3- Viendel
Viendel. Gran Árbol de Albasthe, 16 de junio del 1123 d.D.
Había sido una noche de oscuridad casi ininterrumpida, apacible y paciente en su espera por el amanecer. Con el ocaso, la ciudad se había sumido en canciones que eran un recuerdo a los días antiguos; con el amanecer, el bosque había despertado con música de celebración. Los quelmana festejaban el nacimiento del Sol y la primavera de la vida, pero también lloraban las tragedias del pasado y sus muchas pérdidas, y aquél contraste, agridulce para el corazón, resultaba sublime a los oídos.
Viendel despertó cuando el sol ya casi asomaba del todo. El cielo, un párpado que se abría para contemplar un bosque holgazán pero dichoso, amanecía despejado y tranquilo como la noche que dejaba atrás.
Después de un momento de concentración, la habitación apareció ante ella, desenfocada. Necesitó todavía un par de minutos para ubicarse y recordar que estaba a salvo, en Albasthe. Apartó las sábanas y se levantó. Suspiró, abrió los postigos de las ventanas e inspiró el aroma que se respiraba en la ciudad. Durante un rato se quedó con los ojos cerrados, sintiendo, más que escuchando, los cánticos que ascendían desde las casas.
No mucho antes del mediodía, la Dama la había convocado a la audiencia que tanto había estado esperando. Por fin sería verdaderamente escuchada, y entonces tal vez los quelmana tomasen medidas y cupiese albergar una mínima esperanza de victoria.
Iba a cerrar ya la ventana cuando una sombra entró aleteando y corrió a posarse sobre su brazo. El búho, su búho, le dedicó una mirada somnolienta antes de dejarse caer en el regazo. La noche anterior, Viendel había abierto la ventana para dejarlo explorar la ciudad a gusto; ahora que el nuevo día despuntaba en el horizonte, regresaba con su compañera.
—Espero que hayas tenido buena caza —murmuró mientras lo arropaba entre los pliegues del atuendo. Cerró la ventana tras de sí y se acicaló la melena azabache —. Tu día termina y el mío comienza. Veamos qué me depara.
Tiró del picaporte de la puerta y salió a un pasillo corto que terminaba en unas escaleras de caracol. Había una ventana de cristales teñidos al fondo, sobre las escaleras, y varias macetas colgantes de las que pendían ejemplares de flores exóticas y hierbas aromáticas. Allí, a los pies, discernió la silueta de Valnir, sentado y volteado para admirar los dibujos de las vidrieras.
De alguna forma, la sintió acercarse.
—Oh, Viendel —se incorporó con frescura e inclinó levemente la cabeza —. Espero que hayas dormido bien y que los sueños que convocan nuestras canciones en el crepúsculo hayan sido de tu agrado.
—Así ha sido, gracias.
—El concilio ha sido adelantado, pero acompáñame; te daremos desayuno y bebida primero. Nos espera un día muy largo, si acaso más largo para ti que para nosotros. Necesitarás tener el estómago lleno.
El comedor la sorprendió por su sencillez. Era una sala pequeña, cuadrada, construida en una piedra gris clara como si hubiese sido excavada en el mismo islote. Desnuda salvo por una mesa que la dividía en dos mitades, una luz rotunda y clara se filtraba desde las cortinas que miraban al oeste. Allí, la pared se abría a una balconada que observaba al jardín del acantilado. Afuera, el viento mecía pétalos de un color rosa intenso. El mar bostezaba un agradable olor a nostalgia.
Una única figura se sentaba a la mesa. Valnir agachó la cabeza y se adelantó unos cuantos pasos hasta Luarha. Viendel, detrás de él, hizo lo mismo.
—Ven'nah —les dio los buenos días la Dama. Viendel tomó la mano que le tendía y se sentó a su vera —. Gracias por traerla, Valnir.
—En'e —dijo, y desapareció por el balcón al fondo. Los ojos de Viendel resiguieron su figura hasta que se la tragaron las cortinas rojas. Cuando volcó de nuevo su mirada en Luarha descubrió que sus ojos le sonreían, y sus labios, y le pareció que el pelo rojo era una lumbre acogedora que le daba la bienvenida.
