3- Verena

Verena. Nido de Viudas. 19 de junio del 1.223 d.D.

La gota de sangre salpicó y se escurrió desde su pómulo hasta la barbilla, dejando tras de sí un reguero carmesí como una lágrima. Sacó un pañuelo de lino fino, bordado al modo del este, y se limpió la mejilla. Apartó el primer cadáver. Saltó por encima del segundo. Plegó los dos brazos de la ballesta de muñeca y cargó un tercer virote.

—Moroii... llamado un poco la atención, ¿no crees?

El cuello atravesado del segundo inquisidor silbó al compás de sus palabras. Pisó con cuidado de no mancharse las sandalias y lanzó una mirada afilada alrededor. El nigromante se encontraba allí tirado, temblando todavía. En aquellos ojos bulbosos, sumidos en sus cuencas, descubrió un horror atávico que no le era del todo desconocido.

—Has... —la voz le murió en la garganta al brujo. Agachó la mirada. La sangre le devolvió un reflejo distorsionado del terror de su propio rostro. Algo atrajo su atención a la derecha que enmudeció.

—He matado a estos dos inquisidores, sí —Verena vistió una sonrisa perfecta y se bajó la manga del vestido. Casi pudo sentir cómo se le hinchaba el pecho por el ego contenido —. Y te he salvado la vida. Levántate y recomponte, tenemos prisa.

El brujo volvió a mirar a la derecha, hacia el arcón. Pasó un segundo. Dos.

—Muy bien —dijo al fin. Se incorporó con un quejido y recogió los trastos que se le habían saltado con la caída.

Verena apenas se movió. Después de meses de correspondencia e intrigas compartidas mentiría si dijera que no se esperaba algo más del nigromante. Ahora lo miraba y veía poco más que un anciano, gris y añejo, quebradizo como una porcelana vieja y olvidada al fondo del cajón. Se mordió la lengua; no era piedad a lo que le sabía la boca. Era... decepción.

Sí.

Sus ojos lo resiguieron y supervisaron durante algún rato más. Entonces, de pronto, se percató de que el brujo despegaba los labios secos como para decir algo.

—Quizás haya revelado vuestra identidad por error —la voz le tembló lo justo para que Verena lo advirtiera —. A una de las camareras, antes, al entrar. Pregunté por vuestro nombre —Moroii lanzó una mirada significativa al cadáver que todavía sangraba —. Podrán relacionarnos.

Los labios de Verena temblaron como los morros de un perro justo antes de morder. Pero no hubo ladridos, solo una risa larga y burlona.

—¿Sabes quién financia la manutención de esta posada? ¿Sabes quién compró la mayor parte de estas tierras para entregárselas a las viudas de los campesinos? En esta aldea podría matar al rey, y a nadie se le ocurriría señalarme con el dedo.

Se arrepintió al momento de utilizar aquella expresión y confió en que Moroii no fuese la mitad de suspicaz de lo que aparentaba en su correspondencia. Hizo un ademán con el brazo para que la siguiese de vuelta por el pasillo hasta el comedor principal.

—Mirian —llamó a la posadera. La voz de Verena sonó casi como un siseo. No hizo falta que se abriese camino a empujones hasta la barra para que los que bebían y reían se hiciesen a un lado —. Limpiad el caos y esconded el cadáver de los inquisidores. Haced correr el rumor de que un mercenario llegó anoche al pueblo y que esta mañana, de resaca todavía, disparó a matar al primero que se encontró.

Una mujer alta, robusta y de porte serio apareció al otro lado. El cabello rubio le caía como una trenza sobre un hombro más hinchado que el otro. Inclinó un momento la cabeza, pero no dijo nada. Desapareció en un silencio reverente.

—¿Tu caballo?

—En el establo, con los demás. —Respondió Moroii, apenas dejando entrever una sonrisa de espantapájaros.

—He venido en carroza y con escolta —dijo ella —. El camino a Palacio lo tendrás que hacer por tu cuenta. En la capital son muchos los ojos que me espían, y no quisiera que me relacionasen contigo tan pronto.

