3- Adrilia


Era de noche y el viento había enmudecido hacía horas. Le pareció que el silencio de las nubes adquiría un significado repentino que sólo ella podía intuir, y se inquietó. En sus cuencas, los ojos descastados miraron a su alrededor en busca de respuestas: su gente había terminado de establecerse entre las ruinas; algunos intercambiaban murmullos en las esquinas, pero la mayoría permanecía en un silencio contemplativo, admirando la belleza de aquel cielo ganado con tanto dolor.

Como un susurro, la voz de Cuniven, tendida a su vera, la arrancó de su ensimismamiento:

—Le habéis proporcionado un hogar y un propósito a vuestra gente, Adrilia. Descansad vuestra mente, desoíd la urgencia de vuestros pensamientos. Os merecéis un suspiro.

Adrilia ladeó la cabeza en dirección a la voz y frunció los labios con disgusto.

—No. Esta ciudad no es un hogar para nadie —dijo, y su voz sonó hueca —. El propósito que creen perseguir es falso y estéril. El nigromante y sus secuaces buscan su propio beneficio, solo somos una cómoda herramienta.

—Y sin embargo, lord Selnalla confía tanto en vos como para encargaros la tarea del asedio —respondió Cuniven, y su voz no vaciló. Incorporándose, se encaró ahora a su princesa y señora —. Adrilia, hemos vivido milenios condenados a la sombra y la locura, la Pesadilla nos ha hecho amargos y desconfiados. Pero... ¿y si nuestro destino está con los nigromantes? Serían aliados muy poderosos...

—El poder no lo legitima todo, Cuniven.

Entonces, por primera vez en la noche, el viento respondió y arrastró el eco amortiguado de unos pasos vacilantes. Una luz suave apareció en la fachada del campanario y estampó las sombras de varios hombres que se acercaban por la avenida. Y una voz sonó en la quietud de la plaza, como el siseo del cascabel de una serpiente.

—Adrilia.

Las sombras se deformaron y agrandaron. Doblando la esquina de la calle emergió Araya con su séquito personal, toda ella vestida de negro; la cabeza alta, soberbia y rapada sobresaliendo por sobre las demás figuras, enjutas pero no menos oscuras.

Observó a la nigromante un momento desde la distancia y entonces salió a su encuentro.

—Araya, no esperaba visita. ¿Qué sucede?

Los ojos de la mujer relampaguearon un momento y se apagaron. La vela que llevaba en una mano titiló y arrastró la sombra de unas arrugas en su rostro que hasta entonces no había advertido.

—Selnalla partirá al amanecer y quiere despedirse antes de vos.

No esperaba una partida tan pronta del nigromante. Esta vez no pudo disimular el pesar de su corazón y la miró un momento sin comprender. El bosquejo de una sonrisa asomó a los labios de Araya, pero era una sonrisa malherida, picada en su orgullo. Y Adrilia sabía muy bien por qué.

—Conducidme ante él, pues.

No necesitaron mediar más palabras. Bastó un gesto de la mujer para que el séquito se pusiera en marcha de vuelta por donde habían venido. Entonces, Araya hizo un gesto y se colocó a la cabeza, y Adrilia junto a ella, y a los que miraron les pareció que lideraban una marcha fúnebre a lo largo de la desolada avenida. Pero más allá, la calle se curvaba y ascendía, y había allí una torre aún más alta que el campanario, donde los muertos se contaban por centenares.

Araya señaló algo a los pies de la torre y se hizo a un lado. Adrilia afiló la mirada hasta que sus ojos no fueron más que dos ranuras en las tinieblas y allí, a sus pies, descubrió una figura menuda montada a lomos del esqueleto de un caballo. Se adelantó a paso ligero hasta que la sombra se reveló como Selnalla; éste la observaba con expresión magnánima.

Arzga, la luna de obsidiana, deslumbraba por encima de todas las demás luces del cielo.

—Todo está dispuesto para mi partida —comenzó Selnalla, y su voz era grave, profunda como si emergiese de las profundas cavernosidades de la tierra —. Los inquisidores peinan la zona, pero la voluntad de la Bella Dama se verá cumplida de una u otra forma. Alcanzaré la capital en menos de una semana.

—Cuando regreséis Erbum habrá sido destruida; su tesoro, rescatado del olvido.

El nigromante asintió y levantó la mirada hacia el horizonte del parque. Pareció que se conmovía y una extraña solemnidad creció y precipitó alrededor como lluvia.

—No me cabe ninguna duda, Adrilia. Y como te habrás percatado, ya han llegado los refuerzos que estábamos aguardando —hizo un ademán que abarcó el parque —. Dos mil soldados más que sumar a nuestra hueste infinita. Pero si has de comandarlos, deberás aprender a imponerles tu voluntad.

Los ojos de Selnalla centellearon reflejando el fulgor morado de Arzga. Le tendió una mano a la princesa de los desvelados y se apeó del corcel no-muerto. Rodearon la torre hasta el arco desmoronado de su entrada.