La Dama hizo un elegante movimiento de manos y los platos que hasta entonces le habían parecido vacíos se llenaron de frutas y verduras. El búho, todavía mecido entre sus brazos, asomó un poco la cabeza.
—Ese amiguito que trajiste contigo parece haberte cogido un notable cariño —dijo Luarha —. Los quelmana de estos bosques veneran a los búhos y las lechuzas más que a cualquier otra criatura de este mundo. Espero que sirva para convencer a los sabios.
Viendel, que ya se servía de las bandejas de comida, se detuvo un momento y despegó los labios con expresión contrariada:
—¿No sois nativa de estos bosques?
La Dama cabeceó en respuesta.
—Muy pocos lo son. Después de la caída de nuestro imperio los que sobrevivimos en Aiua perdimos el contacto con las demás colonias. No fue hasta tres mil años después que nos reencontramos, y yo no vine de inmediato.
Viendel asintió y dio un bocado. La fruta estalló en un arcoíris de sabores en su paladar y un color rojo le subió a las mejillas.
—Disfruta del desayuno, Viendel, y de la paz que se respira hoy en toda Albasthe. Me temo que no durará.
La Dama se levantó y los pliegues del vestido plata cristal centellearon como un millar de estrellas. Se aventuró más allá de las cortinas y descansó en la veranda que miraba al horizonte infinito. Viendel terminó de comer y se apoyó a un lado sobre la pasarela de mármol blanco. Las columnas, esculpidas en imágenes de quelmana, se habían vestido con las flores y plantas que allí crecían.
—Este árbol ya estaba aquí antes de que yo naciera —dijo Luarha —. Albasthe es uno de los bosques más viejos de Prisma, junto al Dere'Ana. Mi gente ha sufrido más que ningún otro pueblo en la faz de Prisma, muchos aún os recriminan no habernos ayudado cuando la Pesadilla se cernió sobre nuestro imperio.
La tristeza y la culpabilidad asomaron a los ojos de Viendel. Desvió la mirada hacia el horizonte de azul imperecedero, la luz de sus ojos parpadeó.
—Lo sé. Los drea'de también conocimos una tragedia detrás de otra, pero no hay nada que hayamos sufrido que no haya tenido su origen en nuestra insensatez y soberbia. Para cuando la Pesadilla os atacó ya no quedaba honor entre los míos.
Suspiró, pero no lloró lágrima alguna. Luarha apoyó una mano en sus hombros.
—Os dejasteis gobernar por necios, pero eso no es algo que nosotros podamos juzgar. Sin necios en el trono, el Dere'Ana tampoco habría caído —hizo una pausa y se volvió, de espaldas al mar —. Es un largo ascenso hasta arriba —la Dama señaló con la mirada la copa coloreada de rosa del gran cerezo —. Entre sus ramas se encuentra la sala del concilio. Los sabios se reunirán en breves, vamos.
Luarha la condujo a través de una suerte de pasarelas y balcones que conectaban los distintos pisos del árbol hasta la misma corona de ramas. Allí, sobre el tronco que se bifurcaba, los quelmana habían construido un salón que parecía balancearse al son del viento. En el porche, desnudo salvo por unas cortinas y abierto a la luz animosa de la mañana, aguardaba Valnir. Hubo un breve saludo y las acompañó a través de una pasarela que trepaba hasta las ramas más altas del árbol. Allí, a contraluz, Viendel pudo distinguir la plataforma circular del concilio.
Caminaron un rato. La Dama se detuvo.
—Ya han llegado todos. Valnir y yo tomaremos nuestros asientos. Cuando te llame, te colocarás en el centro de la circunferencia.
Viendel volvió a escuchar la voz de la Dama al cabo de unos minutos. Inspiró el aire que olía a rosas y subió los peldaños hasta la plataforma de madera. Caminó decidida hasta el centro de la circunferencia. No le hizo falta mirar en derredor para percibir el corro de miradas hostiles que se posaron sobre ella.
