¶Capítulo 2| R

Libro de las Almas:

60.8: Aquellas almas frías y malvadas que llegan al infierno, son acogidas por el mismo Lucifer para formar parte del círculo de rendición. Controlan y tienen poder al igual que ellos, pero con una única condición: el sufrimiento eterno sin oportunidad de arrepentimiento y redención.

¿Valdría la pena tanto poder sin la felicidad?

Príncipe Demonio.
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Al final del día, después de ir a mi habitual encierro, me encaminé como todas las tardes hacia la casa con pasos lentos y mirando el cielo.

Eran no más de las seis de la tarde, las personas se pasaban por un lado despreocupados de la vida, observando vidrieras, y entrando a una que otra tienda mientras eran arrastrados por algún niño que había visto un juguete de su agrado.

Yo era igual que ellos de pequeña”, pensé. Mis padres solían llevarme todas las tardes de los sábados a visitar un museo que estaba cerca de nuestra antigua casa, y este me encantaba aunque ya hubiera visto las exhibiciones una y otra vez, no dejaba de sorprenderme con las cosas de ese mágico lugar.

Salí del recuerdo de una forma abrupta por la insistente vibración en el bolsillo trasero de mis shorts. Lo saqué con toda la calma del mundo mientras veía la pantalla. Ahí me quedó claro quién era la persona que me molestaba: la pesada de mi diva favorita.

—¡Perra desgraciada, hasta que por fin contestas!

—Hola, Harry, ¿cómo estás? Yo bien, ¿y tú? Ah, sí, todo perfecto, ya sabes… —le respondí de forma irónica, mientras Harry se reía en la otra línea.

Solté un bufido.

—Tu madre hermosa está preocupada de que llegues virgen al matrimonio, así que me dijo que te sonsacara para que salieras esta noche conmigo.

Me lo podía imaginar al otro lado de la línea moviendo sus cejas de arriba abajo. Mientras colocaba una mano en un gesto de divaza.

—Esta noche no puedo, cariño, tengo algo que hacer con mamá… —mentí, y lo hice de la manera más estúpida posible. Si había hablado con ella, de seguro le había dicho lo de su repentino viaje de celos. Me di una cachetada mental y traté de evadir el tema—. Igual tú no puedes hacer mucho por quitármela —me defendí riéndome.

—¿Eso crees? Te puedo asegurar que puedo acorralarte y meter mi pene por tu pequeño agujero —inquirió ofendido.

—Existe mayor probabilidad de que caiga un meteorito a que tengamos sexo, Harry —me burlé pateando una piedra pequeña—. Además, tú eres de nepes, no de vaginas.

—Cierto —admitió—, pero el único que me gusta es el John —se defendió—. Además, me estás evadiendo el tema.

Seguía caminando mientras hablaba con Harry. Faltaba poco para llegar a mi casa cuando, de repente, un callejón que me saltó a la vista llamó poderosamente mi atención, una tienda. Una muy extraña que se encontraba en el fondo.

¿Qué rayos hacía una tienda allí? Jamás la había visto…

Bueno, tampoco es que me fije en las cosas que tengo a mi alrededor. Por eso fue que me castigaron y estoy ahora en la calle, y no en mi hermosa cama durmiendo.

Me detuve, sin poder evitarlo, para observar mejor la pequeña tienda. La curiosidad me mataba. Ir, o no ir... El callejón estaba ligeramente oscuro, pero desde la posición en que me encontraba podía observar algunos detalles de la tienda; y hubo uno que me hizo caminar hasta allí de inmediato.

•|Libros al descuento|•

“¡Ah, caray! Eso me interesa

—¿Somer…? ¿Me estás escuchando?

Mierda, me he olvidado de Harry.

—No, zanahoria, lo siento. Tengo que colgar, ahora te llamo.

—¡No me llames así! —se quejó—. Te veo ahora.

