I. Buen intento

Meses antes.

Mi corazón late desbocado mientras bajo las escaleras en dirección al comedor. Siento que cualquiera del alrededor puede escucharlo golpear mi pecho, pero lo único capaz de llenar el silencio del gran espacio es el sonido de unos tacones prestados que apenas pude atarme bien. Mi vestido verde esmeralda se enreda entre mis tobillos y lo sostengo para no caerme.

La primera campanada me hizo saber que debía prepararme para la cena, pero mis pestañas eran tan pesadas que en lo único que podía pensar era en volver a cerrar los párpados. Solo serían unos segundos, que se convirtieron en minutos y puede que en una hora. La segunda campanada me despertó nuevamente, y ahí supe que llegaba tarde. Como siempre.

Refuerzo mi agarre en el barandal como si de esa forma me protegiera de una caída asegurada. Por suerte, llego sana y salva.

Toda la familia se encuentra esperando mi llegada. Cada uno en su respectiva silla, en la compañía de platos brillantes y cubiertos de plata. Respiro profundamente antes de hacer que noten mi presencia.

—¡Llegué!

Gritar fue algo precipitado. Me doy cuenta de ello cuando mi madre abre los ojos de par en par, en señal de que acabo de hacer algo imprudente. No quiero hacerlos esperar ni un segundo más, pero prefieren que, en estas circunstancias, solo haga silencio.

Nadie me mira, deben estar demasiado decepcionados como para eso.

—Lo siento. —digo con un hilo de voz mientras tomo mi lugar a la mesa.

Arreglo mi tiara con la mirada en el plato vacío delante de mí. Me siento tan avergonzada que tampoco soy capaz de mirar a ninguna persona. Mi respiración es entrecortada, por lo que inhalo para llenar mis pulmones de oxígeno.

Hubiera pedido la ayuda de algún sirviente para que arreglara mi cabello, que ahora es un desastre de rizos rojizos que caen sobre mi frente. Pero no tuve tiempo siquiera de buscar un par de zapatos de mi talla.

Las princesas no deben estar desarregladas, Mariam. Las princesas siempre deben lucir impecables en todo momento. Si no son capaces de cuidar su aspecto, tampoco serán capaces de liderar un reino.

Sacudo la cabeza para alejar las palabras de mi madre, que revolotean como mariposas encerradas en una vitrina de cristal.

Al contrario de mí, ella usa un vestido rosa salmón sin ninguna arruga y con su cabello dorado perfectamente peinado hacia atrás. Incluso en nuestros gestos se nota lo diferentes que somos la una de la otra. Siquiera parecemos madre e hija.

Miro a mi abuela Matilde. Pasa su cabello plateado por detrás de la oreja y el brazalete de perlas en su muñeca resplandece bajo la luz de las velas. Las malas lenguas dicen que enviudar la hizo rejuvenecer. Como si estar casada con el rey del Reino Diamante consumiera toda su energía.

Desde el día de la muerte de mi abuelo, ella buscó por todo el reino una doncella perfecta para que se casara con su hijo. Hace muchos años el pueblo no conocía a un nuevo gobernador. Convenientemente mis padres se conocieron en una gran fiesta de ricos y Matilde dio su búsqueda por finalizada, o esa es la historia que me cuenta Kathlyn cada vez que puede.

Uno de los elfos que esperan el gesto de mi padre en la puerta de la cocina se apresura a servir la cena cuando la señal fue dada. Dos filas de elfos pasan por ambos lados de la mesa con bandejas de plata humeantes que dejan en el centro del rectángulo de madera.

Carne asada de todo tipo, desde muy hasta poco hecha, panecillos, empanadas, frutas cubiertas de caramelo, pan de avena y jalea de frambuesas que recuerdo haber visto a unos elfos recolectar. Y de seguro hay otras propuestas para el postre. Dos jarras reposan a ambos lados del espiral de camarones, una llena de té de jengibre y la otra con jugo de naranja.

