8
ESA NOCHE, GINNY SE sintió estúpida. Su madre a este punto la regañaría. Pasar tanto tiempo pensando en un... Chico. Era improductivo, pero debía admitir que después del sueño que tuvo, que esperaba fuera revelación. Tocó sus labios por quinta vez consecutiva... Todas las horas que se quedó en vela fueron por un chico... Más específicamente por ese chico.
Leo batallaba y cada vez que escuchaba que el motor sonaba mal, se entristecía. Estaba lleno de aceite, sudor y lágrimas por la guerra contra el barco para que comenzara nuevamente su rumbo, pero para ella, Valdez se veía igual de bien como en su sueño.
—No te distraigas, rubia— le tiró el cabello por detrás el hijo de Neptuno.
—Te odio.
—Me lo agradecerás eventualmente... Prepárate.
—¿Para qué?
—Para Delos.
POR LOS DIOSES. Estaba tan ensimismada que había olvidado por completo que vería a su padre. Era por el fin de la misión, claro estaba, pero vería a su padre.
Hacia el lado de estribor, la ciudad de Míkonos se alejaba formando una curva: una colección de edificios de estuco blancos con tejados azules, ventanas azules y puertas azules.
—Hemos visto unos pelícanos andando por la ciudad —informó Percy—. Entraban en las tiendas, se paraban en los bares...
Hazel frunció el entrecejo.
—¿Monstruos disfrazados?
—No —dijo Annabeth, riéndose—, eran pelícanos normales y corrientes. Son las mascotas de la ciudad o algo por el estilo. Y hay una parte de la ciudad en plan Little Italy. Por eso el helado está tan bueno.
—Europa es un lío —Leo sacudió la cabeza—. Primero fuimos a Roma a buscar la plaza de España. Ahora venimos a Grecia a buscar helado italiano.
Sin embargo, la calidad del helado era indiscutible. Se comió su helado doble de delicia de chocolate y trató de imaginarse que estaban de vacaciones. Eso le hizo desear que la guerra terminase y todo el mundo estuviera vivo, cosa que le puso triste. Era 30 de julio. Faltaban menos de cuarenta y ocho horas para el día G, cuando Gaia, (la princesa del agua de retrete portátil según Leo) despertaría en todo su esplendor terrestre.
Lo raro era que cuanto más se acercaban al 1 de agosto, más optimistas se mostraban sus amigos. Tal vez «optimistas» no fuera la palabra adecuada. Parecía que se estuvieran relajando para dar la última vuelta al circuito, conscientes de que los siguientes dos días determinarían la victoria o la derrota. No tenía sentido andar con cara mustia cuando te enfrentabas a la muerte inminente. El final del mundo hacía que el helado supiese mucho mejor.
Piper dejó su tarrina de helado.
—Bueno, la isla de Delos está justo al otro lado del puerto. El hogar de Artemisa y Apolo. ¿Quién viene? Además de Ginny, claro está.
—Yo —dijo Leo enseguida.
Todos lo miraron fijamente.
—¿Qué? —preguntó Leo—. Soy diplomático y tal. Frank se ha ofrecido para acompañarme.
—Ah, ¿sí?—Frank bajó su manzana a medio comer—. Quiero decir, sí, claro que sí.
Los ojos dorados de Hazel brillaban a la luz del sol.
—¿Has tenido un sueño sobre esto o algo parecido, Leo?
—Sí —dijo Leo de buenas a primeras—. Bueno..., no. No exactamente. Pero... tienenque confiar en mí, chicos. Tengo que hablar con Apolo y Artemisa. Tengo que plantearles una idea.
Annabeth parecía a punto de protestar, pero Jason intervino.
—Si Leo tiene una idea, tenemos que confiar en él —dijo.
Percy se encogió de hombros.
—De acuerdo —dijo—, pero un consejo: cuando vean a Apolo, no le hablen de haikus.
Ginevra rodó los ojos mientras se hacía una trenza estilo Reyna. —Já, já, já.
—De acuerdo —respondió Leo mientras se levantaba—. ¡Si en Delos hay una tienda de recuerdos, traeré unos muñecos cabezones de Apolo y Artemisa!
