1- Adrilia

El mismo viento que agitaba los sudarios de los muertos, que peinaba las calles desiertas de vida, que arrastraba la bruma del Aguaspardas hasta vestir de blanco el Monte del Verdugo, zarandeaba a Adrilia en su impertérrita vigilia. Desde los muros mordisqueados por el tiempo, la princesa observaba cómo su ejército abandonaba las ruinas que le daban cobijo. En la guerra que se estaba gestando, Erbum se llevaría el primer martillazo y el más contundente.

Al principio había aceptado aquella tarea casi por imposición, como el huérfano hambriento al que acoge un soldado. Pero Selnalla no era el padre espléndido que su gente esperaba, y Adrilia sabía muy bien que había mentido cuando hablaba de salvarlos.

La maldición, el encierro y el hambre... el nigromante, la Pesadilla y la corona... Casi parecía parte de una historia en la que ella era la trágica protagonista. Pensar que, tal vez, aquel destino le había sido impuesto le revolvía las entrañas. Por eso había permanecido junto a Selnalla, porque si bien ceñía él las riendas, pronto cambiarían de hocico las bridas.

—Al fin —Adrilia giró sobre sus pies y caminó un paso hasta las escaleras del muro. Llevaba los brazos recogidos tras la larga capa raída. La melena desteñida y enmarañada le confería un aire leonino —. Espía.

Cúniven arrojó al humano a los pies de la escalera. Vestía de rojo y dorado, colores de la inquisición. Las cejas pobladas enmarcaban un rostro henchido de terror y repugna.

—Teníais razón, mi señora —Cúniven inclinó el rostro y llevó una mano grisácea al hombro izquierdo —. Los humanos nos vigilan desde hace dos días, al menos. Sus ejércitos estarán de camino.

—Cuento con ello —respondió Adrilia con calma, y desvió la mirada hasta el infeliz que se encogía bajo su sombra —. En lo que a ti respecta... Si tu información me es útil procuraré que tu alma alcance la gloria de los Doce.

—¿Y si no? —preguntó el hombre, amedrentado y en voz baja.

—Partiremos tu alma, desnudaremos cada secreto y vincularemos tus restos a una mosca estercolera —dejó pasar un instante para que asimilase las palabras antes de continuar —. ¿Y bien? Dime desde dónde atacaréis, cuántos sois y qué órdenes tenías.

El silencio creció en la mirada del hombre. Mirándolo a los ojos, Adrilia discernió el brillo fanático propio de los suyos, el fuego moribundo del odio que se apagaba en ascuas amilanadas.

—Desde el sur —dijo con un hilo de voz cuando todos pensaban que ya no iba a decir nada —. Quinientos hombres, el Arzobispo ha estado reclutando a la desesperada desde que se escucharon los primeros rumores sobre vuestra presencia en el norte. Se me encomendó adelantarme para explorar la zona.

Adrilia asintió despacio y descruzó las manos para descansarlas en las caderas. Descendió un escalón. Dos. La noche se estremeció en respuesta.

—De acuerdo —la lanza bailó en los dedos de Adrilia y halló su camino hasta el corazón del inquisidor. La sangre salpicó con un borbotón rojo y el cuerpo sin vida se apartó y cayó a un lado, petrificado en el susto —. Nutrid nuestros números con sus restos. No hallará la paz de sus dioses. Aún no.

La sorpresa asomó a los ojos de Cúniven, pero agachó el rostro y no dijo nada al respecto. Tendiendo el cadáver a los siervos que se abrían paso entre el público, se volvió para preguntar:

—¿Qué ordenáis, mi señora?

Adrilia levantó la mirada hacia los riscos que envolvían la ciudad y, por último, se detuvo en el cadáver sin vida que cargaban los esclavos. Si aquel hombre era un explorador, el ejército principal no podía estar muy lejos. ¿Pero quinientos hombres, desde el sur? No, había mentido, pero Adrilia no cometería la necedad de subestimar al enemigo.

—Si encuentran la ciudad vacía a su llegada no tardarán en seguirnos la pista hasta Erbum, y no me arriesgaré a una batalla en dos frentes. Tampoco podemos quedarnos y esperar, o Erbum tendrá tiempo para organizar una defensa —calló un momento. Los ojos rielaron —. Llama a Orlando.

Cúniven asintió enseguida y desapareció engullida por la marabunta de desvelados que se habían apelotonado a los pies del muro. No tardó en volver acompañada por el orondo señor de la Casa de la Mosca, cuyo diámetro apenas le permitía abrirse paso entre la muchedumbre.

—Adrilia —saludó el nigromante con cierta rimbombancia.

A la princesa no le pasó desapercibido su tono mordaz.

—La Iglesia de los humanos envía refuerzos a por nosotros. Saben que ocupamos esta ciudad y atacarán sin demora, pero no tengo intención de rendirla y allanarles el camino hasta Erbum.

Orlando se ajustó la capucha que encuadraba el rostro inflado por la peste y parpadeó, sin comprender.

—¿Qué precisáis de mí?

Adrilia descendió otro par de escalones hasta que quedó casi a su altura.

—Los gusanos de los que me hablasteis en la última reunión, la plaga que liberaríamos contra Erbum, la utilizaremos aquí y ahora.

Los párpados pesados e inflamados del nigromante se abrieron por la histeria. La boca enterrada entre los pliegues de carne muerta dibujó una mueca de desacuerdo.

