3- Venna
Venna. I-Naskar, Montes del Receso. Última quincena de julio del 1.223 d.D. (esa misma noche).
El cristal rompió y una sombra entró por la ventana abalanzándose. El arco voló en las manos de Venna a una velocidad que hizo pestañear a la noche. Pero la sombra también era rápida y tumbó la primera mesa que encontró en su camino. Soltó la cuerda sin demora. La flecha silbó y se clavó en el veteado de la madera.
Hinchó el pecho, cogió carrerilla y saltó por encima de la mesa. El hombre desenfundó su daga y describió un arco sobre su cabeza. La madera del arco soltó un suspiro y se disparó. Sí, era rápido, pero no más rápido que ella.
Una salpicadura de sangre. El cuerpo cayó con todo su peso y la cabeza se abrió como un huevo roto.
Cargó otra flecha y sintió cómo el mundo se desfiguraba a su alrededor en la misma manera que las malas acuarelas de un cuadro. Volvió a centrarse: Maserez permanecía junto al fuego extinto, de pie, las manos relajadas sobre el respaldo de la silla, la mirada descansando en el cadáver a sus pies.
—No han podido seguirme a mí —dijo Venna —. Evité todos los caminos. Ya era de noche cuando tomé la ruta a esta posada.
—No están aquí por ti —respondió Maserez con una voz pausada —. Están aquí por el chico.
Venna lanzó una mirada hacia las escaleras y la urgencia se dibujó en su rostro al no descubrir nada salvo tinieblas. Entonces Maserez hizo un leve gesto en dirección a la cocina, donde se escucharon pisadas nerviosas. Apretó la cuerda del arco y la aflojó con un suspiro que la dejó desinflada.
Era el anciano, acompañado por el chico y una mujer. Había sangre en su espada.
—Hemos abatido otro en la cocina —jadeó el caballero. Venna se fijó en que la mujer a su lado blandía una sartén de hierro y le temblaba el pulso —. Tenemos que irnos. ¡A los establos, rápido!
Un silenció huérfano cayó alrededor. Luchó por sobrevivir apenas unos segundos, hasta que la orquesta de la noche retomó los acordes del segundo acto. Éstos tenían una sonoridad distinta, un ritmo que se manifestaba en la quietud, en el murmullo de la madera al recibir a la bota, en la lenta cadencia que marcaban los pasos a hurtadillas al otro lado de la puerta del comedor.
Venna tensó el arco y a los que la contemplaban les pareció que la flecha aparecía sola en sus manos. Esperó un segundo. Dos.
—¡Corred! —dijo entre dientes.
Dharil asintió, diligente, y se adelantó para liderar a los otros a través de la cocina. Venna dirigió la punta de flecha hacia la puerta todavía cerrada y los miró de soslayo con una chispa en los ojos.
No podía fallar.
<Demelia...>
La puerta se abrió con un golpe que hizo pestañear a la noche. El empujón del viento despeinó la melena castaña y sacudió las prendas sueltas del vestido, pero la flecha no le importó y halló igualmente su camino a través de la oscuridad en el cuello desnudo de otro asesino.
La sangre saltó y el cuerpo cayó contra la pared a sus espaldas.
No le dio tiempo a cargar otra flecha. Una segunda figura sorteó el cadáver y se abalanzó contra ella. Desvió la primera estocada con un elegante golpe de arco y aprovechó la inercia del asaltante para desenvainar su propia cimitarra y herirle en un costado.
Cayó sobre sus rodillas y soltó un grito atroz.
—¿Quién os envía? —Venna lo tomó del cuello y lo levantó unos palmos del suelo tiznado de rojo. Era más alta que él. Era más bella que él. Era más feroz que un lobo hambriento en la medianoche.
El coraje del hombre se disolvió en odio. El odio se diluyó en miedo. Tartamudeó:
—¿Qué eres?
Venna apretó los ojos pero no tuvo tiempo para contestar. Más pasos sonaron por el pasillo y en el piso de arriba, y escuchó el repiqueteo lejano del metal contra el metal y cristales que se rompían.
—Una lágrima —dijo al final —. Y tú, solo sangre.
El músculo del brazo se contrajo y el puño ahogó la garganta y lanzó al hombre contra la puerta del comedor, derribando a la tercera figura que se advertía tras su umbral. Cargó otra flecha y echó a correr hacia la cocina, deslizándose de un salto sobre la barra por la puerta entreabierta y acertando en la figura envestida de negro que forcejeaba con el anciano.
Dharil se limpió el sudor de la frente con un ademán cansado.
