4- Venna

Encontraron su camino hasta el pequeño campamento, las lunas y estrellas, a través de las muchas capas de hojas que tapizaban el cielo del bosque. Los miraron con pena, sin añadir nada, y dejaron resbalar su luz por el filo curvo que limpiaba Venna antes de apagarse.

—Tenemos que continuar —anunció, alzando la voz por primera vez desde que habían parado. El silencio se desperezó con un sutil quejido —. El amanecer no se demorará mucho y tenemos un largo camino hasta el norte todavía.

Maserez la miró en silencio, sin emoción ni entusiasmo, y asintió. Pero Eren no se movió lo más mínimo, la cabeza rígida sobre las manos agarrotadas, todo él empapado; tampoco Myrta que, a su lado, lo abrazaba con torpeza.

No quiso insistir de inmediato.

—Necesitan unos minutos todavía —murmuró Maserez—. Su cosmos empezaba y terminaba en esa posada, Dharil fue su protector y amigo.

—Fue mucho más que eso —corrigió Eren; su voz,quebrada como la ilusión desvelada de un niño —. Me era querido como un padre o un abuelo. Todo cuanto sé se lo debo a él.

Las manos se movieron nerviosas, como queriendo atrapar un pedazo de aire, y cayeron abatidas y con hambre. Myrta lo apretó entre sus brazos y se descubrió a sí misma llorando también.

—Entonces, pequeño —dijo Venna, acompañando sus palabras con el húmedo deslizar del paño sobre su hoja —, es tu deber crecer para alcanzarlo y honrar su memoria; convertirte en alguien del que hubiese estado orgulloso.

Pero Eren cabeceó, apretó los dientes y se despeinó la melena castaña.

—No se merecía morir —insistió. Los párpados temblaron. Aquel mismo nerviosismo tiró de sus labios —. Mucho menos morir por nosotros. ¿Cómo nos encontró esa gente para empezar? —el tono cambió, la voz se endureció como el barro cocido —. ¿Te seguirían, tal vez?

Venna abrió un poco las cejas y despegó los labios. No dijo nada: comprendía su frustración y su rabia, que buscase respuestas o culpables allí donde no había más explicación que la aleatoriedad del mundo, que la crueldad del hombre.

Parpadeó y calló, aunque no pudo evitar que un regusto ácido le subiese a la boca.

—¿Por qué el norte?

Los ojos de Venna abandonaron la sombra encogida de Eren y se centraron en Myrta. Por primera vez en la noche la observó con la nitidez del que atiende a una revelación: era menuda y algo ancha, pero había una elegancia natural en cada uno de sus gestos y expresiones. Su rostro pudo haber sido hermoso en otro tiempo, pensó; antes de que la edad y el cansancio esculpieran sus facciones.

Maserez se adelantó en la respuesta.

—Porque de aquí a un tiempo, el norte será el único lugar en el que podáis ampararos realmente. Vuestras heridas, además, son graves y de no fácil cicatrización. Allí donde os llevo sanaréis más rápido.

La mujer se incorporó y el viento sopló despeinándola, aligerando por un momento la tensión de sus facciones.

—¿Qué hay de Guarda?—se llevó ambos brazos a las costillas—. Tengo amigos en la aldea que nos darían cobijo a Eren y a mí.

—No —el paño soltó un suspiro al separarse del filo curvo de su espada —. No sabemos cuántos hombres nos siguen todavía o cuantos han podido quedar atrás, guardando las inmediaciones. Se esperarán que regreséis a la aldea.

Myrta reflexionó un instante en silencio y se volvió solo para estrellarse con la mirada quebrada de su hijo, clamando justicia en un mundo que carecía del más remoto atisbo de ella.

—Dharil hubiese querido que continuáramos —le dijo con suavidad;también su voz flaqueaba. Madre e hijo se tomaron de la mano y dejaron escurrir las últimas lágrimas de sus mejillas.La mano de Myrta, pequeña, endurecida, tiró entonces de Eren por la muñeca y lo puso en pie de un respingo.

—Estamos listos —anunció la posadera mientras desataba los caballos. Eren se subió al tronco y saltó sobre su corcel, después ayudó a su madre a cargar con una pequeña bolsa mientras se montaba a la yegua amarilla.

Un silbido en la noche. Como conjurado por la voz de su jinete, Nime'dar apareció a buen paso entre los brezos vestidos de malvas y rosas que rodeaban el campamento. Maserez montó con Venna esta vez.

—Myrta —apeló con una voz suavizada por la niñez. Las diminutas manos hallaron su camino entre el cuero y la seda que recubrían a la quelmana y se agarraron a su cintura —. Conoces este bosque como la palma de tu mano, guíanos hasta el margen norte, por el camino que desciende del valle hasta el siguiente pico.