—Los gusanos estaban pensados para ser liberados en Erbum, de modo que los supervivientes y fugitivos extendiesen la plaga al resto de Vendal y no pudieran buscar venganza contra nosotros al menos en dos generaciones —cabeceó y negó con un dedo gangrenado —. Ha tomado ochenta años criar a los gusanos en estos números. Sería un desperdicio de recursos.

—La otra opción —repuso ella — es dejar que la inquisición campe a sus anchas y nos de caza allá donde vayamos. Que se haga fuerte y nos haga una guerra de guerrillas. Además, la Iglesia será la principal oposición de Selnalla en I-Naskar.

Orlando apretó los dientes y miró a otro lado. Su señor había sido muy claro al respecto: él, Araya y Arccon no funcionarían más que como consejeros. La decisión última, errada o acertada, le correspondía a la quelmana. O lo que quedaba de ella.

—Cúniven —a Adrilia le costó apartar la mirada del rostro abotargado del nigromante —. Retírate y que nuestro pueblo se una a las legiones restantes tras los muros.

—Cómo ordenéis —dijo, y lanzó una mirada de soslayo al saco de grasa y pus que se tambaleaba junto a ella —. Lord Orlando, con su venia.

Adrilia esperó a que la muchedumbre se hubiese dispersado y no hubiera ya nadie escuchando la conversación.

—No espero más de doscientos soldados enemigos —le mintió, pero la máscara de su rostro disimuló muy bien el veneno en sus intenciones —. Te dejaré a cargo de la defensa, seiscientos no-muertos a tus órdenes más los cadáveres infestados de gusanos. Quiero que los supervivientes expandan la peste a su regreso a catedrales y templos. Mata a todos los demás y no rindas la ciudad bajo ninguna circunstancia.

Dio media vuelta y remontó la escalera hasta los adarves del muro. Allí, ignorando al nigromante que aún rumiaba a sus espaldas, paseó la mirada por los regimientos y batallones que comprimían la casi infinita hueste de Anar-Mort. Se sintió sobrecogida y alzando en una mano el cristal de sombra, conjuró el poder de Azga directamente sobre ellos.

Un trueno estalló en el firmamento.

—¡Marchad!

Y todo se detuvo: el viento, la bruma que cosquilleaba en los pies de las montañas, las tres lunas en su migración por el cielo... El mundo entero se paró y se movieron los muertos; su conexión tan profunda, tan taimada, que la misma mirada de Adrilia se contagió con el fulgor morado de Azga.

Se giró a tiempo para descubrir la sorpresa en las facciones del nigromante. Le flaqueaban las piernas, no supo si por el asombro o por la morbidez de su propio peso.

—La ciudad no caerá —titubeó, ajustándose el cuello de la túnica al gaznate hinchado —. No os fallaré.

—Quiera la Bella Dama que estés en lo cierto —dijo Adrilia, sabiendo que lo enviaba a su muerte —. Retírate y organiza la defensa de inmediato. El ejército enemigo está al caer.

Estaba hecho. El sacrificio de Orlando serviría para diezmar los ejércitos de la Iglesia y extender una plaga que minaría tanto sus números como su fe en los Doce. La fe era débil. La fe era una debilidad. Cuando hasta el arzobispo de los Doce cayese enfermo, ¿a quién se volvería la gente buscando esperanza o consuelo?

El viento volvió para izar la melena leonina de la quelmana e hizo de ella su bandera. Contemplando desde lo alto, un aura de solemnidad pareció adherirse a la capa gris deshilachada, a las prendas mortuorias y la armadura ceremonial que vestía. De alguna forma ya no era una princesa, sino una reina. Y su pueblo la aguardaba.

Saltó sobre las almenaras y descendió los diez metros de muro hasta el suelo. Aterrizó con la elegancia sobrehumana que solo podría lucir una quelmana. La tierra estéril y con calvas se acomodó gustosa el caminar de sus botas.

—Cúniven.

Su doncella había hecho lo que se le había pedido. Los desvelados estaban listos y en posición. Cúniven le salió al encuentro con el rostro ensombrecido.

—Prometiste salvar el alma del humano si confesaba —no era un reproche, aunque la decepción impregnaba su tono —. ¿Por qué le mentiste?

La levísima sonrisa que había aparecido en el semblante de la princesa se fracturó. A Cúniven le pareció que el morado de sus ojos se desteñía en rojo escarlata.

—No. ¿Por qué me mintió él a mí?

Cúniven arqueó una ceja, sin comprender.

—¿De verdad creíste —continuó Adrilia —, que nos fue sincero? —ladeó la cabeza y se llevó una mano al mentón con aire umbrío —. ¿Quinientos hombres, desde el sur? Pude ver el fuego que ardía en su mirada, jamás traicionaría la confianza de los suyos. Llegarán mil al menos, del sur y del este. Rodearán la ciudad antes de adentrarse en las ruinas. Y cuando lo hagan, habrán sellado su final.

—Honesto o desleal, no era nuestro el derecho de decidir sobre su alma —dijo Cúniven—. Te disgustaba Selnalla por eso mismo, por manipular a nuestra gente y jugar con sus esperanzas e ilusiones.

Las palabras de Cúniven se ahogaron en la tempestuosa mirada de Adrilia. Una apretó los labios y la otra los despegó.

—La supervivencia de nuestra gente pende de un hilo. Nuestra única esperanza reside en mi capacidad para presidir la jerarquía de los nigromantes. Limítate a obedecer y jugar tu papel como mi segunda al mando. No vuelvas a cuestionarme.

Cúniven calló, desvió la mirada y volvió con los desvelados. Adrilia siempre había sido temperamental, de carácter duro y pensamiento inalienable. Pero esto... 

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