Luarha volvió a hablar:
—Viendel, penúltima de los drea'de, señores de Viendanal —dijo la Dama, y su voz era clara como las aguas transparentes que envolvían el islote de Albasthe, profunda como el océano que aguardaba más allá de la playa —, el consejo de los sabios se ha reunido para atender tu advertencia y meditar la honestidad en tus palabras.
Entonces Luarha presentó a los que componían el consejo. Entre ellos estaba Valnir, que le devolvió la sonrisa, y alguna criatura que parecía sacada de un cuento. Cuando pronunció el último nombre, allá donde debería haber un asiento no distinguió más que unos pétalos rosas mecidos por un viento caprichoso. Pero pronto muchas otras flores salieron volando de entre las ramas, y los pétalos se apelmazaron y bailotearon en lo que parecía ser un rostro que sonreía ampliamente.
Hubo un silencio y Luarha volvió a hablar.
—Viendel, dices haber huido de Viendanal, escapado al yugo de Kamura. Traes nuevas sobre los annan y sobre la Corona de los Infieles. Habla y te escucharemos, meu.
<Meu>, Viendel entendía aquella palabra, la había llamado "amiga". Tomó una bocanada de aire y buscó las palabras adecuadas. Diez miradas expectantes descansaban sobre ella.
—Para entender cómo accedí a esta información, primero debo hablaros acerca del destino que sufrió mi gente a manos de Kamura y los annan, de los incontables siglos en cautiverio desde entonces.
>>Kamura asedió Viendanal en el momento de mayor debilidad de mi gente. Nos enfrentábamos al desengaño y a un cisma interno. Kamura nos perdonó la vida solo a unos pocos, más por divertimento que auténtica misericordia.
—Eso no explica por qué nos habíais abandonado —interrumpió uno, su voz cargada de reproche —. Nuestra gente fue masacrada hasta casi la extinción. Ahora, nuestro destino no es otro si no languidecer y desaparecer de este mundo. Si hubieseis detenido a Iggaron a tiempo, tal vez las cosas hubieran acontecido de distinta manera.
—Y sin embargo, el pasado ya no nos pertenece —dijo la Dama —. Empiezo a pensar que nunca lo hizo. Iggaron venía de Viendanal, pero ¿quién de los presentes auxiliaría a los humanos si uno de los nuestros decidiese hacerles la guerra?
Todos meditaron en silencio. El rencor cultivado durante siete mil años no desaparecería de un día para otro, pero quizás, con el tiempo, llegasen a perdonar y a entender.
—Iggaron era un drea'de, es cierto —dijo Viendel —, pero abandonó Viendanal mucho antes de llegar a vuestros bosques, cuando se empezó a desvelar el Sueño. Iggaron necesitaba comprender y sus búsquedas lo llevaron lejos hasta volverlo loco. Concluyó que el mundo debía seguir su curso y la Pesadilla era la mejor forma de garantizar que despertase —hizo una pausa. Los miró a todos con expresión reverente —. Por ello engañó a Nymodel y Alentalle y los persuadió de que atacasen Balaran y se rebelasen. En Balaran se atesoraba la Corona de los Infieles, que en otra época se había utilizado para canalizar la Pesadilla en un recipiente humano. Cuando descubristeis su traición ya era demasiado tarde: la Corona estaba en su poder y vuestro imperio bajo asedio.
—Todo esto lo sabemos —habló una mujer. Parecía una reina tribal, una musa de belleza salvaje —. De hecho, lo sabemos mejor que tú, pues lo hemos vivido hace siete mil años. ¿A dónde pretendes llegar?
—Al final de mi historia, si me lo permitís —la miró fijamente y no se amilanó —. Después de que Iggaron cayese a manos de Alentalle, los quelmana buscasteis por mucho tiempo la Corona de los Infieles sin ningún éxito. Una reliquia de semejante poder y maldad, aún sin un señor que la doblegase para fines más oscuros, era un arma demasiado poderosa como para dejar que acabase en manos de cualquiera. Bien —inspiró un momento. Descubrió que las palabras se le hundían en la garganta; graves, pesadas. Tragó saliva —, después de siete mil años, Kamura la ha encontrado.
