2- Guante de Plata


—Estoy buscando a una mujer. Tal vez podáis ayudarme.

El alguacil detuvo su caballo y le devolvió una mirada cargada de suspicacia a Guante de Plata. Se hallaban en la avenida principal de Guarda y no había un alma en la calle salvo por ellos dos. Anochecía y la mayor parte de los tenderos que hacía unas horas llenaban la aldea con sus gritos a viva voz ya habían recogido el puesto y vuelto a sus casas.

Los simples hacían su vida en el día, pero era en la noche cuando se veía la auténtica podredumbre de una ciudad. El eterno pulso entre quienes buscaban imponer la ley y los que la sorteaban.

—¿Cómo os llamáis, señor?

Guante de Plata detectó el tono severo de su pregunta. El alguacil poseía una voz augusta, madura en la misma manera en que la buena cerveza fermentaba sin prisa en la bodega de algún noble. Era perro viejo, habría que andarse con ojo.

—Soy Abalor, hijo de Andrae —improvisó rápido, incorporando a su propio tono un matiz de indefensión —. La mujer a la que busco es prima mía.

Un movimiento de cejas del alguacil. Bajo el sombrero de ala ancha, sus ojos martillearon como el mallete de un juez emitiendo su dictamen.

—Quizás pueda ayudaros, sí. ¿De dónde decíais venir?

Al final de la avenida aparecieron un par de sombras que se evaporaron rápido en la oscuridad creciente. Los hombres de Guante de Plata se habían dispersado por toda la aldea de Guarda, sembrando rumores para despistar cualquier curioso que los hubiese seguido, recabando su propia información.

Apenas se despistó un instante que disimuló con un carraspeo.

—De la capital. Vivíamos allí, también ella —dijo Guante de Plata —. Luego no sé lo que pasó. Sé que vino al este, a los Montes del Receso. Llevo buscándola dos semanas; su madre se muere.

La máscara de gravedad del alguacil se resquebrajó, dejando entrever, bajo las arrugas, una preocupación genuina.

Era tan sencillo como coser y cantar.

—Sí, puedo ayudaros —el alguacil se sacó el sombrero y lo llevó al pecho —. ¿Cómo se llama vuestra prima?

La respuesta fue rápida y precisa como el mordisco de una víbora.

—Myrta.

—Myrta —repitió el alguacil, y desvió la mirada como rebuscando en el baúl de sus recuerdos —. Myrta, Myrta... ¡Oh, sí, Myrta, la amable posadera!

Guante de Plata vio como le nacía una luz en los ojos al alguacil y sintió un leve pellizco en su conciencia.

—Disculpad, mi señor, pero ya he mirado en la posada de la aldea y no la he reconocido. Juraría, de hecho, que es un posadero, no una posadera, el que corre el negocio.

El alguacil volvió a colocarse el sombrero.

—No, su posada no está aquí, aunque nos visita a menudo; no en vano somos la única aldea a este lado de los Montes del Receso —dijo el alguacil —. Su posada se encuentra a los pies de las montañas, junto al bosque, a media hora de viaje a caballo de aquí. Tiene bastante fama entre los viajeros, he de deciros. Sus estofados de setas son manjar divino, si me permitís la expresión.

Guante de Plata forzó una risa afable.

—Ya veo. Me complace comprobar que no ha perdido maña en la cocina. ¿Podríais indicarme la dirección?

El alguacil sonrió.

—Si seguís esta avenida hasta el final daréis con los establos. Bordeadlos y hallaréis un camino de tierra que sube por la ladera campo a través. Más adelante hay una encrucijada donde se señala la posada.

—No sabría agradeceros vuestra preocupación. Si puedo compensaros de alguna manera...

El alguacil, de porte regio pero amable, lo despachó con un simple ademán.

—No hay nada que agradecer. Id a buscar a vuestra prima. Si os apuráis quizás encontréis la posada antes de que aúllen los lobos.