Asintió y la siguió por las escaleras hasta la alcoba. Allí recorrieron un entramado de pequeños pasillos hasta llegar a un cuartucho estrecho y sin ventanas. Verena pasó primero y Moroii después. Cuando estuvo sentado corrió el cerrojo y apuntaló la puerta. El aire, como la oscuridad, era espeso.

—¿Con cuántos otros te has reunido aquí antes?

—¿Perdón?

Moroii no repitió la pregunta; arqueó una ceja y dejó el desafío en el aire. Verena torció el morro y apretó los ojos.

—Pudiera parecer que mi vida se reduce a conspirar y malversar —comenzó Verena. El titileo de unas ascuas acompañó sus palabras —. Pero la verdad es que no. Nuestra asociación no es más que una alianza de conveniencias —la cerilla prendió y arrojó una luz que remarcó el cinismo de su expresión —. Mi intención no es usarte y tirarte como un juguete roto.

En su mano la cerilla se paseó en círculos, prendiendo varias velas. Otra mirada del brujo a su derecha. Un tenue silencio cayó alrededor, pero esta vez Moroii no permitió que el vacío adquiriese pensamiento propio y dijo:

—Te creo —la miró fijamente. Esta vez no vaciló —. Y ahora, hablemos de negocios.

—Sí, negocios —Verena entrelazó ambas manos y se inclinó hacia adelante en un ademán "conciliador" —. Ambos buscamos el mismo trofeo aunque metas distintas. Influencia. Reconocimiento. Poder. Todo esto puedo procurártelo, y aunque por el momento invertir en tu ascenso es una empresa arriesgada, estoy convencida de que, llegado el día, podrás devolverme el favor en la misma medida.

—Retroalimentación.

Verena asintió distraídamente.

—Puedo hacerte consejero de hechicería. El que hay ahora es un viejo ermitaño que apenas abandona su propio estudio. Habrá que matarlo, aunque no de inmediato. Te diría que primero te labrases un nombre entre la plebe de la ciudad. Los trámites podré apañarlos yo entre bastidores.

—Consejero de hechicería —una sonrisa de prestidigitador se ensanchó en el rostro Moroii —. Claro, con ello ganarías un apoyo más en el Consejo Real y tu propia influencia se vería reforzada. Ya veo... —la sonrisa se expandió de oreja a oreja y momentos después se apagó.

<Bien> pensó Verena <ha mordido el anzuelo>.

—Tú mismo lo has dicho: retroalimentación —Verena se encogió de hombros y le devolvió una sutil sonrisa —. Necesitarás impresionar a la mugre de la ciudad; no será difícil, imagino. Quizás el reto resida en encontrar un equilibrio entre el asombro y el miedo. Pero también deberás empezar a dejarte ver con gente de apellidos más importantes. Por eso te hospedarás en la posada del Petirrojo Cantor, de las más caras del reino.

—Llevará su tiempo lo que propones.

—Sí —concedió Verena —, y con los fanáticos de la Iglesia pregonando en cada plaza y esquina, tu labor será incluso más delicada de lo que piensas. Pero tenemos tiempo y el gobierno del reino es débil por ahora. Si somos listos, saldremos victoriosos.

Un viento frío envolvió a Verena y sintió como si alguna fuerza divina la estuviese juzgando. Se levantó, pero no dijo nada.

—Partiré ya a la capital. Quizás tú debieras esperar hasta el amanecer —se giró, abrió la puerta y se quedó frente a su umbral unos instantes —. Mañana a medianoche te veré en el Petirrojo Cantor y concretaremos más detalles.

Moroii también se incorporó y describió una elegante reverencia.

—Hasta entonces pues. Me habéis sorprendido, joven dama, aunque he de reconocer que os imaginaba más... comedida.

Verena advirtió la picardía en su comentario y no se mordió la lengua, aunque tampoco se sintió ofendida.

—Yo te imaginaba algo más suficiente.

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Aquella noche la estrella roja brillaba con inusitada fuerza, derramando su luz carmesí sobre el carruaje de Verena. Hacía dos horas que el Sol se había ahogado en el mar de trigo del horizonte, hacia el Este, rumbo a la capital. Salvo por aquel detalle, ominoso para quienes sabían interpretar los presagios, la noche se presentaba tranquila y silenciosa, y ni siquiera el traqueteo de las ruedas contra la calzada conseguía incomodar a la joven noble.