Myrta asintió y el viento volvió a soplar, despeinándole los rizos en una cascada de oro viejo. Caminó unos pasos y se detuvo más adelante; allí torció a la derecha, apurándose entre las filas incontables de robles y castaños, sorteando troncos y piedras y cauces pequeños.

El cielo clareaba cuando la pared de árboles se abrió a un descampado que acababa abruptamente cien metros más allá. Venna miró entonces a su izquierda y descubrió el surco de tierra del vetusto camino, zigzagueando, inseguro, hasta el margen del desfiladero al final.

Aminoraron la marcha y los tres jinetes guiaron a sus caballos hasta la línea difusa de la pendiente.

—El camino continúa muchas millas más hasta Vendal —anuncióMaserez. El horizonte vomitó un sol atragantado por los picos a su derecha que hizo que el azul purpúreo estallase en llamas —. Los hombres del pasado construyeron sus templos y monasterios en estos picos; antes de que prefiriesen el oro y lo rimbombante por sobre la sencillez y lo tranquilo. Éste era el camino que unía los distintos lugares de culto.

Venna afiló la mirada y resiguió el perfil neblinoso de los picos que sucedían. Descubrió que muchos de ellos resplandecían como la piedra lijada.

—¿Cuánto hasta Erbum? —inquirió, todavía concentrada en el paisaje. Sí... Aquella visión sí le conmovía el espíritu. Solo ahora empezaba a entender un poco mejor los contrastes de la vida humana —. ¿Tres días, cuatro?

—Tres, si somos raudos. Y raudos deberíamos ser, en efecto —dijo con su voz menuda —. No os dejéis engañar por la paz que se respira aquí, se agotará en muy poco.

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Desnudo el cielo, mansa la brisa, el sol en lo alto; parecía que el mundo había pasado página antes que sus lectores, todavía atormentados por la muerte del tercer acto. Así los había sorprendido el mediodía cuando ya alcanzaban el siguiente pico, recordándoles de pronto el amargo sabor del hambre.

Tomaron el camino que torcía a su derecha y zigzaguearon colina arriba hasta un saliente que se abría al otro lado. Como ya había anunciado Maserez, las ruinas de un templo salpicaban el pequeño alto; apenas un muro de ladrillos masticados por el tiempo que encerraban una torre desmoronada interior.

—No hace frío —comprobó Eren mientras desmontaba de un salto —. Es un lugar agradable.

Venna se apeó tras él y cogió a Maserez en brazos para dejarlo en el suelo. Barrió las ruinas con la mirada: el sol y el viento le arrancaban reflejos dorados a la hierba brava que forraba el suelo entre el muro y la torre; junto a ésta crecía un tronco seco en el que habían hallado su hogar una pareja de acentores.

Sonrió.

—Necesitaremos leña para el fuego —dijo. Consideró arrancar algunas de las ramas del árbol muerto, pero sintió que aquello arruinaría de alguna forma la melodía que flotaba en el ambiente —. Volveré a los árboles del camino.

—Voy contigo, si no es molestia —todavía en su yegua, la posadera le devolvió una mirada apocada a Venna —. Vi algunas setas más abajo. Las pocas que traía conmigo no llegarían para todos.

La quelmana asintió y levantó la mirada por encima de la mujer hasta el esqueleto de piedra del templo. Maserez, menudo y gris, se aventuraba solo a través del ruinoso arco de la puerta. Las sombras no tardaron en devorarlo.

—No es molestia —dijo al cabo. Se recogió la melena castaña en un moño y le hizo un gesto para que se apresurara tras ella. Un cuarto de hora más tarde alcanzaron los primeros árboles.

—Hay poca variedad —contempló Myrta; su voz, un quejido—. Bueno, tenemos pan y agua; quizás pueda preparar un relleno.

Las manos de Venna se deslizaron por las raíces del primer castaño y desenterraron de entre las hojas secas tres ramas partidas. Myrta desmontó e inspeccionó las setas que sobresalían junto al tronco. Arrancó unas cuentas de cada árbol.

—Con esto será suficiente —dijo Venna después de rescatar otras cuatro ramas —. ¿Lo tienes todo?

Myrta asintió con algo de fatiga.

Bollaria, Crimolla, Telotus —recitó, abriéndose paso de vuelta através del matorral de brezos —. Nos darán de comer ahora y a la noche, si racionamos.

Venna ya la esperaba junto a la yegua. Lanzó una mirada al cielo para comprobar la posición del sol antes de reiniciar la marcha.

—Los hombres de ayer... —comenzó, dejando brotar las palabras poco a poco para camuflar su amenaza —. No me pudieron seguir a mí. Nadie salvo mi Señora y el Consejo del Bosque sabía de mi búsqueda.

El silencio secuestró la voz de la posadera.

