2- Enjuto


Palacio Real, aposentos del Enjuto. 16 de junio del 1.123 d.D

—¿Es cierto? ¿Los dioses de Viendanal están muertos? — La voz del Enjuto sonó cargada de duda, como si la mera pregunta fuese un insulto a la encapuchada. La noche anterior, cuando se había enterado de la inmediatez de su visita, había considerado largo tiempo la conveniencia de formular aquellas simples palabras. Había concluido que era mejor no incurrir en su ira, y sin embargo, acababa de hacerlo. Las palabras habían brotado solas de sus labios. El daño ya estaba hecho. Solo cabía esperar a ver su reacción.

Recibió una mirada larga, como si la encapuchada estuviese sopesando su intencionalidad. No pudo soportar el voltaje de aquellos ojos sin pupila y chascó la lengua, avergonzado.

—¿Los drea'de? —repitió ella, como si no acabara de creérselo. El Enjuto descubrió con alivio que más que ira, su tono se había contagiado de un recelo silencioso, precavido —. Sí. Hace ya mucho tiempo que los asesinaron.

<Los asesinaron —captó el matiz—. ¿Los annan?>

—Los annan, sí—confirmó la encapuchada, como si leyera en sus pensamientos. De nuevo, sus miradas se cruzaron y el Enjuto descubrió que sus ojos chisporroteaban poder—. Kamura, mil veces maldita, fue la que los traicionó. Ella y sus annan asediaron Viendanal, la morada de los drea'de, que en la lengua nueva significa "la ventana al mundo", y puso fin a sus vidas inmortales —suspiró —. Kamura... su mero recuerdo me eriza los cabellos.

—Pero no acabó con todos —inquirió El Enjuto, razonando su anterior encuentro con lord Sabious. Aunque había una nota de remordimiento en su voz, ahora estaba dispuesto a llegar hasta el fondo del asunto —. ¿Verdad?

La encapuchada rio ácidamente y torció el gesto.

—Tal vez. No tengo forma de saberlo. Pero Kamura es orgullosa, vanidosa y arrogante; no me costaría imaginar que le haya perdonado la vida a unos cuantos a cambio de servidumbre eterna.

El Enjuto calló y reflexionó. La mujer, aquélla con la que se había entrevistado hace ya tantos días, decía venir allende el mar; aseguraba ser un dios o un demonio según quien la mirase, y parecía envuelta en un halo de inescrutable misterio. No era una de las matriarcas de su orden; si ya lo tenía claro antes, ahora podía estar seguro. Tampoco una quelf, aquello era lo primero que había descartado. La última opción, la que más alto chillaba ahora en sus pensamientos, desbaratando todos sus esquemas del mundo, era que se tratase de una de las deidades a las que Kamura había perdonado la vida.

Sus ojos se iluminaron un segundo y un escalofrío le recorrió la espina dorsal. La encapuchada trató de leer sus pensamientos, pero la mente del Enjuto se había ahogado en un tumulto indescifrable. No dijo nada.

Creyó conveniente cambiar de tema.

—He satisfecho tu curiosidad, pero no olvides que eres tú el que responde ante Nosotras. Ahora dime, ¿has avanzado en la búsqueda del bastardo?

Los ojos del Enjuto se pasearon por todo el cuarto antes de detenerse en los de su señora. Los aposentos del Enjuto se localizaban en el torreón Este del palacio, en la segunda planta. Había un baño, un dormitorio amplio y un gran salón para las visitas. La puerta era de doble cerrojo y había dispuesto barrotes en las ventanas que miraban al patio. Era un lugar discreto y guarecido. Seguro.

Porque no le cabía ninguna duda que el siguiente en la lista de lady Agria era él.

—Lady Agria, la noble de la que os hablé, está en la ciudad. Mi contacto dentro de Los Hilos del Destino la ha visto ayer en Ruinas, en la guarida. Si mis deducciones son correctas, Mano de Plata ya habrá comenzado a buscar al niño. Estoy pendiente de cualquier nueva. Mi hombre es alguien cercano a Mano de Plata; tan pronto sepa donde se encuentra, la guardia real irá a por él. Y cuando lady Agria ataque, tendré pruebas más que suficientes para enjuiciarla.

—¿Y si no funciona? ¿Dejarás que la tal Agria se haga con el chico y se extinga el linaje de Sola? ¿No tienes un segundo plan?

El plan alternativo era algo sobre lo que no le gustaba pensar al Enjuto. Siempre cabía la posibilidad de resignarse y aceptar al hijo de Agria como rey, pero las líderes de su orden jamás se lo perdonarían. Y tal vez se lo hiciesen pagar con su propia vida.

—El segundo plan es la guerra. La guerra civil —dijo con voz medrosa. La mera perspectiva lo aterraba —. Algunos nobles se unirán a la causa de los Darne, pero la mayoría, si saben lo que les conviene, permanecerán a mi lado.

La encapuchada no estaba muy convencida de aquello. Una guerra interna era lo último que necesitaba un reino moribundo para colapsar finalmente. Pero incluso aquello sería a la larga mejor que dejar gobernar a la tal Agria, o a cualquiera que no se plegase a sus intereses.

Mejor gobernar sobre las cenizas del reino, que no gobernar sobre nada.

—Espero que no sea necesario llegar a las armas. Asegúrate de que consigues al chico sano y salvo —dijo simplemente. Iba a añadir algo más cuando, desde las escaleras, les llegó el rumor de unos pasos que se acercaban. Ambos se volvieron maquinalmente hacia la puerta de doble cerrojo y callaron. La atmósfera se cargó de un extraño aire de anticipación.

