XVII. Bola de pelos malhumorada
En la actualidad.
El sonido de la lluvia hace que despierte. Mi estómago ruge y mi cabeza me palpita del dolor. Me había quedado dormida leyendo. Iba por un segundo libro, menos interesante que el primero, cuando mis ojos se cerraron solos y me desmayé sobre una pila de libros amontonados que yo misma había seleccionado.
Dormir entre el olor del papel no es tan cómodo como alguna vez pensé.
Me levanto con cuidado y mi cabeza comienza a dar vueltas. En efecto, tengo mucha hambre. Pongo la mano sobre mi vientre y este vibra.
Las enormes puertas que Caleb había dejado abiertas, ahora están cerradas. Alguno de los guardias tuvo que haberla cerrado mientras yo dormía.
Camino hasta el único ventanal de la biblioteca que se encuentra al fondo, el cual es de la altura de las paredes. Tiro de la cortina roja que lo cubre y esta cae al suelo. Las gotas pesadas de lluvias golpean el cristal, el cielo es gris y los relámpagos invocan a los truenos que podrían hacer temblar el castillo.
Paseo por los pasillos de la biblioteca, sin mucho qué hacer, con el estómago rugiendo y un dolor incómodo en la cabeza, deslizando mis dedos sobre el lomo de los libros.
De pronto, mientras tengo la mirada en la parte superior de las estanterías, tropiezo con algo y caigo al suelo. Apoyo las palmas de mis manos y amortiguan mi caída. Me incorporo, sacudo las manos.
Vuelvo la mirada al suelo para ver con qué tropecé de esa manera, pero no hay nada ahí. Como siempre tropezándome con la nada.
Sigo caminando sin quitarle la mirada a los libros, hasta que un chillido muy agudo hace que me sobresalte. Seguido a eso, arañazos como sables atacan con violencia mi pierna. Doy un respingo mientras jadeo de dolor. Me aparto lo más rápido que puedo pero ya tengo la pantorrilla completamente arañada.
El culpable me está mirando con recelo, con sus ojos redondos como perlas y una cola larga que se menea sin cesar, la cual supongo que pisé. Creo que no le di una muy buena impresión.
—Hola, chiquitín.
El gato se muestra imparcial ante mi saludo cariñoso, solo me mira como si yo fuera una intrusa en su biblioteca.
Sonrío ampliamente. Hace meses no veo ningún animal, y los gatos no abundan en mi reino. Creo que he visto dos o tres a lo largo de mi vida.
—¿Qué hace un gato dentro del castillo? —pregunto y apoyo mis manos en las rodillas— Es por la tormenta, ¿eh? Mucho mejor, así no te resfrías.
Doy un paso para acercarme, sin embargo sube a las estanterías como si sus patas estuvieran hechas con resortes de algodón. Lo pierdo de vista entre tantos libros.
Tomo el cerrojo de una de las dos puertas con ambas manos y hago un enorme esfuerzo por abrirla, pero no lo consigo. Jadeo sin respiración. La golpeo con los nudillos de ambas manos mientras llamo a voces a cualquiera que esté cerca.
Este lugar está en lo más alto del castillo, además de que, si alguien se atreve a subir, quedará empapado por la lluvia. Los que me oigan fingirán que no lo hicieron. Aun así sigo golpeando la puerta y mis nudillos se enrojecen.
—¡Ayuda! —grito.
Unos pasos del otro lado. No entiendo cómo es posible escuchar algo a través de la gruesa madera de la puerta. Un sonido que estremece las paredes de la biblioteca me hace retroceder unos pasos. Una de las puertas se abre.
Del otro lado una chica morena con su silueta bordeada por la luz de los relámpagos respira con dificultad después de haber empleado toda su fuera —o al menos gran parte de esta— abriéndome la puerta.
La recuerdo. Ella conversaba con Linda el día que Tyler me arrojó al lago que rodea el castillo. Creo que fue ayer mismo, pero ahora ese día me parece tan lejano...
