1- Moroii

Moroii. Nido de Viudas. 19 de junio del 1.223 d.D.

Los dedos nudosos, acostumbrados a explorar, a investigar, tomaron la espada por su empuñadora y resiguieron la hoja quebrada. El metal, todavía caliente, se vaporizó al tocarlo.

Se frotó el mentón.

—Qué extraño... ¿Qué podría estar haciendo un annan por estas tierras?

Dio un par de pasos hasta el cadáver calcinado y hurgó con habilidad quirúrgica entre los órganos expuestos. Nada salvable. Las manos corretearon como arañas hasta el rostro del annan. Allí se detuvieron un instante; entonces, saltaron como dos pulgas de aquel rostro que despegaba los labios:

Gulg ashag. Este reino está condenado.

El rayo crepitó en la mirada del brujo. Anochecería en breves y el cielo era negro por los nubarrones cargados de tensión acumulada. En el bosque se había levantado un viento pertinaz y húmedo, nada auspicioso.

Pero Moroii no vaciló, y su voz sonó rotunda como las montañas que le daban sombra a la floresta.

—Todo el mundo está condenado, incluso vosotros y vuestra arrogante reina. ¿Qué buscabas en estas tierras?

El annan tomó una bocanada de aire y escupió las cenizas de su lengua a un lado.

Shagalg kga. Mis hermanos te encontrarán y vengarán mi muerte, gurugash —entonces, volviendo el rostro hacia el cielo encapotado, allí donde parpadeaba un incandescente punto rojo, añadió: —. Kamura, mi espíritu regresa a Viendanal.

—¿Qué? —sonrió el brujo, contrariado —. No. No, tu espíritu no volverá junto a tu diosa. Yo me quedaré con él. — Las manos, hasta entonces quietas, se cernieron sobre la garganta del annan como el mordisco hambriento de dos hienas. La presión terminó por ahogar las palabras del demonio, que expiró finalmente. El festín finalizado, las manos volvieron a inspeccionar, a examinar. Y despojaron su trofeo: cuatro dedos, los dos cuernos.

—Qué suerte la nuestra, ¿verdad, amada mía? No se ven annan por estas tierras desde la Guerra del Cuerno Quebrado. ¿No?

No obtuvo respuesta. Se volvió. Le costaba acostumbrarse a la soledad desde que Isabel se había ido a investigar al tal Selnalla. Junto a él, el caballo que hasta entonces había estado intranquilo relinchó con impaciencia. Moroii le dedicó una mirada larga, cansada, antes de montar de nuevo. Ladeó la cabeza lampiña y el viento refrescó la expresión endurecida de su lechoso rostro. Se relajó y tiró de las riendas, resignado mientras comenzaba a caer una lluvia fina e impertinente.

El temporal arreciaba cuando apeó a Cenizo para pasar la noche. El camino, que serpenteaba al margen de un desfiladero, alcanzaba allí mismo un recodo, y la pared del acantilado se abría lo justo para que una persona y un caballo pequeño se resguardasen una noche.

El bosque había quedado muy atrás, pero la sombra del miedo lo había perseguido desde entonces. Jamás lo admitiría, ni siquiera para sí mismo, pero aquellas vastas y simples palabras del annan lo habían dejado acongojado.

Desmontó y tiró de Cenizo hasta la pequeña cobertura. El caballo estaba empapado, y cuando le dio una palmada no supo si estaba tocando piel o hueso. Recordó entonces que apenas le había dado un par de manzanas en los últimos días y se le ocurrió que tendría mucha hambre. Rebuscó en las alforjas y le dio un mendrugo de pan duro. El caballo tragó con ansiedad.

—Ha sido un día largo, ¿no crees?

Cenizo bufó y tardó poco en acomodarse sobre sí mismo. El viento soplaba con fuerza allá arriba y las gotas de lluvia, más que embarrar el camino, parecían agujerear la mismísima piedra. Sintió frío e hizo el amago de encender un fuego, pero desistió al cabo. La amenaza invisible de los annan aún no se había extinguido, y encender una luz entrañaba demasiado riesgo para una noche tan oscura.

Cerró los párpados y por la respiración de Cenizo, supo que ya dormía. <Bien, necesitará estar descansado para mañana>. Aquél había sido un día agotador, pero mañana, con suerte, terminaría la larga carrera. El punto de encuentro en el que se había citado con Verena no estaba a más de seis horas a caballo. El annan había sido un oponente formidable, pero Verena poseía armas más peligrosas que las espadas o el fuego, armas contra las que Moroii todavía no había sido puesto a prueba.

