1- Viendel
Viendel. Albasthe. 15 de Junio de 1223 d.D.
El viento era la música y las hojas sus bailarinas aquella noche. Actuaban para el Bosque, para las olas del mar y la nieve de las montañas, para los que dormían, los que no, para el Sueño, para los quelmana.
El ocaso había caído rápido y se había llevado consigo todo el calor del verano. Estaba oscuro y las nubes recordaban a la espuma que salpicaba los acantilados de Albasthe, pero sobre ellas las estrellas y las lunas refulgían con una palidez invernal, recelosas de verter su luz sobre las tantas miserias del mundo. No había compasión en su reflejo sobre el océano ni en su brillo sobre las flores del Gran Árbol; ya no. Habían conocido demasiada crueldad y guerra, y se habían hartado.
<¿Qué esperabas conseguir previniendo a esos humanos, sangre impía? Aunque lo lograses, ya es demasiado tarde para ellos>.
Miró hacia arriba y los astros se reflejaron en la primera de las muchas lágrimas que vertió aquella noche; luego perdieron el interés y simplemente se apagaron. Le pareció que comenzaba a caer una lluvia fina. Se movió y se acurrucó contra el esqueleto de un árbol seco. Suspiró en silencio, se enjugó los ojos y se llevó la mano a una de las muchas cicatrices que le habían tatuado los annan. Reprimió un quejido; aun después de tantas lunas escocía como la primera vez.
Rompió en sollozos. Entre la persecución y el combate había perdido la cuenta de los días que habían pasado desde su huida de Viendanal. Al igual que la cicatriz, el miedo y la ansiedad jamás curarían del todo. Tampoco el derrotismo que se había instalado en su mirada desde el fracaso en I-Naskar.
"I-Naskar..." Ahora comprendía que no eran los humanos quienes se habían condenado con su escepticismo. Era ella. No había sabido transmitir el mensaje, no había sido capaz de convencer a nadie. No había sabido... En fin. Ya no tenía importancia. Porque ya era tarde. Siempre lo había sido. Para ella. Para todos.
¿Cuántos días más toleraría su propia existencia antes de ponerle fin? ¿Cuánto tiempo soportaría cargar con aquella culpa?
Un sonido, aunque imperceptible,terminó de arrancarla de su ensimismamiento. Asomó la cabeza a un lado y otro del viejo tronco y se hundió aún más en la madera muerta. Contuvo el aliento. Al cabo de unos segundos sonó más cercano. Aguzó el oído y escuchó unas voces hablando una lengua que le recordó al crujido de los huesos. ¿Quelmana? No, no podían serlo. Conocía bien el idioma de los Reyes en el Bosque, y no sonaba nada parecido a aquello. Esto era vulgar, tosco y precipitado. En cambio, la lengua de los quel se leía como poesía.
Asomó la cabeza una segunda vez y sus ojos oscuros escrutaron con una frialdad calculadora la espesura ante ella. Un búho despegó los párpados y le devolvió la mirada. Nada se movió además del viento. Asustada, volvió a su escondrijo con la intuición de que algo no iba bien. El búho también debió de percibirlo, porque se acercó planeando hasta su vera.
Alargó la mano y el búho se acurrucó sobre su regazo. Ambos permanecieron en aquella postura un buen rato, silenciosos, mientras la lluvia caía copiosamente sobre el bosque.
De pronto, un pensamiento fugaz, una esperanza momentánea. Un largo silencio. Por último, en un susurro, una inesperada pregunta en su lengua:
—¿Puedes guiarme tú hasta las arboledas ocultas de los quelmana?—El búho sacudió las plumas en respuesta y guiñó los ojos unas cuantas veces, electrizado. Pero no se movió: afuera se movió algo. Escucharon gritos y pasos nerviosos y ramas que se rompían y raíces que arrancaban. El búho volvió la cara hacia Viendel, como exigiendo una explicación. Aunque los grandes ojos amarillos la interrogaban, no tenía ninguna respuesta para ellos. Debían de tratarse de alguna especie que Viendel desconocía.
—Tranquilo, hijo del Sueño, tranquilo—lo acunó con ternura mientras los gritos y el sonido de las pisadas se intensificaban —. Es mi rastro lo que siguen. Es a mí a quien buscan. A ti aun te quedan muchas tierras que sobrevolar antes del Fin.
Entonces, sintió, más que escuchó, unas pezuñas o zarpas que escarbaban en la madera muerta del árbol. Su escondrijo, en la base hueca, apenas quedaba oculto gracias a una suerte de raíces y enredaderas. Que la encontrasen era solo cuestión de tiempo.
