5
GINNY OBSERVABA CON frustración el mapa que había hecho con la tierra del suelo y un palo. No encontraba formas de hacer esto mejor o más fácil para los semidioses.
Mientras Leo estaba explicándole a Frank cómo evitar ser decapitado por su propia esfera de Arquímedes cuando un sonido de trompetas reverberó en todo el estadio. El carro de Niké apareció en el campo, con las Niketas dispuestas delante de ella con las lanzas y los laureles en alto.
—¡Empezad! —gritó la diosa.
Percy y Leo cruzaron el arco corriendo. Enseguida el campo relució y se convirtió en un laberinto de muros de ladrillo y trincheras. Se agacharon detrás del muro más cercano y corrieron a la izquierda. En el arco, Frank gritó:
—Ejem, ¡mueran, escoria graeca!
Una flecha mal lanzada pasó por encima de la cabeza de Leo.
—¡Más crueldad! —gritó Niké—. ¡Matad a todo el que se mueva!
Leo miró a Percy.
—¿Listo?
Percy levantó una granada de bronce.
—Espero que no te hayas equivocado con las etiquetas de estos cacharros.
Gritó: « ¡Mueran, romanos!» y lanzó la granada por encima del muro.
¡BUM! Un olor a palomitas de maíz con mantequilla invadió el aire.
—¡Oh, no! —dijo Ginny gimiendo—. ¡Palomitas de maíz! ¡Nuestra debilidad fatal!
Frank disparó otra flecha por encima de sus cabezas. Leo y Percy se dirigieron a la izquierda gateando y se escondieron entre un laberinto de paredes que parecían moverse y girar por su cuenta.
En algún lugar detrás de ellos, Niké gritó:
—¡Esforzaos más! ¡Esas palomitas de maíz no han sido fatales!
Otra granada estalló por encima de las cabezas de Percy y Leo, que se tiraron a una trinchera mientras la explosión verde de fuego griego chamuscaba el pelo de Leo. Por suerte, Frank había apuntado lo bastante alto para que el estallido solo pareciera impresionante.
—Eso está mejor —gritó Niké—, pero ¿dónde está tu puntería? ¿No quieres la corona de laurel?
—Ginny, eh, Ginny. Dame otra granada —pidió en murmullos Zhang.
—Sí, sí —suspiró ella mientras le daba lo que pedía.
—¿Sucede algo?
—No, no, lo principal es--
—La misión, sí, lo sé.
Pronto escucharon la voz de Leo gritar:
—¡Eh, Culo de Bronce!
La Niketa se volvió al mismo tiempo que Leo lanzaba la herramienta. El martillo rebotó con estruendo en el pecho de la mujer metálica sin causarle daños, pero debió de molestarla. Se dirigió a él resueltamente levantando su corona de alambre de espino.
—Uy.
Valdez se agachó cuando la diadema metálica pasó dando vueltas por encima de su cabeza. La corona chocó contra una pared detrás de él, abrió un agujero en los ladrillos y describió un arco hacia atrás en el aire como un bumerán. Mientras la Niketa levantaba la mano para atraparla, Percy salió de la trinchera detrás de ella, lanzó un tajo con Contracorriente y cortó a la Niketa por la mitad a la altura de la cintura. La corona metálica pasó como un rayo junto a él y se incrustó en una columna de mármol.
—¡Falta! —gritó la diosa de la victoria. Las paredes se movieron, y Leo vio que Niké arremetía contra él en su carro—. ¡Los contrincantes no atacan a las Nikai a menos que deseen morir!
Una trinchera apareció en el camino de la diosa e hizo que sus caballos se plantaran. Leo y Percy corrieron a cobijarse. Con el rabillo del ojo, a unos quince metros de distancia, Leo vio que Frank saltaba desde lo alto de una pared convertido en oso pardo y aplastaba a otra Niketa. Dos Culos de Bronce menos; quedaban otros dos.
—¡No! —gritó Niké indignada—. ¡No, no, no! ¡Despedíos de vuestras vidas! ¡Atacad, Nikai!
Leo y Percy saltaron detrás de una pared. Permanecieron allí un instante, tratando de recobrar el aliento.
