4
GINNY SE ODIABA en ese momento. Estaban en medio de una misión, pero su mente no estaba al cien concentrada en ello.
Lo único que podía pensar era en que debía resolver las cosas con Leo para poder cumplir de mejor manera con los demás, pero eso la distraía.
Recordaba cuando había vuelto al barco después del encuentro con los pretendientes. Valdez se había preocupado, ella pudo ver preocupación en sus ojos... Eso en un minuto le dio algunas esperanzas, pero después inmediatamente se alejó, y eso era lo que Ginevra nunca lograba comprender. ¿¡Por qué actuaba como un resorte? Se acercaba y se alejaba una y otra vez! ¡Era tan confuso que no la dejaba pensar en algo más!
Golpeó su cabeza con la palma de su mano murmurando a si misma unos insultos en latín.
Frank llegó a su lado se dio cuenta de lo que sucedía pero decidió no preguntar hasta después de un rato.
—¿Qué fue eso, Ginn?
—Nada, yo sólo... Mi mente está en otro lado y eso me frustra.
—Entiendo... ¿Ese otro lado tiene nombre?
—Dioses... Frank no digas nada, prometo que hablaremos de esto en el barco, ¿si?
—Bueno, si tú lo dices...
—Gracias, Franky.
—Bien, será mejor llamarlos... ¡Chicos!
Ella y Zhang estaban al fondo del aparcamiento, haciéndoles señas a Leo y Percy para que se acercasen.
—Este sitio es enorme —informó el hijo de Marte—. Las ruinas se extienden desde el río hasta el pie de esa montaña, casi medio kilómetro.
—¿Cuánto es eso en medidas normales? —preguntó Percy.
Frank puso los ojos en blanco.
—Eso es una medida normal en Canadá y en el resto del mundo. Solo ustedes, los estadounidenses...
—Unos cinco o seis campos de fútbol americano —terció la rubia.
Percy extendió las manos.
—Sólo tenías que decir eso.
—En fin, desde arriba no he visto nada sospechoso —continuó Zhang.
—Yo tampoco —acotó la chica—. He dado vueltas por el perímetro y hablado con turistas de leyendas. Visto más allá de mis ojos. Muchos turistas, pero ninguna diosa chiflada.
—Entonces vayamos dando tumbos juntos y dejemos que los problemas nos encuentren —terminó Leo—. Siempre ha dado resultado.
Curiosearon un rato, evitando los grupos de turistas y pasando de una parcela de sombra a la siguiente.
Frank encontró un folleto turístico (en serio, ese tío leía hasta los ingredientes de una sopa de lata) y les explicó qué era cada cosa.
—Esto es el propileo —señaló con la mano un sendero de piedra bordeado de columnas desmoronadas—. Una de las entradas principales al valle de Olimpia.
—¡Escombros!
—Y allí —Frank apuntó con el dedo una base cuadrada que parecía el patio de un restaurante mexicano— está el templo de Hera, una de las construcciones más antiguas del lugar.
—¡Más escombros! —dijo Leo.
—Y esa cosa redonda que parece un quiosco de música es el Filipeon, dedicado a Filipo de Macedonia.
—¡Más escombros todavía! ¡Escombros de primera!
La chica le golpeó el brazo con el puño suavemente.
—¿No te impresiona nada?
Leo alzó la vista hasta que sus ojos se encontraron. Ella sentía que quería decir algo pero no lo hacía... Y eso la comenzaba a impacientar.
Feliz en su inconsciencia, Frank siguió con su recorrido guiado.
—Y allí... ¡Oh! —miró a Percy—. Esa depresión semicircular de la colina, con los nichos... Es un ninfeo construido en época romana.
La cara de Percy se tiñó del color del zumo de lima.
—Propongo una idea: no vayamos allí.
Los demás se habían enterado de la experiencia casi mortal de Percy en el ninfeo de Roma con Jason y Piper.
—Me encanta la idea.
Siguieron andando.
—Esto es el Pelopion —dijo Frank, señalando otro fascinante montón de piedras.
—Venga ya, Zhang —dijo Leo—. « Pelopion» ni siquiera es una palabra. ¿Qué era, un sitio sagrado para cortarse el pelo?
El romano puso cara de ofendido.
—Es el lugar de sepultura de Pélope. Esta parte de Grecia, el Peloponeso, se llama así por él.
Leo resistió el impulso de lanzarle una granada a la cara.
—Supongo que debería saber quién es Pélope.
—Fue un príncipe que ganó a su esposa en una carrera de carros. Supuestamente creó los Juegos Olímpicos en honor a ese episodio —explicó Ginevra mientras se sobaba la cabeza.