Los gruñidos se intensificaron.
Cerró los ojos y trató de recordar las notas del hechizo.
—Vuela, huye—lo alentó ella. Pero el búho no hizo el menor amago de moverse y enterró aúnmás la cabeza entre los pliegues de su vestido —. Muy bien. Si abandonarme no quieres, conmigo cantarás.
El búho comprobó cómo el miedo se diluía en el océano de su mirada, pero este océano era negro e indómito, y unos vientos huracanados arañaban su superficie con una furia que jamás hubiera concebido. Entonces, sin saber muy bien por qué, comenzó a bailar sobre sus rodillas. Mientras el polvo y las astillas llovían sobre ambos, el búho agitaba sus plumas y frotaba las alas, ululaba y sacudía la pequeña cola con gracia. Entonces, Viendel cantó, y a medida que su voz inundaba la madriguera y se derramaba sobre el bosque, el solo se convirtió en dueto, y el búho sintió como si alguien apartase de un plumazo todas sus preocupaciones y se regocijó.
El viento aulló. La madera seca crujió y la lluvia tamborileó sobre las rocas. Incluso los gritos y amenazas que proferían en aquella salvaje lengua se acoplaron poco a poco a la música que entretejía Viendel. Cuando la melodía alcanzó su cénit, fue el silencio el que dio la última nota, proverbial, antes de que todo el bosque enmudeciese por completo.
Una vez hubo terminado su danza, el búho infló el pecho ensoberbecido por la solemnidad de su obra y corrió a abrazar a Viendel. Ya no se oían las voces, ni las pisadas ni el crujido de la madera al romperse. Ambos respiraron aliviados.
—Has demostrado un gran valor hace un momento —sonrió. Lentamente, con cuidado de no asustar a su pequeño amigo, se arrastró a través del angosto agujero hasta el exterior del escondrijo. La brisa fresca de la noche los recibió con los brazos abiertos —. Entonces, ¿puedes llevarme hasta los quelmana?
El búho no contestó de inmedaito. En su lugar, se acercó a inspeccionar las marcas en el árbol que habían escarbado las criaturas antes de... desaparecer. Volvió la cabeza hacia Viendel, exigiendo nuevas explicaciones. Aún empañados por el desconsuelo, los ojos de Viendel rieron.
—Puedes estar tranquilo. Utilicé la Canción de la Paz para disuadirlos. Fueran lo que fuesen, ya no volverán.
El búho inclinó la cabeza, tratando de comprender. Ululó un segundo antes de posarse sobre su hombro y luego se abalanzó hacia el frente. Después de un instante de vacilación sus piernas reaccionaron y lo siguieron a grandes zancadas.
Los segundos se amontonaron en minutos, los minutos en horas; el bosque siempre a su lado, insondable. El único sonido, las alas que planeaban, los pies que acariciaban la hierba y las respiraciones que se confundían. El bosque estaba presente y tenía parte en todo lo que contenía: las ramas que se rompían, el viento que murmuraba, la lluvia que martilleaba, los súbitos ojos que se encendían en la espesura y la miraban con intriga...
Contó al menos tres ríos y otros tantos cauces más pequeños antes de que el búho se detuviera. Miró hacia arriba. El cielo clareaba. Le agradó descubrir que los astros volvían a brillar entre los jirones de nube como si algo en el mundo hubiese llamado de nuevo su atención. Se preguntó si acaso habían sido ellos dos, si habría una mínima oportunidad de salvación, después de todo.
Antes de darse cuenta, la noche había llegado a su término y el nuevo día despuntaba en el horizonte. El Sol todavía no asomaba del todo cuando les llegó un olor a mar.
—Estamos cerca, muy cerca —adivinó Viendel. Unos pasos más e incluso podría escuchar el rumor de las olas rompiendo en la costa. Sus ojos se iluminaron con la luz del nuevo día —. Los quelmana... después de tanto tiempo. Ven. —el búho se posó sobre su índice extendido y la miró con pena. Viendel se arrancó la capa y lo envolvió entre sus brazos. Quedó dormido poco después.
Siguió caminando un rato hasta que los árboles se hicieron más fuertes y la tierra menos brava. Entonces, en la lejanía, no tardó en escuchar unas voces, cánticos que se elevaban a los cielos como el sol naciente. Estas voces no tenían nada que ver con aquellas que la habían acosado en la oscuridad de la floresta. Estas voces aliviaban el pesar de quienquiera las escuchase.