Se preguntaba qué le depararía el futuro. Durante demasiado tiempo había codiciado el puesto de lord Sabious como consejero de hechicería. El saber al que tendría acceso, los privilegios con los que sería investido, la posibilidad de acceder al mausoleo real y resucitar los restos de Isabel...

Los ojos, transformados en dos rendijas, se iluminaron súbitamente con un punto de exaltación.

—Y lo único que se interpone en tu camino, una niñata que se cree capaz de manipularte en su beneficio —se dijo a sí mismo, ya que no tenía otra persona con la que hablar. Soltó una leve carjada. Cenizo bufó dese la esquina —. Verena, amiga mía, tu orgullo será tu condena.

Amaneció con tormenta. Se sobresaltó al escuchar el rugido frustrado de un trueno que se había enconado en el valle de abajo. Se asomó al borde del desfiladero y vio un fuego allá, entre los árboles, que la lluvia no podía apagar.

Recogió las mantas y despertó a Cenizo con unas mondas de naranja. Tiro de él hasta que estuvo en pie de nuevo y lo llevó a beber del lodazal que se había formado en el camino. El caballo estornudó y espantó unas moscas con el rabo. El cielo era negro y los ánimos flaqueaban.

—Ya sé que no soy Raclaw —admitió Moroii, y de pronto le invadió una melancolía que no supo explicar —. Estoy seguro de que él te hubiera atendido mejor. Pero lo más probable es que no volvamos a verlo, así que ahora eres mi responsabilidad, y yo tu amo.

Entonces, subiendo de un salto, Moroii lo azuzó y lo puso al trote primero y al galope después. Al cabo de unas horas, el camino volvía a descender por la falda rocosa de las montañas hasta una llanura verde sin horizontes. Entre la neblina y el agua que seguía cayendo, creyó vislumbrar la sombra de un poblado que bostezaba una columna de humo al cielo.

Apeó a Cenizo. El cielo allí era más claro, y sus ojos se convirtieron en dos ranuras que barrieron la planicie con la mirada. Sacudió las riendas y lo puso en marcha. Había estado antes en aquella aldea, hacía muchas décadas. Y volvería a estar. La llamaban Nido de Viudas. Casi no había hombres en aquel lugar, y los pocos que había nunca vivían demasiado. La Iglesia de los Doce la aborrecía especialmente y los religiosos intentaban evitarla: decían que estaba maldita, que las mujeres de aquel sitio eran brujas.

—Es audaz la chica, ¿no crees? —le dijo al caballo —. Un gran lugar para encontrarse con alguien como yo; apartado de la mirada de los fanáticos de la iglesia, aunque me temo que aquí también habrá campesinos de mente estrecha.

Rio para sus adentros. La roca dejó paso al monte y el monte al mar de hierba que dominaba la llanura. Pero alrededor de la aldea, incluso la hierba desaparecía y dejaba paso a los campos de cultivo: millas y millas teñidas del amarillo del trigo, y del verde temprano de la cebada, y del marrón tardío del centeno. Colores del verano que languidecían ahora mecidos por un viento anémico y atroz.

Alcanzaron las primeras casas después de hora y media de cabalgata. El temporal amainaba sobre los tejados y la gente ya no corría con tanta premura de un lugar a otro. Consiguió llamar la atención de una anciana que le indicó con gestos bruscos el camino a los establos.

—Hay que fastidiarse —masculló mientras se aventuraba por las calles encharcadas —. ¿Has visto cómo me ha hablado? Ni que fuese un pordiosero o un mendigo que viniese a robarles la limosna. Ya bastante tengo.

Cenizo sacudió la cabeza y a Moroii le pareció que el caballo le daba la razón. No pasó mucho rato hasta que los claustrofóbicos callejones se abrieron de pronto a una plaza casi desierta, un pequeño claro en medio de aquel bosque de estiércol que era la aldea. Pero en el centro yacía un obelisco de eras pasadas, y Moroii se abrió paso entre los puestos de verduras, truchas, carne y cerámica para inspeccionar lo poco que había sobrevivido de la estructura.

Y sus ojos centellearon por el descubrimiento.