—Qué romántico. « Bonita esposa, príncipe Pélope». «Gracias. La gané en una carrera de carros».
—Sí, sí —cortó la rubia—. Sigamos adelante.
Se detuvieron ante unos anchos escalones que subían a otro edificio en ruinas: el templo de Zeus, según Frank.
—Antes, dentro había una enorme estatua de Zeus de oro y marfil —dijo Zhang—. Una de las siete maravillas del mundo antiguo. La esculpió el mismo tipo que hizo la Atenea Partenos.
—Por favor, no me digas que tenemos que buscarla —dijo Percy—. Ya he tenido suficientes estatuas mágicas.
—Yo pienso lo mismo.
—Oye, Percy, ¿te acuerdas de la estatua de Niké que había en el museo? — dijo Leo—. ¿La que estaba hecha pedazos?
—Sí.
—¿No solía estar aquí, en el templo de Zeus? Dime si me equivoco, no te cortes. Me encantaría equivocarme.
Jackson se llevó la mano al bolsillo. Sacó su bolígrafo Contracorriente.
—Tienes razón. Entonces, si Niké estuviera en alguna parte... este sería un buen sitio.
Frank escudriñó los alrededores.
—No veo nada.
—¿Y si hiciéramos publicidad de zapatillas Adidas? —se preguntó Percy—. ¿Niké se cabrearía tanto como para aparecer?
Leo sonrió con nerviosismo. Tal vez él y Percy compartiesen algo más: un estúpido sentido del humor.
—Sí, seguro que va en contra del acuerdo de patrocinio: « ¡ESAS NO SON LAS ZAPATILLAS OFICIALES DE LOS JUEGOS OLÍMPICOS! ¡PREPARAOS PARA MORIR!» .
Ginevra puso los ojos en blanco. Le encantaba el humor de ambos, pero ese no era el momento...
Detrás de ellos, una voz atronadora sacudió las ruinas.
—¡PREPÁRENSE PARA MORIR!
Alzándose por encima de ellos en un carro dorado, con una lanza que le apuntaba al corazón, estaba la diosa Niké.
"Mal momento para pensar en adidas" fue lo único que se mantuvo en la mente de Paris antes de siquiera idear un plan. Definitivamente hoy no era su día.
—Señora, ¿podría recoger las alas, por favor? —dijo Leo—. Estoy pillando una insolación.
Ginny un momento frunció el ceño con notable confusión hacia el moreno. ¿Era una táctica para distracción o sólo era su tonto humor? A pesar de conocerle, últimamente no entendía a Valdez.
—¿Qué? —Niké sacudió la cabeza hacia él como una gallina asustada—. Ah, mi plumaje brillante. Está bien. Supongo que estando quemado y deslumbrado no puedes morir gloriosamente.
La diosa plegó sus alas.
Miró a sus amigos. Frank estaba muy quieto evaluando a la diosa. Su mochila todavía no se había transformado en un arco y un carcaj, un detalle prudente. Y no debía de estar muy asustado porque no se había convertido en un pez de colores gigante.
Leo parecía evaluar qué tan agitados estaban los demás.
En cuanto a Percy, sostenía el bolígrafo como si estuviera decidiendo si empuñar la espada o firmar un autógrafo en el carro de Niké.
—¡Bueno! —apuntó Valdez con los índices a Niké—. Nadie me ha puesto al corriente, y estoy seguro de que la información no aparecía en el folleto de Frank. ¿Podría decirme qué pasa aquí?
La mirada desorbitada de Niké desconcertaba. ¿Estaba ardiendo la nariz de Leo? A veces le ocurría cuando se estresaba.
—¡Debemos conquistar la victoria! —gritó la diosa—. ¡La competición debe decidirse! Habéis venido a determinar el ganador, ¿no?
Frank se aclaró la garganta.
—¿Es usted Niké o Victoria?
—¡Arggg!
La diosa se agarró un lado de la cabeza, se estremeció y se dividió en dos imágenes distintas, lo que hizo que Ginevra hiciera aquel gesto raro con las manos cada vez que sucedían extrañezas de tal nivel que no quería volver a ver en la vida.
En el lado izquierdo estaba la primera versión: brillante vestido sin mangas, cabello moreno rodeado de laureles, alas doradas recogidas a la espalda. En el derecho, una versión distinta, vestida para la guerra con peto y grebas romanas. Por el borde de su alto casco asomaba un corto cabello castaño rojizo. Las alas eran de un blanco mullido; el vestido, morado, y el astil de su lanza tenía sujeta una insignia romana del tamaño de un plato: las siglas SPQR de color dorado en una corona de laurel.
