4- Sola
Sola. Palacio Real. 15 de Junio del 1223 d.D.
Melancolía. El dolor de la pérdida inundaba el salón del trono. La nostalgia por los fallecidos, por sus rostros, por sus sonrisas que jamás alegrarían de nuevo el día de una madre y esposa. Sola extrañaba a su marido, lo extrañaba mucho, pero a quién verdaderamente lloraba por las noches, a quién realmente echaba de menos aquel día, era a su hijo. Su joven y hermoso hijo que tan bruscamente le habían arrebatado. Sin oportunidad de despedirse, de decirle adiós. Y aquel dolor era tan profundo como los abismos oceánicos. Tan hondo y sincero que inundaba el Palacio y se elevaba sobre bosques y picos y estrellas y llenaba el vacío del cosmos.
Por ello, cuando El Enjuto se inclinó frente a ella antes de ceñirle la corona que había sido de su marido primero y de su hijo después, no pudo reprimir una lágrima furtiva que se deslizó por entre los surcos de sus mejillas.
Volvía a ser la reina. La reina, sin quererlo. La reina de nada, de un futuro que ya no correspondía a su familia, de un reino que ya no le importaba lo más mínimo.
Otra lágrima se le escurrió por la barbilla hasta el volante del vestido negro. No sabía que era lo que más escocía: si el tacto de la corona, o las deferentes miradas de los asistentes al acto. Al menos, era una ceremonia austera. No había más invitados que los nobles y consejeros del propio Palacio; el reino no tenía ánimo para grandes festejos. Ella tampoco.
Tres veces hizo sonar El Enjuto una pequeña campanilla antes de anunciar los votos de la nueva reina:
—Inclinaos ante Su Majestad Sola, de la familia Ysha, reyes y reinas ancestrales de I-Naskar —alzó la voz, intentando imponerse sobre el expectante y estridente silencio que colmataba el salón —. Madre de Ardo II, esposa de Manus I, reina legítima en su defecto. Que los Doce iluminen tus días y el Único te procure fortunio y dicha. Que la luz del Sol te bendiga con su sabiduría y paciencia. Larga vida a la Reina. Larga vida a Sola.
Cuando había coronado a Ardo, la voz de El Enjuto había sonado más solemne, exultante. Ahora, lo que debía haber exclamado apenas había sido un murmullo, y el "larga vida" pareció más bien una burla vedada, porque todos sabían que una "larga vida" era lo último que deseaba Sola en aquel momento.
Cuando hubo terminado de hablar, la reina se incorporó parsimoniosamente de su trono. Parecía un cuervo viejo a punto de perder la última de sus plumas, postrero vestigio de su vitalidad. Inspiró hondamente y tendió la mano derecha al público, en la que llevaba el anillo familiar. Al momento se formó una fila que avanzó hasta los pies del solio. Uno a uno, fueron besando el anillo. Algunos tenían expresiones graves o sombrías, Sola se preguntaba si acaso el dolor que sentían era real o fingido; otros ni siquiera se esforzaban por disimular su apatía. Solo una persona de entre todos los rostros y labios que se posaron sobre su anillo, sabía Sola que comprendía y compartía sinceramente el dolor de su pérdida: sir Namir, viejo amigo, confidente de su familia, un padre para su hijo cuando Manus había muerto. Y algo más para ella también.
—Mi reina... —sir Namir besó el anillo larga y profundamente. Su mirada estaba empañada por las lágrimas. Los ojos de ambos se cruzaron. Entonces, Sola no pudo evitarlo y rompió a llorar. Se descompuso delante de todos aquellos nobles traicioneros y envidiosos, reveló las debilidades de su corazón, el dolor que la ahogaba por las noches. Se tragó todo su orgullo.
Cayó de rodillas sobre sí misma y se llevó las mangas del vestido al rostro demacrado. El llanto le oprimía el pecho. Inhalaba de forma rápida y breve, como si le faltase el aire. Pero por mucho que trataron de incorporarla y dignarla de nuevo, ella se resistió y,como quien se agarra a un licor demasiado amargo y dulce al mismo tiempo, abrazó aquel sufrimiento que la atormentaba. Aquel suplicio inconcebible. Infinito. Eterno.
Un suplicio, aun así, incapaz de arrancarle a Verena el más ínfimo atisbo de conmiseración. Entre las cabezas del público, sonrió torvamente.