Sin más camino que la música, las notas que parecían flotar bajo los árboles la guiaron hasta que la hierba dejó paso a un sendero de losas. Más allá, el bosque se precipitaba sobre una playa abierta a un mar escabroso, pero al fondo, envuelto en la niebla matinal, un pedazo de roca sobrevivía aislado, alzándose muchos metros por encima de las aguas. Era el hogar de un cerezo tan grande que incluso empequeñecía a la isla. A sus pies, una ciudad delicada labrada en piedra y mármol había encontrado un lecho sobre el que dormir, y al fondo e incluso entre las ramas, las esbeltas torres del palacio competían en vano por escapar a la sombra del árbol. Al menos hasta el mediodía, la ciudad permanecería en tinieblas.
Algo en aquella visión la traspasó y la dejó floja y temblando. Estaba sobrecogida: por el paisaje, por la música. ¡Ay, la música! Ni en sus mejores sueños hubiera imaginado nada tan sublime como aquello. Los quelmana alardeaban de ser sus inventores, y a ella siempre le había parecido algo arrogante. Pero ahora, hechizada por sus voces, le parecía que incluso alardeaban demasiado poco.
Enfiló con la mirada la costa inmediata y descubrió que la playa describía un sutil brazo hasta la base de la isla. Inspiró hondo y se adelantó.
—Tenéis el porte de alguien que ha viajado mucho y salvado demasiados peligros.
Una voz a sus espaldas la sorprendió con la guardia baja. Se volvió como un resorte y levantó la mano casi sin pensarlo. La bajó. El sobresalto bastó para desperezar al búho, que gimió bajo la capa.
El quel la miró largamente antes de reparar en la figura que acunaba entre los brazos. No parecía intimidado en absoluto, al contrario, la contemplaba con una extraña expresión de indulgencia en los ojos.
—No era mi intención asustaros. En Albasthe damos la bienvenida a todo aquel que busque paz y comprensión. Mi nombre es Valnir, guardián de la arboleda. ¿Y vos sois...?
Viendel necesitó un segundo para calmar su respiración y creerse que de verdad había llegado. El quel era algo más alto que ella, fuerte de brazos, aunque de constitución delgada. Tenía un rostro algo alargado y una melena que le llegaba hasta la cintura, blanca como la sal del océano que dormía en su mirada. No llevaba más ropa que una falda confeccionada a partir de hojas y bayas muy bien seleccionadas.
—Viendel. Mi nombre es Viendel —dijo al fin —. Y desgraciadamente no me ha traído a Albasthe ni una cosa ni la otra.
El quel enarcó una de las cejas casi invisibles.
—¿Qué es eso que os ha traído, entonces?
Antes de decir nada, meditó sus palabras. No podía volver a fallar. Tenían que creerla. Tenía que hacerle comprender al mundo la gravedad de la situación. Por eso, cuando despegó los labios, su voz rugió como las olas que rompían contra la ciudad:
—La Corona de los Infieles ha sido hallada en el reino de los humanos. Kamura se prepara para la guerra contra la raza de los hombres. Iggaron le ha tendido la mano para una alianza.
El cielo se oscureció, o tal vez fue sólo impresión suya. Bajo la capa, el búho se agitó en sueños.
—¿De dónde vienes? ¿Quién te envía? —exigió saber el quel. Su voz, que había perdido todo registro de amabilidad, sonaba histérica, inquisitiva. Los ojos azules seguían clavados en ella, pero ya no le daban la bienvenida.
—Vengo de Viendanal. No me envía nadie más que mi propia conciencia.
—¡Viendanal...!—el quel ahogó un grito sorpresivo —. Eso os convierte en una annan. O acaso... —el quelmana no lo llegó a decir. Comprendió en silencio: la criatura que se alzaba frente a él era una drea'de; allí, en el bosque, su potestad era nula, pero eso no impidió que un sobrecogimiento lo estremeciera—. Disculpadme. No sois annan, sois una drea'de. Pensábamos que Kamura os había dado muerte a todos.
—De eso hace mucho —se lamentó Viendel —. Hasta hace unos días no era más que una de las muchas esclavas de Kamura, una de las pocas de mi pueblo a las que después de la captura de Viendanal, Kamura perdonó la vida. Debo reunirme con los sabios de esta ciudad.
El quel asintió concienzudo. La mirada, apagada por el apoco, se encendió poco a poco.