—Eran asesinos bien entrenados. Buscaban algo o a alguien, y lo más probable es que lo sigan haciendo. Para poder protegeros necesitaré conocer toda la verdad.

Los labios agrietados de Myrta se separaron un poco. La mirada, humedecida, buscó cobijo entre las piedras que salpicaban la subida hasta las ruinas.

—Agradezco tu discreción —comenzó —. Sí, me hago una idea de qué buscaban; no es la primera vez que tengo que huir a la otra esquina del reino.

Los pares de ojos se cruzaron.

—Mi vida era muy distinta hace quince años: trabajaba y vivía lejos, en la capital, sirviendo en uno de los más distinguidos locales del reino: el Petirrojo Cantor. Todo me iba bien hasta que, entonces, un día... —la voz se agrietó y las lágrimas enjuagaron su rostro. Una de las manos soltó y las riendas de la yegua y acudió torpe a secar las mejillas —. El que sería rey me tomó, me usó y me tiró como a una muñeca rota. Cuando se supo en Palacio quisieron matarme, por miedo, imagino; mi patrono se apiadó y consiguió esconderme lejos de la ciudad. Llegué aquí, a los Montes del Receso, y cuando me quise dar cuenta llevaba algo que no era mío en el vientre.

—Eren —comprendió Venna, y alcanzó una mano hasta la pierna de Myrta.

La posadera sintió cómo el tacto aliviaba la quemazón del recuerdo. Se estrecharon las manos.

—Nuestros pueblos son muy distintos —continuó Venna, con calma —. Os dejáis gobernar por los monstruos.

—Somos monstruos —corrigió la mujer —. Cada uno en su medida. Los Doce se apiaden de nosotros.

No respondió, no hubiese sido una contestación agradable. Desenterró la mirada de aquellos dos ojos azul cristalino y se volvió al frente, estrellándose con los muros derruidos que dominaban el umbral. Atravesaron por la única apertura y dejó las ramas en el patio frente a la torre.

<Erca> pensó, y la madera prendió con unas levísimas ascuas. Myrta la alcanzó al cabo. Traía la bolsa llena.

—¿Podrías avisar a Eren de que me venga a ayudar?

Asintió y deslizó la mirada alrededor. El joven se había sentado junto al desfiladero, donde terminaba el muro y el sol caía con más fuerza. Incluso allí, en la melódica quietud monástica, la música que acompañaba al chico era de tristeza y confusión.

La hierba murmuró y se apartó en su camino hasta Eren. De espaldas a ella, las dos manos de Venna cayeron sobre sus hombros como rocío en la mañana.

—Entiendo tu pérdida, y la lamento —dejaron escapar sus labios. Entonces separó sus manos y se sentó un momento frente a él, en una de las rocas desmoronadas del muro —. Apenas lo conocí, pero tenía la mirada de un espíritu noble y generoso.

Eren cabeceó, tomo airé y expiró poco a poco, hundiéndose en el paisaje que serpenteaba frente a sus ojos. Entonces encaró a la quelmana.

—¿Lo entiendes? —no había reproche en su tono, solo pena, profunda y amarga —. Tu gente es inmortal, la muerte no llama a vuestras puertas, no se lleva a vuestros mayores.

—Somos inmortales —concedió. Una leve tensión asomó a sus hombros —, pero no ajenos a la pérdida. A mí también me arrebataron a alguien que me era muy amado para convertirla en estrella.

Miraron al firmamento. Apenas se intuía nada salvo el sol.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó con cuidado.

Intercambiaron una mirada empapada y ya no volvieron separar los ojos el uno del otro.

—Demelia, la más hermosa doncella que el Dere'Ana conoció jamás —recitó en voz baja —. Durante milenios mi pueblo buscó salvar el Sueño del Olvido, pendiendo luces del firmamento para despejar la oscuridad que acechaba. Guiados por Viendanal construimos la ciudad de Balaran y la Forja de las Estrellas. Las almas más brillantes del momento eran llevadas a la Forja y sacrificadas en su altar, donde sus espíritus se convertirían en estrellas que nos iluminasen.

—Lo lamento —dijo él —. No tenía ni idea.

Lo calló con un gesto amable.

—Dioses u hombres, todos nacemos con el don de sentir: para amar y para sufrir; sé que duele, mírame si no: uno pudiera decir que siete mil años lo curan todo, pero heme aquí, emocionándome con su recuerdo —se llevó un puño al pecho y se incorporó —. No se trata de huir del dolor, si no de aprovecharlo: quienes buscan solo la felicidad se engañan tanto como los que se encierran tan solo al tormento.

El viento sopló entre ambos, despeinando las melenas castañas.No contestó de inmediato.

—Gracias. —Balbució al fin.

—Y ahora, creo que tu madre necesita tu ayuda.

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