Un murmullo de asombro y terror se elevó y desbordó la plaza del concilio. En lo alto del cielo, el sol perdió algo de fuelle y se apagó. Los colores del mundo parecieron desteñirse en gris desencantado.El paisaje que envolvía la sala del concilio se desdibujó en una lluvia de lágrimas.
Entre el tumulto se impuso la voz de Nyrad. Tenía una piel amarilla y sus cabellos verdes entrelazados con frutas y flores también habían perdido su brillo característico. No era una quelmana. Era algo nuevo para Viendanal.
—¿Cómo? ¿Cómo es siquiera posible? El mar tragó el Dere'Ana y todo lo que en él había. La Corona, junto al Ojo de Alentalle, debería estar en lo profundo del océano, si acaso siguen existiendo.
Luarha se llevó una mano al colgante que llevaba al cuello. Palpó la gema como si necesitase cerciorarse de que seguía allí.
—Las aguas son caprichosas —dijo Viendel —, y aunque los nahoks habían perdido su poder sobre el mar, en el mundo todavía quedaban criaturas que exploraban los océanos y moraban en las simas más profundas. El tiempo pasó y la Corona fue de criatura en criatura hasta que llegó a una costa no muy lejana, al este, en I-Naskar, en el Mar Ahogado. Allí la recogería un humano que habría de convertirse en rey. Desde entonces, los reyes de I-Naskar han estado sucediéndose la Corona de generación en generación, ajenos a su oscuro pasado.
Eliag, que era de los pocos que había tratado alguna vez con los humanos, tenía la expresión abatida.
—La Corona ha estado tan cerca todo este tiempo... Y no hemos tenido ojos para verlo porque siempre nos hemos escondido en nuestros bosques —masculló —. ¿Pero cómo es que sabes todo esto?
—No carguéis con más culpas de las necesarias —dijo Viendel. En su rostro se dibujó una sonrisa de triste fisionomía—. El mundo se ha oscurecido más allá de vuestras arboledas, y ya nadie recuerda el Sueño ni cómo soñar. Respecto a tu pregunta, fue un fetch quien se presentó en Viendanal ante Kamura y la obsequió con este conocimiento.
Nadie dijo nada esta vez; los sabios habían enmudecido y sólo tenían palabras para ellos mismos; el viento había cesado y ya no soplaba más entre las ramas; el mar se había callado y ya no le murmuraba secretos a las rocas.
En el silencio impertinente, la voz del bosque sonó como poesía:
—Los fetch están ligados a la Pesadilla tanto o más que el propio Iggaron. Sin nadie que los guíe, ninguno habría podido viajar a Viendanal y negociar con Kamura. Esto nos deja dos opciones —continuó el espíritu, los pétalos bailoteando —: o bien alguien de increíble poder ha conseguido vincular a los fetch a su propia voluntad... o Iggaron ha vuelto.
—Sí —dijo Viendel —. El fetch venía en su nombre. Kamura atacará con premura las tierras de los humanos y reclamará la Corona para sí, y cuando eso suceda, no habrá ninguna diferencia entre la tiranía de Iggaron y la que impondría ella misma.
—Saber es poder, e Iggaron lo sabe mejor que nadie —dijo otro con la voz medrosa —. Me extraña que el fetch le haya regalado información tan a la ligera. ¿Por qué habría de revelarle todas estas cosas?
—Porque si Iggaron vive de nuevo, no tendrá el poder ni los medios todavía para enfrentarse a los humanos y arrebatarles la Corona por sí mismo —dijo Luarha—. Iggaron sabe que Kamura buscará la Corona, y sabe que ella sí tiene el poder para enfrentarse a los humanos y a cualquier otro que se oponga en su camino. Pero Iggaron sabe que una guerra entre humanos y annan será igualmente costosa para ambos lados, y que en ese caos yace su oportunidad de reclamar lo que es suyo.
>>Llevo meses escuchando voces oscuras en el viento que no he sabido identificar hasta ahora. Iggaron está convocando a todos sus agentes; tiene miedo, pero es paciente. Espera el momento oportuno para atacar y recuperar lo que le pertenece. Kamura es solo otro peón que se cree rey, en un juego que se lleva librando durante demasiado tiempo.