Apolo no parecía de humor para haikus. Tampoco vendía muñecos cabezones. Encontraron la isla desierta, tal vez porque el mar estaba demasiado revuelto para los barcos de turistas. En las colinas azotadas por el viento no había más que rocas, hierba y flores silvestres... y, por supuesto, un montón de templos en estado ruinoso. Probablemente los escombros eran impresionantes, pero, después de su estancia en Olimpia, tenía empacho de ruinas antiguas. Estaba harta de columnas de mármol blancas. Quería volver a Estados Unidos, donde los edificios más antiguos eran las escuelas públicas y los McDonald's de antaño. Recorrieron una avenida bordeada de leones de piedra, cuyas caras erosionadas casi no tenían rasgos. Quería volver a Nueva Roma, a casa.
—Está horrible—dijo la rubia.
—¿Percibes algo? —preguntó Frank.
—No es mi especialidad, pero Delos era tierra sagrada. A ningún mortal se le permitía nacer o morir aquí. En toda la isla no hay espíritus mortales en sentido literal.
—Me parece bien —dijo Leo—. ¿Significa eso que nadie puede matarnos aquí?
—Yo no he dicho eso —Ginn se detuvo en la cima de una colina baja y comenzó a sonreír—. Miren, allí abajo.
Debajo de ellos, la ladera había sido tallada en forma de anfiteatro. Entre las hileras de bancos de piedra brotaban plantas enanas, de modo que parecía un concierto para espinos. En la parte de abajo, sentado en un bloque de piedra en medio del escenario, el dios Apolo se hallaba encorvado sobre un ukelele tocando una triste melodía.
El tipo aparentaba unos diecisiete años, con el cabello rubio rizado y un bronceado perfecto. Llevaba unos vaqueros raídos, una camiseta de manga corta negra y una chaqueta de lino blanca con relucientes solapas llenas de brillantes, como si buscara una imagen híbrida de Elvis, los Ramones y los Beach Boys.
La melodía que Apolo interpretaba era tan melancólica que le partió el corazón.
Sentada en la primera fila había una joven de unos trece años vestida con unas mallas negras y una túnica plateada, con el cabello moreno recogido en una cola de caballo. Estaba tallando un largo trozo de madera: fabricaba un arco.
—¿Esos son los dioses? —preguntó Frank—. Pues no parecen mellizos...
—Bueno, piénsalo —dijo la chica—. Si fueras dios, podrías parecerte a lo que te diera la gana. Si tuvieras una melliza...
—Decidiría parecerme a cualquier cosa menos a mi hermana —convino Frank—. Bueno, ¿cuál es el plan?
—¡No disparen! —gritó Leo.
Parecía una buena frase inicial para enfrentarse a dos dioses arqueros. Levantó los brazos y descendió al escenario. Ginevra bufó comenzando a caminar hacia su padre. Trató de mantener baja la emoción dadas las circunstancias.
Ninguno de los dos dioses se mostró sorprendido de verlos.
Cuando llegaron a la primera fila, Artemisa murmuró:
—Aquí estáis. Estábamos empezando a preocuparnos.
—Tía... Nunca tuve oportunidad de agradecerle.
—Tu padre me habría molestado más de la cuenta si no lo hacía...
La rubia sabía que las circunstancias bajo las que se encontraría con sus familiares no era la óptima, pero esta bienvenida e intercambio de palabras le había hecho querer volver a casa y llorar.
—Así que nos estaban esperando —dijo Leo tratando de evitar sonar extraño por lo que acababa de suceder—. Lo noto porque los dos están entusiasmados.
Apolo tocó una melodía que parecía una versión fúnebre de « Camptown Races» .
—Estábamos esperando que nos encontraran, nos molestaran y nos atormentaran. No sabíamos quién sería. ¿No podéis dejarnos con nuestra desgracia?
—Sabes que no pueden, hermano —lo regañó Artemisa—. Necesitan nuestra ayuda para cumplir su misión, aunque las probabilidades de éxito sean nulas.
—Ustedes dos son la alegría de la huerta —dijo Leo—. ¿Por qué se esconden aquí? ¿No deberían estar..., no sé, luchando contra los gigantes o algo parecido?
