XXIX
Habían pasado veinte minutos exactamente, y Miguel, tan puntual como solía ser siempre, caminaba a lo largo del pasillo, dispuesto a dar por finalizada aquella reunión.
Sus pies se detuvieron frente a la celda de Samuel, donde él y su amiguito habían estado conversando.
Los dos se giraron hacia el carcelero.
—Es hora. —Fue lo que dijo.
Guillermo asintió, pero no se movió de donde estaban clavados sus pies.
El de azul introdujo la llave en la cerradura y corrió la puerta hacia la izquierda.
—Vamos. —lo llamó. Pero el menor seguía sin moverse.
Se dio cuenta de que Samuel lo mantenía agarrado por la parte en la que se unían las esposas.
—Danos un poco más de tiempo. —Su voz sonó completamente seria. El sabía que el contrario no cedería ante sus palabras, por eso mismo lo dijo. Quería distraerlo.
—No hay más tiempo, te lo dije.
Estiro el brazo derecho, en el interior de la celda, en dirección al más joven.
Samuel observaba cuidadosamente.
—Vamos, suéltalo Samuel.
Miguel estaba asustado, de eso De Luque era bastante consciente, aunque lo disimulaba muy bien cuando quería.
—¡Vamos, jefe! Diez minutos más.
—¡He dicho que no!
Cuando una persona se altera, puede cometer muchísimos errores, ya que al perder el control sobre nosotros mismos, no pensamos con claridad.
Y ese fue el mayor error que pudo cometer aquel hombre: Entrar en la celda, con el fin de sacar a Díaz de allí.
El castaño fue más rápido de lo que pudo haberlo sido Miguel en sus tiempos.
Lo alcanzó, tomándolo por el cuello de la camisa, lo empujó y volvió a acercarlo, para asestarle un golpe en la nariz con la parte izquierda de la coronilla.
Los ojos de Guillermo se abrieron como platos.
Aun sabiendo que esa era la idea del mayor, era mucho más impresionante presenciar la escena.
Era muy rápido.
El cuerpo del poli se sentía más pesado ahora que lo había dejado inconsciente.
El mayor de los presos no tardó en soltar a Miguel en el suelo. Se agachó, en busca de las llaves de las esposas, y se puso en pie lo más rápido que pudo.
Si alguien los veía, no conseguiría lo que había ideado.
Liberó las manos del menor, y volvió a guardar las llaves donde las encontró.
—Tu turno —dijo, volviéndose a colocar erguido—. Ya sabes lo que tienes que hacer.
Lo sabía, claro que lo sabía. Ojalá pudiera olvidar las frías palabras de su compañero, pero eso no le sería posible.
Así que cerró los ojos intentando mantener la mente en blanco.
Tenía que hacerlo, y, al menos, necesitaba hacérselo más fácil a sí mismo.
Por un momento, pensó en la chica de quien había estado enamorado tantísimo tiempo. En cómo había hundido toda su vida.
¿Qué podía importar después de haber cometido aquella monstruosidad?
Y con esa idea fue con la que se quedó.
Sus ojos volvieron a abrirse.
Guillermo había desaparecido para convertirse en "El otro"
La ira se había vuelto a apoderar de su cuerpo.
Empezaron a llover puñetazos, que dibujaban marcas en la cara de Miguel, quien a pesar de estar inconsciente parecía darse cuenta de lo que sucedía.
Una pena que jamás llegase a saberlo.
Samuel observaba al chico. Le excitaba verlo tan agresivo. El chaval parecía un cachorrito inocente, pero, evidentemente, por algo estaba entre rejas.
Se lamió los labios.
Y cuando vio la vida escaparse del cuerpo inerte del carcelero, Percy gritó. Como si hubiese leído el pensamiento de su amigo.
Eso le vino genial.
Estaba dispuesto a hacerlo él, pero así sería menos sospechoso.
Alguien corrió a lo largo del pasillo, parándose en cuanto pudo ver al moreno golpear a uno de los suyos.
Era Pierre quien lo estaba viendo.
Se quedó en blanco.
Interiormente, luchaba consigo mismo para pedir ayuda, y no tardó demasiado en hacerlo.
Dos de sus compañeros llegaron hasta él, horrorizados por la escena.
—¡Me cago en la puta! —gritó uno, aterrorizado.
—¡Tú, cabronazo! —Saltó el otro— ¡Suéltalo o te daremos una buena!
Por la mente de Guillermo se pasó la misma idea que en las del inglés y el castaño. "Como si no fueran a hacerle nada, aunque lo suelte"
De Luque le susurró unas palabras al menor, y éste se detuvo para mirar a los demás de azul.
—Él me metió aquí para que me hirieran —Fueron las palabras del novato—. Ya no podrá volver a hacerlo.
Samuel sonrió, escondiendo el rostro tras la espalda del menor.
Todo estaba saliendo según lo planeado.
Los de azul se quedaron boquiabiertos.
Sus cuerpos no eran capaces de moverse.
¿Miguel... había muerto?
No, la pregunta correcta era: ¿Había sido asesinado?
Pierre no quería creerlo. De hecho, una parte de él lo dudaba. Pero, al fin y al cabo, Guillermo era un asesino, Al igual que la mayoría de los que estaban allí encerrados. Además, podría entender la situación si su compañero Miguel lo había metido en la celda de su peor enemigo.
[...]
Bob había sido llamado por sus inferiores para informarle sobre el altercado.
Guillermo, quien había cometido el homicidio de su mano derecha, Mike —como él lo llamaba algunas veces—, se encontraba de vuelta en su celda cuando fue a verlo.
Sólo una mirada bastó para saber qué hacer con él.
—Llevadlo a aislamiento. —Ordenó a sus subordinados.
—¡Enseguida, jefe! —respondió uno de ellos.
—En unos minutos estoy con vosotros.
Observó cómo se llevaban al recluso, sin dejar de mantener la mirada fija en él.
El joven lo evitaba. No era de esos que te miraban triunfantes. Orgullosos de lo que habían hecho.
Era la mirada de alguien que no había tenido más remedio que hacerlo.
Lo que más raro le resultaba era que Percy, su querido Percy, hubiese gritado.
¿Para qué haría algo así? Teniendo en cuenta que podrían haberlo ayudado a escapar de su jaula.
Sus pies comenzaron a moverse, deteniéndose frente al inglés, quien lo miraba desde el interior del cubículo.
—Ya estabas tardando en venir. —le dijo el inglés, sabiendo que era lo que el mayor iba a preguntarle.
Roberto lo ignoró y le formuló la pregunta.
—¿Por qué gritaste?
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