—Os conduciré al Salón de Reuniones —dijo, poniéndose en marcha —. Allí, la Señora os recibirá. Tal vez se convoque un concilio con todos los druidas y embajadores. Seréis escuchada.
Aquellas últimas palabras resucitaron algo en Viendel que creía haber perdido hacía mucho. Esperanza. Coraje. La ayuda de los quel era algo que no había considerado en un primer momento, pero que, en perspectiva, podía ser mucho más decisiva que la de cualquier reino humano. Y allí, en aquella nueva ciudad, entre tanta gente distinta, tal vez pudiera reconstruir su vida...
Dejaron los árboles atrás y se adentraron en la playa. La arena, suave al tacto como una caricia, era una invitación al paseo y la reflexión. Allí donde el Sol incidía con más fuerza, la luz se reflejaba y producía brillos iridiscentes por toda la línea de costa. Al final, donde terminaba el cuello y comenzaba la península, una puerta de mármol blanco custodiaba el único acceso.
—Canya'iana –murmuró el quel a medida que cruzaban el umbral del portón —: en la Nueva Lengua: "Esperanza Blanca". Así se llaman las puertas de nuestra ciudad. Y la espuma que centellea sobre la arena —dijo, y señaló los arcoíris que brillaban a los pies del barranco —, es Novarie'Mana, "Espuma de Madre". La leyenda dice que Shia fue la primera en caminar estas arenas. Por eso resplandecen a la luz del Sol.
El quel nombró muchas más cosas a medida que ascendían la larga escalinata por la pared del barranco. Viendel no conocía todas las palabras de aquel idioma, pero no tardó en descubrir que no hacía falta estudiar para entenderlo. Valnir decía erca y en su mente, sin necesidad de explicaciones, visualizaba claramente el contorno de una llama. Escuchaba anue y casi podía oír entre sílabas el rumor del agua. Y así con aule, aire; mun, astro; nircya, estrella...
Cuando llegaron arriba, Valnir la condujo a través de otra senda de losas que discurría casi en línea recta hasta el palacio al fondo. A un lado y otro de la calzada los edificios se sucedían en patrones regulares. La mayoría de ellos eran construcciones amplias y abiertas a la luz del día, con tejados puntiagudos y rodeados por jardines portentosos. Donde convergían otras calles, los quel habían levantado plazas y plazoletas con fuentes y monumentos a sus héroes y leyendas. Aquella ciudad era un monumento al pasado que con tanto dolor les habían arrebatado. No era algo que a ninguno le gustase recordar en voz alta, pero de alguna forma, encontraban una belleza extraña entre tanta melancolía. Y ya fuera con un cincel o con una brocha, los quelmana eran expertos en convertirla en arte.
Viendel conocía aquella sensación: la nostalgia sin consuelo; la impotencia del fracaso.
La empatía brotó sola. Como sus palabras:
—Lo lamento. Cuando sucumbió vuestro Imperio nadie en Viendanal movió un dedo por ayudaros. Espero que podáis perdonarnos algún día.
Ambos sabían de qué hablaba. Valnir despegó los labios pero no dijo nada; después de siete mil años, el dolor seguía siendo reciente para los quel. El silencio se extendió hasta que el portalón apareció ante ellos. Al contrario que Canya'iana, esta puerta había sido esculpida directamente en la madera del cerezo. El pasaje oscuro que la precedía conducía a algún lugar de su interior. Valnir se separó un momento.
—Informaré a mi Señora de vuestra presencia. Querrá reunirse con vos de inmediato. Aguardad aquí.
Viendel asintió. Entre sus brazos, el búho escarbó un agujero hasta el aire fresco del día. Volvían a estar solos.
—Lo hiciste. Me llevaste hasta los quelmana. ¿Habías estado aquí antes? ¿Reconoces este lugar? —Viendel levantó la cabeza y vio que las colosales ramas del cerezo pendían sobre media ciudad. Los pétalos rosas contrastaban con el azul celeste de la media mañana. El olor del mar quedaba solapado bajo el aroma de las flores.
El búho inspiró hondo y guiñó los ojos. Viendel sonrió.
—¿Eso es un sí?
Valnir regresó a tiempo para descubrir la escena. Inclinó un poco la cabeza y su corazón también se llenó de ternura. Sus miradas se encontraron.
—La Señora os recibirá ahora. ¿Me acompañáis?
