Soldadito de plomo

Ryan rengueaba cabizbajo con las manos en los bolsillos de la chaqueta negra. La lluvia helada caía del cielo color plomo y golpeaba contra su nuca, creando un río por su espina, pero no le importaba: al menos lo ayudaba a despejarse y concentrarse en seguir la línea de las baldosas bajo sus pies.

Al llegar al instituto, caminó los más rápido que su pierna mala le permitía hacia su salón de química. Cerró la puerta para ahogar los aullidos adolescentes del pasillo que tanto lo estresaban y se desplomó en un asiento de la primera fila. Ryan escondió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y respiró profundamente una y otra vez como su psicóloga le había enseñado, pero nada funcionaba. Clavó sus dedos con uñas comidas en su cuero cabelludo.

Hacía un par de días que su respiración se había vuelto superficial otra vez y sentía que se echaría a llorar en cualquier momento. Se ponía nervioso en clase: movía las piernas y manos como si tuviera convulsiones y cuando alguien le llamaba la atención le daba ganas de golpearse la cabeza contra la pared por no poder controlarlo. A pesar de ser el único dentro del salón, ya quería salir corriendo. Su psicóloga solía decirle que era un luchador, un soldado fuerte como el plomo, pero él se sentía como un marino asustado de un mar en calma. Cuando el timbre sonó, se enderezó, fijó su mirada en el punto negro de la pared gris frente a él y se obligó a respirar una última vez para controlarse. No habían encendido la calefacción y Ryan estaba temblando, aunque no se daba cuenta.

Maya entró en medio del torrente de personas, y el salón tan oscuro por la falta de luz natural pareció brillar de repente. Incluso cuando caminaba parecía que estuviera bailando, y un halo de gracia parecía que la envolvía. A Ryan le hubiera gustado pensar que la felicidad también formaba parte de su aura, pero había escuchado que vomitaba en los baños, y nadie que vomita para adelgazar puede ser feliz.

Maya lo miró por un momento y le sonrió. El corazón de Ryan latió con fuerza y quiso devolverle el gesto, pero se sentía incapaz. Maya hizo un ademán de sentarse a su lado pero Bill, su novio, se interpuso entre ella y asiento, tomándole la mano con brusquedad y arrastrándola hasta el fondo del salón. Ryan tenía curiosidad de por qué todas las chicas lindas escogían a novios idiotas. De acuerdo, él no era un buen partido: era rengo y creerías que te acababas de cruzar un monstruo si lo veías caminando por la noche, además de su ansiedad y depresión no ayudaba demasiado; pero al menos se consideraba buena persona, o eso era lo que sus padres decían.

El día no hizo más que oscurecerse: nubes negras amenazaban con dejar caer granizo y fuertes vientos, por lo que Ryan se apresuró a llegar a su casa, aunque le hubiera gustado ver a Maya una última vez en el día para saber que seguía viva y él también. La parte egoísta de su retorcida cabeza le gustaba saber que ella estaba tan rota como él, y se preguntaba si Maya podría entenderlo si le hablaba de los horribles pensamientos que solían cruzar por su cabeza.

Se la pasó retorciéndose los dedos hasta llegar a casa hasta pensar que se había quebrado uno por la posición extraña en la que lo había colocado. Su madre lo saludó con un beso en la mejilla cuando llegó y lo miró con preocupación, pero Ryan solo respondió con una sonrisa forzada y corrió a su habitación.

Dentro todo estaba tan oscuro como una noche solitaria sin luna, pero a Ryan le daba cierta paz. Se metió en la cama y puso la cabeza en las rodillas. Otra vez le costaba respirar. Temía que el aire no entrara a sus pulmones y se muriera como esas personas que quedan atrapadas en los autos que caen en el mar. ¿Había tomado sus pastillas? No lo recordaba. Debería ir y tomar otra por si las dudas, pero solo su madre sabía dónde estaban, y no quería preocuparla más. Ella ya tenía demasiadas preocupaciones. Respira, Ryan, adentro y afuera, adentro y afuera. ¿Qué debía estar haciendo Maya? Esperaba que el granizo no hubiera empezado a caer y la hubiera golpeado en la cabeza. ¿Y si estaba en el hospital? Más le valía al estúpido de Bill llevarla a urgencias si algo le pasaba, porque él mismo lo mandaría al hospital si no se ocupaba de su preciosa Maya... Pero él no era capaz de golpear a nadie, era un debilucho. ¿Y si Bill alguna vez le había hecho algo? Parecía un tipo capaz de golpearla si se enojaba, incluso con su altura de duende era un chico fornido. Ojalá que no, no soportaría que algo le pasara. Bueno, además de los vómitos. Deseaba poder hacer algo para ayudarla, pero no podía salir de esa cama. Le daba pánico hablar con las personas. Respira, Ryan, otra vez estás pensando demasiado rápido, eres un soldado. Pero ¿y si Maya estaba muerta? ¿Y si él estaba muerto? Deseaba estar muerto.