—Cómo me gustaría que Isabel estuviera aquí para comentar el hallazgo. ¿Por casualidad tú no sabrás nada sobre el primer advenimiento de la Pesadilla y el Único Imperio, no?

Cenizo lo miró con unos ojos cansados y llenos de legañas secas. A Moroii le frustró un poco la falta de entusiasmo por su parte.

—En fin, da igual. Si no me equivoco, esta arquitectura y estos símbolos se remontan al Único Imperio, eones antes del despertar de la humanidad. Los Caídos los levantaban para recibir las bendiciones de Schwexto y colmar la tierra de corrupción —paseó la mano sobre las figuras que ni siquiera el tiempo había sido capaz de borrar. En la base del obelisco habían representado una masa amortajada, negra y pustulosa, que extendía sus tentáculos como brazos alrededor del mundo. Un escalofrío apagó la sonrisa de Moroii —. No recordaba haberlo visto cuando estuve aquí hace tantos años...

Levantó la mirada y por encima del obelisco creyó ver la sombra adusta de varios caballos que piafaban tranquilos. El establo, descubrió, apenas eran unos cuantos postes de madera clavados en el barro a un lado del templo. Un hombre anciano y aguileño, de los pocos que había visto hasta entonces, patrullaba el perímetro con cara de ensimismamiento.

Moroii tuvo que carraspear para hacerse sentir.

—¿Sí? Qué quiere.

La voz, ronca, apática, escupió un pedazo de saliva al rostro de Moroii.

—Esto es un establo y aquí tengo un caballo. ¿Qué te crees que quiero?

El anciano lo miró con hostilidad por encima de la punzante nariz que pingaba.

—Mira, no nos gustan los listillos en esta aldea, ¿entendido? Puedes dejar al caballo de mierda que tienes por cinco serafines, y nosotros nos encargamos de alimentarlo e hidratarlo, que ya veo que tú no estás mucho por la labor —miró al caballo por encima del hombro de Moroii y torció el gesto. En ese momento, dio unas palmas y por detrás del montón de heno apareció un lazarillo de no más de doce años.

—Ya veo que no os gustan los listillos en esta aldea, pero gracias por confirmármelo —siseó el brujo. Metió la mano en el hatillo donde guardaba las monedas y tanteó el dinero que le quedaba —. ¿Cinco serafines, dices?

—Ni uno más, ni uno menos. Ya está bien de hacerme perder el tiempo.

Los dedos de Moroii rebuscaron como harpías dentro del hatillo y sacaron cinco monedas de cobre que arrojaron al lodo a los pies del anciano. El hombre, con un odio infinito, ordenó al chiquillo recogerlas del suelo. Las guardó con recelo.

—Átalo junto a Lunara, al fondo de todo, Daric —arrancó las riendas de manos de Moroii y se las tendió al mozo de cuadra —. Todo en orden —dijo después, mirando al brujo —. Si vas a estar más de un día en la aldea, que espero que no, tendrás que pagar otros tres serafines a mayores, o el caballo se va a la puta calle.

Pero Moroii ya no estaba allí para atender a las provocaciones del infeliz viejo. Desilusionado por el cariz que tomaba la conversación, había desaparecido otra vez entre los puestos del mercado. Los ojos eran curiosos y entusiastas a pesar de todo, y se posaban sobre todo aquello que miraban, revelando su naturaleza, juzgando, analizando. Tardó poco en localizar la posada del encuentro, y como ahora tampoco tenía a Cenizo para hablar, se dirigió a sí mismo cuando dijo:

—¡Por fin! Después de todo lo que hemos pasado, después de todo lo que hemos caminado, llegamos al último párrafo de este capítulo, y las primeras líneas del siguiente. Verena, ¡Verena! ¡Qué auténticas ganas de verte! ¡De conocerte! ¡De enfrentar nuestros intelectos! Por fin algo que estimule mi mente en esta vida mundana que llevo. ¡Veamos!

Corrió hasta el porche dominado por una exaltación difícil de domeñar. Pero entonces empujó la puerta y todo aquel entusiasmo se disipó con el olor a vómito y alcohol. El mismo olor que le había abordado en la posada de Nerida, hacía tantos días. Se detuvo un momento y lanzó una mirada a su alrededor: casi todo mujeres ancianas o muchachas demasiado jóvenes.

Pero ni rastro de Verena.

