2- Verena


Lady Verena. Palacio Real. 10 de Junio del 1223 d.D.

Sangre, rencor y ánimo de venganza. Ésta era la solución que bombeaba el corazón de Verena todos los minutos que tiene una hora, todas las horas que caben en un día y todos los días del año desde hacía casi dos décadas. Un odio que muy pocas personas podrían concebir, y mucho menos comprender. Un odio que Verena, además, alimentaba con aquella vanidad del que piensa que obra con justicia, lo que agregaba un insoportable matiz de hipocresía a cada una de sus acciones.

Pero Verena era inteligente, y todo aquel odio que había conquistado el jardín de sus emociones, al asomar a su mirada se diluía en simple desprecio. Ninguno de los demás nobles, por supuesto, toleraba aquella displicencia, pero la confundían con orgullo y delirios de grandeza cuando, en realidad, tenía un origen mucho más turbio y arraigado.

Y a ella le convenía mantener aquella fachada más que nada en el mundo.

Dio un suspiro y paseó la mirada por los asientos vacíos de la sala del Consejo Mayor. El Enjuto los había llamado a una reunión extraordinaria y, como siempre que los convocaba, Verena se había adelantado a los demás asistentes y observaba en parsimonioso silencio cómo se iba llenando la sala. Reclinada en su silla, aquellos ojos azules chisporroteaban cada vez que se encontraban con los de algún consejero. Los más soberbios se la sostenían sin vacilar hasta que se violentaba demasiado. Los demás rehuían su contacto y obviaban su presencia, como si se tratara de una serpiente a la que convenía no provocar.

Aquel día, El Enjuto había convocado a los ocho consejeros sin excepción. Su voz entonces había denotado una grave urgencia, y aunque apenas había tenido tiempo para detallar los pormenores del debate, sus escuetas palabras habían bastado para inquietar sobremanera a todos los asistentes: la reina de Vendal había lanzado un ultimátum contra I-Naskar. Aquello había evidenciado además una segunda crisis: la fragilidad de un reino sin rey; tenían que acordar el día de la coronación de Sola, última de su linaje, con la mayor premura posible.

Pero incluso aquel día El Enjuto llegaba tarde. A ojos de Verena, era un hombre sagaz y misterioso, y lo respetaba aunque solo fuera por eso. Pero los demás consejeros de la corte eran tan inútiles que dudaba que siquiera supieran atarse los cordones del zapato sin la ayuda de un esclavo. Ellos no merecían su respeto, y aunque la altanería con la que los trataba ya le había granjeado algunos enemigos, no entraba en sus planes inmediatos dejar de demostrarles su más absoluto desprecio.

Es más, se afanaba en evidenciarlo en cada uno de sus gestos.

Miró en derredor. Sir Namir había sido el segundo en llegar, un cuarto de hora más tarde que ella. Tras una pequeña charla de cinco minutos con el viejo consejero, había aparecido sir Ladran, el recién nombrado consejero militar, y los hermanos Kartes, jóvenes y apuestos primos del difunto rey. El último en llegar había sido lord Anion, el burgués más rico del reino, quien, a su juicio, no debía siquiera sentarse a aquella mesa.

Cuando en último lugar llegó El Enjuto, solo quedaba una silla vacía. Pero aquella no le preocupaba. Era la que correspondía a lord Sabious, embajador de O-un y excéntrico consejero de hechicería. En todo el tiempo que lady Verena llevaba en aquel Consejo jamás lo había visto acudir a una sola reunión, y si conocía su esquivo rostro era por las escasas veces que se lo había encontrado por los pasillos de camino a la biblioteca.

Así como Verena respetaba al Enjuto por su astucia y despreciaba a los demás consejeros por su ineptitud, no tenía muy claro como sentirse respecto a Sabious. El anciano no se metía en los asuntos de nadie, y eso le bastaba, pero en el fondo le desconcertaba su actitud; en la corte no existían los mojigatos inocentes, o eso creía ella. Todo el mundo tenía ambiciones, y el no poder desentrañar las de aquel anciano le preocupaba un tanto.

—Bien — la voz del Enjuto la arrancó de sus pensamientos. Su mirada felina recorrió el semblante de todos los demás asistentes hasta detenerse en el del hombrecillo que hablaba —. Por el presente, y en nombre de los Doce y de la Corona, doy inicio a la vigésimo quinta reunión del Consejo Mayor del reinado de Ardo II.

—Creo que podemos saltarnos las formalidades, Enjuto —murmulló sir Namir con una exasperación indisimulada. El viejo amigo y consejero de la realeza tenía unas ojeras tan marcadas como las del Enjuto, y su voz sonó áspera y agrietada cuando añadió: —. Nos conocemos de siempre y, además, el rey está muerto. Cuanto antes lo asumamos, tanto mejor. Ponnos al tanto de las nuevas que traes de Vendal y dejémonos de historias.

