiyshka! — a la voz del persecutor se le sumaron otras tantas. Más fuegos se encendieron y parpadearon en la noche. Aún de espaldas, pudo sentir el cálido aliento de los annan que se le echaban encima. El corazón le dijo que aquél era su final, que su advertencia jamás llegaría a oído humano. Pensó que al menos no viviría para presenciar el Fin, y aun a su pesar, sintió un alivio pasajero.

Un poco más allá vislumbró el final del bosque y el comienzo de una amplia y escarpada llanura. Allí, la luz de las lunas era clara y numerosas las estrellas. Apuró el paso y salió al encuentro del cielo nocturno. Cuando se convenció de que solo era cuestión de tiempo, segundos, tal vez minutos, que la alcanzasen, paró en seco. Los annan no tardaron mucho en emerger del bosque y rodearla.

Viendel, has sido una necia si te creías capaz de eludir la Ira de Kamura, y una desagradecida. ¿Qué esperabas conseguir previniendo a esos humanos, sangre impía? Aunque lo lograses, ya es demasiado tarde para ellos —el annan, uno de los quince que eran en total, soltó una risa un tanto histérica.

Entonces se disiparon el fuego y la sombra, revelando figuras humanas de una belleza que no podía beber sino del pecado. Y es que con su presa acorralada y sometida ya no había necesidad de ocultar su verdadera forma.

Se reagruparon, formando un círculo a su alrededor. Los pesados mandobles que blandían miraban a las estrellas.

Matadla y dejaros de discursos —dijo otro —. O de lo contrario os pondrá un hechizo con su voz. No sabemos de lo que es capaz.

El viento se detuvo. El bosque respiró profundamente y contuvo el aliento. Las nubes se deslizaron raudas desde las estribaciones de las montañas del este y cubrieron el cielo. El Mundo no quería asistir al sacrilegio que iba a tener lugar.

Antes de que derribasen todas aquellas hojas sobre su pobre carne, Viendel se permitió mirar hacia arriba y recordar por última vez. Los halcones sobrevolaban en círculos la escena, pero ella no reparó en su vuelo nervioso. En cambio, su mente se perdió muy lejos, en una época en la que el mundo aún era joven y el Sueño no se había tornado en Pesadilla.

"Pesadilla..."

Cerró los ojos sabiendoque no volvería a abrirlos.    

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