3- Guante de Plata
El bosque se paró frente a él como un muro y exhaló un suspiro frío y pendenciero que le peinó la cara.
—El camino es confuso algunos metros más allá —informó Marow en un jadeo. Volvía del bosque, tirando con desgana de su caballo —. Hemos perdido su rastro y aunque he llamado tampoco encuentro a Thris, Nann y Velvet. Este lugar está maldito.
Guante de Plata volvió a desmontar y caminó hasta el primer sauce. Allí, entre sus raíces, enterró la mano enguantada y extrajo una pequeña seta de aspecto lechoso. Se la acercó a la nariz para comprobar el olor.
—¿A qué olía la posada? —le preguntó a Marow, la voz desnuda de cualquier emoción.
Marow disparó una ceja y también él enterró la mirada entre las raíces. Contestaron sus tripas antes que sus labios:
—Estofado de setas. Ya veo...
Guante de Plata se incorporó y dejó resbalar el vegetal de vuelta al suelo. Miró más allá con los ojos grises convertidos en dos ranuras y descubrió que cada árbol albergaba entre sus raíces otras tantas. Una leve tensión asomó a los labios carnosos.
—"Aliento de Botallia" —murmuró mientras caía la seta —. Conocen este bosque, y son pocos; nos será difícil dar con ellos.
Marow se volvió hacia el bosque. La oscuridad era densa y ya no se escuchaba ningún ruido salvo un eco lejano y acolchado por la hojarasca. Sí había encontrado a Thris, Nann y Velvet, los tres mejores asesinos de Guante de Plata. Los había abatido a traición mientras intentaban recuperar el rastro del bastardo. El Enjuto ya le podía pagar bien por aquello.
—¿Ha dicho algo el viejo?
Guante de Plata cabeceó con suavidad mientras se montaba de nuevo.
—No diría nada y tampoco tenía tiempo para torturarlo —ciñó las riendas y le devolvió una sonrisa ambigua —. Que tus dos hombres rodeen el bosque hasta el otro lado. Nosotros dos nos aventuraremos unos cuantos metros y prenderemos un fuego; no tendrán más opción que salir.
Marow no respondió de inmediato, pero cuando lo hizo su voz sonó afilada como un cuchillo.
—Me temo que no.
Guante de Plata tiró de las riendas y se paró en seco. La expresión de su rostro se relajó hasta reflejar la misma emoción que la de una roca. Marow conocía aquella cara.
—¿Cómo dices?
Marow desenfundó su espada. Los dos jinetes que lo acompañaban, sus dos hombres, hicieron lo mismo con un puñal y una ballesta.
Guante de Plata rio.
—Así que eras tú, después de todo —el dedo apuntó a Marow, arrogante y despreocupado —. Tú, el que me traicionó. Tú, el que has colaborado con la rata del Enjuto todo este tiempo. Tú, el que morirá hoy. ¿Y has arrastrado a tus hombres también a esta locura?
—Si Marow hereda tu puesto, todo será beneficios para los que le fuimos fieles —replicó el de la ballesta, retrocediendo a su corcel un par de pasos. Marow se adelantó otro tanto, el de los puñales junto a él.
Guante de Plata desenvainó una espada que respondió reflejando la luz plateada de los astros.
—¿Quién será el primero? —preguntó ahora muy serio.
La ballesta se disparó. El virote hendió el aire un segundo antes de trastabillar con el filo incólume de la espada y desviarse. Con la otra mano Guante de Plata arrojó una daga que rodó en el aire hasta el cuello del tirador. Los ojos corretearon hasta Marow. La diestra se alzó, bloqueando el filo de la otra espada con el suyo propio.
Unas chispas alumbraron las arrugas de su expresión.
—¿Te rindes? —masculló Marow en tanto que duraba el forcejeo.
Guante de Plata no contestó, jamás caería en una artimaña tan trivial como aquella;si quería distraerlo, lo que consiguió fue lo contrario. Sus instintos se aceleraron y los ojos grises buscaron a la tercera figura: el músculo del brazo empujó rechazando la hoja y describió un arco que abrió una muescaen el pecho del hombre.
Cayó con un sonido seco. Marow se había salvado de la hoja por un suspiro.
—Vas a morir hoy, lo sabes, ¿verdad? —inquirió Guante de Plata. Marow tragó saliva y se esforzó por disimular la tensión de sus hombros —. Aun así, enhorabuena: alcanzar al bastardo después de esto me retrasará unos cuantos días.
