XXX. Lecciones y wafles
Meses antes.
Leo mi libro sentada sobre el césped. No hay nada más relajante que leer al aire libre, con el viento cantándome a los oídos.
Y no hay nada más divertido que ver a Caleb cargando cubos de agua desde el río hasta acá, solo, sin hacer ningún tipo de ayuda.
Puede que ya vaya por el sexto cubo y cada vez el recorrido de subir y bajar las colinas cargando agua le debe parecer más humillante, innecesario y agotador. Debe estar queriendo asesinarme.
Se recarga en un árbol y pasa su mano por la cara, con el cubo apoyado en el suelo. Veo un dibujo en su brazo, que le sobresale por debajo de la ropa que usa. Es solo una pequeña y fina línea, pero puedo distinguir de qué se trata.
Por eso siempre usa ropa que parece que le queda grande, para ocultarme ese tatuaje que aparenta ser mucho más grande de lo que se llega a ver.
-Basta ya. -le digo.
Él entorna los ojos en mí, sin comprender muy bien mi actitud misericordiosa.
-¿Me vas a tener clemencia? -me pregunta.
-Ya has cumplido tu parte. -contesto.
-Ehm... no creo. La apuesta era que si no lograbas subir y bajar tres veces la colina de tu casa en un minuto y sin tropezar, deberías cocinar para mí, en el almuerzo. Y que si lo lograbas, yo debería subir y bajar diez veces al río para traer diez baldes de agua, además de hacerte saber por qué June me llama el mejor cocinero del Reino Amatista. Solo estoy cumpliendo mi parte.
-Sí, pero yo he decidido no hacerte sufrir más. El sol es horrible hoy, tienes la cara roja. Solo descansa.
Se toca la cara con incertidumbre para comprobar que está hirviendo a causa del calor.
-Pero... ¿y el...?
-El picnic se mantiene -le digo, antes de que pueda terminar-. ¿Crees que te vas a salvar de que pruebe los postres de los que tanto presumes ser experto en hacer? -Meneo la cabeza- Solo... deja eso. Cumpliste tu parte del trato.
Caleb se acerca y se sienta a mi lado. Yo cierro el libro y lo dejo sobre el césped, preparándome para hacerle una de mis muchas preguntas.
Él me comentó en una ocasión que parece que colecciono preguntas en un baúl sin fondo, que por más que él respondiera, yo nunca me iba a contentar. No sé si tomarlo como un insulto, alago o advertencia para que no continúe sacando mis preguntas de ese baúl.
Le había preguntado acerca de la puerta misteriosa de la escuela de jinetes que me fue imposible abrir, y luego de varios intentos insistiendo, me dijo que nadie sabe qué hay al otro lado.
Lo miro. Está contemplando el cielo, tal vez buscando formas en las nubes o rememorando recuerdos como hago yo, en absoluto silencio. Lamento interrumpirlo con mi siguiente pregunta.
-¿Qué significa tu tatuaje?
Sus expresiones faciales cambian por completo. Pasa de estar alegre y relajado a tenso y sorprendido. Mi pregunta lo tomó desprevenido, pero al parecer su respuesta es más profunda de lo que pienso.
-¿Cómo sabes que tengo uno?
-Lo vi. Por debajo de la manga.
Mira su camisa y comprueba que el tatuaje no es visible. Luego levanta el brazo y la tela se desplaza, dejando al descubierto unas pequeñas líneas que parecen ser el final de ese dibujo en negro.
Cierra los ojos y suspira. No quería que yo lo viera.
-Lo siento -le digo-, a veces soy demasiado entrometida. No me lo debes decir si no quieres.
Mira el cielo, con los brazos alrededor de sus piernas. Suspira con pesar, como si esa respuesta lo fragmentara, como si fuera a cambiar lo que pienso acerca de él. Mira mis ojos y frunce los labios.
-En algún momento lo descubrirás.
En la actualidad.
-¿Preparada para tus clases de historia del mundo?
Henryk entra a la habitación con una columna de cinco libros en las manos.
Yo me encuentro leyendo uno, sentada en la cama. Decidí cuando desperté -que fue hace unos minutos- no ir a la biblioteca y quedarme en la habitación. La ausencia de Pompón es dura de asimilar.
Como leía una parte poco interesante, mi mente buscó un recuerdo de Caleb. Buscó sus ojos verdes, su cabello, sus gestos. Su voz cuando me habla. No quería admitirlo, pero lo extraño. Demasiado.
