1- Moroii
Moroii. Torre Tarq y Erdun. 10 de Junio del 1223 d.D.
Aquella mañana se había levantado exultante. Hablaba sólo incluso más de lo frecuente y se movía dando pequeños saltos de emoción por los pasillos y escaleras abajo. Reía, gritaba, e incluso su boca se había convertido en una sonrisa tensa que luchaba por contener la emoción explosiva.
Tras las ventanas ennegrecidas por la mugre, el temporal amainaba. Todo en Torre Tarq era viejo y decrépito, incluso el paisaje más allá y los nubarrones que lloriqueaban en el cielo eran ancianos y sosos. Por eso, cuando Moroii apareció en el comedor tan parlanchín y vivaracho, Raclaw abrió mucho los ojos con sorpresa. Las bolsas que colgaban de sus párpados, testigos de las largas noches de insomnio, casi desaparecieron. Aunque estaba acostumbrado a los repentinos cambios de humor de su señor, aquella exaltación era algo que jamás había visto.
Moroii se acercó hasta él, lo abrazó con sus brazos famélicos y lo retuvo varios segundos mientras sonreía ampliamente. Luego lo soltó y danzó delicadamente hasta su asiento en el comedor. Raclaw correspondió al abrazo con una una sonrisa amarga.
—El almuerzo estará listo en breves —informó con voz quejumbrosa, a la vez que agachaba la cabeza en señal de respeto.
—¡Espléndido! ¡Maravilloso! ¿Qué has preparado hoy? Bueno, no importa, mejor que siga siendo una sorpresa. Por cierto, después tendrás que ensillar el caballo y cargar con mi faltriquera y sacos de viaje. Parto hacia la capital al mediodía.
El anciano criado lo miró sin expresión largos segundos. ¿Se iba? ¿Había escuchado bien? Desde que se había mudado a Torre Tarq para estar a su servicio, Moroii apenas la había abandonado un par de veces, y nunca había viajado largas distancias. ¿Cuándo había tomado la decisión? No dijo nada. Asintió lentamente y se alejó presuroso hacia la cocina. Más tarde trajo el desayuno en una bandeja de plata y vertió un poco de aquel líquido rojo en su copa de cristal.
—Por nosotros, querida mía —brindó Moroii.
Aunque no tenía el valor suficiente para indagar sobre sus motivos, el viejo criado se preguntaba qué había empujado a alguien tan taciturno y ermitaño como Moroii a abandonar su hogar ancestral. Tampoco sabía cómo sentirse: si aliviado, por el descanso y las libertades que supondrían su ausencia, o mohíno, por la insoportable soledad que le deparaba. Criado y señor se necesitaban el uno al otro más de lo que ninguno reconocería jamás; después de tantos años compartiendo silencios, mañanas frías y tormentas, se habían llegado a comprender sin palabras, a completar... a fundir, en definitiva.
Cuando terminó el desayuno, Moroii subió de nuevo a sus aposentos y preparó la faltriquera con sus bienes personales; objetos de valor, exóticos y antiguos, sobre los que jamás dejaría poner una mano encima a Raclaw. Mientras tanto, podía verlo desde su ventana haciendo el estúpido junto al caballo. Cenizo, ese era su nombre, era negro, no demasiado grande y horrorosamente famélico. Las costillas sobresalían por entre las carnes flacas, las pezuñas se deformaban por la infección del estiércol sin recoger, y las moscas lo azotaban día y noche. El poco pelo que tenía en las crines buena falta le hacía, aunque tan apelmazado y sucio estaba que arrancárselo hubiera sido un acto de bondad. Pese a todo, y aunque poco lo visitaba, Moroii estaba orgulloso de su montura, que, dicho sea de paso, se compenetraba a la perfección con la atmósfera decadente de la torre y sus habitantes.
Tras casi una hora de pelea Raclaw terminó por doblegar la voluntad del caballo. Con un último suspiro que pareció dejarlo desinflado, dio las gracias a los dioses (si es que creía en alguno) y ató el último nudo. Luego, volvió a la torre y subió las escaleras hasta los aposentos de Moroii, lo que le llevó otro cuarto de hora. Llegó al último rellano y apenas podía respirar. Sudaba y las ropas grises estaban empapadas por el barro. La cabeza pelada lucía un amarillo enfermizo a la luz de los candelabros. Daba auténtica pena y se disculpó por su aspecto. Cojeó hasta el final del pasillo.