Hubo un segundo silencio y todos asintieron concienzudos.
—¿Y cómo conseguiste escapar tú, Viendel? —Inquirió Valnir.
—Otros dos como yo a los que Kamura permitió vivir se sacrificaron para que pudiese huir y hacer llegar el mensaje. Atacaron a Kamura con las últimas fuerzas que les quedaban, aun sabiendo que ello significaría su muerte, y se encerraron en la sala del trono. Todos los annan acudieron desesperados a socorrer a su reina; tanto, que no repararon en mi ausencia hasta mucho tiempo más tarde.
>>Cuando así lo hicieron, debieron intuir nuestros planes porque se lanzaron desesperados en mi persecución. Me alcanzaron varias veces y una casi muero, pero algo me salvó. Cuando llegué a la capital de los humanos, traté de hacerles ver el peligro que enfrentaban, pero no quisieron escucharme. Los annan aún me pisaban los talones y sabía que no encontraría refugio ninguno en tierras de los hombres, así que hui hasta las lindes de este bosque.
>> Si he llegado hasta aquí no ha sido por méritos propios; todo se lo debemos al amigo que duerme entre mis brazos.
Entonces posaron sus miradas en la figura abultada que dormía en su regazo. Viendel levantó un poco la manta para descubrir su cabeza. El búho no despertó ni se movió. Su respiración, al calor del seno de Viendel, era apacible.
—Un búho... —meditó Eliag —. Los búhos son nuestro animal sagrado. Empiezo a sospechar qué es eso que te salvó la vida. Aún después de su sacrificio, los quelmana cantamos que el espíritu de Shia sigue velando por todos nosotros.
—Así es —dijo Luarha —. Debemos interpretarlo como un presagio. Gracias por tu aportación, Viendel —sonrió la Dama. Aunque secuestrado por una fatiga repentina, su tono era solemne —. Hoy, le pregunto yo a los sabios aquí presentes: ¿qué harán sus pueblos ahora que conocemos todo esto? ¿Lucharemos para recuperar la Corona y protegerla de aquellos que la ambicionan, o nos encerraremos en nuestros bosques para desaparecer lentamente?
La pregunta de la Dama los dejó a todos cavilando. Los quelmana clamaban venganza contra Iggaron desde hacía siete mil años, pero hacía mucho tiempo que no luchaban contra nadie y que huían del mundo de fuera; tenían miedo.
Y Viendel percibió aquel miedo más claramente ahora que nunca antes.
—Dama Luarha —murmuró uno —. Enfrentarnos a Kamura y proteger la Corona de los siervos de Iggaron resultaría en nuestra extinción. Perdimos el poder de hacerles frente hace mucho tiempo.
La Dama lo miró largamente; por fuera y por dentro.
—Nuestra extinción es inevitable —dijo Luarha, y en su mirada había una pena y nostalgia como muy pocos podían comprender. Pero ya no hablaba solo para uno, sino para todos —. Y el poder de los quelmana no ha menguado tanto como pudiera parecer. Si no nos enfrentamos a nuestro destino nos condenaremos a rehuir lo inevitable.
Un largo silencio. El viento murmulló entre las flores del gran árbol y a través de los pétalos de Albasthe. La voz del espíritu se confundió con su sonido cuando dijo:
—Las criaturas del bosque defenderemos la Corona con o sin la ayuda de los quelmana.
—Y en el nombre de Aiua —proclamó Luarha —, los quelmana de mis tierras, allende el mar, participarán en esta última guerra.
—Y los quelmana de Nimaf, al norte, se unirán a vos, Dama.
—Si éste es nuestro destino, los quelmana de este bosque nos enfrentaremos a él junto a nuestros hermanos. —Clamó Eliag.
Entonces, la plaza donde se reunían se llenó de muchas otras declaraciones de apoyo, vítores y gritos de lealtad, pero Viendel no supo decir si los quelmana se alegraban o entristecían, y su corazón se sintió contrariado del mismo modo que cuando escuchaba sus hermosas canciones.