Se abrió camino a manotazos hasta la mesa más apartada que encontró e hizo un gesto para llamar a una de las mozas que servían bebidas. La mujer era hermosa, casi como si el diablo la hubiese hechizado. Tenía unos ojos grandes y atentos, pero en su mirada dormía el dolor de la humillación más terrible de todas. Y Moroii se dio cuenta, y se apiadó de ella.

Su voz sonó calma, sincera.

—¿Sabéis si ha llegado Verena? —ante el cabeceo de la mujer, Moroii insistió: —joven, altiva, no puedo daros más detalles.

—Preguntaré en cocina, que suelen conocer a toda la gente a la que sirven un plato. ¿Entre tanto, querríais tomar algo? El mediodía se acerca y pronto serviremos varios platos.

Moroii negó simplemente y agradeció su cortesía. Cuando la muchacha desapareció, volvió a sus pensamientos. ¿Se había retrasado ella? ¿Habría llegado él demasiado temprano? ¿O demasiado tarde?

Los ojos volvieron a barrer el salón con la esperanza de encontrar alguna mujer que destacase entre toda aquella chusma. Pero no encontraron nada. Entonces, aquellos mismos ojos desesperanzados, impacientes, se abrieron de par en par. Moroii contuvo un grito de pánico.

Dos inquisidores, más allá, junto a las escaleras, apabullando a preguntas a la que, imaginó, sería la dueña del local.

¿Verena lo había traicionado? Sacudió la cabeza para alejar aquella idea. No. No tenía sentido. ¿O sí? Claro que sí. La Iglesia, cada vez más fanática, más ciega, vería con buenos ojos cualquier chivatazo que le pudieran dar sobre un hereje. Verena ganaría el beneplácito del arzobispo, muy especialmente ahora que la Corona atravesaba su peor momento.

Agachó la mirada y hundió la cabeza en el plato imaginario que había sobre la mesa. Incluso en aquel pueblo de "brujas", Moroii destacaba sobre los demás como el espejismo de un oasis en medio del desierto.

La muchacha que había hablado con él alcanzó a la tabernera y le hizo unas indicaciones en dirección a Moroii. Por debajo del yelmo, los inquisidores siguieron con la mirada aquel dedo que señalaba al viejo cabizbajo. Entonces se pusieron tensos.

<Maldición>.

Moroii percibió el sutil cambio en la atmósfera del local y levantó la mirada a tiempo para descubrir que los inquisidores se intentan abrir paso hasta su mesa.

—¿Qué puñetas hago ahora?

Podía quedarse y fingir normalidad, aunque pocas cosas pasaban inadvertidas a los ojos dogmáticos de los perros del arzobispo. Además, si en verdad aquello era la fructificación de la traición de Verena, ya sabrían de antemano a quién buscaban y no habría posibilidad de fingir.

Pero... ¿y si aquello último no eran más que paranoias de su propia mente? Huir de allí levantaría sospechas innecesarias, y entonces sería peor el remedio que la enfermedad.

Huye. Te intentarán arrestar hagas lo que hagas...

Moroii saltó de su asiento con la agilidad de un gato y se escabulló según las indicaciones de Isabel, por el pasillo de las habitaciones. Tanteó el primer pestillo.

Cerrado, pero sonrió. Al fin, el amor de su vida, había vuelto.

—Mucho te he extrañado, luz de mis días.

Sobrevive, Moroii, o no habrá más días para iluminarte.

Escucharon pasos a sus espaldas. Tanteó el segundo pestillo.

Vaciló un momento. Pero cerrado.

Forcejeó el tercero y la puerta cedió y cayó de bruces en un cuartucho deplorable. Los pasos sonaron más cerca, alentados por la histeria del anciano. Lo iban a encontrar.

Atranca la puerta, idiota.

Obedeció. Le pareció que el jaleo disminuía, como si la gente contuviese el aliento antes de una zambullida. Cerró los ojos y soñó con fuego, pero en sus manos no brilló ninguna llama.

Golpes al otro lado. Nudillos y palmas que empujaban en vano. Gritos e improperios. Amenazas.

—¡Lo tenemos! —gritaron —. ¡Hereje! ¡Hereje!

La puerta cedió y la silla que la atrancaba se partió a la mitad. Moroii trastabilló y cayó de nuevo. No lloró, no suplicó, pero su rostro se deformó por el miedo.

Un flechazo.

Sangre.

El jaleó volvió.

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