Su señor aguardaba impaciente junto a las alforjas; él mismo llevaba a la espalda su faltriquera personal. En ella había guardado una estatuilla de Schwexto, un par de viales, viejos pergaminos enrollados, tinta y pluma de escribir y una vieja varita de caoba. Bajaron de nuevo el uno junto al otro y una vez en los establos, Raclaw ató bien fuerte las alforjas y condujo al caballo hasta la salida del patio. Una verja negra y oxidada, aunque todavía puntiaguda, delimitaba la finca abandonada. La maleza crecía sin control tanto dentro como fuera. Los árboles eran escasos e igual de negros que el vallado. Más allá, entre las hierbas altas y los arbustos, las ruinas de la vieja aldea rumiaban en el valle oscuro.
Con un vigor inusitado que sorprendió a Raclaw, Moroii subió de un salto sobre Cenizo. El caballo relinchó, intranquilo, como si la presencia del viejo brujo lo perturbase, pero bastó una palabra dura del criado para calmarlo. Después, arrastró la pierna hasta el candado que cerraba la verja y encajó la llave. El metal resonó con un estridente ¡clong! Las puertas chirriaron y se abrieron de par en par.
—No aguardes mi llegada —se apresuró a decir Moroii. Ceñía las riendas con un porte tan elegante y noble que apartó de un plumazo todo vestigio de fatiga. Raclaw inclinó la cabeza en señal de respeto. Ambos se despidieron con un frío adiós y Cenizo emprendió el trote. Hacía apenas unas horas Moroii era un saco de entusiasmo y cariño; ahora su expresión era adusta y su ceño se fruncía en una mueca de concentración.
Aquello sí era un cambio repentino de humor.
—Me ha servido bien, Isabel. Es un buen hombre, y leal —dejó madurar las palabras Moroii. La torre ya había quedado atrás hacía mucho y, con ella, la figura cenicienta del pobre y triste criado —. Merece el descanso que nosotros no vamos a tener. Dime, ¿llegaremos a Eredun antes de medianoche? Podríamos alquilar una habitación en la posada.
El camino era un lodazal que serpenteaba entre la maleza y los vestigios del antiguo bosque. Más allá, zigzagueaba monte arriba siguiendo el margen seco de un río pantanoso hasta desaparecer por la otra ladera. Desde lo alto de la colina, podía verse en el horizonte un punto distante, tétrico y borroso entre la niebla, donde terminaba la calzada. Era Eredun, la capital del ducado, un sitio pobre y estéril donde reinaban el hambre y la violencia. Los hombres menores habían hecho del gobierno de la ciudad una broma, pero mientras no husmeasen en su torre, a Moroii poco o nada le importaba quien jurase los votos de gobernador.
Cenizo se cansó rápido, pero bastó un azote para que reemprendiera el trote. Cuando llegaron al alto del monte, detuvo al caballo y señaló la lejana ciudad con su índice huesudo.
—¿Cuántas veces hemos viajado hasta esa pocilga en los últimos doscientos años? ¿Diez, tal vez?
Agitó las riendas y lo puso de nuevo en marcha. Cuesta abajo, al menos Cenizo trotaba con algo más brío.
—¿Más? No sé. Me entristece en cierto sentido descubrir la misma miseria cada vez que volvemos. Tú y yo le podríamos dar tan buen uso...
Tras los nubarrones grises, el Sol se deslizó y desapareció en el horizonte tras el valle de Torre Tarq. La ciudad estaba cerca, podía ver sus torres alicaídas, sus muros deprimidos y sus puertas astilladas. Podía oler el hedor a orines y estiércol, así como el alcohol y el sudor de los hombres velludos. Podía escuchar los gritos en los callejones, los pasos rápidos que se alejaban, y los cánticos de los borrachos o sus peleas en la taberna. Apenas un soldado montaba guardia cuando llegó a la puerta.
—¿Quién va? —por su tono de voz, intuyó que era un chico muy joven, de no más de quince años. El casco y el peto le quedaban ridículamente grandes. La espada que le habían dado pesaba tanto que el muchacho había decidido apoyarla contra el muro.
—Un pobre creyente. Vengo a visitar a un viejo amigo mío.
—Los ancianos no deberían andar solos cuando caen las sombras. De noche el ducado se llena de peligros.
El aguijón lo alcanzó, pero Moroii no se mordió la lengua.
—Tampoco los niños pequeños, y he aquí que estamos ambos.
El chico no respondió. No podría replicar nada. Hizo un simple ademán con la mano indicando que podía pasar y se ajustó el casco que se le escurría constantemente. Moroii sacudió muy suavemente las riendas de Cenizo y el caballo entró a paso ligero.