—Están por todas partes —dijo Venna. Ella también notaba como le empezaban a fallar las fuerzas —. No llegaremos muy lejos a caballo.
Pero Dharil cabeceó en respuesta.
—Aquí estamos expuestos. Una leve chispa bastaría para reducir la casa a cenizas y escombros.
Era cierto. Cuando hacía apenas unas horas había llegado le había parecido que el más mínimo soplo del viento podría derribar la casa en cualquier momento. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal con tan solo pensarlo.
—No perdamos más tiempo entonces.
Se acordó de Nime'dar. Los demás apuraron el paso a través de la cocina por una puerta que daba a una sala a oscuras. Venna se apresuró tras ellos y la apuntaló con lo primero que encontró. Continuaron por un pasillo estrecho y combado y empujaron el último torno que se abría a los establos.
El portalón del establo seguía cerrado, aunque la luz de las estrellas y las tres lunas se filtraba desde el exterior.
<Bien>.
La mujer corrió a abrir las caballerizas y se subió de un salto a su yegua de toda la vida. Dharil tomó un semental blanco y recio y se montó con algo más de esfuerzo. Eren se montó a un corcel más pequeño y le tendió una mano a Maserez, tan solo una cabeza más bajo que él.
Escucharon golpes atrás, en la sala que había apuntalado. Preparó una flecha y se deslizó entre los caballos hasta el portalón del establo. Apenas una barra de hierro sellaba el acceso y mantenía unidas ambas hojas. Tiró de ella hacia un lado y empujó.
La noche se les reveló en toda su belleza.
—Por el terraplén —guio Dharil —. Venna, ¿tu caballo?
Un relincho se elevó en respuesta. El sonido de unos cascos al galope despejó toda preocupación previa de la quelmana. Nime'dar apareció al cabo de unos segundos, cabalgando a la luz de Demelia.
—Meu.
Un salto, una acrobacia. Cuando los demás volvieron a ver ya estaba a lomos de Nime'dar. Y Nime'dar, como Venna, destacaba por sobre todos los demás miembros de la compañía, más negro que la noche más oscura.
Una voz rasgó la quietud de los astros.
—¡Se escapan! ¡A los caballos!
Los cinco azuzaron a sus caballos y los pusieron al trote mientras remontaban la empinada ladera del acantilado. Escucharon más relinchos a lo lejos pero no se detuvieron a mirar atrás. Solo Venna, que giró sobre sí misma y tensó el arco para abatir al primero de ellos.
Falló. El hombre en su caballo también disparó su ballesta y el virote pasó rozándole la cara.
—Venda —imploró a Nime'dar. La voz que había sido frágil y hechizante sucumbía ahora al desaliento, una mofa a su gracia primaveral. El caballo lo notó y obedeció, claro.
Las patas poderosas se apuraron y arrancaron mechones de hierba en su desenfrenada carrera. Alcanzó al caballo donde cabalgaba Maserez y se mantuvo a su par.
—Son siete por lo menos —dijo Venna —. Necesitaremos despistarlos de alguna forma.
Una luz se encendió a sus espaldas.
—¡Están quemando la posada! —gritó la mujer, adelantándose a Venna. Su voz era un contrapunto de frustración e ira, las lágrimas le saltaron —. ¡Están quemándolo todo!
Dharil apuró a su semental y torció a la izquierda. El acantilado atrás, todo lo que quedaba frente a ellos era subida, abrupta e irregular, a través de las faldas desnudas de los Montes del Receso.
Los demás lo siguieron. Venna miró por encima del hombro y descubrió que los siete jinetes se les acercaban. Sus voces atronaron en la distancia, acompasándose a la frenética banda sonora de la noche.
Extrajo una flecha del carcaj, tensó el arco y disparó. Apenas se escuchó el silbido en la noche. Volvió a fallar.
En la distancia los asaltantes respondieron con una andanada de virotes. Las saetas vibraron sobre sus cabezas un segundo antes de errar y clavarse en el suelo.
—Venda —suplicó de nuevo. Nime'dar apuró todavía más y alcanzó al anciano.
—No estamos muy lejos del camino que sube al valle —dijo Dharil —. Hay un paso estrecho y más allá un bosque en el que podréis despistarlos.
<Podréis —captó el matiz, comprendiendo al instante —. No va a venir>
—¿Después de ahí, hasta dónde?
Las ballestas se accionaron y los virotes volaron en la oscuridad y fallaron por muy poco.
—Al norte, siempre al norte —jadeó el anciano. La voz apenas si la escuchó, cansada como estaba —. Id a Erbun, en Vendal. Allí podréis tomar un barco hasta la tierra de los magos.