—Sácatelo.

La sombra sentada frente a ella se desnudó el abdomen. Los ojos de Verena buscaron a tientas algo a lo que asirse. Se mordisqueó el labio, frustrada.

—Acércate a la luz.

La sombra permaneció impasible y por un momento se confundió con la misma pared aterciopelada del coche. Entonces, lentamente y con la elegancia de un cisne, se arrastró por el asiento hasta el vidrio de las ventanas.

Los ojos de Verena, desesperados, se agarraron a la curva de los senos que delineaban la luz de los astros. La piel de la joven era fina, tersa y pálida. Su rostro ensombrecido apenas revelaba una sonrisa de labios carnosos pintados de rojo cereza.

—Ven.

La mujer inclinó la cabeza y la luz que todo lo bañaba iluminó también su rostro. Sus facciones eran suaves y cuidadas, deliberadamente hermosas de la manera en que un pintor le imprime significado a cada pincelada de su obra.

Ambas miradas se encontraron y cada una contó su historia. Pero entonces también quisieron los labios pronunciarse, y los besos no tardaron en desbordar el silencio de la noche.

Las entrañas de Verena dejaron escapar un murmullo. Entornó los ojos y se retorció en su asiento.

—Shara...

No hubo pausa o freno; no, al menos, hasta que la Luna estuvo en lo alto. Entonces todo se detuvo y Shara se apartó y escondió su desnudez tras el brocado de las cortinillas. Verena tardó algún tiempo en despertar del violento trance. Cuando se volvió para exigir una explicación la miró con los ojos desquiciados.

—Vuelve —sollozó, su voz agrietada por la sed y el hambre —. No hemos acabado.

Los astros se oscurecieron, emborronando la sonrisa de su amante.

—¿Qué has hablado con Moroii? —inquirió Shara en respuesta, y deslizó ligeramente la cortinilla para mostrar algo más de carne. Una ceja arqueada se sumó a la coreografía del hechizo.

Entonces, durante escasos segundos, la mirada de Verena recuperó su voltaje y en sus ojos relampagueó un punto de suspicacia; pero el hechizo era poderoso ahora, y aunque el ingenio de la noble susurraba precaución, su piel chillaba desenfreno.

Y habló, con un murmullo; como si desvelarle su secreto a Shara fuese el éxtasis absoluto.

—Partirá con la primera luz del día a la capital. Allí se alojará en el Petirrojo Cantor; nos citaremos esa misma noche —hizo una pausa. Se dio cuenta de que el corazón le martilleaba en el cuello. Tragó saliva —. Quiero convertirlo en el nuevo consejero de Hechicería.

—Así que continuarás con tu venganza —contempló Shara —. ¿En qué te beneficia su presencia, querida mía? Podría llegar a ser un incordio, ¿no crees?

—Qué sabrás tú de política —siseó Verena, arrancándole la cortinilla de las manos, exponiendo la desnudez de Shara a la luz de las tres lunas —. Sólo eres una ramera.

Shara apartó ligeramente el rostro. El hechizo moría, pero la noche todavía era joven; no había necesidad de forzar las palabras de la noble. Hizo el amago de volver a por más.

—Yo... —dijo Verena, y levantó una mano blanca, bendecida por el pecado — necesito descansar. Vístete, por favor, y que nadie me moleste hasta que salga el sol.

Ninguna dijo nada más. Verena se giró entonces y desapareció por la puerta a sus espaldas, que conducía a un cuartucho del carruaje con espacio justo para una cama. Corrió la cortinilla del ojo de buey y dejó que las plumas del colchón abrazasen su figura con el cariño que una prostituta jamás podría darle. Un cariño que había muerto con sus padres.

<Mis padres>.

Aquel día no había podido llorarlos a la hora que acostumbraba, pero en su lugar halló algo que no había experimentado hasta entonces: apatía y nada. Las lágrimas, que habían sido muchas, ya no acudían a sus ojos.

Enterró la cabeza bajo la manta de piel ycomprendió en silencio que su corazón se pudría poco a poco.    

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