—Delos es nuestro lugar de nacimiento —dijo la diosa—. Aquí no nos afecta el cisma entre griegos y romanos. Créeme, Leo Valdez, si pudiera, iría con mis cazadoras a enfrentarme a nuestro viejo enemigo Orión. Lamentablemente, si saliera de esta isla, el dolor me incapacitaría. Lo único que puedo hacer es observar cruzada de brazos mientras Orión mata a mis seguidoras. Muchos han dado la vida para proteger a tus amigos y esa maldita estatua de Atenea.
Ginevra emitió un sonido estrangulado. —¿Se refiere a Reyna? ¿Está bien?
—¿Bien? —Apolo sollozó por encima de su ukelele—. ¡Ninguno de nosotros está bien, hija! ¡Gaia está despertando!
Artemisa lanzó una mirada asesina a Apolo.
—Ginevra Paris, tu amiga sigue con vida. Es un guerrera valiente, como tú. Ojalá pudiera decir lo mismo de mi hermano.
—¡Eres injusta conmigo! —se quejó Apolo—. ¡Gaia y ese horrible hijo romano me engañaron!
Frank carraspeó.
—Ejem, señor Apolo, ¿se refiere a Octavian?
—¡No pronuncies su nombre! —Apolo tocó un acorde menor—. Oh, Frank Zhang, si tú fueras mi hijo... Oí tus plegarias todas las semanas que deseaste que te reconocieran, ¿sabes? Pero, desgraciadamente, Marte se queda con todos los buenos. Y yo... con esa criatura como mi descendiente. Me llenó la cabeza de cumplidos. Me habló de los grandes templos que construiría en mi honor.
Los ojos de la rubia comenzaron a aguarse tratando de mantener la calma. Era muy difícil procesar lo que acababa de escuchar. ¿Su mente la engañaba o prefería a Frank?
Artemisa resopló.
—Eres muy fácil de halagar, hermano.
—¡Porque tengo muchas cualidades dignas de elogio! Octavian decía que quería devolver la fuerza a los romanos. ¡Yo le dije: « Muy bien» ! Y le di mi bendición.
—Si mal no recuerdo —dijo Artemisa—, también te prometió convertirte en el dios más importante de la legión, por encima del mismísimo Zeus.
—Bueno, ¿quién era yo para discutir una oferta así? ¿Acaso tiene Zeus un bronceado perfecto? ¿Sabe tocar el ukelele? ¡Yo diría que no! ¡Pero nunca me pasó por la cabeza que Octavian iniciara una guerra! Gaia debe de haber estado enturbiando mis pensamientos, susurrándome al oído.
—Pues arréglelo —dijo Leo—. Dígale a Octavian que se retire. O dispárele una de sus flechas. Eso también estaría bien.
—¡No puedo! —se quejó Apolo—. ¡Mira!
Su ukelele se transformó en un arco. Apuntó al cielo y disparó. La flecha dorada recorrió unos sesenta metros y acto seguido se deshizo en humo.
—Para disparar con mi arco tendría que salir de Delos —gritó Apolo—. Y entonces quedaría incapacitado, o Zeus me fulminaría. Nunca le gusté a padre. ¡No ha confiado en mí durante milenios!
—Bueno, para ser justos —dijo Artemisa—, hubo una ocasión en que conspiraste con Hera para derrocarlo.
—¡Fue un malentendido!
—Y mataste a unos cíclopes de Zeus.
—¡Tenía motivos para hacerlo! En cualquier caso, ahora Zeus me culpa de todo: los planes de Octavian, la caída de Delfos...
—Un momento —Ginn hizo la señal de tiempo muerto—. ¿La caída de Delfos?
El arco de Apolo volvió a transformarse en ukelele. Tocó un acorde dramático. Se aproximó a ella acariciando su cara dramáticamente.
—Oh, mi querida hija... Cuando se inició el cisma entre griegos y romanos, mientras yo lidiaba con la confusión, ¡Gaia se aprovechó! Despertó a mi vieja enemiga Pitón, la gran serpiente, para recuperar el Oráculo de Delfos. Esa horrible criatura está ahora enroscada en las cavernas antiguas, bloqueando la magia de la profecía. Y yo estoy aquí atrapado, así que ni siquiera puedo luchar contra ella.