Tomo una rebanada de manzana que había sido bañada en caramelo y esta cruje cuando la trituro con mis dientes. Un elfo que ha de medir medio metro me sirve té en una copa de vidrio.

Para romper el silencio, mi madre pregunta lo siguiente:

—Kathlyn, querida, ¿sabes algo de Connor?

—En el Reino Cristal —dice y aprieta los labios—. Está de visita por unos días y luego volverá a su palacio.

Me parece raro que Connor se encuentre tan cerca de nuestro reino y no sea capaz de visitar a sus hijos. Desde que él y Kathlyn se separaron -cosa que es muy poco frecuente dentro de la realeza- mostró todo lo relacionado con la despreocupación hacia cualquier asunto referente a los pequeños.

—Inaudito. —murmuro al pinchar una empanada con el tenedor de tamaño mediano.

—¿Dijiste algo, querida? —pregunta mi abuela Matilde, sentada en el extremo de la mesa.

Levanto la cabeza de mi plato y cubro mis labios con mi mano. Niego despacio con la cabeza, aun masticando el bocadillo.

—El duque Connor se encuentra en el Reino Cristal con la intención de realizar alianzas para su propio reino —dice mi madre, sin mirar a nadie en específico. Supongo que ella sí escuchó lo que murmuré—. No está de vacaciones. —esto último lo dice con los ojos fijos en mí y en un tono de voz más severo que me hace haberme arrepentido de que mis pensamientos salieran de mi mente.

—Siempre debe hacer tiempo para visitar a su familia. —le digo.

Y aún más si de sus hijos de trata.

Mi madre tensa la mandíbula ante mi comentario. Es demasiado tarde para retractarme de decir lo que pienso.

—No tienes el derecho de...

—¿De qué? —la interrumpo— ¿De opinar?

—No eres nadie para hacerlo. —esta vez habla mi abuela.

Levanto ambas cejas en su dirección. Kathlyn me está mirando con los ojos muy abiertos y negando lo más sutilmente que puede. Me está advirtiendo que lo mejor es que cierre la boca de una vez y me limite a comer. Mi estómago ruge, como si fuera la señal que me faltaba.

—Estáis en un error —dice mi padre, con una voz que haría temblar al más valiente de los guerreros—. Mariam es la princesa heredera al trono, así que está en todo su derecho de opinar con respecto a cualquier asunto que esté relacionado con su reino o con el resto, incluyendo temas familiares.

Reprimo una sonrisita cuando mi abuela refuerza el agarre del tenedor que sostiene. Noto que mi madre se tensa. Estoy segura de que tendrán una conversación muy seria después, pues ella no tolera que invaliden su poder de esa forma.

El incómodo silencio es interrumpido por la frágil vocecita de Fabiana, que va dirigida al elfo más cercano a ella.

—Disculpe, ¿podría servirme té?

Él le sonríe por su amabilidad. Se acerca y vierte el contenido sobre la copa que la niña sostiene. Sopla el té y luego se lleva el vidrio a los labios.

Ella y su gemelo se encuentran sentados a la derecha de su madre. Fabio está revolviendo su plato con rebanadas pequeñas de carne y brócoli. Apenas tienen cuatro años y saben diferenciar cuando no deben entrometerse en una conversación, aunque tenga relación con ellos.

—Cambiando de tema. —interviene mi prima Kathlyn.

Kathlyn, la hermana de mi padre, es mi tía en realidad, pero casi no existe diferencia de edad entre nosotras. Ella solo es tres años mayor que yo, por lo que crecimos de la misma forma. Ella siempre fue mi confidente y yo siempre he sido la suya. La considero la hermana que nunca tuve.

—Sí, cambiemos el tema —la interrumpe mi madre y se gira hacia mí—. Hija, ¿por qué llegaste tarde hoy?

De repente la atención de todos está sobre mí, pero yo solo consigo abrir los ojos de par en par y bajar la cabeza. Creí que habían ignorado aquello.