El Enjuto soltó un suspiro largo. Verena esbozó una media sonrisa. La tensión se podía palpar en el ambiente desde el mismo momento en que El Enjuto había pronunciado las primeras palabras. Nadie tenía humor para nada. La guerra planeaba sobre I-Naskar como un buitre la carroña de una presa largo tiempo muerta. Nadie sabía cómo actuar. Nadie sabía si siquiera actuar. Y todos estaban tan cansados...

—La reina Cataryn de Vendal nos ha enviado esta carta — El Enjuto sacudió un panfleto que se sacó de la manga, lo desplegó sobre la mesa y se aclaró la voz —. "Los archivos que hemos encontrado y que nos ha facilitado el Doceno de Vendal se remiten a dos siglos atrás, y en ellos los hitos fronterizos de nuestro reino incluían claramente todo el territorio que comprende desde la mina de Cista hasta los Campos de Curin. Por unanimidad, el consejo de sabios de su alteza ha resuelto declarar el territorio de la mina como patrimonio propio, y en consecuencia procederemos a una toma pacífica, o a un enfrentamiento armado si es preciso." — terminó de leerlo y los miró gravemente. En el semblante de todos ellos asomó la sombra del miedo —. La carta está firmada por la misma Cataryn y por el embajador del Imperio Halcón en Vendal. No podemos afrontar una guerra a dos bandas; no ahora.

Verena se revolvió en su asiento. Los hermanos Kartes intercambiaron una mirada significativa: aquellos territorios que reclamaba Vendal eran patrimonio de su familia.

—¿Y qué hacemos? — masculló Sigma Kartes después de un largo y reflexivo silencio. Su voz albergaba una ira sorda —. ¿Agachamos la cabeza y le entregamos la mina de Cista y los campos colindantes? ¿O mejor nombramos directamente a Cataryn reina de I-Naskar para que disponga de nosotros como más guste?

—La alternativa es la guerra, muchacho — recordó El Enjuto —. Y eso sí que no nos lo podemos permitir.

—Tenemos más hombres que ellos — intervino de pronto lady Verena —. Y más aliados.

—Aliados que no están dispuestos a entrar a una guerra absurda en la que el motivo de disputa son diez kilómetros cuadrados de terreno estéril. — Repuso sir Namir. Los ojos de Verena relampaguearon furibundos. El silencio que sucedió a las palabras de sir Namir se prolongó varios minutos. Fue sir Ladran quien lo rompió con su voz profunda pero suave, casi hipnótica:

—Buscan intimidarnos, pero dudo que estén dispuestos a arriesgarse a una guerra abierta tan a la ligera. No podemos ceder en esto, Enjuto — dijo finalmente, dejando madurar las palabras mientras comprobaba el efecto que surtían en los demás consejeros —. Estamos demasiado debilitados como para enfrentarnos a Vendal y al Imperio Halcón, pero postrarnos ante las exigencias de Cataryn tendría a la larga el mismo resultado; nuestra perdición

—Es cierto — concedió sir Namir — La moral y el ánimo de la gente ya están por los suelos. No, no podemos ceder la Mina — reiteró, convenciéndose a sí mismo y a los demás al mismo tiempo. Adoptó una expresión estoica —. Además, todos sabemos muy bien porqué la quieren. Allí se extrae la mayor parte del Cuarzo Vetado que exportamos al Triunvirato de magos de O-un. Y los magos son muy buenos postores.

—Podríamos buscar la ayuda de los magos en este asunto — contempló lady Verena. Aunque nadie en el Consejo la soportaba realmente, ninguno era tan necio como para negar que la mujer poseía una maquiavélica inteligencia; la miraron con un renovado interés —. Si les ofrecemos un "generoso" descuento que Cataryn no pueda igualar, tal vez se posicionen de nuestro lado y defiendan nuestra legítima posesión de la mina en aras de seguir gozando de dicha rebaja.

—Es una buena estrategia, pero los magos no se inmiscuyen en los asuntos de los demás reinos jamás. Son siempre neutrales — dijo El Enjuto.

—Quizás — murmuró Verena y se permitió esbozar una media sonrisa —, pero como todos los hombres, son avaros y codiciosos. Llevan pagando el Cuarzo Vetado a diez veces el precio de su equivalente en oro. Dudo que si tienen la oportunidad de comprarlo mucho más barato, no hagan nada y se queden de brazos cruzados.

Un tercer silencio secundó a las palabras de Verena. Éste, mucho más largo y concienzudo que el anterior.

—Podría funcionar. — Dijo lentamente El Enjuto.

—Funcionará — aseveró Verena, tan segura de sí misma como siempre —. ¿Pero qué hay de lord Sabious? Es el embajador de O-un, debería tener algo que decir al respecto. ¿Piensa seguir insultándonos con su sistemática ausencia a este Consejo?