—Bien, dispararás flechas llameantes a Niké mientras me encargo de esa Niketa, ¿bien?
—Sí, pero Ginn, ¿estás bien?
—¡Que sí! Sólo terminemos con esto, por favor.
—Bien... ¡Ahora!
Frank se movió al otro extremo del estadio, disparando flechas llameantes al carro de Niké mientras la diosa gritaba improperios y buscaba un camino hasta él a través de la red cambiante de trincheras.
Ginny se encontraba más cerca de los chicos: a unos veinte metros. Había podido atravesar el pecho de la Niketa con su espada, pero para cuando pudo sacarla del cuerpo de metal, la última Niketa la pilló por sorpresa y le hirió. Soltó un grito de dolor que alertó a todos los presentes.
Ginevra se alejaba de la máquina cojeando, con los vaqueros rotos y la pierna izquierda sangrando. Consiguió detener la lanza de la mujer metálica con su enorme espada de caballería, pero estaba a punto de ser derrotada.
Percy fue corriendo a defender a Paris. Leo se lanzó hacia Niké gritando: —¡Eh! ¡Quiero un premio de consolación!
—¡Grrr! —la diosa tiró de las riendas y giró el carro en dirección a él—. ¡Acabaré contigo!
—¡Bien! —chilló Leo—. ¡Perder es mucho mejor que ganar!
—¿QUÉ?
Niké lanzó su poderosa lanza, pero con el balanceo del carro le falló la puntería. Su arma se clavó en la hierba. Lamentablemente, una nueva apareció en sus manos.
Espoleó a sus caballos para que fueran a galope tendido. Las trincheras desaparecieron y dejaron un campo abierto, perfecto para atropellar a pequeños semidioses.
—¡Eh! —gritó Frank desde el otro lado del estadio—. ¡Yo también quiero un premio de consolación! ¡Todo el mundo gana!
Lanzó una flecha certera que se clavó en la parte trasera del carro de Niké y empezó a arder. Niké no le hizo caso. Sus ojos estaban clavados en Leo.
—¿Percy...?
La voz de Valdez sonó como un chillido de hámster. Sacó una esfera de Arquímedes de su cinturón portaherramientas y ajustó los círculos concéntricos para armar el artefacto.
Percy seguía combatiendo contra la mujer metálica.
Lanzó la esfera a la trayectoria del carro. El artefacto cayó al suelo y se hundió, pero necesitaba que Percy hiciese saltar la trampa. Si Niké intuyó algún peligro, no le dio importancia. Siguió atacando a Leo.
El carro estaba a seis metros de la granada. Cuatro metros.
—¡Percy! —gritó Leo—. ¡Operación Globo de Agua!
Lamentablemente, Percy estaba un poco ocupado recibiendo palos. La Niketa lo empujó hacia atrás con el extremo de su lanza. Lanzó su corona con tal fuerza que a Jackson se le escapó la espada de la mano. Percy tropezó. La mujer metálica entró a matar.
Leo dio un alarido. Sabía que había demasiada distancia. Sabía que, si no se apartaba, Niké lo arrollaría. Pero no importaba. Sus amigos estaban a punto de ser liquidados. Alargó la mano y lanzó un rayo de fuego candente directo a la Niketa.
El rayo le derritió la cara en sentido literal. La Niketa se tambaleó, con la lanza todavía en alto. Antes de que pudiera recobrar el equilibrio, Ginevra le clavó su espada y le atravesó el pecho por última vez. La Niketa cayó a la hierba con gran estruendo.
Percy se volvió hacia el carro de la diosa de la victoria. Justo cuando aquellos enormes caballos blancos estaban a punto de aplastar a Leo, el carruaje pasó por encima de la granada hundida, que explotó en un géiser de alta presión. Un chorro de agua salió disparado hacia arriba, y el carro volcó; caballos, carruaje y diosa incluidos.
Ginny se desplomó. Percy la atrapó. Frank corrió hacia ellos desde el otro lado del campo.
Leo estaba solo cuando la diosa Niké se desenredó de los restos del accidente y se levantó para situarse de cara a él. Su peinado con trenzas parecía una plasta de vaca pisoteada. Tenía una corona de laurel enganchada alrededor del tobillo izquierdo. Sus caballos se levantaron y se marcharon al galope presas del pánico, arrastrando los restos mojados y medio encendidos del carro.