Acomodo mi brazalete de diamantes debajo de la mesa, pero dejo de hacerlo cuando recuerdo que mi madre no puede enterarse que lo uso. Como fue un regalo de su madre, mi abuela Margarita, mamá piensa que representa pobreza y necesidad. ¿Cómo un brazalete de diamantes puede reflejar pobreza y necesidad? Tal vez porque mi abuela tardó años, desde que nací, reuniendo el dinero para comprarlo, ella piensa que tiene menos valor que todas las joyas que tengo guardadas y sin usar en mi armario.

Miro, cabizbaja, a mi padre en busca de ayuda, pero él solo mira la nada, disgustado por tantos reproches.

—Mariam —mi abuela Matilde hace que me concentre de nuevo—. Tu madre te hizo una pregunta.

—Sí, es que... yo... —Pienso qué decir, aunque no se me ocurre nada apropiado.

Me quedé dormida.

—No volverá a pasar. —me limito a decir.

—Lo mismo dijiste ayer, y antes de ayer, y antes de eso.

—Esta es la definitiva.

Mi madre entrecierra los ojos, entre decepcionada y enfadada. Sé que hubiera preferido tener otra hija en lugar de a mí, pero, ¿qué se le va a hacer? Yo tampoco pedí nacer entre la realeza.

—¿Y si no te creo?

Inflo mis mejillas y me encojo de hombros. Tal vez un gesto muy infantil de mi parte pero ya no sé qué más decirle. Aunque la del error soy yo.

Me he preguntado tantas veces por qué no nací en el pueblo, siendo parte de una de esas familias que trabajan honradamente para poder alimentarse y que no se preocupan tanto si hay una arruga en su vestido o si su peinado tiene un desperfecto. Un hogar sincero, donde le den verdadera importancia a lo que en verdad la merece.

Ahora pienso que mi forma de ser y mis intolerables faltas de respeto no serían bien vistas siquiera en el lugar donde las inventaron. Puede que no pertenezca a ningún sitio.

En la actualidad.

Lo que menos extraño de estar en casa son esas discusiones constantes por temas que a mí me parecían absurdos. Eran más frecuentes que el té en el jardín.

Realmente con quien discutían era conmigo; teníamos ideologías tan diferentes que lo que para mí era correcto, para los demás era un terrible error. No comprendo por qué mi forma de pensar es tan diferente, habiendo crecido bajo el mismo techo, siendo criada por mi madre.

Pero, a pesar de eso, ansío volver a casa. Extraño a mi familia, extraño los desayunos en la terraza y los paseos clandestinos por el pueblo. Extraño dormir en mi cama de plumas. Extraño con intensidad la luz del sol. Mis libros, mi caballo, incluso las clases de modales y de etiqueta que se me hacían demasiado tediosas y repetitivas. Aunque me reprochen a diario cada una de mis malas costumbres y mi incorrecta forma de ser, quiero volver más que nada. Quiero volver a casa.

De un momento a otro, la puerta de madera se abre. Él, un chico alto, fuerte, de ojos verdes y cabello negro aparece ante mí con lo que parece ser mi bandeja de comida. La deja en el suelo, para luego recostarse en una pared a observarme.

Me incorporo enseguida. Mi corazón no tiene fuerzas para seguir latiendo y aun así no pienso darle la satisfacción de que me vea derrotada. Me siento con las piernas cruzadas en el suelo. Tienen marcas de las pequeñas rocas que se incrustan en mi piel mientras duermo. Son bastante dolorosas.

Me siento como un cachorro de león en cautiverio. Los espectadores del circo lo observan, sonríen, aplauden, mientras este ruge y tiene una enorme ira creciendo en su pecho como la llama de una hoguera que se aviva mientras más leña le echan. Pero a nadie le importa el sufrimiento del pobre cachorro mientras pueden lucrarse de ello.

Ahí está él, observándome con una especie de desconcierto y otra expresión vacía que no sé descifrar. Cruzado de brazos, me mira como a una pintura en un museo de arte abstracto. El tatuaje que se dibuja sobre el izquierdo se ve mucho más grande cuando tensa los músculos, aunque de por sí le cubre desde el hombro hasta el codo.