-¿Dijiste clases de historia? -le pregunto a Henryk.
-Como he notado, te gusta la historia.
-Me fascina. Pero no tenía idea de que eras profesor de historia, aparte de instructor de armas y un superdotado en la tecnología.
Henryk sonríe.
-No soy nada de eso. Bueno, tal vez lo último sí -me dice sin dejar de sonreír-. ¿Qué sabes de la historia del mundo?
-Muy poco, la verdad. Mis conocimientos se limitan en la historia de mi reino. A mis padres no les interesaba hacer una reina que supiera más de lo necesario.
-Eso es terrible.
Deja los libros sobre la mesita que hay junto a mi cama y yo hago lo mismo con el que estoy leyendo. Toma el primero, que es de color morado.
-Reino Amatista -dice-. ¿Qué sabes de él?
-Estamos en él justo ahora. -le digo.
Asiente con la cabeza aunque eso no es un dato de historia.
-Su rey murió hace poco más de un año. -digo, recordando a Connor. Aún no me creo que sea verdad.
-Correcto, ¿qué más?
-El rey Connor Villanueva estaba casado con la princesa Kathlyn Holloway. Tienen dos hijos en común: Fabio y Fabiana Villanueva.
-Veamos, Mariam, ¿por qué la princesa Kathlyn no ejerce su cargo de reina?
-Ella y Connor estaban casados, pero su relación no era del todo cercana. Él viajaba mucho porque decía que si él no comerciaba con otros reinos, nadie lo haría, además que era muy...
Su relación no era de mi agrado. Connor parecía priorizar cualquier otro asunto en lugar de su esposa o sus hijos.
-Elementos, princesa -me interrumpe-. Quiero elementos.
-Bien, pues... la verdad es que no lo sé.
-Kathlyn es su tía, vivía en su mismo palacio, ¿y no sabe por qué no es reina?
Niego con la cabeza. Tal vez mi nivel de ignorancia sea culpa mía.
-Villanueva impuso un decreto antes de casarse, del cual la princesa Kathlyn no tenía ni idea. Planteó que su reino lo iba a gobernar el heredero legitimo al trono, su legado, y que ninguna mujer iba a llegar al trono. Ni su esposa, ni su propia hija.
Hijo de...
Imbécil.
-Los decretos deberían ser ilegales.
Henryk deja el libro y toma otro color blanco. Reino Cristal.
-Reino Cristal. -me dice.
-Ni idea. No sé ni quién lo gobierna.
Sé que su príncipe es Peter, mi supuesto prometido que no había tenido presente hasta ahora, pero no conozco el nombre de su padre. Sé que quieren iniciar una guerra con mi reino por lo ocurrido con el dragón, pero no creo que deba dar esa información.
-De ahí vengo yo -me dice Henryk-. O al menos ahí fue donde me encontraron, en el norte del Reino Cristal.
Él comienza a hablarme de la historia de este reino. Ubicación geográfica, problemas económicos, sus gobernantes y algunos datos sobre ellos, motivo de la decadencia y situación actual.
Todos los reinos han ido en decadencia, excepto el mío, por eso la mayoría desean declararle la guerra. No lo hacen porque acabarían perdiendo por la cantidad de armamento bélico que tenemos. Nunca me había detenido a pensar en lo raro que es eso. No sé qué puede significar.
Henryk toma un libro color verde y me lo muestra.
-Reino Esmeralda.
-Lo gobierna Rolan Altamirano -comienzo a decir-. Antiguamente reinaba con su mujer, Hadley Altamirano, también conocida por Hadley Russell. Hermana de Isabel, mi madre. La reina murió de un infarto, pues desde joven padeció de problemas del corazón, dejando huérfanos a sus tres hijos.
El chico me habla un poco más sobre este reino, aparte de la familia que lo gobierna. Es lo único que sé que sea ajeno al Reino Diamante.
Ha pasado una hora ya en la que ambos permanecimos estudiando incansablemente. Henryk se toma muy en serio los objetivos que se traza y me sorprende su compromiso con ayudarme. Nadie le ha ordenado a que acabe con mi ignorancia.
-Un dato importante y que muy pocos saben es acerca del Reino Rubí -me dice-. Sé que lo conoce, aunque no sé cómo, y no tiene que explicarlo si no quiere, solo...
-Lo leí en un artículo de la biblioteca.
Separa los labios queriendo pronunciar ah, aunque solo guarda silencio.