No me dio tiempo a contestar ya que había colgado, ¿Ahora? Supuse que iría más tarde a la casa para intentar convencerme de salir, cosa que no iba a lograr, claro está.

Por el momento, tenía frente a mis ojos la posibilidad de conseguir libros con descuento. Ya lo podía imaginar: un sábado en la noche sola, ellos, yo y una taza de chocolate.

No se veía nada mal.

“Gracias al cielo, mamá me dejó la tarjeta junto con algo de efectivo antes de irse de viaje”.

Caminé al interior del callejón, observando los dibujos y grafitis que decoraban las paredes. Estaba tan concentrada en ellos y en que no me fueran a secuestrar, que di un salto del susto cuando un gato negro saltó de uno de los cubos de basura que había unos pocos metros.

El animalito corrió y me pasó rozando, yendo directamente hacia la tienda. Solté una ligera maldición por el mini infarto que me había dado esa bola de pelos.

Al estar al frente de la puerta, verifiqué a través de los cristales que estuvieran atendiendo. Adentro había una señora de cabello blanco, de no más de setenta años, sentada detrás del mostrador. Al verme sonrió, y me hizo señas para que entrara.

Qué mujer más extraña”.

Empujé con cuidado la puerta de color azul oscuro, y la campanilla del establecimiento me dio la bienvenida con un tintineo peculiar. Al instante un exquisito aroma a chocolate caliente, mezclado con el de las antigüedades, me dio de lleno en la nariz. Busqué disimuladamente al gato que me había asustado, pero no estaba por ningún lado.

Con pasos tímidos me dirigí a la señora, quien desde el momento en que entré no había despegado sus ojos de mí.

—Disculpe —hablé con miedo, algo realmente ridículo dado como entre allí—, vengo por los libros.

Señalé con el pulgar detrás de mi espalda donde estaba el cartel de hace unos segundos, pegado al vidrio.

—¡Oh sí, claro! —giró el rostro y entonces me fijé por primera vez en lo que tenía a sus espaldas. Había muchos estantes esparcidos por la tienda, y la gran mayoría, hasta donde podía ver, contenían frascos y artículos desconocidos, mientras que en otros había platos, vasijas y cuadros. Al parecer ya había encontrado lo que buscaba, pues abrió los ojos con felicidad levantando un dedo al final de la tienda. Le seguí con la mirada hasta que por fin di con los libros—. Están aquí, señorita. Cinco estantes después —Discúlpeme, es verdad que la edad hace que uno se olvide de las cosas —se rio un poco—. Puede quedarse a ver lo que guste, igual la tienda cierra tarde.

Asentí dudosa. Era extraño todo aquello, sobre todo una señora sola con una tienda en medio de la nada.
Quizás estoy pensando muchas tonterías y me estoy somatizando. Voy a comprar esos libros y me voy de aquí.

—Gracias.

Le dediqué una sonrisa sincera mientras me acomodaba el bolso y caminaba en dirección al estante que me había dicho.

Cuando pasaba por el quinto señalizador, me pareció ver unos ojos en un frasco y me asusté, soltando un pequeño grito.

No es nada, cálmate”.

Vi de nuevo el frasco y, para mi sorpresa, no tenía nada fuera de lo común. Solamente dulces, y carne seca que descansaba a un costado.

Vamos, Somer… no es nada. Buscas los libros, y te vas”.

Respiré hondo y traté de encontrar lo más rápido posible algún libro que llamase mi atención para así marcharme de aquel lugar que no me daba buena pinta. A medida que iba revisando el estante, los títulos, y los nombres, cada vez me perdía más en ellos.

Después de un rato ya tenía no menos de ocho libros de pasta dura. Cuando me convencí de que había agarrado suficientes, me giré para ir a pagar.

Al hacerlo, fue ahí cuando lo vi: un libro grueso de tapa negra con una especie de correas, y un cerrojo dorado que descansaba en el estante continuo. Dejé mis libros sobre una mesita a mi lado y tomé aquel en mis manos.

