1-Sola


Sola. Palacio Real de I-Naskar. 4 de Junio de 1.223 d.D.


Una lámpara de plata colgaba de las distantes vigas del techo. Allí arriba, las velas vertían su luz acogedora sobre una opulenta mesa repleta de jarras de buen vino, venado, guisantes y grasa de Alanegra, que estaban del especial agrado de Marye aquella noche.

—Espero que estéis disfrutando de la comida, mi reina —cijo Ardo mientras los sirvientes reponían el vino Mediodía. Lady Marye sonrió con gracilidad y se acarició la barriga encinta con ternura. Incluso Sola, la madre de su marido, le sonreía aquel día.

—Y bien, querida Marye. ¿Habéis recibido ya contestación de vuestros padres Lady Anna y Lord Ewyen? —quiso saber Sola. Como Lady Marye, ella también llevaba recogida la larga cabellera en un moño trenzado, pero su pelo gris había perdido hacía mucho el brillo de la juventud y sus ojos azul cristal también se habían oscurecido con el paso de los años; mientras que lady Marye era todo jovialidad y energía.

—Así es —contestó, limpiándose muy finamente la comisura de los labios. En aquella casa, incluso los paños resplandecían —. Vendrán desde las Landas Amarillas para el Día de los Doce y se quedarán aquí por una temporada, si no son molestia.

—¡Fabuloso! —sonrió Sola y se sirvió más guisantes de la fuente. Los habían importado desde las lejanas Ciudades Libres de Thamara y fríos estaban particularmente sabrosos.

Ardo también esbozó una sonrisa y le tendió una mano a su esposa, que se la estrechó cariñosamente por varios segundos. Un sirviente, a una orden, espolvoreó más especias sobre su plato.

—¿Y hay alguna nueva de los Vendolienses? —prosiguió lady Marye. Su marido le había hablado por encima de las recientes tensiones que había entre I-Naskar y Vendal por culpa del Imperio Halcón, y aunque no era nada extraordinario para alguien acostumbrado a la política del acero, a ella, una cándida e inocente muchacha de diecinueve años con apenas mundo, le parecía el preludio de una terrible guerra.

Frío.

—Oh, querida, respecto a eso... —comenzó Ardo, pero calló. Un pinchazo le atravesó las entrañas, una náusea que le agitó los pensamientos. Se llevó una mano al vientre y tragó saliva —. Respecto a eso, nada que la paciencia y la virtud de un rey felizmente casado no puedan arreglar.

Sonrió y su esposa le devolvió la sonrisa, lozana. Ardo había conocido épocas oscuras, difíciles, pero con aquella mujer a su lado se sentía capaz de surcar cualquier ola. Hacía tiempo que no se encontraba tan...

Sola alzó levemente la cabeza y su mirada se encontró con la mirada angustiada de su hijo.

—¡Ardo! —gritó sin darse cuenta —. ¡Ardo! ¡Mi hijo!

El rey abrió la boca como si fuese a decir algo, pero sólo pudo darle un mordisco al aire en un último y desesperado intento por llenar sus pulmones de oxígeno. Sola gritó aún más alto con la voz desgarrada por el pánico. Al momento entraron dos soldados de la guardia real.

Frío.

Lady Marye ni siquiera levantó la cabeza.

—El rey —flaqueó Sola. La tensión le había agarrotado los músculos y observaba con la expresión desencajada los movimientos torpes de su hijo. Cuando los guardias lo alcanzaron, ya era tarde; el cadáver cayó a sus pies, inerte: los ojos descolocados y vacíos de expresión, las orejas encharcadas de sangre.

La voz rota de Sola inundó la sala. El Rey había muerto... si la reina moría con él, sería el fin de la Corona.

Pero lady Marye seguía con la cabeza gacha.

—Majestad —la llamó uno de los guardias. Ella se tambaleó en respuesta y cayó también al suelo. Tenía la nariz ensangrentada y unas profusas gotas le habían pintado de rojo la barriga encinta.

Sola fue la tercera en caer. El dolor le roía las entrañas como una rata, lágrimas grandes y aciagas bañaban sus ojos y las mejillas arrugadas. A los pocos segundos aparecieron algunos soldados más por el portalón del fondo, le extrañó no haber perdido la consciencia todavía. ¿Acaso no era aquel también su fin?

—Sola.

Escuchó como la llamaban, pero no se incorporó; seguía en el suelo como los demás cadáveres pero hirientemente viva. Preferiría la muerte a aquella tortura, el olvido a la locura.

—Mi hijo... —sollozó. Los guardias se hicieron a un lado —. Mi nieto aún no nacido... Mi familia...

Frío.

—¡Lady Sola!

—¡Silencio! —atronó con su voz. El hombre que acababa de irrumpir era sir Namir, amigo de la familia y consejero de su marido, cuando aún vivía, y de su hijo, durante su fugaz reinado.

Se acercó y estudió la mesa. Todo tenía buen aspecto: los guisantes, muy verdes; la carne, en su punto; la grasa, un poco chamuscada... Cerró los ojos y cuando los abrió el retrato colgado en la pared del fondo le devolvió una mirada honda y triste.

—Veneno... —masculló, tembloroso, mientras aún revolvía con el cubierto el plato del rey. Era la única explicación que se le ocurría. Sola alzó un poco la mirada, lo justo para encontrarse con la del consejero, y volcó en él la destrucción que revelaban sus ojos.

"¿Veneno...?"

Algunas figuras más se colaron en el salón, la mayoría nobles y cargos administrativos atraídos por el revuelo. Hubo más exclamaciones de horror y gritos ahogados. Algunos eran familiares cercanos que intentaron abrirse paso entre el tumulto de soldados hasta los cuerpos inertes. Pronto, al llanto de Sola se sumó algún otro, y el peso de la tragedia fue tal que incluso sir Namir, que no era hombre demasiado expresivo, sintió como las lágrimas pugnaban por asomársele a los ojos.

—¡Traición! —dijo uno.

—¡Los han envenenado! –gritó otro.

En el umbral de la puerta aparecieron muchos criados. Algunos de ellos habían visto crecer al joven rey y habían sido sus mentores o nodrizas. También era una tragedia para ellos.

Se elevó un murmullo en la sala. Todos envenenados menos ella. El dolor era real o ella era muy buena mentirosa. Nadie se atrevió siquiera a pensarlo, pero y si...

Sir Namir le tendió la mano y unos guardias trajeron un mantón para arroparla. Estaba morada y tiritaba. El grupo de criados se disolvió rápidamente. Los nobles y conocidos que la rodeaban se miraban entre ellos, quizás incapaces de encajar lo que acababa de suceder, quizás fingiendo un compungimiento exagerado para no levantar sospechas.

Sir Namir intentó fijarse en la expresión de cada uno de los presentes. Le pareció que lady Verena sonreía para sus adentros. Al rato, Sola desapareció acompañada de su séquito por el pasillo hasta sus aposentos. Se la escuchó llorar todavía un rato más.

Cuandocalló sólo quedó el frío.El eterno frío.    

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