Las gotas de lluvia se deslizan por el rostro de la muchacha. Entra al umbral de la biblioteca para no seguir empapándose. No tiembla ni muestra síntomas de tener frío. Me mira de arriba abajo con los ojos entornados, una expresión que no comprendo. Me siento incómoda al instante.
—¿Por qué pedías ayuda a gritos? —me pregunta ella. Cruza los brazos— Pareces bastante bien.
Me muerdo el labio con vergüenza.
—Solo quería... —digo.
Ella enarca una ceja.
—Solo tengo un poco de hambre, pero no le digas a nadie, estaré bien.
La chica bufa con incredulidad y niega con la cabeza, sin creerse que yo hubiera estado gritando solo para que me dieran un poco de comida. Me da la espalda. Su ropa tiene esa zona de su cuerpo descubierta y veo un tatuaje que debe nacer por debajo de la cintura y termina entre sus omóplatos. Tiene el mismo diseño que el de Caleb o el de Tyler.
Me siento en el suelo junto a la puerta. Abrazo mis rodillas y cuento los segundos. Cuando han pasado mil me levanto y salgo de la biblioteca.
El agua helada cubre cada centímetro de mi cuerpo. Me abrazo a mí misma para retener el calor y camino a paso de tortuga hacia las escaleras descendentes. Me sostengo a la barandilla para no resbalar.
Recorro parte del castillo, recordando dónde queda mi habitación. Cuando estoy frente a ella entrelazo las manos, esperando que los caballeros me abran. Eso hacen y la cierran cuando he entrado. Hambrienta, busco la bandeja con comida, pero ya no está. Resoplo y me tiendo bocarriba sobre la cama, sin importarle si la empapo del agua de lluvia. ¿Por qué habré sido tan caprichosa de no comer?
Caleb dijo que si necesitaba algo, le avisara. No quería molestarlo pero los rugidos de mi estómago son tan intensos que podría desfallecer en este mismo instante.
Sin más, busco a un caballero de la entrada de la habitación y le pido que lo busque. Él acata mi orden de inmediato y deja su lugar para buscar al chico. Minutos después, veo al pelinegro correr escaleras arriba hasta quedar frente a mí.
—¿Necesitas algo? —me pregunta, jadeando sin aire.
Parece haber estado afuera, puesto que todo su atuendo, cabello y piel están empapados. Me pregunto si estaba ayudando en alguno de los barcos que descansan en el puerto o si se encontraba recibiendo algún tipo de mercancía. La verdad es que su trabajo no debe ser de los que le permiten descansar mucho. O tampoco en los que tiene la posibilidad de elegir qué hacer.
Tyler lo comentó alguna vez sin querer: nacimos en una familia de piratas, sin demasiada oportunidad entre elegir nuestro futuro.
—¿Qué hacías fuera? —me pregunta al ver que mi cabello se escurre.
—El piso de arriba no... no hay techo arriba. Tuve que arriesgarme a padecer gripe para no morir de hambre.
Asiente con la cabeza, aun recuperando el aliento.
—¿Tienes hambre? —me pregunta.
Esbozo una sonrisa que ha de responder por sí sola. Él vuelve a asentir.
—Hambre. De acuerdo —Toma una gran bocanada de aire—. No te muevas, iré a prepararte algo de comer.
Y se marcha. Y me deja sola con los guardias otra vez.
—¿Qué hora es? —le pregunto a uno de ellos sin esperanzas de que me responda.
Sin embargo él se aclara la garganta para contestar:
—Mediodía.
***
En la biblioteca hago otro rayón en la hoja, indicando que ha pasado un día más.
Continúo leyendo el libro del que había tomado un pequeño descanso, sentada en el suelo con las rodillas como soporte. Escucho la lluvia golpear la ventana y el suelo del otro lado de la puerta y de algún modo me relaja, hasta que un relámpago ilumina todo el lugar y se me ponen los pelos de punta. Luego de ese relámpago, el trueno para el que ya estaba preparada no me sobresalta tanto.
Pienso en acercarme a la ventana y volverla a cubrir con la cortina, pero debería subirme a las escaleras que están apoyadas en las estanterías. Si subo, lo más probable es que me caiga a causa del estallido de los relámpagos.
