Capítulo veintidós

Estoy en el campo, estoy concentrado. El juego es rápido, siempre. Es una danza continua en la que debes ser más rápido que tu propia sombra. España domina, y yo estoy ahí, siempre estoy ahí. En realidad, hoy ni siquiera estoy pensando demasiado en el partido, es algo casi natural, una segunda piel: un pase tras otro, control, uno-dos, adelante, un vistazo rápido y luego un cambio de posición.

Las piernas responden de inmediato, casi automáticamente. Pero en un momento, entre una respiración y otra, aparece un pensamiento que no debería estar allí. No en este momento, al menos. No en el campo. La imagen de Nieves. Acabamos de salir de una historia, algo que no debía convertirse en lo que se convirtió, o al menos, eso fue lo que pasó. Unas risas juntas, una confianza de más, luego un beso — solo uno, nada más, y a mí me había parecido... estaba convencido de que había significado algo también para ella. Pero no pude evitar pensar que tal vez, para Nieves, ese beso no significaba nada especial. De hecho, la vi más de una vez hacer esas caras, esas miradas intensas, como si para ella todo fuera tan sencillo. Y tal vez realmente sea así: para ella no fue nada. Solo uno de esos momentos de afecto, de sintonía. Nada más.

Entonces decidí que era mejor cerrar. Pensé que si me quedaba enganchado a esa ilusión, al final quedaría solo, engañado por mis propios pensamientos. Y ahora estoy así, sin ella, pero convencido de que tomé la decisión correcta.

Vuelvo a pensar en el partido. España sigue siendo un bloque único en el campo. Avanzo, siento el balón rebotando en el césped, casi lo respiro. El balón está allí, bajo mi pie derecho. Un toque ligero, pero preciso. Solo hace falta un instante para retomar el control.

Y entonces, sucede. Ni siquiera entiendo cómo. Es como si el mundo a mi alrededor se ralentizara, se doblara y luego se congelara en una imagen distorsionada. Mi rodilla cede, pero no de una manera natural. No, es una torsión, algo que va en una dirección que no es la suya. En ese momento entiendo de inmediato que es grave. El dolor no deja espacio a dudas: es violento, inmediato, como un golpe. He visto a muchos compañeros lesionarse, incluso a Ansu, y sé lo que significa.

Estoy en el suelo. Siento las manos de mis compañeros, su presencia alrededor de mí, las caras preocupadas de los médicos. Alguien me dice que me calme, que respire. Pero en este momento no quiero respirar, no quiero calmarme. Siento algo dentro que se rompe, y no hablo solo de la rodilla. Es como si mi alma misma se hubiera desgarrado, mientras el miedo se infiltra poco a poco.

El primer pensamiento es que se acabó. Sé que es solo un pensamiento exagerado, que puede ser temporal, pero la imagen me llega igualmente, clara como el agua. Veo a Ansu, mi amigo, el compañero de mil partidos y mil sueños compartidos. Era la promesa, el talento puro que todos esperaban, el que debía romper el mundo. ¿Pero ahora? Solo tiene sombras a su alrededor, promesas incumplidas, el fantasma del talento que fue. Un talento quemado en demasiado poco tiempo.

¿Y ahora? ¿Seré yo el mismo? ¿Me convertiré en otro jugador lesionado, el enésimo sobre el que depositaron todas las esperanzas, solo para ver cómo se apaga poco a poco, lentamente? Ni siquiera sé cómo salir de este pensamiento, de esta espiral de ansiedad.

Mientras me sacan del campo, mi mente corre, en un torbellino de pensamientos incontrolables. Nieves, también vuelve a mi cabeza. Tal vez es estúpido pensarlo, pero una parte de mí siente que esto también es otro adiós. Hubiera querido hablarle mejor, tal vez entender si sería posible intentarlo de nuevo, si para ella habría tenido sentido. Pero me conozco, y sé que aunque la extraño, no puedo hacer como si nada. Sobre todo, no puedo ser el que espera en silencio, un fantasma en el banquillo, mientras ella vive su vida.