Cuando el último de los sabios proclamó su apoyo, Viendel cayó al suelo, las piernas temblando por la emoción contenida, las manos bañadas en el alivio. El búho despertó y revoloteó un momento antes de posarse sobre su hombro y secarle las mejillas con las plumas del ala.
—Parece, Viendel, que la esperanza que habías estado a punto de perder ha renacido —murmuró la Dama, incorporándose de su asiento. Caminó unos pasos hasta que estuvieron lado a lado y la abrazó —. Pero no hay tiempo para celebrar la victoria —volvía a hablar para todos, y todos le devolvieron una mirada confundida —. Viendel, te equivocas al pensar que eres la última de tu especie. De hecho, ya te lo anuncié, aunque no te diste cuenta, cuando inauguré este concilio.
Viendel recordó y entre las lágrimas de sus ojos brilló un punto de exaltación.
<Penúltima de los drea'de...>
La Dama caminó hasta el umbral de la plataforma, allí donde el camino serpenteaba de vuelta al salón, y se volvió; el vestido trazando espirales a su alrededor.
—Necesitaremos el consejo y la guía de Maserez—anunció—. Venna.
—¡Maserez! No imaginé que siguiera vivo —balbució Viendel, embargada por la emoción —. Después de haber abandonado Viendanal y de que el mundo se llenase de tantos peligros...
—Maserez abandonó Viendanal cuando todos los demás prefirieron mirar a otro lado. Sin su consejo y su ayuda, el mundo más allá de vuestros muros hubiese sido muy diferente.
Al cabo escucharon unos pasos apresurados que se acercaban por la pasarela. En el umbral apareció una quelmana que se inclinó hasta casi besar con las rodillas el suelo. Vestía prendas oscuras, militares, pero había una elegancia en ella que le permitiría pasar desapercibida hasta en el salón de una corte.
—Mi señora —dijo la mujer.
—Venna. ¿Has estado presente y vigilando?
—Sí, mi señora.
—¿Has oído lo que aquí se ha discutido?
—Sí, mi señora.
Luarha meditó un instante y le hizo un gesto a la quelmana para que se incorporara.
—Entonces comprendes la gravedad de la situación. Te encargo la tarea de buscar y escoltar a Maserez de vuelta a Alabasthe. Temo que cuando Kamura regrese busque acabar lo que empezó hace tanto tiempo y termine de exterminar a todos los drea'de.
La mujer asintió. Echó un vistazo alrededor antes de continuar.
—¿Dónde puedo hallarlo?
—En los Montes del Receso, al este, en tierras de los humanos. Parte sin demora.
Un atisbo de decepción se abrió paso en las facciones níveas del rostro de la quelmana, pero no protestó. Agachó la cabeza en señal de respeto y desapareció escaleras abajo.
De vuelta en su dormitorio, Viendel se sentó en el alféizar de su ventana a contemplar cómo el sol descendía y se ocultaba detrás de los muchos árboles del bosque. Desde aquella posición, Albasthe parecía un mar de algodones verdes mecido entre un lecho de aguas transparentes y montañas lejanas. El búho, que ya había despertado hacía un buen rato, aleteó hasta la ventana y golpeó el cristal con el pico.
—¿Ya te quieres ir? —sonrió Viendel —. De acuerdo, muy bien.
Abrió los postigos de la ventana y la noche prematura les bostezó un aliento fresco en la cara. El búho apoyó un momento la cabeza sobre la suya antes de desaparecer entre sombras.
Suspiró y cerró los ojos.
Recordaba a Maserez nítidamente. Lo había echado de menos. Le hubiera gustado acompañar a la tal Venna en su busca.
Cerró la ventana y se dejó caer sobre el mullido lecho de la cama.
Estaba aliviada, pero tremendamente cansada. Por fin se había quitado aquel peso de encima. Ahora, el destino del mundo descansaría en más manos que las suyas.
A medida que las sombras se alargaban, la ciudad se volvió a llenar de canciones tristes. No consiguió conciliar el sueño hasta mucho más tarde, cuando los quelmana cantaban "Aquellos que perdimos. Aquellos que perderemos. Aquellos que nos perdemos. Soñemos".
Pero Viendel sabía dequé estaban hechos los dulces sueños.
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