—Fue aquí donde los supervivientes a la masacre desempeñaron su última y desesperada defensa contra las legiones del rey —atravesaron el umbral. Una oscuridad pegajosa e imperturbable reinaba allí adentro. La voz de Selnalla era suave ahora, como si no quisiese perturbar a la Sombra —. Lucharon hasta su último aliento, hasta convencerse de que toda resistencia era en vano. Entonces, haciendo acoplo del coraje que les restaba, soltaron las armas y se arrancaron a cantar —calló un momento y un silencio acudió a llenar el vacío resultante. La oscuridad era densa, pero subieron las escaleras hasta las almenaras muy poco a poco —. Y cantaron frente a los atónitos oídos de sus verdugos la misma sátira que los había condenado a todos. Murieron, claro. Pero ninguno murió por herida de espada alguna.

Llegaron arriba. Las tres lunas y las estrellas refulgían en lo alto. Adrilia echó un vistazo a su alrededor y descubrió que desde allí se dominaba toda la ciudad. Reconoció las paredes del cañón que ocultaba a Metra y más allá creyó escuchar el murmullo depresivo del aguaspardas.

—Se suicidaron —comprendió la princesa con un hilo de voz —. Se precipitaron desde aquí arriba y aún en la muerte sus espíritus siguieron cantando y atormentando a quienes se acercasen.

Selnalla asintió y posó una mano huesuda en el hombro de Adrilia. Entonces rebuscó algo en su faltriquera y extrajo una gema violácea que bullía con energía propia.

—Los cristales de sombra son joyas excepcionales que palpitan con la energía de la luna obsidiana —dijo Selnalla. Alzó el cristal hacia los haces púrpuras que rezumaba Arzga y éste se iluminó y latió en respuesta —. Los nigromantes los utilizamos para segar y recoger las ánimas de los atormentados. Este es el poder que alimenta a nuestras legiones y potencia nuestros conjuros. Sin estos cristales nuestro control sobre los muertos se debilitaría y entidades más poderosas encontrarían su camino al mundo de los vivos.

—Y en este cristal —continuó Adrilia, desenredando la telaraña que Selnalla había tejido pacientemente para ella — has contenido el espíritu de todas estas almas en pena, la esencia de los habitantes ajusticiados de esta ciudad.

De nuevo, el nigromante asintió. Recogió la gema y se la tendió a Adrilia, que la tomó con pulso vacilante.

—Sentí un silencio en el viento esta noche. Ahora entiendo qué lo causó.

Selnalla extendió los brazos hacia los pelotones de no-muertos que salpicaban el parque. La imagen, aunque terrible, encerraba un oscuro y profundo romanticismo.

—Ahora tú eres la dueña del silencio, quien decide el propósito que darle a los muertos. Impón tu voluntad sobre tus soldados y ordénales que den un paso al frente. Tienes un buen público, Adrilia. Conmueve sus corazones.

Adrilia asomó el rostro y entendió a qué se refería Selnalla. Allí abajo estaba Araya, acompañada por Orlando y Arccon y todo un séquito de nigromantes de menor rango. La miraban expectantes, y le pareció que todos ellos deseaban que fracasara después de todo.

Comprendió la situación: Selnalla había depositado todas sus esperanzas en una foránea, alguien completamente ajeno a la jerarquía de Anar-Mort. Los había hecho a un lado, degradados de líderes a meros consejeros y supervisores. Si Adrilia fallaba ahora, Selnalla perdería su fe en ella y quizás beneficiase a alguno de ellos en su lugar.

—Adelante, Adrilia.

La princesa asintió y dio un paso al frente. Entonces, sosteniendo la gema en alto, un fuego le subió a la mirada y el cristal se iluminó y relampagueó. Los muertos de abajo sintieron un escalofrío de electricidad y aunque no se movieron, sus miradas se poseyeron con una tibia luz morada. Quienes observaban desde el parque creyeron que Arzga se hinchaba sobre la torre, eclipsando a las demás lunas. Hubo un silencio largo y pesado en el que nada sucedió y entonces, como empujados por una voluntad que podría partir montañas, los no-muertos se agitaron y arremolinaron en torno a la torre.

Un sentimiento de congoja embargó a Adrilia, que todavía sostenía el cristal de sombra en la mano. Del cielo descendió un segundo silencio, más grande, más solemne que el primero, y la gema chisporroteó y se apagó. Pero los muertos no perdieron su conexión con Adrilia y envalentonados de pronto, gritando al unísono como un único organismo, balbucearon unas palabras cargadas de sentido y emoción:

—¡M-a-d-r-e!

Y Metra enmudeció, conmovida y aterrada a partes iguales. La luna se desinfló, las estrellas perdieron brillo y el horizonte se incendió con las primeras luces del día que despertaba; y nadie seguía sin decir nada.

—Sin duda, la Bella Dama me ha guiado bien hasta ti —comenzó Selnalla, y por primera vez su voz flaqueó —. Crecerás para dominar este poder y convertirte en su más grande adalid. Purgarás este mundo de la Pesadilla e impondrás un Nuevo Orden frente al Caos de los vivos.

Pero Adrilia no contestó de inmediato, y cuando lo hizo, de alguna forma impensable, ya no era la misma.

—Vivo para servir.

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