—¡TÚ! —Niké lanzó una mirada asesina a Leo, con unos ojos más ardientes y brillantes incluso que sus alas metálicas—. ¿Cómo te atreves?
Leo forzó una sonrisa.
—Lo sé. ¡Soy alucinante! ¿He ganado un gorrito de hojas?
—¡Vas a morir!
La diosa levantó su lanza.
—¡Perdone que la interrumpa! —Leo hurgó en su cinturón—. Todavía no ha visto mi mejor truco. ¡Tengo un arma que garantiza la victoria en cualquier competición!
Niké vaciló.
—¿Qué arma? ¿Aqué te refieres?
—¡Mi zasomático definitivo! —extrajo una segunda esfera de Arquímedes: la que se había pasado treinta segundos modificando antes de entrar en el estadio—. ¿Cuántas coronas de laurel tiene? Porque voy a ganarlas todas.
Valdez ajustó el último disco. La esfera se abrió. Un lado se alargó y se convirtió en la empuñadura de una pistola. El otro lado se desplegó y se transformó en un reflector parabólico en miniatura fabricado con espejos de bronce celestial.
Niké frunció el entrecejo.
—¿Qué se supone que es eso?
—¡Un rayo mortífero de Arquímedes! —dijo Leo—. Por fin lo he perfeccionado. Y ahora deme todos los premios.
—¡Esos trastos no funcionan! —gritó Niké—. ¡Lo demostraron por televisión! Además, soy una diosa inmortal. ¡No puedes acabar conmigo!
—Mire atentamente —dijo Leo—. ¿Está mirando?
Niké podría haberlo reducido a una mancha de grasa o haberlo atravesado como una porción de queso, pero le pudo la curiosidad. Se quedó mirando fijamente el reflector mientras Leo activaba el interruptor. Valdez sabía que debía apartar los ojos. Aun así, el brillante rayo de luz le nubló la vista.
—¡Ah! —la diosa se tambaleó. Soltó la lanza y se llevó las manos a los ojos —. ¡Estoy ciega! ¡Estoy ciega!
El moreno pulsó otro botón de su rayo mortífero. El artilugio volvió a convertirse en esfera y empezó a zumbar. Él contó en silencio hasta tres y acto seguido lanzó la esfera a los pies de la diosa.
¡FUM! Unos filamentos metálicos salieron disparados hacia arriba y rodearon a Niké con una red de bronce. La diosa gimió y se cayó de lado cuando la red se contrajo, cosa que fundió sus dos formas —griega y romana— en un todo tembloroso y desenfocado.
—¡Trampa! —sus voces dobladas zumbaban como despertadores amortiguados—. ¡Tu rayo mortífero no me ha matado!
—No necesito matarla —dijo Leo—. La he vencido sin problemas.
—¡Cambiaré de forma! —gritó ella—. ¡Rajaré tu ridícula red! ¡Acabaré contigo!
—Sí, pero no podrá —Valdez esperaba estar en lo cierto—. Es una malla de bronce celestial de alta calidad, y yo soy hijo de Hefesto. Él es todo un experto en atrapar a diosas con redes.
—No. ¡Noooooo!
Leo la dejó revolviéndose y soltando juramentos y fue a ver cómo estaban sus amigos. Percy parecía encontrarse bien; solo estaba dolorido y magullado. Sostenía a Ginevra y le daba de comer ambrosía. El corte de la pierna de la chica había dejado de sangrar, aunque sus vaqueros estaban destrozados.
—Hola Ginn...
—Estoy bien —dijo—. Ha sido demasiado por hoy pero estoy bien.
—Has estado increíble, rubia —Leo hizo su mejor imitación de Ginn—: « ¡Palomitas de maíz! ¡Nuestra debilidad fatal!».
—Sí, bueno... Tuve que improvisar un poco, por un minuto pensé: ¿Qué haría Valdez?
—Pero... Nunca vuelvas a hacer eso —pidió él un poco más serio—. Fue horrible pensar que algo te sucedería.
