XVI. Brear

Meses antes.

—Veamos, Mariam, ¿cómo te puedo explicar en diez minutos todo lo que ha pasado en quince años? —me pregunta Kathlyn.

Apoyo la frente en mis manos y mis codos están sobre la mesa.

—No entiendo de qué hablas.

—Es que no sé ni por dónde comenzar.

Parpadeo varias veces, esperando que Kathlyn se disponga a contarme qué está ocurriendo. Su actitud me pone nerviosa rápidamente.

—Piratas. Todo se resume en ellos —me dice—. Sabes lo que son, ¿no?

—He leído al respecto.

No sé mucho de ellos, solo que conocí a uno, el hombre tatuado del que me ayudó a esconderme el chico de ojos verdes y hoyuelos en las mejillas. Es casi seguro que ese hombre y su tripulación de piratas estén relacionados con todo esto. No quiero pensar que tengo culpa de algo.

Kathlyn suspira y se inclina hacia atrás en su silla. Me mira con determinación. Se aclara la garganta.

—Esta tripulación se hace llamar Piratas Rubí —comienza a explicar—. No preguntes por qué, no sabría responderte. Bien —Mira hacia arriba como si tratara de amoldar las palabras en su cabeza—. Ellos estaban en busca de la familia real hace años, planeando cómo acabar con ella. Estaban analizando todas las alternativas para que el plan saliera a la perfección. Querían destruirla desde tiempos inmemoriales. ¿Por qué? Nadie sabe. Se cree que odian a la realeza y al gobierno.

Achico los ojos. Debe ser algo personal si asesinan soldados de esa forma, a sangre fría, y no temen lastimar a inocentes en el proceso.

—Probablemente ya tienen a toda nuestra familia en barcos para sacarlos del país y matarlos a todos.

Mis ojos son platos del color más oscuro del mar. Un frío me recorre el estómago.

—¿Qué dices? —Casi no puedo hablar— ¿Tienen a toda la familia secuestrada?

Se pasa una mano por la cara, abrumada.

—Tienen a mis hijos, Mariam —me dice, tratando de contener las lágrimas que amenazan con derramarse—. Esos niños tienen cuatro años y los piratas los tienen —Con los codos sobre la mesa pasa su mano por la frente y el cabello—. Los tuve que haber traído al pueblo sabiendo lo del complot. No tuve que haberlos dejado solos… Fabio está muy enfermo y ellos no lo cuidarán. Lo más probable es que, para que no sea una carga, lo… —Se corta a sí misma. Traga saliva.

No sé qué decirle. Ninguna palabra alentadora sale de mis labios porque no sería sincera. Cálmate, todo está bien, los encontraremos, las autoridades se encargarán –me gustaría decirle, pero no será la verdad. Viendo lo que son capaces de hacer, dudo que tengan una pizca de piedad por un pobre niño enfermo.

—¿Hace cuánto…? —Trago saliva— ¿Hace cuánto sabes lo del complot?

—Desde antes que tú llegaras.

Frunzo el ceño.

—¿Antes que yo llegara? ¿De dónde?

Ella me mira. Resopla.

—Quiero decir —rectifica—, era sabido desde antes que tú nacieras. El complot fue planeado cuando yo estaba recién nacida, por lo que me crié sabiendo del tema.

—¿Y por qué yo nunca me enteré?

—Porque no formas parte del consejo real y no estás capacitada aún para hacerlo.

Siquiera sabía que eso existía.

—Ah, ¿no? —Enarco una ceja— ¿Y por qué?

—¿Hace falta que responda a esa pregunta? —me pregunta, con un tono más molesto— Te escapas del palacio varias veces por semana, no obedeces a tus mayores, llegas tarde a la cena… ¡a la cena, Mariam! No toleras las clases de ética y de modales, por no hablar de tu calificación en la última prueba de literatura. Se cree que no tienes la madurez suficiente para tomar decisiones.

—Pues sí la tengo.

—Pues no lo has demostrado —me dice—. Pero eso no es lo importante ahora —Vuelve a su tono natural de voz—. Debemos estar más lejos que nunca del palacio, por nuestra seguridad.

—¿Hasta cuándo?

—No estoy segura, pero mi madre me dio indicaciones por si algo como esto ocurría. Primeramente conseguiremos un lugar donde quedarnos hasta que todo pase.

—Podemos quedarnos en casa de mi abuela Margarita. Ella nos acogerá encantada. Tiene una hacienda muy linda y muy espaciosa donde nos sentiremos como en casa.

Kathlyn niega con la cabeza.

—No creo que sea buena idea. No podemos quedarnos en un sitio conocido. Recuerda que los piratas estarán buscándonos hasta debajo del mar, y a los primeros que recurrirán es a nuestros familiares y allegados. Si hacemos estancia allí, pondremos en peligro, no solo a nosotras, también a tus abuelos.

—Entonces, ¿qué sugieres?

—Hay una casita de campo que nos servirá de alojamiento. Mi madre la compró hace algunos años y me dijo que, si llegaban esos sujetos y yo me salvaba, que me escondiera allá. En el Reino Amatista.

Abro mucho los ojos.

—¿Reino Amatista? —pregunto, con un tono elevado de voz que modero enseguida— Kathlyn, es lejos. ¿No prefieres estar cerca por si hay noticias? —le pregunto— No lo sé, creo que es lo mejor.

—No lo has entendido aún. ¡Debemos estar lejos, princesa! Tan lejos como sea posible. El Reino Amatista está bastante cerca a decir verdad.