Por detrás del libro veo que una cola blanca se asoma. Lo bajo y veo al minino de antes, quizás asustado por los truenos o disgustado porque interrumpieron su siesta. O tal vez con ganas de arañarme la cara porque estoy invadiendo su espacio personal.
—Si no te gusta tenerme cerca, vete por allá —digo, señalando la otra esquina de la habitación—. La biblioteca es muy grande y yo... soy mayor que tú, entonces lárgate.
—La verdad es que no por mucho.
Giro la cabeza enseguida y veo a Caleb sonriente ante mi charla con el gato. Se encuentra en la puerta con una sombrilla con una mano y una bandeja con comida en la otra. Deja la sombrilla abierta en el suelo para que se escurra.
—Pompón tiene quince años. —dice y me deja la bandeja cerca, en el suelo.
Levanto las cejas y miro al gatito. Nunca pensé que los gatos llegaran a vivir tanto.
—Con razón está tan amargado.
El chico deja de sonreír al ver los arañazos en mi pierna. Ya no sangran como antes debido al agua de lluvia, pero están en carne viva.
—No me digas que el gato te hizo eso.
Lo miro sin saber cómo responder.
—Mariam, dímelo.
—Es un gatito —respondo—, no lo hizo con intención. Yo le pisé la cola. Accidentalmente. Entonces se asustó y... me atacó. Por eso le caigo tal mal.
Caleb lo mira con la mandíbula endurecida. El gato lame su pata y luego la pasa por su cara, despreocupado.
—Es un bribón. —murmura.
—No sabía que teníais gatos aquí.
—Pompón no es de este castillo, es parte de la tripulación. Vive en el barco como todos.
—Ah, entendido, un gatito pirata.
Él sonríe. Sus ojos se ensanchan, los hoyuelos hunden sus mejillas. Sacude su cabeza y el cabello aún húmedo me salpica. En otras circunstancias, me hubiera quejado.
Tenía tanta hambre y ahora no deseo comer. No deseo quitarle la vista de encima.
—Rubí te caerá mejor. —me dice.
Parpadeo, atónita.
—¿Hay más?
—Son solo él y Rubí. Son las mascotas del barco. Rubí es más cariñosa, más sociable, en cambio Pompón es un arisco.
—No lo creo —Esbozo una pequeña sonrisa mientras miro al animal—, nos llevamos bastante bien. ¿No es así, Pompón?
El gato me mira con resentimiento. Me da la espalda y desaparece entre los pasillos de libros. Caleb suelta una carcajada burlona y hago un ademán en lanzarle un libro, pero recapacito. Por amor al libro me resisto y me limito a mirarlo con mala cara.
—Hoy una pirata me abrió la puerta —le digo—. No sabía que había piratas mujeres en vuestra tripulación.
—Hay tantas mujeres como hombres —me dice—. ¿Por qué te sorprendería?
Me encojo de hombros.
—Dentro de la aristocracia se confía más en los hombres para cargos como... ser el rey o algo así —Utilizo un tono exagerado—. Por eso querían que me casara con el príncipe heredero, para que, al convertirme en reina, solo fuera la sombra de un hombre al que apenas conocía.
Caleb se apoya en la pared junto a la puerta.
—Supongo que sigues comprometida.
Desvío la mirada por alguna razón inexplicable. Él lo supo todo el tiempo, pero puede que haya pensado que mi compromiso terminó cuando me alejé de casa. Hubiera preferido tragarme la frase que acaba de escapar de mis labios.
—No por voluntad propia. —le digo.
Siento la necesidad de aclarárselo.
Me aterra la idea de que, cuando vuelva con mi familia, todos continúen tan felices con los preparativos nupciales.
—No te preocupes, no me debes ningún tipo de explicación, princesita.
Entrecierro los ojos y acerco la bandeja hacia mí. Pan blanco, mantequilla, arándanos, un filete de res, té de ortigas y... fresas cubiertas de chocolate. Hago una mueca.
—Buena forma de arruinar unas fresas.