Yo también lo miro, enfurecida, para luego mirar a cualquier otro lado y que él simplemente se largue. Aunque lo miro por más de unos segundos.

—¿No vas a comer? —me pregunta.

La razón por la que no he perdido el habla o no he enloquecido por completo puede deberse a que él me visita bastante seguido. Puede pasar incluso una semana sin visitar la mazmorra, pero siempre vuelve. Intercambiamos unas palabras, desagradables por mi parte, pacientes por la suya. Lo que más deseo es no verle nunca más su cara aunque eso implique perder mi cordura.

No puedo evitar soltar una carcajada amarga ante lo que acaba de decir. Lo miro de nuevo, y vuelvo a observar una esquina de la mazmorra completamente desamueblada. Es asimétrica por completo, en un intento de ser rectangular. Lo único que hay en ella son rocas y unas cadenas muy gruesas en una pared, tal vez del que estuvo aquí antes que yo.

A pesar de vivir en un palacio, nunca había entrado a una mazmorra. Es cierto que las tenían bajo tierra y que yo tenía conciencia de ello, y que en ocasiones era testigo de cómo bajaban a los esclavos, encadenados, para ser torturados más tarde, sin poder hacer nada al respecto. Me explicaron que son subterráneas para evitar que se escuchen los gritos de sufrimiento de los prisioneros y para que no puedan escapar. O sea, nadie puede escuchar si alguien aquí adentro grita.

Nunca se me permitió visitarlas, pues, según mis padres, es un sitio horrible que la realeza no tiene necesitad de observar. Y sí, es lo más horrible que pudo haber creado el ser humano.

Aunque ahora no estoy en casa; me encuentro en otro sitio extraño a cientos de kilómetros de donde debería estar. Permanecer encerrada en mi propio palacio rebasaría lo humillante.

Él me había traído hace unos minutos, o unas horas, no tengo idea, una bandeja con la insípida ración de comida que me dan todas las noches. Es la forma de la que me entero del pasar de los días.

—Llevas días sin nada en el estómago. Apuesto a que tienes algo de hambre —me dice y camina hasta mí. Baja la voz cuando me vuelve a hablar—. No es que me importe tu salud, pero te necesitamos con vida hasta que llegue la capitana.

Claro, es muy importante para su ego aclarar que es un monstruo sin capacidad de sentir.

Mi estómago ruge constantemente pero no soy capaz de comer nada. La angustia no me permite comer, dormir o vivir. No sé si esté viva el día de mañana.

Él se acuclilla para quedar solo a unos metros de mí.

—¿Esto se te hace gracioso? —le pregunto.

Él frunce el ceño.

—¿El qué? -pregunta.

—No fijas que no entiendes lo que digo.

Se pone de pie y vuelve a recargarse en la pared. Me mira con demasiada atención, más de la que me gustaría.

—Ojalá todo fuera parte de un chiste.

Achico los ojos.

—¿A qué te refieres? —Suspiro y el sonido llena los rincones más intrincados del lugar— Si crees que hacerte la víctima servirá para que cuando me escape, estás muy equivocado.

Él suelta una carcajada amarga. Sus ojos no reflejan nada de lo que desea aparentar, y aun así no puedo asegurarme a mí misma que tiene culpa mínima en todo lo que me está pasando. Es culpable, más que cualquier otro pirata que haya formado parte de mi secuestro.

—¿Crees que busco tu aprobación? —inquiere.

—Lo que sé es que a ningún pirata le gustaría tener que enfrentarse a una corte furiosa, donde lo más probable es que lo condenen a muerte si nunca mostró arrepentimiento por sus crímenes.

Conozco más de leyes de lo que me gustaría.

—No me van a atrapar —me dice— y tú no vas a escapar.

Bufo. Me sigue pareciendo increíble que un día confíe más en él que en mí misma. Soy una estúpida ingenua.

—Te diviertes haciéndome esto, ¿no es así?

No contesta. Siquiera me mira.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

—Solo... come.