Guante de Plata inclinó la cabeza y echó a andar por la avenida hasta los establos. Comprobó que todas sus armas estaban donde debían estar: el puñal, los cuchillos arrojadizos, la ballesta de muñeca... El primer pago de lady Agria había sido generoso. El segundo, ahora cuando completase el encargo, lo situaría al mismo nivel que muchos de los nobles más adinerados del reino.

Y se permitió sonreír, claro.

Bordeó el establo. Se apretó contra la pared del callejón y sacó un silbato de textura vítrea.

Miró hacia arriba. Las estrellas empezaban a advertirse en la bóveda celeste. Silbó una vez, dos, tres. Y esperó.

—Una sola vida a cambio de una montaña de oro —murmuró entre dientes —. El mundo está jodido con personas como Agria.

Pasó algunos minutos en silencio hasta que le llegó el rumor lejano de un traqueteo. Se asomó a la calzada para descubrir la sombra de muchos caballos que la remontaban a paso ligero. Se detuvieron una vez lo alcanzaron.

—La he encontrado —siseó Guante de Plata —. ¿Estáis todos?

Uno de los jinetes se adelantó para contestarle. Marow vestía una armadura de cuero negro; parecía que el azul de su mirada quería competir con la ceniza de la suya propia: una batalla de carismas.

—Marni y Londa se acaban de topar con el alguacil y están ganando tiempo.

Guante de Plata entrelazó ambas manos en un ademán calculador. Se montó al caballo de Marow y le arrancó las riendas de la mano. Lo puso al galope.

—¡Todos, conmigo!

Los doce se dispararon detrás de Guante de Plata; sombras fantasmales que araban el trigo maduro como hoces en su carrera desesperada. El camino atravesó campos y fincas que se les antojaron interminables, pero entonces y casi sin darse cuenta, dejaron el recuerdo de la aldea muy atrás y el prado se volvió arisco y empinado y el camino empezó a zigzaguear.

Llegaron a la encrucijada. Guante de Plata detuvo la marcha.

—Desmontad, todos. Ya.

Obedecieron. La confusión hizo que se agrietase el silencio. Entonces Guante de Plata señaló una sombra que también galopaba ladera arriba, más veloz que cualquiera de ellos hasta entonces y envuelta en una nebulosa de misterio.

Ninguno dijo nada. No hacía falta.

—Haremos lo que queda a pie, aprovechando la oscuridad para escondernos —dijo —. Mantened a mano los caballos. Debería de ser coser y cantar, pero el corazón me dice lo contrario. Estad alerta.

Las manos se deslizaron a las fundas de las dagas y las extrajeron en un rapidísimo ademán. Ahora el sendero era un reguero de piedras, irregular y apenas pavimentado, que zigzagueaba por la colina hasta una explanada desnuda a la luz de las estrellas. Aguzó la mirada. Al fondo discernió la pared de piedra de un barranco y una casa que dormía a su sombra.

Hizo un ademán a sus hombres para que tomasen posiciones rodeando el edificio. Afianzó la empuñadura de sus armas, cada vez más convencido de que algo no iba bien.

La posada se acercó, o tal vez se acercaron ellos a la posada. Se apagó la luz en una de las ventanas del piso superior.

Esperaron.

Se encendió la luz de la ventana contigua. Una sombra menuda asomó tras el vidrio resquebrajado.

¿Podía ser él? ¿Podía ser el bastardo? El corazón se le hizo un nudo. Sería tan fácil acertarlo ahora con una flecha...

No le podía distinguir bien los ojos a contraluz, pero imaginó en ellos el reflejo de su propia niñez, de la infancia de la que lo habían despojado cruelmente. Se detuvo y apartó la mirada. La hierba le murmuró en respuesta. Cerró los ojos y volvió a abrirlos, ahora decidido.

La sombra había desaparecido. Maldijo entre dientes.

—Asaltad la posada. No mostréis piedad.


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