Estaban todos tan acostumbrados a que el viejo hechicero no se personase nunca que, cuando Verena escupió aquellas últimas palabras, le devolvieron una mirada desconcertada. Excepto El Enjuto; él la entendió a la perfección.

Se volvieron instintivamente hacia el asiento vacío y comprendieron.

—La Iglesia de los Doce amenazó en su día a Manus, padre de Ardo y difunto esposo de Sola, con una revolución social si permitían que ese "hechicero demoníaco" se sentara a una triste reunión del Consejo Mayor — informó sir Namir, que había conocido bien tanto al viejo monarca como al fugaz último —. Manus no se atrevió a contradecirlos, y desde entonces, aunque el asiento se preserva vacío de forma simbólica, se le han retirado sus votos. Antes de hablar de nadie, entérate de las cosas.

Aquella era una posibilidad que Verena jamás había considerado. Su mirada se endureció ante la perspectiva de tener que tragarse su orgullo, pero disimuló el enojo.

—De todas formas — retomó El Enjuto —, su consejo nos sería útil. Iré a hacerle una visita a su estudio para conocer su opinión al respecto, y quizás aproveche para ponerle al día sobre algún que otro tema.

Colorada todavía, tal vez por la rabia de haber sido reprendida, tal vez por la vergüenza de haberse equivocado en sus suposiciones, se le ocurrió una forma de desviar la atención. Sonrió levemente. En sus ojos brilló un punto cínico.

—¿Como la cabeza astada que te entregó aquella mujer?

En la sala se elevó un murmullo. Muchos de los presentes no habían asistido a la extraña audiencia con la mujer y desconocían por completo el objeto de discordia.

—Por ejemplo. — Respondió El Enjuto hoscamente. Él era de los pocos que veía en Verena algo más que una envidiosa retorcida. Para él, la mujer era una amenaza real para el equilibrio del reino. Una traicionera nata y una rival digna de sus esfuerzos por preservarlo. Los ojos de ambos, anciano y joven, chisporrotearon durante unos segundos hasta que Sigma Kartes los interrumpió:

—¿Cabeza astada?

—Nada. — Cortó El Enjuto.

—¿Por qué no se lo explicas? — Repuso Verena con un tono insultantemente mordaz. Todos pudieron sentir el voltaje de su mirada.

—La reunión se ha prolongado demasiado, y estamos todos cansados. Cavilaremos más mañana y fijaremos la fecha de la coronación de Sola. — Anunció El Enjuto, incorporándose con hartazgo. Sabía qué pretendía conseguir Verena sacando el tema de aquella misteriosa mujer, y no estaba dispuesto a permitir que la joven noble socavase su reputación tan fácilmente. No. No le seguiría el juego. Y gracias a que todo el mundo la odiaba, ninguno de los demás nobles conferiría más valor a las palabras de Verena que a las suyas.

En el fondo, ella era su mayor enemigo.

—Aquí termina el Consejo Mayor. — El Enjuto dio un par de golpecitos en la mesa y todos se incorporaron y marcharon sin hacer más preguntas. Pronto, lady Verena se encontró a sí misma ahogada en el silencio, sola y desamparada en la vacuidad de la sala, reclinada todavía sobre su asiento de hermosa caoba y sutil diseño. Había llegado la primera, y se marcharía la última. Pero no era la soledad lo que la turbaba, a fin de cuentas llevaba casi dos décadas conviviendo con ella. Era el recuerdo.

Aún pasó un buen rato hasta que se levantó con toda la dignidad de la que fue capaz y regresó a sus aposentos. Ya atardecía y el sol, un punto pálido y sin gracia en el paisaje nublado, se deslizaba raudo hacia un horizonte que le recordó a un párpado que se cerraba.

Entonces, rompió a llorar. Rompió a llorar como todos los días a aquella hora. Rompió a llorar y en aquellas lágrimas que derramó desde el alféizar de su ventana iba impreso el dolor de la pérdida y la amargura del recuerdo. El ardor de la añoranza.

Rezó, tal vez a los Doce, tal vez a deidades más lejanas y desconocidas por ella, o a aquel párpado que había creído ver en las luces del ocaso. Pero rezó, por sus padres que lo hizo, por sus padres que, cuando solo era una niña de doce años, habían sido brutalmente ejecutados por el capricho de Manus, el padre del difunto rey, el difunto marido de la viuda Sola. Ejecución que habían secundado la mayor parte de los miembros de aquel maldito Consejo Mayor del que ella formaba ahora parte.

No era una mujer ambiciosa, al contrario de lo que muchos creían, si no vengativa. Y ella era la razón de que Sola no hubiera sucumbido al veneno de lady Agria. Pues a Sola le tenía preparada una muerte mucho más lenta... Como a todos los demás.

Lo había jurado por sus padres entre lágrimas.    

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