Me necesita con vida. Si muero, su capitana se enfurecerá tanto que sería capaz de asesinarlo. Quisiera que eso pasara pero yo no estaría presente para verlo. Ella es el tipo de persona que mientras más le temen, más poder cree tener.

—Me imagino tu cara de diversión cuando le contaste a tus amigos cómo me habías encontrado —Sonrío—. ¿Ganaste un premio o algo así? Porque secuestrar a la princesa más buscada por la tripulación de piratas más famosa del mundo es un enorme mérito. ¿Fue entretenido? ¿No tenías nada que hacer en casa?

Caleb endurece la mirada y tensa la mandíbula. Respira profundamente sin decir una palabra.

—Vamos —lo reto—, respóndeme. ¿O no tienes el valor para admitir en voz alta lo que hiciste?

—No sabes nada. —me dice, mirando a cualquier otra cosa que no sea yo.

Lo único que sé es la verdad.

Lo analizo por unos segundos. No se puede negar que es un chico atractivo, lo suficiente como para que todas las chicas de su tripulación hayan estado dispuestas a hacer cualquier cosa por un poco de su atención. No tengo idea si en la tripulación haya chicas, pero si las hubiera harían lo que fuera para que él les dedicara una palabra.

Agito la cabeza para alejarme esos pensamientos. Puede que se vea inofensivo pero es de las peores personas que conozco. Me usó, me manipuló a su antojo y gracias a ello pudo lograr su cometido. Cada palabra o gesto que tenía hacia mí eran mentira.

Todo lo que hacía era un papel para poder engañarme de la forma más eficiente que se le pudo haber ocurrido.
Y lo odio. Odio a Caleb por eso, porque me hizo sentir como una tonta ingenua y lo más insignificante del mundo y ahora, por mi culpa, mi familia y yo estamos en peligro. Todo por mi culpa. Lo odio más de lo que pude haber odiado a cualquier otra persona.

Pero lamentarme no servirá de nada. Lo único que puedo hacer ahora es buscar una manera de huir para no verme en la necesidad de seguir dibujando rayones en la pared y pensando en lo que me deparará el día de mañana.

—¿Estás solo aquí abajo o uno de tus amigos piratas te espera afuera? —le pregunto.

—¿Para qué quieres saber eso?

—Curiosidad. —me encojo de hombros. Aunque es algo más que solo curiosidad.

—Vine solo. Todos están muy ocupados como para cuidarme de ti.

—¿Cuidarte de mí? —Bufo.

Sé que lo que menos piensan es que una niña indefensa, la que ha vivido toda su vida bajo las alas de su padre, pueda lastimar a alguien. Lo bueno es que no soy una persona predecible.

—No se sabe con lo que puedas salir de repente —me explica él—. La gente enloquece aquí adentro. Tú pareces bastante cuerda.

La verdad es que tengo una gran resistencia mental.

—Desátame. —le ordeno y le muestro mis muñecas atadas.

—Mariam, aquí no eres la princesa.

Créeme que eso lo sé muy bien.

—¿Cómo quieres que coma si no tengo manos para ello?

—Como has comido todo este tiempo.

Todo este tiempo he estado comiendo como un perro, como comen los caballos del establo del palacio. Fui arrastrada a humillarme de tal manera por no tener manos con las que llevarme los alimentos a la boca.

—No seas así —le digo con mi mejor mirada de súplica. Me repugno a mí misma—. Ya ni siento mis manos. Además, me debes mucho más que eso.

—No te debo nada. Estás secuestrada. —dice, ya cansado de tener que repetir lo mismo miles de veces al día.

Resoplo pesadamente.

Caleb lo piensa por unos segundos y, dubitativo, saca de un bolsillo una navaja brillante y plateada para cortar las sogas gruesas que me atan ambas muñecas. Cuando lo hace, veo que están sangrando por la fricción. Llevan tanto tiempo atadas con ese material que comenzaron a cortarse. ¿Cómo ni lo sentía?