Las hojas volvieron a encontrarse. Unas chispas saltaron y se apagaron en la noche. Otra estocada, otro choque, más chispas. Marow desenfundó un puñal que alcanzó al caballo de Guante de Plata en la garganta. Pronto, el animal se derrumbó sobre sí mismo en una cascada carmesí de emociones.
Lanzó otra daga que Guante de Plata atrapó y devolvió con la habilidad de un prestidigitador. El metal penetró el cuero del antebrazo abriendo una herida hasta el otro lado.
Aulló de dolor.
—Me esperaba más del que se dice es el segundo mejor asesino de todo el reino —comentó Guante de Plata. Al contrario que Marow, él estaba seguro de su victoria, lo había estado todo el tiempo. Si le hablaba, si le hacía mofa, no era para distraerlo, si no para satisfacer su propio orgullo.
Marow se acuclilló sobre la silla de montar con la expresión deformada por el dolor y el odio. Fue rápido, pero Guante de Plata se había esperado un ataque como aquel desde el mismo momento en que había caído al suelo. Un salto al vacío. La espada de Guante de Plata le dio la bienvenida, atravesándole las costillas por un margen irrisorio.
Marow exhaló, perdió el equilibrio y cayó a un lado.
—Sí, me esperaba más —insistió, limpiando ya la sangre de su hoja. Entonces, aún desde el suelo, Marow desenterró el puñal de su antebrazo y se lo devolvió a Guante de Plata con la misma rabia eléctrica de un relámpago.
El filo perforó el cuero de su mano enguantada, abriendo un agujero en el guante de plata hasta el otro lado.
<De no haber reaccionado a tiempo, esa hoja me habría atravesado el corazón>
—Me temo que tampoco podrás usar esa mano en algún tiempo —murmuró Marow, y no supo si reía o lloraba. La sangre de su costado se había derramado embebiendo la tierra seca hasta casi sus botas.
—Mírate —desencajó el puñal de su mano y lo tiró al suelo —. El viejo al menos murió con honor, ¿pero tú? Tú mueres como una rata.
Marow soltó un quejido y le mantuvo la mirada hasta que no pudo mirar nada más. Entonces Guante de Plata se volvió y recogió sus pertenencias de entre las alforjas del caballo también desangrado. Algo se iluminó en el interior de la bolsa.
Un espejo de mano.
Sabía lo que significaba y ahora sí se alarmó. Peinándose las cejas y el sudor, caminó unos pasos hasta que los cadáveres desaparecieron de su vista. Poco a poco, el cristal reflejó el semblante pétreo de una mujer. Los ojos rielaban.
—Guante de Plata —llamó la voz a través del espejo.
—Phalla... —Guante de Plata inclinó la cabeza como pudo —. ¿Me requerís?
La imagen parpadeó. Le pareció que la máscara lo observaba de pronto crispada.
—Sí —la voz dura, los ojos intrusivos —. Detén la búsqueda del bastardo. Repliega a tus hombres. Alguien mucho más importante viaja con ellos y no me conviene su muerte en ninguno de los casos.
Guante de Plata asintió, se mordió la lengua y mantuvo el tipo como pudo. No hizo preguntas, tampoco añadió nada más. El reflejo se desveló tan rápido como había surgido. Cuando acabó, corrió de vuelta hasta los cadáveres y apaleó a Marow y sus hombres hasta que le fallaron las fuerzas, hasta que se descubrió jadeando por el esfuerzo.
—¡MIERDA!
La voz le desgarró la garganta, entonces se dejó caer de rodillas. Había perdido a sus hombres más cercanos. Había perdido al bastardo. Había perdido la promesa de ser rico incluso por encima de muchos nobles. Había perdido.
Lanzó un último vistazo al bosque. De nuevo, un muro que exhaló un suspiro frío y pendenciero que le peinó la cara. Le escupió a los árboles, a los arbustos y a todas sus condenadas setas antes de esprintar y montar la silla del caballo de Marow.
—¿Y ahora, a dónde? —se preguntó en alto. Era de noche, hacía frío y tenía hambre. Tampoco podía volver a Guarda; todos habrían visto la posada de la furcia arder en la distancia, quizás incluso se hubiesen acercado el alguacil y sus hombres.
Entornó los ojos. Si Marow trabajaba para el Enjuto, si éste era consciente de su búsqueda, entonces también era solo cuestión de tiempo que llegase un contingente de la guarnición de la capital. Les sería demasiado fácil seguir el rastro desde la posada hasta aquel bosque mil veces maldito.
—¡Arre! —lo golpeó con la hebilla de sus botas, poniéndolo en marcha bordeando el bosque por la izquierda —. ¡Riá! ¡Riá!
El sudor se confundió con la primera lágrima quelloraba en mucho tiempo.
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