Ella sonrió ocultando su nerviosismo ante la petición del griego. Dejaron de lado ese momento cuando los cuatro se acercaron a Niké, que seguía retorciéndose y agitando las alas en la red, como una gallina dorada.
—¿Qué hacemos con ella? —preguntó Percy.
—Llevarla a bordo del Argo II —dijo Leo—. Y meterla en uno de los compartimentos de los caballos.
Ginevra abrió mucho los ojos.
—¿Vas a meter a la diosa de la victoria en el establo?
—¿Por qué no? Cuando arreglemos los problemas entre griegos y romanos, los dioses deberían volver a ser ellos mismos. Entonces podremos liberarla, y ella podrá..., ya saben..., concedernos la victoria.
—¿Concederos la victoria? —gritó la diosa—. ¡Jamás! ¡Sufriréis por este ultraje! ¡Vuestra sangre será derramada! ¡Uno de vosotros, uno de vosotros cuatro, está destinado a morir luchando contra Gaia!
—¿Cómo sabe eso?
—¡Puedo prever las victorias! —gritó Niké—. ¡No tendréis éxito sin la muerte! ¡Soltadme y luchad entre vosotros! ¡Es preferible que muráis aquí a que os enfrentéis a lo que se avecina!
Paris aguantó las náuseas que le daba lo que la diosa había dicho, pero en vez de decir lo que pensaba, colocó la punta de su espada debajo de la barbilla de Niké.
—Explíquese —su voz tenía una dureza que, salvo su cohorte, no habían oído jamás—. ¿Cuál de nosotros morirá? ¿Cómo lo impedimos?
—¡Ah, hija de Apolo! Tu más que nadie debería saberlo, vuestro destino ya está escrito y no se puede obstruir. Uno de vosotros morirá. ¡Uno de vosotros debe morir!
—No —insistió la rubia—. Hay otra forma. Siempre hay otro camino.
—¿Te han enseñado eso en casa? —Niké se rió—. ¿Esperabas la cura del médico, quizá? Eso es imposible. En vuestro camino se interponen demasiados obstáculos: ¡el veneno de Pilos, los latidos del dios encadenado en Esparta, la maldición de Delos! No, no podéis engañar a la muerte.
Frank se arrodilló. Recogió la red debajo de la barbilla de Niké y acercó la cara de la diosa a la suya.
—¿Qué está diciendo? ¿Cómo encontramos esa cura?
—No pienso ayudaros —gruñó Niké—. ¡Os maldeciré con mi poder, con red o sin ella!
Empezó a murmurar en griego antiguo.
Frank alzó la vista, ceñudo.
—¿Puede obrar magia a través de esta red?
—No tengo ni repajolera idea —contestó Leo.
Frank soltó a la diosa. Se sacó un zapato, se quitó un calcetín y se lo metió a ella en la boca.
—Qué asco, colega —dijo Percy.
—¡Mmmfff! —protestó Niké—. ¡Mmmfff!
—¿Tienes cinta adhesiva, Leo? —dijo Frank muy serio.
—No salgo de casa sin ella.
Sacó un rollo de su cinturón portaherramientas y en un abrir y cerrar de ojos Frank había enrollado la cabeza de Niké y le había sujetado la mordaza de la boca.
—Bueno, no es una corona de laurel —dijo Frank—, pero es un nuevo círculo de la victoria: la mordaza de cinta adhesiva.
—Tienes clase, Zhang —dijo Leo.
Niké se revolvió y gruñó hasta que Percy la empujó con la puntera de su zapatilla.
—Cállese. O se porta bien o llamaremos a Arión y dejaremos que le mordisquee las alas. Le encanta el oro.
Niké chilló una vez y a continuación se quedó quieta y callada.
—Bueno... —Ginn parecía un poco nerviosa—. Tenemos a una diosa atada. ¿Y ahora, qué?
Frank se cruzó de brazos.
—Iremos a buscar esa cura del médico..., sea lo que sea. Personalmente, me gusta hacer trampas a la muerte.
Leo sonrió.
—¿El veneno de Pilos? ¿Los latidos de un dios encadenado en Esparta? ¿Una maldición en Delos? Oh, sí. ¡Será divertido!
Oh, dioses. Oh, dioses. ¡Oh, dioses!
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