—Querida, ¿has oído lo que me acaba de llamar ese mocoso? ¡Anciano! ¡¿Yo?!
Las calles estaban sumidas en la más absoluta tiniebla. Incluso desde las ventanas la luz que llegaba era pobre y desganada.
—Sí, sí, tengo mis años, lo reconozco. Tú también tienes los tuyos, Isabel. En cualquier caso, no soy un desvalido que deba buscar la protección de una ciudad mal parapetada. Podría arrancar su alma de su patético y enclenque cuerpecillo con una única palabra de poder.
Enfrascado en la conversación, llegaron a una pequeña plaza. La luna casi llena brillaba sin piedad desde el suelo encharcado y los cristales de las botellas rotas. Había sangre cerca de un banco, junto a la fuente. Más allá distinguió unos establos donde dejar al caballo. Al fondo, la posada de la Sierpe Descamada vertía su sombra sobre media plaza.
Desmontó, ató a Cenizo y empujó la puerta de madera hacia adentro. Su tacto era húmedo, frío y duro, y la puerta arrastró varios centímetros hasta que se encontró con un tablón de madera abombado y se detuvo. Un fuerte olor a alcohol y vómito inundó los sentidos de Moroii, que se llevó la nariz aguileña a los pliegues de su manga.
—Por la Dama, ¿qué es este hedor nauseabundo? ¿Qué gozo o alivio pueden encontrar estos hombres en la cerveza y el vino que no puedan hallar en la quietud de sus hogares, con un buen tomo entre sus manos?
Se abrió paso hasta la barra por entre la multitud enfervorecida y cuando habló con el posadero sonó casi exasperado. Todos aquellos "hombres menores" le crispaban, le deprimían. Alguien como él, un pragmático con delirios de grandeza, difícilmente podía concebir que la mayor parte del mundo más allá de su torre no pudiese leer, ni tuviese el más mínimo interés por aprender nada. Tampoco entendía aquella entrega ciega al alcohol como medio de liberación, y mucho menos aquella obsesión con el deleite carnal y la lujuria del exceso.
Él era algo ajeno a todos ellos. Él era un erudito. Un nigromante. Un brujo. Él estaba por encima de todas aquellas vulgares y miserables distracciones de la vida.
—Una habitación, sólo para esta noche —dijo con voz ronca y muy bruscamente, como si quisiera abandonar aquella sala abarrotada de borrachos lo antes posible.
—¿De qué tamaño? Me quedan tres pequeñas, cinco medianas y tres grandes —el posadero era un hombre fortachón, aunque más bien fofo. Escondía la barriga prominente tras un mandil demasiado descolorido tras tantos años en el oficio, y bajo la nariz roja e hinchada le crecía un bigote tupido que peinaba hacia los lados. Había algo extraño en su pronunciación; tanto, que tuvo que repetir el número de habitaciones una segunda vez para hacerse oír.
—Una pequeña.
—Muy bien. Avisaré a la moza de cocina para que prepare todo. ¿Tomaréis algo mientras esperáis?
Moroii se limitó a negar con la cabeza. El posadero asintió con una sonrisa y se perdió en la cocina. Al rato salió una muchacha jovencita toda apurada escaleras arriba. Supuso que era la moza de la que hablaba.
—Bueno, podría ser peor... —suspiró Moroii. Se abrió paso hasta una pequeña mesa que había junto a las escaleras para ver bien a la muchacha cuando volviese a buscarlo —. Con suerte, si mañana salimos temprano, podremos llegar a la capital antes de que termine la semana. ¿Qué es hoy? ¿Martes? Sí, martes. Antes del domingo a medianoche estaremos instalados en palacio. Esa mujer, Lady Verena, nos procurará todo lo que necesitamos y más. Y la pobre reina, bueno, reina cuando la coronen formalmente; esa anciana decrépita llamada Sola, será tan fácilmente manipulable que esta aventura nuestra apenas será un juego de niños. Nos aprovecharemos de la ambición de una gran mujer, y del dolor de otra mujer aún más grande, para sentarnos en un asiento privilegiado dentro del Consejo, y desde el interior, subvertir la corona en pos a nuestros intereses.
Calló. Aunque nadie había reparado todavía en la curiosa (aunque no excepcional) estampa del anciano hablando solo, en la mesa de al lado unos hombres discutían algo sobre Anar-Mort, la tierra negra donde, hacía muchos siglos, los nigromantes habían establecido su reino y hogar. El propio maestro de Moroii, en su día, hacía casi doscientos años, venía de aquel reino prohibido.