—Oh, Dios —Él se asombra cuando ve lo irritadas que están mis muñecas—. Sangras.

Ni siquiera guarda la navaja, solo la deja en el suelo.

—No me digas —Agito las manos y abro y cierro los puños—. Llevo tanto tiempo con estas sogas que no sentía que me cortaban. Me estaba adaptando.

—¿Te duele?

—Estoy segura de que no es la primera vez que ves sangre mía, así que no te hagas el sorprendido —murmuro—. Debo tener el rostro amoratado por completo.

Caleb ladea la cabeza.

—Y tienes dos cicatrices también.

Lo miro, sorprendida. Se muestra imparcial, sin una pizca de preocupación. Siento la necesidad de abofetearme en la cara. No se preocupa por mí, nunca lo ha hecho, todo es para entregarme ilesa a la capitana. Debo meterme esa idea en la cabeza. Con lo que me gustaría tomar la navaja y rebanarle su rostro angelical...

—Sois unos monstruos —espeto—. ¿Cómo vais a agredir de tal forma a una princesa?

Caleb rueda los ojos, como si estuviera implorando paciencia.

—¿Vas a comer o no?

Tengo hambre, pero no me apetece comer para nada. Esta cena no me abre el apetito. Un pedazo seco de pan que parece que encontraron en el fondo de una alacena vieja y té de ortigas a temperatura ambiente.

Mi plan es muy sencillo: navaja, un movimiento rápido, mi libertad. Solo debo ser astuta para que todo salga tal y como me he repetido en mi cabeza cientos de veces. Aunque dudo que vaya a ser tan sencillo.

Miro a Caleb, el cual espera con calma a que yo decida que sea apropiado darle un mordisco al pan duro. Me mira sin saber por qué no como de una vez.

—¿Qué? —me pregunta.

Lo que hago después lo desconcierta aún más. Trago saliva y respiro hondo para prepararme psicológicamente, aunque eso era lo que había estado haciendo todo este tiempo: preparándome psicológicamente para lo que vendría después.

Tomo la navaja que estaba en el suelo y, tan rápido como puedo, se la clavo en la pierna. La tela de su pantalón se quiebra y la sangre comienza a derramarse. El chico emite un grito que haría estremecer las paredes de la mazmorra mientras yo tomo el llavero de su pantalón. Me levanto de manera torpe, apoyándome con las manos del suelo y corro en dirección a la puerta.

Las pequeñas piedras del suelo se clavan en las plantas de mis pies desnudos como si una ventana se hubiera roto y yo estuviera condenada a bailar sobre los fragmentos de cristal. Hago una mueca de dolor.

Agradezco no llevar puesto uno de mis vestidos, esos que tienen muchas capas y se arrastran por el suelo, pues aquí no tengo sirvientas que me lo sujeten e iba a ser un obstáculo para correr. Mis piernas tiemblan por su poco uso. No he caminado en... ¿dos meses?

Si es verdad lo que dijo Caleb, si no hay nadie esperándolo afuera, está solo. Entonces desde aquí abajo no hay alma que escuche sus gritos.

Empujo hacia mí, con toda la fuerza que me queda, la puerta de madera, lo que produce un sonido ensordecedor por todo el lugar. Por suerte está abierta. Los piratas son tan seguros de sí mismos que mantienen la puerta abierta cuando vienen a visitarme. Me subestiman demasiado.

Dejo en la puerta la huella roja de mi mano izquierda. Bajo la mirada y noto que está cubierta de sangre. Mi vestido se ha salpicado y estoy segura que la gota que se desliza por mi rostro no es de sudor. Me paso el dorso del brazo sobre la mejilla y respiro profundamente ante el rastro carmesí que dejó sobre mi piel.

Al pasar con rapidez, noto que hay una reja de hierro cerrada con candado. Con mis manos temblorosas paso todas las llaves, una por una, por la cerradura, y ninguna coincide. Ahí me comienzo a desesperar. Respiro hondo y vuelvo a intentarlo, mirando a todos lados y temiendo por mi vida, hasta que una por fin una entra. Giro la llave y el candado cae, entonces empujo la reja, esta vez hacia afuera, lo que también provoca un sonido que me hace estremecer.