Mientras me acerco al banquillo, cruzo la mirada de algunos compañeros. Algunos de ellos me miran como si fuera a desaparecer, como si ya fuera el pasado. Un par de ellos tienen esa cara rara, que sabe a pena y al mismo tiempo a inevitable compasión. Odio esa mirada. No quiero que me vean como una víctima. No necesito su lástima.

Los médicos hablan entre ellos, susurran, pero yo los escucho. Ellos también sienten crujir mi futuro. Palabras como "reconstrucción" y "meses de recuperación" llegan claras, como bofetadas en pleno rostro. Con el rabillo del ojo veo algunos aficionados en las gradas, veo a alguien que me mira como si supiera lo que me espera.

El viaje hacia la clínica es una eternidad, y en los momentos de silencio, los pensamientos se acumulan. Las palabras de los médicos, Nieves, mi carrera — es como si cada pieza de mi vida se hubiera derretido. No quiero convertirme en como Ansu. Lo respeto, siempre lo he admirado, pero he visto lo que significa para él sentirse dejado de lado, transparente. Tengo miedo, miedo de convertirme en él, un talento de quien se habla como un recuerdo.

Por unos minutos, cierro los ojos e intento imaginar algo positivo, un regreso glorioso, tal vez una temporada en la que pueda retomar lo que dejé. Pero es difícil, casi imposible. La rodilla duele demasiado, y cada pequeño movimiento me devuelve a la realidad.

Llegamos a la clínica, y mientras me preparan para la resonancia, los pensamientos se vuelven cada vez más pesados. Me siento inútil, una máquina rota que ya no sirve a nadie.

La resonancia magnética es larga, fría. El ruido constante de la máquina me parece casi un tambor que suena de fondo, como un eco que amplifica los pensamientos más oscuros. Trato de mantener la mente en otro lado, pero cada vez regreso allí, al campo, a ese momento, a ese instante que lo rompió todo. Me repito que no debo pensar en eso, que debo esperar el veredicto de los médicos, pero siento que algo realmente ha ido mal. Lo sé por el dolor, por la forma en que la rodilla cedió, por la reacción de todos a mi alrededor.

Y luego está Nieves. ¿Sabrá lo que me ha pasado? ¿Lo sabrá? ¿O se quedará en casa como si nada hubiera sucedido? Después de todo, ya no tiene razón para preocuparse por mí. Y, sin embargo, una parte de mí se agarra a esa ilusión, a la idea de que tal vez su llamada podría hacerme sentir mejor, aunque sea solo para escuchar que le importa, que ese beso para ella no fue tan insignificante.

Pero tal vez solo me estoy engañando. ¿Se acabó, no? Nunca fui su primer pensamiento, y ahora, probablemente, seré uno de tantos con los que intercambió una risa o un momento agradable. Intenté hacer el distante, no darle importancia, hacer creer que para mí también fue solo una tontería. Pero ahora que estoy aquí, tumbado en una camilla esperando saber si podré seguir jugando, desearía que ella estuviera aquí, o al menos que le importara.

Las puertas de la resonancia se abren. El médico, uno con el aire serio y las gafas siempre un poco bajadas sobre la nariz, me mira con esa cara de profesional distante. Me ayudan a sentarme, pero la inmovilidad de la rodilla es un infierno. Me hacen entender que los resultados estarán pronto, unas horas tal vez. Mientras tanto, me dicen que espere en la sala de al lado, y allí, sentado en una silla fría de metal, empiezo a darme cuenta de que tal vez esta vez mi rodilla no volverá como antes.

El tiempo pasa lento. Cada segundo es un tormento, y nadie me dice nada. Una enfermera pasa por allí, sonríe, pero es una sonrisa triste, como si supiera que las cosas no van a salir bien. Y mientras espero, trato de pensar en cómo podré afrontar todo esto.