Aguzó el oído.
—Dicen que este nigromante es más pálido y frío que la muerte —el hombre, un cuarentón bastante envejecido, escupía las palabras como si fuesen veneno —. Un amigo de mi primo, que trabaja cerca de la frontera, en un aserradero al norte de la Falla, lo vio mientras se escabullía de la aldea. Ojalá nunca lo hubiera visto. Era como un gusano con una mata de pelo largo y negro recogido con una cinta. Vestía una toga morada que cambiaba de color con cada paso que daba. Y de su cinturón... agh... de su cinturón colgaban dedos humanos. ¡Frescos!
Sus acompañantes fruncieron el ceño y sus expresiones se convirtieron en una mueca.
—Son tiempos difíciles —dijo otro mientras bebía los últimos posos de su cerveza —. Los nigromantes acechan en la frontera y descienden acompañados de plagas y muerte. Y ese hombre-gusano que decís, creo que sé quién es.
—¿Lo conoces? —repitieron todos los demás, con asombro. Uno de ellos dejó escapar un gutural eructo. Rieron.
—Sí. Escuché al doceno de la ciudad hablar el otro día sobre él —continuó —. Ese nigromante es el líder de Anar-Mort, lo que lo convierte en... ¿rey? No sé. La inquisición lo busca por blasfemia y herejía. Bajo el mando renovado del sumo inquisidor Teleran, ese gusano no tiene nada que hacer en nuestras tierras. Su nombre es... —se frotó el mentón, pensativo, y dijo lo primero que se le vino a la cabeza —, Sanala, o algo así.
< ¿Sanala? > A Moroii casi se le escapa una carcajada. Tenía que reconocer que era divertido escuchar a un grupo de necios haciéndose pasar por sabios y enterados, pero en el fondo, tanta ignorancia lo irritaba. Y aquel nuevo sumo inquisidor... nunca había oído hablar de él. Sobre el nigromante, se referían sin duda a Selnalla. Aunque no en persona, se podría decir que Moroii lo conocía bastante bien. Habría que andarse con cuidado si los rumores eran ciertos.
Bufó. ¿A qué había venido a I-Naskar? Desde luego, no a regar plantas. Miró de soslayo a Isabel y adivinó sus pensamientos.
—Tranquila —sonrió, intentando fingir calma —. Poco puede querer ese pobre diablo de estas tierras, más que cadáveres con los que tal vez engrosar las filas de sus legiones. Si ya saben quién es, los perros falderos de ese tal Teleran no tardarán en darle caza.
Los hombres cambiaron de tema, pero Moroii ya había dejado de prestarles atención hacía un buen rato.
—¿Estás segura? No sé si es muy buena idea que vayas detrás de un nigromante tan poderoso. La última vez que nos separamos... moriste sola. Sí, ya sé que ya estás muerta; sabes a lo que me refiero.
La moza de cocina bajó presurosa por las escaleras. Era una mujer gordita, aunque amable de cara, que caminaba de medio lado por culpa de una inflamación en el tobillo derecho. Su mirada había sido secuestrada por la fatiga, pero eso no impedía que sonriese risueña.
Desde el segundo escalón, barrió la sala con la mirada en busca del anciano de la descripción.
—Soy yo —dijo Moroii. Estaba tan cerca de la escalera que la muchacha dio un respingo y reprimió una exclamación de susto. El viejo brujo se incorporó y la mujer lo acompañó hasta el pequeño cuartucho, en el segundo piso. Los pasillos, tan estrechos y laberínticos, le recordaron a una ratonera.
—Que los Doce brillen sobre vos, buen señor. Espero que encontréisagradable vuestra estancia —cerró la puerta tras de sí y se alejó presurosa de nuevo hacia la cocina. Moroii se dejó caer sobre la cama, tan pobre en plumas que creyó haberse tirado sobre una pila de leña mojada.
—Muy bien... —concedió —. Ve y descubre lo que trama ese nigromante, amada mía. Nadie interferirá nunca más en nuestros planes. Nunca más.
Apoyó la faltriquera en una esquina de la habitación y dejó las alforjas llenas de víveres bajo la cama. Luego, se asomó a la ventana y escrutó la noche plagada de estrellas. Sobre todas las demás brillaba una roja; roja como si se desangrase en el vacío, como si fuese un augurio de muerte y sufrimiento, del Fin de Todo.
De pronto, recordó LaPintura. Quizás aquel Selnalla también las conociera.
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