Apoyo mi cabeza en un puño para analizar todo lo que acaba de suceder. Los Piratas Rubí se encargaron de que explotara uno de nuestros carruajes, muriera media docena de soldados, uno de ellos le atravesó el pecho a nuestro conductor. Tienen a nuestra familia, a mis padres, a mi abuela, a los hijos de Kathlyn, y estamos en peligro de muerte.

—¿Cómo se llama la protagonista del último libro que leíste? —me pregunta ella de pronto.

—¿Eh? —inquiero ante su pregunta completamente fuera de tema— No me digas que ahora nos vamos a poner a hablar de literatura.

—Respóndeme.

—¿Cómo quieres que recuerde eso estando en una situación de vida o muerte?

Ella pone los ojos en blanco.

—Solo dímelo, Mariam.

Miro a mi alrededor para tratar de recordar, aislar todos los pensamientos que están amenazando con quebrar mi cerebro en pequeños pedazos para poder recordar.

—Creo que era Brear.

—Perfecto. —dice y saca una especie de mapa de uno de los bolsillos de su vestido.

Yo no entiendo qué es lo perfecto.

—A partir de ahora serás Brear. Y yo seré, no sé… ¿Angie? —Asiente para sí misma. Extiende el mapa sobre la mesa e intenta alisar las esquinas.

—¿Vamos a cambiar nuestros nombres?

—Es lo mejor si no quieres ser encontrada. Sostén este pedazo...

Sostengo una de las esquinas del mapa para que no vuelva a enroscarse. Se trata de un mapa donde están los cuatro reinos y todas las pequeñas islas que lo rodean. Kathlyn pone el dedo sobre la representación del Reino Diamante, en el sur.

—Aquí estamos nosotras —Desliza su dedo hacia el este de Reino Amatista— formando un recorrido— y aquí debemos estar para mañana por la noche.

Caminamos por las tiendas del pueblo en busca de provisiones. Tratamos de esconder nuestros rostros para que los plebeyos no nos noten, pero con nuestros vestidos y el escándalo que hubo, la mayoría nos miran desde lejos con miedo. ¿Ese es el respeto que mi madre planea que imponga?

Compramos varias bolsas de cuero en las que empacamos todo lo necesario. Vestidos, zapatos ligeros, comida, entre otras cosas. También conseguimos un par de caballos, con los que volaremos hasta el Reino Amatista.

Le insisto a Kathlyn para ir en caballos alados, pues nuestro trayecto sería mucho mejor, más rápido, pero ella se niega rotundamente. Nunca ha volado antes y tampoco quiero que se arriesgue si tiene tanto miedo.

Además que yo nunca he volado en un pegaso.

Tuvimos suerte que la casita de campo esté en el reino más cercano, para el cual no es necesario cruzar el mar.

Con una capa encima cada una para evitar ser más reconocidas, atravesamos el pueblo y en un par de horas llegamos a una pradera. En la primera parte se pueden ver árboles de escasas hojas, pero mientras más cabalgamos se convierte en un desierto con pasto amarillento sin siquiera un ave que planee el aire. Cada planta está marchita.

Kathlyn se detiene y yo hago lo mismo. No conozco el camino, solo sigo sus pasos. Al parecer desea descansar, lo cual me parece una excelente idea. Mis piernas están adoloridas de luchar por no caerme en el caballo sin montura y mi garganta está un poco adolorida. Durante el trayecto he respirado el viento del atardecer, que con la velocidad que iba el caballo se vuelve un poco más violento.

Atamos los caballos al tronco caído de un árbol y yo me siento sobre este, pinchándome con una que otra astilla.

—Vas a destrozar el vestido —me dice Kathlyn. Saca una manzana de una de sus bolsas de cuero y le da un mordisco—. Se va a atorar en ese árbol.

—Me da igual —digo y suelto un largo suspiro—. Estoy muy cansada. Si hubiéramos ido volando, como sugerí, hubiéramos llegado hace horas.

Pone los ojos en blanco.

—¿Puedes parar de quejarte de todo?

Ya el sol se está poniendo y el cielo es un líquido espeso salpicado con limones y duraznos. Cierro los ojos con la esperanza de que, al abrirnos, me dé cuenta que todo formó parte de una pesadilla. Al abrirlos veo a Kathlyn cruzada de brazos.

—¿Ya tomó su requerido descanso, princesa? —me pregunta con voz burlona y me jala del brazo para que me levante— En marcha, el día casi se acaba y debemos llegar lo más pronto posible.

Frunzo el ceño, sacudiendo la parte trasera de mi vestido.

—¿Por qué tú puedes comer y yo no?

Trato de alcanzar en el aire una manzana que me acaba de lanzar, pero fallo y cae al suelo. Siquiera la vi venir. La recojo, froto la cáscara y le doy una mordida. La fruta se deshace en mi boca.

Kathlyn me mira con aburrimiento sobre el lomo de su caballo mientras yo termino de comer.

Nunca había pasado una noche fuera de casa. Nunca había cabalgado en la noche. Nunca me había alejado tanto del palacio sin estar en compañía de alguno de mis padres.

Aunque cuando el sol estaba en el cielo la pradera parecía desértica, en la noche los sonidos de insectos cerca de nosotras no nos dejan pensar con claridad. El viento helado que parece transportar pedazos de hielo y la soledad me atemorizan mientras más rápido pasan los minutos.

Casi no puedo ver por dónde voy, solo sé que tengo que seguir a una princesa protectora, la cual no ha mirado atrás ni una sola vez que a no ser por sus: ¿cómo te encuentras? o sus: ¿todo bien allá atrás?, pensaría que estoy viajando sola.

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