—Qué marrón —dijo Leo, aunque en el fondo pensaba que el hecho de que no hubiera profecías podía ser positivo. Su lista de tareas pendientes ya estaba bastante llena.
—¡Y que lo digas! —dijo Apolo suspirando—. Zeus ya estaba enfadado conmigo por nombrar a esa chica nueva, Rachel Dare, mi oráculo. Parece que Zeus cree que al hacerlo he acelerado la guerra contra Gaia, ya que Rachel anunció la Profecía de los Siete en cuanto le di mi bendición. ¡Pero las profecías no funcionan de esa forma! Padre necesitaba a alguien a quien echar la culpa. Así que, cómo no, eligió al dios más guapo, con más talento y más increíblemente alucinante.
Artemisa hizo como si tuviera arcadas.
—¡Basta ya, hermana! —dijo Apolo—. ¡Tú también estás en un buen lío!
—Solo porque seguí en contacto con mis cazadoras en contra de los deseos de Zeus —dijo Artemisa—. Pero siempre puedo utilizar mi encanto para convencer a padre de que me perdone. Él no puede estar enfadado conmigo mucho tiempo. Eres tú el que me preocupa.
—¡Yo también estoy preocupado por mí! —convino Apolo—. Tenemos que hacer algo. No podemos matar a Octavian. Hum. Tal vez deberíamos matar a estos semidioses.
—Alto ahí, Señor Músico —Leo resistió el deseo de esconderse detrás de Frank y gritar: « ¡Cárguese al canadiense grandullón!» —. Estamos de su parte, ¿recuerda? ¿Por qué quiere matarnos?
—¡Podría hacerme sentir mejor! —dijo Apolo—. ¡Tengo que hacer algo!
—¡Basta ya, por favor escúchanos!— exigió la rubia reprimiendo todos sus malos sentimientos—. Padre, Leo tiene un plan. Estoy segura que cuando escuches podrás entender.
—Tienes suerte de tener a mi hija de tu lado —lo apuntó Apolo—. ¡Habla!
Les explicó que Hera los había guiado hasta Delos y que Niké les había especificado los ingredientes de la cura del médico.
—¿La cura del médico? —Apolo se levantó e hizo pedazos el ukelele contra las piedras—. ¿Es ese vuestro plan?
Leo levantó las manos.
—Oiga, normalmente estoy a favor de romper ukeleles, pero...
—¡No puedo ayudaros! —gritó Apolo—. ¡Si os revelara el secreto de la cura del médico, Zeus no me perdonaría jamás!
—Ya está en un aprieto —señaló Leo—. ¿Qué puede empeorar?
Apolo le lanzó una mirada furibunda.
—Si supieras de lo que es capaz mi padre, mortal, no lo preguntarías. Sería más fácil si os aniquilase a todos. Tal vez eso complaciera a Zeus...
—Hermano... —dijo Artemisa.
—Menos a ti, hija, por supuesto...
—¡Hermano!
Los mellizos se miraron fijamente y mantuvieron una discusión silenciosa.
Aparentemente, Artemisa ganó. Apolo dejó escapar un suspiro y lanzó el ukelele roto a través del escenario de una patada.
Artemisa se puso en pie.
—Ginevra Paris, Frank Zhang, venid conmigo. Hay cosas que debéis saber sobre la Duodécima Legión. En cuanto a ti, Leo Valdez... —la diosa volvió la mirada hacia él—. Apolo te escuchará. A ver si podéis llegar a un acuerdo. A mi hermano siempre le gustan los buenos tratos.
La rubia quiso protestar. "¿Por qué un extraño y su propia hija no?", pensó. Pero si la mismísima Diana la llamaba por algo, debía acatar.
Frank y Paris lo miraron como diciendo: « Por favor, no te mueras» . A continuación siguieron a Artemisa por la escalera del anfiteatro y desaparecieron detrás de la cima de la colina.
Rayos, esa habría sido una buena ocasión para revelar sus sentimientos... Quizás para cuando volvieran, Apolo habría cumplido su capricho.
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