Él frunce el ceño. Mira la bandeja y abre los ojos como si se acabara de dar cuenta de algo. Se lleva las manos a la cabeza.
—¡Qué torpe! —me dice— Lo siento, lo olvidé.
Esbozo una sonrisa fugaz. Unto la mantequilla sobre el pan con un cuchillo de plata que estaba sobre la bandeja.
—Debo sentirme alagada —Le doy una mordida al pan, aún con el cuchillo en la mano. Me cubro la boca y limpio las migajas de pan alrededor de mis labios—. Tuviste la confianza de darme un cuchillo después de lo que te hice.
—No creo que se repita.
Frunzo el ceño. Suelto el cuchillo y le doy un sorbo al té tibio.
—Te aconsejo que te cuides. Soy una chica bastante impredecible.
Sonríe. Me mira como si fuera un adorable conejito que jamás podría hacerle daño, lo cual me irrita un poco. Estábamos mejor antes, cuando lo odiaba y él pensaba que era peligrosa, aunque dudo que lo haya llegado a pensar en algún momento.
También dudo que lo haya odiado en realidad.
—Dime, ¿qué pirata vino a visitarte? -me pregunta.
—No tengo idea —Muerdo otra vez el pan. Me limpio los labios—. Una chica alta, morena, cabello oscuro, cara de amargura y odio con el mundo que la rodea...
Caleb levanta las cejas al escuchar mi descripción.
—Jenna. —me dice.
Lo señalo rápido con un dedo.
—Pues así se llama.
—Me alegra que te haya abierto la puerta. Jamás pensé que... —Se corta así mismo. Sacude la cabeza.
—¿Jamás pensaste...?
Niega con la cabeza.
—Nada importante. Jenna es un poco fría con los desconocidos, así que no te tomes personal su... cara de amargura con el mundo que la rodea.
Pasan unos minutos en los que sigo devorando la cena. Caleb se marcha, contento no sé de qué, y yo comienzo a leer.
He leído cinco páginas y no he terminado siquiera con la mitad de la comida servida en el plato. Termino un último párrafo mientras le doy vueltas a un arándano entre mis dedos. Me lo llevo a la boca y volteo la cabeza para tomar otro, entonces me percato que el filete de res desapareció.
Y sé muy bien quién es el culpable.
Dejo el libro abierto en el suelo, junto a la bandeja, y me dispongo a buscar a Pompón, el cual debe estar dándose banquete en algún lado. Inspecciono toda la biblioteca, pasillo por pasillo, estantería por estantería sin dejar de revisar en ningún sitio.
Al final lo encuentro bajo mi escritorio, mordisqueando el pedazo de carne que sujeta entre las patas como si se le fuera a escapar. Mueve las orejas al escucharme cerca y levanta la cabeza. Me mira con una expresión que no sabría descifrar. No soy buena leyendo a los animales.
—Vale, tú ganas —le digo—. Esta es tu biblioteca, pero también tengo derecho de estar aquí. Y con derecho me refiero a que estoy obligada, a no ser que quiera quedarme encerrada allá abajo. —Señalo el suelo, para hacer alusión a la mazmorra.
Corro hasta la bandeja de comida y de ahí tomo una fresa. No estoy segura de que los gatos puedan comer fresas con chocolate o si les son tóxicas, pero un bocado no le hará daño. Voy hasta donde lo dejé, me agacho y extiendo el brazo.
—Ten —le digo—. Es un regalo para hacer la paz.
Me mira receloso, sin muchas ganas de hacer las paces conmigo, sin embargo deja su comida y se acerca muy lentamente hacia mí. No le quita los ojos oscuros a la fruta. Cuando por fin ha llegado a estar bastante cerca, la huele y la lame, para tomarla entre sus dientes y comerla de un solo mordisco.
Vuelve hasta abajo del escritorio, aún masticando.
Después de eso noto como me sigue mirando de la misma forma, aunque con incertidumbre. Ahora pensará que soy de confianza, o eso espero. Si la biblioteca será mi lugar favorito dentro de esta pesadilla, me gustaría llevarme bien con quien se comporta como su dueño.
—¿Estamos en paz, Pompón?
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