—Majestad —El Enjuto rodeó sus hombros con uno de sus brazos huesudos y le secó las mejillas empapadas y sonrojadas —. Sed fuerte —le apretó el hombro, animoso —. Que recuerden a vuestro excelso linaje no por las lágrimas derramadas, sino por la sabiduría de sus reyes y reinas. Que ese sea vuestro legado.
Pero Sola, que todavía no se reconocía a sí misma como <<Majestad>>, apenas escuchó un balbuceo en lugar de la voz de El Enjuto, y aunque le habían secado las mejillas, muchas otras lágrimas se encargaron de lubricar de nuevo sus arrugas. Viendo que no había manera de consolarla y retomar el evento, El Enjuto se enderezó junto a ella y exclamó:
—¡Por el presente, declaro finalizada la Coronación! ¡Larga vida a la reina! ¡Volved a vuestros aposentos!
Nadie se creyó aquellas palabras. Ni siquiera él. Ni siquiera Sola. Cuando la muchedumbre se dispersó tras el umbral del portón, en el patio soleado y florido que miraba a la ciudad, El Enjuto y sir Namir intercambiaron una mirada significativa y tomaron a Sola, uno por cada brazo, obligándola a ponerse de pie.
Temblaba como un árbol seco en la tormenta.
—Sola, Sola —llamó El Enjuto, tomándola por la barbilla y obligándola a mirarlo fijamente —. Tenéis que sobreponeros. Por el Reino, aunque sea. Sed fuerte, por el amor de los Doce.
Y por primera vez, la mirada de la reina no rehuyó a la del Enjuto, y la destrucción y desamparo que revelaban sus ojos lo hicieron estremecerse.
—Ya he perdido a mi esposo. A mi hijo. Al nieto que aún no he tenido —tragó saliva. Las lágrimas parecieron transformarse en veneno en su boca. Su voz era pastosa –. ¿Qué más tengo que sacrificar por el reino? ¡Coronad a otra! ¡Dejadme morir en paz, por el Único y los Doce!
—Vuestra familia no está acabada —dijo El Enjuto al cabo de unos segundos, como midiendo sus palabras —. Pudiera haber alguien a quien acudir. Alguien con la sangre de vuestro hijo.
Sola volvió a clavar los ojos en El Enjuto, pero no era esperanza lo que había crecido en ellos, sino recelo.
—Un chico, de quince años. Ya estoy tras su pista —continuó.
—¿Un bastardo? –masculló ella. Sus ojos se habían tornado carmesíes después de tanto sollozo, desorbitados como si hubieran llorado todo lo que una madre pudiese llorar.
—No tiene menos sangre Ysha que aquel que llevaba lady Marye en su seno.
Calló. Haberle adelantado toda aquella información había sido un movimiento muy arriesgado. Le había hecho saber a lord Arnus, hijo de lady Agria, de la existencia del muchacho solo para poder manipularlos en el futuro, pero todavía no sabía cómo iba a reaccionar Sola. Y sir Namir también lo había escuchado.
Se maldijo a sí mismo por no haberse tragado sus palabras.
Pero ahora fue sir Namir el que lo miró, como juzgándolo.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Son simples habladurías, llegó a mí como un mero susurro hace muchos años. No le concedí mayor importancia hasta "la tragedia". Podría resolver el conflicto sucesorio y frustrar la mal callada ambición de los nobles que se os oponen. No es la primera vez que se sienta un bastardo en el trono.
"Un bastardo" reflexionó Sola. Un niño con la sangre de su hijo perdido en algún rincón del reino. Alguien a quien jamás reconocería como nieto, por supuesto, y cuya simple existencia ponía en entredicho la reputación de su familia.
Pero era todo lo que le quedaba de lo que una vez había tenido.
Tenía mucho que considerar antes de alentar al Enjuto a proseguir o no con su búsqueda, y estaba tan cansada ahora...
—Está bien —dijo al fin, con un hilo de voz —. Llevadme a mis aposentos. Hablaremos mañana.
El Enjuto asintió concienzudamente y la tomó por un brazo. Decidió ignorar la mirada desconfiada que le dedicó sir Namir.
Jamás lo sabrían, peroaquel chiquillo era mucho más que un simple bastardo.
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