Le lanzó una pequeña bolsa que Venna cogió al vuelo.
—¿Qué es esto?
—Dinero, sirve para conseguir cosas. Dádselo a Myrtha cuando acabe todo y que administre ella los pagos.
Venna asintió y le devolvió una mirada de brillante nobleza. Dharil asintió a su vez, ensoberbecido por la solemnidad de su juramento, y apuró todavía más a su semental a través del descampado hasta los primeros indicios de camino.
Tomaron y resiguieron el pobre empedrado hasta un recodo donde las paredes de la ladera se cerraban y dibujaban dos muros a ambos lados del reguero. Más virotes aullaron al son del viento y se clavaron por encima de sus cabezas. Venna se volvió: estaban ya muy cerca, la próxima ronda no fallarían ningún tiro.
—Cuídalos por mí —murmuró Dharil. Aún entre el tumulto distinguió su voz claramente antes de detenerse en seco.
Miró atrás y vio al anciano desenvainar la espada y tirar del caballo hasta el medio y medio del camino. Por encima de su cabeza discernió las sombras superpuestas de los siete jinetes, cada vez más cerca de él.
Los demás, salvo Maserez, tardaron un rato en percatarse de su ausencia. El primero fue el chico, que preguntó con una voz tomada por el horror.
—¿Y Dharil?
Venna le respondió con un pestañeo. El chico desencajó la expresión y quiso mirar por encima del hombro. Venna se lo impidió.
—Habrá tiempo para lamentarse —dijo simplemente. Escuchó el repiqueteo del metal contra el metal muy atrás a sus espaldas. Un caballo bramó de dolor en la noche.
—Venda. Venda. Venda.
El camino se desfiguró a su alrededor y las paredes que lo flanqueaban se abrieron a un valle natural entre el primer monte y el siguiente. Allí estaba el bosque, insondable. Aunque los siguiesen hasta allí, pensó Venna, bien podría ella encargarse de los siete mientras saltaba de rama en rama.
La tensión se diluyó un poco.
—Conozco este bosque —dijo Myrta. Su voz era neutra. Ya no había miedo en ella, ni pena, ni confusión. Ya no había nada en ella salvo cansancio —. Vengo aquí muchas veces a recoger mis setas.
Venna asintió y dejó que se adelantase.
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El virote silbó y alcanzó al caballo blanco en un costado que se pintó de rojo. Dharil cayó al suelo y luchó contra la emoción tanto como contra el cansancio. El dolor lo asfixiaba y el corazón le latía en la garganta, emborronando el mundo en torno a él.
Peleó por levantarse y alzó la espada para librar el que sería su último combate. No se arrepintió: proteger a Maserez había sido su juramento. Su vida había sido larga y dichosa a su vera como el último de los caballeros de los Hijos de Huriel. Gustoso daría su vida por cualquiera de ellos.
Otro virote silbó en las tinieblas y se le clavó en la armadura del hombro. Dos jinetes pasaron a su lado y continuaron la carrera. Intentó levantar la espada hacia el tercero y abatirlo, pero el metal de otra hoja recibió al embate y saltaron chispas. Tres más pasaron a su lado y lo ignoraron.
El sexto y el séptimo se detuvieron. Este último desmontó y desenvainó un juego de dagas.
Unos ojos grises como la ceniza lo observaron como juzgando.
—Vaya. Un caballero, parece —caminó pavoneándose hasta el anciano. Guante de Plata se movía con la seguridad del que se sabe vencedor de antemano —. No me esperaba tanta resistencia por vuestra parte. Un caballero —repitió y rio —. Un caballero para proteger a un bastardo. Mis muchachos lo perseguirán hasta el infierno si hace falta. Tu sacrificio es en vano.
Dharil respondió con una finta ensayada. La espada se movió en sus manos y danzó buscando la carne del desprevenido idiota.
Guante de Plata apenas se movió un paso y esquivó su trayectoria.
—¿De verdad? —sonrió, contrariado. La daga siseó y se clavó entre las costillas del anciano.
Dharil cayó de rodillas con un suspiro.
—¿De verdad morirías por un bastardo? —repitió, mirándolo ahora con algo que se podría confundir con pena.
El anciano levantó la mirada y soltó una risa sin pizca de gracia. Los ojos menudos y enterrados en lo profundo de sus cuencas se encontraron con la mirada gris y descastada de Guante de Plata. No había temor en ellos, sólo alivio y determinación.
—Por un bastardo no. Por el Sueño.
Guante de Plata arrugó una ceja y remató alpobre loco.
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