Silencio. Y entonces, unos nudillos que golpeaban la madera.

—Enjuto —llamó alguien desde el otro lado. Esa voz agrietada, exhausta, ese tono apático, desganado, eran inconfundibles. ¿Qué hacía Sola allí? Era la primera vez en décadas que lo visitaba en sus aposentos. Tardó un rato en contestar.

—Majestad, dadme un momento.

Cuando se volvió hacia la encapuchada, descubrió que ya no había ni rastro de ella. Sacudió la cabeza, como tratando de poner orden a sus pensamientos, y entonces lo recordó. Recordó que le había contado todo sobre el bastardo a Sola. Recordó la charla, la estoicidad de sir Namir. Y recordó las palabras de Sola: "Está bien. Hablaremos mañana".

Un sudor frío le recorrió la nuca. Para eso había ido hasta sus aposentos. Para hablar del bastardo. Pero, ¿estaría acompañada? Lo último que necesitaba ahora era que se extendiera el rumor.

Encajó la llave en los cerrojos y tiró de la madera maciza. Sola estaba al otro lado, silenciosa y contrita en la penumbra. Nadie la acompañaba.

—Adelante, adelante —invitó El Enjuto, condescendiente. Sola pasó y el hombre cerró la puerta tras de sí. La convidó a sentarse y le ofreció algo de vino, que ella rechazó muy cortésmente —. ¿Qué os trae aquí? —preguntó, aunque lo sabía de sobra.

—El bastardo del que me hablasteis ayer —vaciló ella. Sus ojos, otrora claros como la nieve, habían perdido todo su color después de tanto llorar —. Si es lo único que me queda de mi hijo —pestañeó para retener las lágrimas —, si es lo único que ha dejado en este mundo, lo acepto como nieto y heredero. Búscalo. Tráemelo. Te lo suplico.

Aquello sorprendió al Enjuto, pero también lo conmovió profundamente. Se quedó mirándola con una extraña expresión de indulgencia y despegó los labios como para decir algo. Pero no dijo nada.

—Os lo traeré—dijo tras una demora de segundos —. Pero hay muchos intereses en juego, majestad, y mi poder es solo uno entre muchos.

Sola bajó la mirada, pero con la mano tomó la del Enjuto y sin mirarlo, dijo.

—Mi hijo y mi marido os tuvieron en alta estima. Tengo fe en vos.

—Ojalá bastase con tener fe, mi señora.

Sola no repuso nada a eso último. Nunca había sido una mujer demasiado religiosa, pero los últimos acontecimientos habían hecho que volviera su mirada hacia los Doce y sus promesas de paraíso y reposo eterno. Pensar que su hijo simplemente se había... ido, era algo que la turbaba aún más si cabe.

—He escuchado voces mientras subía. ¿Hablabais solo?

No pensó su respuesta, le salió de forma automática.

—A veces leo en alto, sobretodo dialéctica clásica. No, no estoy loco —sonrió —. No todavía.

Ella correspondió débilmente a aquella sonrisa.

—No sé cómo agradeceros todo lo que habéis hecho y seguís haciendo por mi familia. Sin vos, nada de lo que hemos conseguido en estos años hubiera sido posible. Sin vos...

—No tenéis nada que agradecerme —la interrumpió él antes de que pudiera echarse a llorar —. Lo que hago lo hago por el bien del reino —mentira, lo hacía porque así se lo ordenaban las maestras de su orden. Lo hacía no porque sirviese a la corona, sino porque era el vasallo de un poder mucho más grande y secreto —. Y vos sois lo mejor para el reino. Encontraré al bastardo, os lo traeré, lo educaré y llegado el día será el digno heredero de todo cuanto ha conquistado vuestro linaje. Vuestra sangre seguirá fluyendo muchos más años.

—Sois mucho más que un simple consejero, sois un amigo —dijo ella. Se incorporó pesadamente. El Enjuto hizo lo suyo y le tendió una mano. Sus miradas se encontraron un momento, ensoberbecidas por la confidencia del coloquio, hechizadas por aquella magia que había surgido de pronto.

Ninguno dijo nada. No era amor, y mucho menos deseo, lo que había despertado entre ellos. Era la necesidad de tener un amigo. Era el haber encontrado uno donde menos se lo esperaban.

—Gracias.

El Enjuto abrió la puerta y se despidió con una reverencia. Encajó la llave en los cerrojos y durante un rato no hizo ni dijo nada más. Estaba cansado, pero sabía que la encapuchada no tardaría en volver para terminar su conversación.

Dio un suspiro hondo, se volvió, y con la mirada enfiló el lugar donde había estado hablando con la encapuchada. Ya había vuelto. Lo miraba con impaciencia.

—Sola acepta que un bastardo ocupe el trono de su hijo —reflexionó ella, con su poderoso timbre de guerrero. Los ojos centelleaban bajo la sombra que proporcionaba el alero de la capucha. Aún bajo la tela negra se entreveía la figura de su cuerpo contorneado y joven —. Un buen comienzo. ¿Fue difícil seducirla de ello?

—No. Apenas tuve que inmiscuirme. Está dolida, destrozada, pero no es tonta.

La encapuchada advirtió un matiz distinto en el tono del Enjuto, un matiz que no le gustó.

—Sola se merece una vida mejor de la que ha tenido, pero no te confundas. Esto es una partida de ajedrez, y ella no es tu amiga, ni tu reina; tan solo otro peón.

El Enjuto asintió, sombrío. Su lealtad era para con las líderes de su Orden, pero ese día se prometió que haría todo lo posible por aliviar el sufrimiento de Sola.

<Incluso...>

Enterró aquella idea hondo, muy hondo...

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