Pesaba, de eso no había duda alguna, ya que era mucho más grande que los demás. Tenía en el centro una estrella de David de color amarillo y a su alrededor una especie de serpiente dorada que se enroscaba delicadamente sobre el círculo.

Traté de abrirlo pero fue en vano: estaba con llave.

Bufé, decepcionada.

—¿Te gusta ese libro?

La voz de la anciana a mis espaldas provocó que mi pobre corazón bajara hacia mis pies y fuera de regreso a mi pecho en un segundo.

“¡Puto susto señora, debería de tener un cascabel como el señor bigotes!”.

—¿Qué? —pregunté confundida. Me señaló lo que tenía en las manos y bajé la vista al libro—. Oh, sí, esto —lo detallé nuevamente—. Sí, es hermoso.

Acaricié la tapa con cuidado, pues temía dañarlo. Me lo iba a llevar y estaba decidida a hacerlo.

—Te lo regalo.

“¿Qué ella qué?”.

—¿Disculpe? —pregunté confundida.

—Está bien —hizo un ademán con la mano, restándole importancia—. Era de mi esposo, le gustaban esas cosas, libros extraños que nunca entendí. Todos estos eran de él —señaló el estante—. Pero ya no tengo espacio, como te podrás dar cuenta, para tenerlos aquí.

—Ya veo —dije, no muy convencida—. ¡Muchas gracias! —me detuve—. Pero, ¿y la llave?

La señora se acercó al libro, hasta que vio el cerrojo y cayó en la cuenta del problema.

—Cierto. Dámelo un segundo —extendió los brazos—. La debo tener dentro del armario.

Asentí y le entregué el libro. Esperé unos segundos para tomar de nuevo los que había escogido en un principio y así regresar al mostrador.

A los cinco minutos, después de examinar toda la tienda y tomar unas pulseras y anillos que estaban sobre el vidrio, volvió la señora con una bolsa de papel grande donde me imaginé que estaba el libro. Me regaló una sonrisa mientras me la daba y metía en la misma los que faltaban.

—¿Esas joyas también? —señaló mis manos.

—Sí, son hermosas —admití, pues era la verdad. Las pulseras tenían un tono rojo sangre con dorado que deslumbraba. Los anillos tenían acabados artesanales con diseños a su alrededor que me parecieron encantadores.

—Aquí tienes todo —me entregó de nuevo la bolsa—. No la abras hasta llegar a casa —Me guiñó un ojo—. Hazte de cuenta que es un regalo. Son diez dólares por todo.

Me sorprendió lo económico que salió todo eso, sobre todo por la cantidad de cosas que había llevado.

Saqué la tarjeta de mi bolsillo y pagué tras darle de nuevo las gracias por su atención. Me despedí con la sensación de que no iba a ser la última vez que nos veríamos.

Me dirigí a la entrada no sin antes darle un último vistazo a la señora, quien había desaparecido. En su lugar, se encontraba el mismo gato que me había asustado en el callejón y que no había visto al entrar.

Nos quedamos mirándonos fijamente. Tenía los ojos amarillos y su pelaje era de color negro azabache, con algo de rojo en la punta de su cola. Al caer en la cuenta de que lo estaba mirando, maulló en mi dirección sin dejar de verme.

Fruncí el ceño y corté el enlace de nuestras miradas para observar a mi alrededor. Negué con un movimiento de la cabeza.

Ya es hora de irme de esta extraña tienda”.

Salí del callejón sin mirar atrás, cargada de libros y contenta. Cuando estuve fuera por completo, seguí mi camino en dirección a la casa, segura
de que me los acabaría en un mes. Eso sí, leyendo todos los días.

Cuando por fin llegué, a los pocos minutos, dejé las cosas sobre el sofá de la sala lista para llamar a mamá.

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