Viendel cambió al búho de brazo y volvió a enroscarlo. Tomó la mano que le tendía Valnir y se adelantó un par de pasos. El pasillo terminaba en una gran bóveda de piedra. Aunque había unas cuantas losas por el suelo que marcaban el camino, no existían pavimentos como tal; todo era verde del color de la hierba, y en los márgenes y junto al manantial del centro, crecían arbustos algo más altos que una persona. En la penumbra relativa, la única luz provenía de un grupo de luciérnagas que revoloteaban sobre el estanque.
—Esta sala está justo bajo el árbol, entre todas las raíces—dijo Valnir—. Hay algunas pasarelas desde las torres que escalan por el tronco hasta las ramas. Se pueden ver millas y millas de mar desde arriba. El patio está justo en frente, sígueme. — Suspiró y la condujo hasta el otro extremo de la bóveda, donde se abría una puerta y otro pasillo con luz al fondo.
El patio era un pequeño jardín en el límite del acantilado flanqueado a ambos lados por dos poderosas raíces. Estaba orientado al este, de modo que siempre vería los amaneceres de Prisma. Muy abajo, las olas rompían contra el barranco y la efigie de una vieja diosa que casi habían borrado las aguas.
—¿Es Shia? —Preguntó Viendel, que creía reconocer aquellos trazos suaves, perfectos, en la piedra del acantilado.
Valnir asintió levemente.
—Sí. Nuestra Mana, que se sacrificó la primera cuando el Sueño palidecía ¿La conocisteis?
—Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y aún se acababa de construir Viendanal. Pero sí, la conocí. Y también a Vanyia.
El quel abrió muchos los ojos y se le iluminó la mirada.
—¡Oh, la primera de los nuestros, que guió a los quelmana desde Balaran hasta el Dere'Ana! Mucho la evocamos en nuestras canciones. De alguna forma, todos nuestros antepasados siguen vivos en nuestra memoria.
Hubo un momento de magia compartida y ambos sonrieron. Permanecieron callados un rato, mirando al mar de abajo como si sus pensamientos hubiesen quedado atrapados en el rumor de las olas. Viendel inspiró hondo y dejó que las preocupaciones se diluyeran en las profundidades inexploradas de aquel océano. Libertad.
El tiempo pasó, no supo cuánto, y les llegó la vaga impresión de que se acercaban unos pasos. Pusieron más atención y un cosquilleo les recorrió el cuerpo. A sus espaldas, habló una voz rotunda como el crepúsculo:
—Oigo todos estos nombres en mi lengua y, de alguna forma, mi corazón se llena de nuevas esperanzas.
Se volvieron lentamente, de espaldas al balcón de piedra que miraba al mar, y bastó una mirada suya para dejarlos sobrecogidos. Valnir inclinó la cabeza.
—Dama Luarha.
Viendel tuvo la sensación de estar contemplando la encarnación de la Poesía, la musa que había inspirado a todos los poetas de la historia. Luarha era el espejo en el que se reflejaban los anhelos de los hombres mortales. Un lienzo en el que convergían en perfecta consonancia algo más que colores, porque, ¿cómo podría nadie describir con meros colores aquello que veían sus ojos? Los cabellos eran Otoño que se derramaba sobre la espalda; el verde de la mirada, Primavera que recordaba a los bosques de antaño. La piel era Invierno inmaculado que se derretía bajo los pliegues del vestido.
Y su voz, su voz era Verano:
—Viendel, es un placer recibirte en nuestra ciudad. Valnir me ha trasladado brevemente la urgencia de tu mensaje. Sin embargo, el destino nos sonríe —la Señora del bosque hizo un ademán que abarcó el jardín y la ciudad entera y las profundidades del océano y el vacío entre las estrellas. Sonrió —, pues estos días se encuentran entre nosotros embajadores ç y mensajeros de los bosques de nuestros hermanos al norte y al sur.
Viendel quiso hablar, pero las palabras simplemente se ahogaron en su garganta. La Señora le sonrió.
—Valnir te conducirá a tus aposentos. Estás cansada y turbada pese a las canciones que aquí se entonan. La sombra del miedo todavía te persigue. Es comprensible. Descansa. Mañana hablaremos y nos reuniremos con los demás sabios. Bienvenida a Albasthe.
—Gracias. —Consiguió articular antes de que Luarha volviese a sus quehaceres. Valnir dijo entonces muchas cosas, pero Viendel ya no lo escuchaba.
En su mente, se repetía el eco de una única frase.
<Bienvenida a Albasthe>.
Suspiró y no supo por qué le saltaron las lágrimas.
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