Los siguientes días transcurrieron como si estuviera dentro de un barco de papel a la deriva en las oscuras alcantarillas. No podía ver nada, ni sentir nada. Se movía como un robot, balanceándose de acá a allá solo porque su madre o su padre lo despertaban por las mañanas para ir al colegio. Ni siquiera ver a Maya ensayando para el ballet del instituto lo podía tranquilizar. Quería arrancarse la piel del cuerpo, no podía sentirse cómodo dentro de sí mismo. Quería gritar, pero tenía la boca cosida. No sabía cómo salir de ese barco que poco a poco se estaba deshaciendo. ¿Y si caía a las oscuras aguas? ¿Podría nadar? ¿Se ahogaría? Bueno, ya sentía que se estaba ahogando y aún estaba respirando aire.

Ryan apareció en la clase de literatura sin saber cómo. Oyó a la profesora decir su nombre y vio que toda la clase lo miraba, pero no podía comprender la situación. Se tronó los dedos y miró a su alrededor buscando algo que lo orientara, pero el mundo se movía como si estuviera borracho. La profesora dijo algo más, pero él no comprendió. Las paredes blancas se estaban cerrando como si fueran a aplastarlo; probablemente lo harían si se movía, pero no podía levarse de su asiento. No podía respirar. Que alguien me ayude quería decir, pero no podía recordar cómo se hablaba. El salón seguía moviéndose y Ryan temía que el edifico colapsara. Las personas se iban acercando a su alrededor y parecía que iban a matarlo.

Pudo captar que alguien gritaba algo y las personas se dispersaron. Ryan pudo centrar su mirada en el rostro de Maya, que tenía el semblante serio. Estaba tan pálida que le recordó a la porcelana, probablemente una consecuencia de la bulimia. Ella le puso algo en la cara y Ryan quiso apartarla del mismo susto, pero solo entonces se dio cuenta que estaba hiperventilando y Maya había colocado una bolsa en su boca.

Ryan poco a poco logró calmarse pero no apartó la mirada de los ojos hundidos de Maya, si lo hacía podría ver la mirada preocupada de su profesora y la de sus compañeros acusándolo una vez más de ser "el rengo loco". Ella sonrió con calidez y le tocó el hombro. Pudo percatarse que por la ventana del salón entraba la luz del sol, la cual ya no recordaba cuándo había sido la última vez que la había visto.

—¿Estás bien? —preguntó en su susurro calmo.

El mundo parecía volver a tener color de nuevo, y tocó la mano de Maya en su hombro para asegurarse de que todo era real. Sus pieles ardían como si estuvieran fundiéndose al lado de una hoguera. Todo se volvió cálido y brillante, tanto que le hacía doler los ojos. Demasiado nítido. Ryan temía estar siendo quemado vivo.

—Gracias —se las arregló para decir.

Por todo.



Para aquellos que no recuerdan bien la historia del "Soldadito de plomo" de Andersen, acá les dejo un resumen:

  En el día de su cumpleaños, un niño recibe una caja de veinticinco soldaditos de plomo. Uno de ellos tiene solamente una pierna, pues al fundirlos había sido el último y no había habido suficiente metal para terminarlo. Cerca del soldadito se encuentra una hermosa bailarina hecha de papel con una cinta azul anudada en el hombro y adornada con una lentejuela. Ella, como él, se tiene sobre una sola pierna, y el soldadito se enamora de ella. Pero a medianoche otro juguete, un duende en una caja de sorpresas, increpa furioso al soldadito prohibiéndole que mire a la bailarina. El soldadito finge no oír sus amenazas, pero al día siguiente, acaso por obra del duende, cae por la ventana y va a parar a la calle. Allí, tras llover un buen rato, dos niños lo encuentran y lo montan en un barquito de papel, enviándolo calle abajo por la cuneta. La corriente arrastra al soldadito hasta una alcantarilla oscura, donde una rata lo persigue exigiéndole un peaje. Por fin, la alcantarilla termina y el barquito de papel se precipita por una catarata a un canal, donde el papel se deshace y el soldadito naufraga. Apenas comienza a hundirse, un pez lo engulle y de nuevo el soldadito queda sumido en la oscuridad. Sin embargo, poco después el pez es capturado y cuando el soldadito vuelve a ver la luz se encuentra de nuevo en la misma casa. Allí está también la bailarina: el soldadito y ella se miran sin decir palabra. De repente, uno de los niños agarra al soldadito y lo arroja sin motivo a la chimenea. Una corriente de aire arrastra también a la bailarina y juntos, en el fuego, se consumen. A la mañana siguiente, al remover las cenizas, la sirvienta encuentra un pequeño corazón de plomo y una lentejuela.  

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