-Desencadenó una guerra que, aún terminada, sigue repercutiendo a día de hoy. Es como si le hubiera quitado la venda de los ojos al pueblo. Ahora todos pelean por sus derechos y se dan a valer mucho más que antes de lo ocurrido. Las batallas entre reinos solo fueron en aumento, por lo que todos los reinos están propensos a comenzar una guerra similar a la primera, hace unos cinco siglos.
-¿Dices que entre los cuatro reinos se puede comenzar una guerra?
Asiente con la cabeza.
No tenía ni idea.
Sé que el rey del Reino Cristal amenazó al mío de comenzar una guerra, que todos los reinos nos enfrentarían si tuvieran las condiciones necesarias, pero no sabía que ese enfrentamiento era entre todos los reinos.
-Han pasado tantos años desde ese desencadenamiento que ya no existe ningún isleño rubí. -comenta.
-¿No te aburre tenerme tanta paciencia? -le pregunto entre risas.
-Para nada. Eres una excelente alumna.
-Oh, ya quisiera.
-Cualquiera estaría encantado de darte clases, aunque no sé qué tal eres peleando con espadas. Te he visto pero no hemos practicado.
Dejo de reír al recordar algo. La angustia que me oprime el pecho y no me permite dormir. Nunca lo olvido, pero a veces dejo ese pensamiento en una esquinita de mi cerebro, un líquido ensombrecido contenido por una placa metálica. Cuando presiono accidentalmente la palanca que eleva esa placa, todo el líquido se esparce por el resto de mi cerebro. Me apaga poco a poco.
-¿Se ha sabido algo de Caleb?
Henryk también deja de sonreír al escuchar su nombre. Niega con la cabeza como respuesta.
-¿No tuvo que haber llegado ya?
-Pues, si todo fue bien, en unos quince o veinte días tuvo que haber llegado.
-Ya han pasado treinta y dos días y no hemos recibido noticias. -le digo.
Lo más probable es que no haya llegado vivo a su destino.
-Tengo la misma cantidad de información que usted, Mariam.
Él se encoge de hombros. Se levanta del suelo, recoge sus libros y camina hacia la puerta mientras ojea sus carátulas.
-¿Te vas? -le pregunto.
-Mañana estudiaremos historia regional. ¿Con qué reino le apetece comenzar?
Achico los ojos. Ambos tenemos bastante clara mi respuesta.
-El Reino Diamante. -digo con sencillez, sin pensarlo demasiado.
Pues a lo largo de mi vida esa ha sido la única historia que me han inculcado y aun así es la que más me interesa. Puede que mañana Henryk me revele cosas que no sé. Cada vez confío menos en mi familia.
-Bien. Entonces prepararé una clase en base a eso. Nos vemos, princesa.
Cuando cierra la puerta tras de sí abro el cajón de la mesita al lado de la cama. De ahí tomo una pluma y una hoja llena de rayas. Hago una más, como me es costumbre.
-Ciento... -Tomo aire con fuerza antes de decir la cifra-. Son ciento treinta y un días ya.
Meses antes.
Escucho un golpe en la puerta de aluminio de la casita que me sobresalta. Suelto los mechones de cabello que me estaba atando detrás de la cabeza, en un intento de un peinado decente. Creo que en este período, nadie nunca había llamado a la puerta. Y yo nunca había oído a nadie golpeándola. Es... raro.
Voy rápido al salón para ver de quién se trata. Al abrir la puerta encuentro a Caleb sosteniendo una sesta de picnic en una mano y una margarita en la otra. Me sorprendo tanto que entreabro los labios, sin saber qué decir.
-¿Cómo...?
-Digamos que soy observador.
Me la extiende y, después de un par de segundos, la tomo y la deslizo entre mis dedos. Son mis flores favoritas. Pero eso él ya lo sabe.
-¿Lista para el picnic?
Parpadeo.
-¿Ahora?
-Sí. Acordamos que sería a esta hora.
-Es que...
No he terminado de arreglarme.
-¿Pasa algo? -me pregunta- Podemos dejarlo para otra ocasión si quieres.
-Oh, no, no, no. Tranquilo.
Miro al interior de la casa y, sin más, salgo y cierro la puerta detrás de mí. No quiero hacerlo esperar en lo que arreglo mi cabello, aunque diga que no le importa.
Caminamos juntos conversando de temas triviales hasta llegar al río. Ahí él toma un mantel de cuadros blancos y rosas de la cesta y lo tiende sobre el césped. Pone la canasta sobre este y me hace un gesto para que me siente. Eso hago, y luego toma asiento él.