¿Y si me pasa lo mismo que a mí? ¿Qué pasará cuando ya no sea Gavi, el centrocampista de España y del Barcelona, el que todos llaman por la intensidad, por el carácter? El chico de mil batallas, que en el campo nunca se rinde. ¿Quién seré, sin esto? No sé hacer nada más en la vida, siempre fue todo lo que quise. ¿Qué queda de mí, si no puedo hacer esto?

La enfermera regresa, esta vez acompañada por el médico, que se aclara la garganta. No hace falta que hable. Basta con una mirada. Está confirmado: rotura del ligamento cruzado anterior. Me explican las posibilidades, la intervención, los tiempos de recuperación, los meses de rehabilitación. Palabras frías, técnicas, que me parecen cuchillos. Ocho meses. Una eternidad. Y ¿quién puede decir cómo será cuando vuelva? ¿Quién puede garantizarme que seguiré siendo el mismo?

Las palabras del médico se desvanecen mientras el pensamiento resbala, volviendo nuevamente a Nieves. Tal vez debería escribirle, decirle lo que realmente siento. Tal vez, por un momento, podría importarle. Podría estar a mi lado. Pero, ¿qué le diría? ¿Que estoy destrozado? ¿Que tengo miedo de desaparecer, de convertirme en una sombra? Ella no necesita esto, y en el fondo, no quiero ser una debilidad para nadie. Estoy cansado de depender de alguien para intentar sentirme entero.

<<Gavi, ¿me has oído?>> pregunta el médico. Asiento, aunque no sabría repetir nada de lo que dijo. Solo entendí una cosa: la recuperación será larga y dura. Ansu lo intentó, y todos sabemos cómo terminó. La presión, las expectativas, el peso de ser aquel en quien confían. Cuando eres joven, todos te miran como una promesa, y en un abrir y cerrar de ojos pasas de ser la estrella naciente a una estrella caída. No puedo terminar igual. No quiero.

Pero ahora estoy aquí, sentado con el diagnóstico en mano y la rodilla inmovilizada, y me siento solo. Los mensajes empiezan a llegar al teléfono, de compañeros, amigos, incluso de algunos fans. Mensajes de aliento, pero todos se sienten tan... distantes. Nadie puede entender realmente lo que significa pasar de ser "el próximo grande" a "esperemos que vuelva". Siempre he odiado esa palabra: "esperanza". Como si ya no dependiera de mí, como si ya estuviera a merced del destino.

Vuelvo al hotel y me encierro en mi habitación, dejando el teléfono en modo avión. No quiero ver a nadie, no quiero responder a ningún mensaje. Tal vez mañana. Tal vez nunca. Me tumbo en la cama, y con la cabeza hundida en la almohada, trato de detener los pensamientos, de no ver las sombras que avanzan. Pero es inútil. Y entonces me dejo llevar, por primera vez de verdad. En silencio, siento las lágrimas bajar, sin poder detenerlas.

Pienso en todos los entrenamientos, en todos los sacrificios. En el peso de llevar esa camiseta, que siempre soñé ponerme. ¿Y ahora? ¿Podré volver a jugar como antes? ¿Volveré a ser quien era?

Me sorprendo buscando el número de Nieves, mirando su nombre en la pantalla como si bastara presionar ese botón para sentir un poco de alivio. Pero el dedo se queda suspendido, como congelado, incapaz de hacer esa llamada. No quiero mendigar consuelo. No quiero ser visto como un perdedor, ni siquiera por ella. Al final, soy yo quien quise cortar. Fue lo mejor, ¿verdad?

Al final cierro los ojos, pero no duermo. La noche pasa lenta, sin descanso. Y en la oscuridad, las sombras de lo que seré empiezan a tomar forma, como un destino ya escrito, que debo encontrar la fuerza para enfrentar.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top