Eso fue fácil. O algo así.

El plan es básicamente: buscar una alternativa para poder salir, evadir a todos los piratas que deben rodear el lugar, huir y luego intentar sobrevivir en el lugar que fuese, intentando no ser descubierta y capturada de nuevo.

Cuando salgo, veo lo que esperaba. Lo más seguro es que me encuentre en un castillo, porque observo un pasillo extenso y estrecho, con varias habitaciones enrejadas y con una puerta de madera en forma de arco, como por la que acabo de salir.

¿Habrá más personas aquí, encerradas, siendo torturadas día a día por estos piratas desalmados?

Al final de ese pasillo veo lo que puede ser mi salvación. Corro hasta llegar al final y ver unos escalones en forma de caracol que suben a un posible segundo piso. Me aventuro a lo que podré encontrarme, subo. Son tan estrechas que casi me falta el aire. Llego a un piso que es igual al anterior, lleno de cárceles con puertas demasiado gruesas y de más de dos metros de altura, así que sigo bajo tierra. Continúo subiendo y llego con otra puerta. La abro con la segunda llave del llavero, que está manchado al igual que mis manos. Esta no es tan ruidosa.

Encuentro un pasillo como el anterior, solo que este no está repleto de mazmorras. Están las rejas, pero por detrás solo hay ladrillos, como si hubieran sellado el lugar de las puertas. Algo me dice que sigo bajo tierra.

En el otro extremo del pasillo alcanzo a ver unas escaleras de mano, que parecen ser la única forma de subir. Nunca he utilizado unas. Corro con intensidad, aún extrañada por no haberme encontrado a ninguno de los sujetos que deben tener el área vigiladísima. Sí que es raro, pero no tengo tiempo para pensar.

Lo único que escucho por todo el lugar son mis pasos y mi corazón martilleándome los oídos. Mi estómago se revuelve por el olor metálico, demasiado cerca de mí.

Dejé a Caleb desangrándose en una de las mazmorras. Si no lo encuentran antes de que sea demasiado tarde, morirá. Y la culpable seré yo. La sangre en mis manos me lo recuerda. Seré culpable de haber arrebatado una vida.

Se lo merece. —digo para mis adentros. Sé que él ha hecho cosas peores y que solo estoy cuidando de mí misma, haciendo pagar a los criminales que al final pagarán con la muerte sus delitos, pero es más aterrador haber sido la culpable. Es más aterrador decir que soy una asesina en lugar de que lo hayan condenado a muerte. Aunque tampoco le desearía ese final.

Se lo merece. —pero no ha asesinado a nadie que conozca. Nadie debe merecer la muerte ni aunque le haya provocado el mayor sufrimiento a otra persona. Tengo sentimientos encontrados con él y no podría soportar que su cabeza ruede escaleras abajo desde la guillotina.

Llego a las escaleras y jalo hacia abajo para asegurarme de no morir antes de que me atrapen. Al parecer son seguras. Pongo un pie, es algo incómodo. Todo lo que roza mis pies se me hace incómodo, ya que ahora están sensibles y sin ningún tipo de protección. Me sujeto con ambas manos de las sogas de las escaleras y, cuando separo el otro pie del suelo, estas comienzan a tambalearse. Vuelvo a tierra y suspiro.

Mariam, de esto depende tu vida. Si no te arriesgas ahora, morirás más tarde. Es una excelente oportunidad para huir y la estás desaprovechando.

He salido de mi habitación por la ventana más veces de las que puedo contar, sin embargo nunca he subido de esa forma. Debe ser incluso más sencillo.

Cuando me dispongo a volver a intentarlo, escucho una voz grave detrás de mí.

—Buen intento.

Y eso es todo lo que recuerdo. Luego un dolor intenso que se extiende desde la parte baja de mi cabeza apaga mi visión y solo veo oscuridad.

°•♡•°

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