-Vale, mejor cocinero del Reino Amatista -digo con un tono de voz dramático-, ¿con qué manjares va a deleitarme el día de hoy?
-Bueno, señorita, el menú consta de -me dice con un tono de voz grave, al igual que el que yo usé. Saca de la cesta un recipiente de plástico transparente-wafles -Toma otro recipiente igual y me lo muestra-, panqueques -Saca otro después de haber dejado los otros dos sobre el mantel-, pastel de tres leches y -Toma otro-rosquillas. O donas, como te guste más llamarlas.
Deja todos los recipientes sobre el mantel de cuadros, el cual volaría como un cometa si no tuviera nuestro peso encima. El viento cerca del río siempre es más violento.
Caleb toma otro recipiente de plástico y luego una botella en forma de oso y otra en forma de spray. También saca una cuchara de madera grande, dos pequeñas, unas servilletas y platillitos de plástico.
-Estás mal de la cabeza si piensas que me voy a comer todo eso.
Abre el recipiente de los wafles y deja la tapa a un lado. Un olor muy agradable invade mis fosas nasales, aunque a mi estómago le parecerán aburridos. Estoy segura.
Con la cuchara grande deja dos en dos de los platillos. Luego toma el frasco en forma de oso y con la cuchara vierte su contenido -miel- sobre los postres. Por último, abre el último recipiente que había sacado de la canasta. Este tiene frambuesas, arándanos y uvas. Toma dos frutas y las pone sobre los wafles. Coloca una cuchara pequeña sobre el palto y me lo cede.
Entrecierro los ojos. No quiero que su dedicación haya sido en vano y que me resulten o demasiado insípidos o demasiado dulces. Por eso nunca me han gustado. Me repugnan y secan mi garganta.
Con la cucharita pico un pedazo pequeño del wafle cubierto de miel y me lo llevo a la boca, bajo la mirada de Caleb. Espera a que yo lo apruebe. Para mi sorpresa tenía razón cuando lo dijo, es el dulce más exquisito que he probado.
Frunzo el ceño, sorprendida, miro el plato con incertidumbre y luego lo miro a él. Caleb comienza a reír ante mi mueca de sorpresa, como si nunca hubiera probado un dulce antes.
-No lo quiero admitir -Tomo otro pedazo con la cuchara-, pero me encanta-confieso-. Puntos para ti.
Él sonríe con simpatía al ver que devoro el plato.
-¿No vas a comerte el tuyo?
Mira su plato como si se acabara de dar cuenta que lo tiene en frente.
-Ah, sí, claro.
Toma su platillo y comienza a comer a la par mía.
Pasamos unos minutos comiendo y conversando de cualquier cosa que se nos pasara por la mente. Solo decimos tonterías, nada importante. Son conversaciones que me recrean y desearía tener todos los días.
Yo quiero preguntarle acerca de su tatuaje pero temo ahuyentarlo. Quizás presionarlo no sea la mejor idea. Pero me da igual. Mi curiosidad es más fuerte que mi sentido común.
-Caleb, tu tatuaje...
Él voltea la cabeza hacia mí de repente y nuestros ojos se encuentran después de unos minutos de hablar sin mirarnos.
-¿Sí?
Su pregunta me parece una invitación explícita a bombardearlo con las mías.
-¿Puedes mostrármelo?
Titubea un poco. Se incorpora y levanta la manga de su camisa. Veo una línea en negro, la que no está para nada recta, y se pierde de vuelta bajo la ropa. El tatuaje continúa en su pecho pero ya no puedo ver más.
Inesperadamente, él se desabotona el primer botón de su camisa para mostrarme. Bajo la mirada. Me obligo a mí misma a solo ver dónde termina el dibujo, en una estrella de cuatro puntas sobre su corazón.
-¿Qué significa? -pregunto.
Caleb se vuelve a recostar en el mantel con la mirada perdida en el río.
-Es un mapa del lugar donde nací. Se supone que donde nace el tatuaje es donde nací yo.
-¿Y qué representa el recorrido que hace la línea? -le pregunto- ¿Qué significa la estrella?
Suspira. No quiere contarme o solo busca las palabras adecuadas.
-Es... el lugar donde me he sentido en casa. Yo nací aquí, en el Reino Amatista, sin embargo nunca me he sentido perteneciente a él.
-¿A dónde crees que perteneces entonces?
Se encoge de hombros sin mirarme. Y sé que miente, por eso no me ha mirado.
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