—¡Soy Niké! —gritó la imagen de la izquierda.
—¡Soy Victoria! —gritó la de la derecha.
Esa diosa estaba diciendo dos cosas distintas al mismo tiempo en sentido literal.
—¡Yo soy la que decide la victoria! —gritó Niké—. ¡Hubo un tiempo en que estuve en un rincón del templo de Zeus, venerada por todos! Yo supervisé los juegos de Olimpia. ¡Las ofrendas de todas las ciudades-estado se amontonaban a mis pies!
—¡Los juegos son irrelevantes! —gritó Victoria—. ¡Yo soy la diosa del éxito en la batalla! ¡Los generales romanos me adoraban! ¡El mismísimo Augusto erigió mi altar en el senado!
—¡Aaah! —gritaron las dos voces, angustiadas—. ¡Debemos decidir! ¡Debemos conquistar la victoria!
—Niké, está confundida, como todos los dioses —trató de persuadir Ginevra, avanzando despacio—. Los griegos y los romanos están al borde de la guerra. Eso está haciendo que sus dos facetas choquen.
—¡Ya lo sé! —la diosa sacudió su lanza, y su extremo se dividió en dos puntas como una goma elástica—. ¡No soporto los conflictos sin resolver! ¿Quién es más fuerte? ¿Quién es el ganador?
—Señora, aquí no hay ganador —dijo Leo—. Si la guerra estalla, todo el mundo perderá.
—¿No hay ganador? —Niké se quedó sorprendida—. ¡Siempre hay un ganador! Un ganador. ¡Todos los demás pierden! De lo contrario la victoria no tiene sentido. ¿Queréis que reparta diplomas a todos los contrincantes? ¿Pequeños trofeos de plástico a cada atleta o soldado por participar? ¿Que nos pongamos todos en fila y nos estrechemos las manos y nos digamos: «Buen torneo» ? ¡No! La victoria debe ser real. Hay que ganársela. Eso significa que debe ser excepcional y difícil, contra todas las probabilidades, y la derrota debe ser la otra posibilidad.
—Esto... Vale —dijo Leo—. Veo que tiene opiniones firmes al respecto. Pero la guerra de verdad es contra Gaia.
—Él tiene razón —afirmó la rubia—. Niké, usted fue la auriga en la última guerra contra los gigantes, ¿verdad?
—¡Por supuesto!
—Entonces sabe que Gaia es el enemigo real. Necesitamos su ayuda para vencerla. La guerra no es entre griegos y romanos.
—¡Los griegos deben perecer! —rugió Victoria.
—¡Victoria o muerte! —protestó Niké—. ¡Un lado debe prevalecer!
Frank gruñó.
—Ya tengo bastante con los gritos de mi padre en la cabeza.
Victoria le lanzó una mirada fulminante.
—¿Eres hijo de Marte? ¿Un pretor de Roma? Ningún romano auténtico perdonaría a los griegos. No soporto estar dividida y confundida... ¡No puedo pensar con claridad! ¡Mátalos! ¡Gana!
—Va a ser que no —dijo Frank. Aunque estaba inmóvil, su ojo se movía nervioso, Ginn lo conocía bien.
—Mire, señorita Victoria... —Percy trató de esbozar una sonrisa—. No queremos interrumpir su momento de pirada. Si es tan amable de poner fin a esta conversación consigo misma, volveremos más tarde con, ejem, armas más grandes y puede que sedantes.
La diosa blandió su lanza.
—¡Resolveréis este asunto de una vez por todas! ¡Hoy, ahora, decidiréis el vencedor! ¿Sois cuatro? ¡Magnífico! Formaremos equipos. ¡Las chicas contra los chicos, por ejemplo!
—Eh... no. No hay más chicas.
—¡Camisetas contra cueros!
—De ninguna manera —cortó la rubia.
—¡Griegos contra romanos! —gritó Niké—. ¡Sí, claro! Dos y dos. El último semidiós en pie gana. Los otros morirán gloriosamente.
Un impulso competitivo recorrió el cuerpo de la muchacha. Era como la energía que brotaba en los juegos de guerra... Quería ganar. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no sacar su espada de la espalda y ponerse a pelear con Leo y Percy.
Se dio cuenta de lo acertada que había estado Annabeth al no enviar a nadie cuyos padres tuvieran rivalidades naturales. Si Jason hubiera estado allí, probablemente él y Percy ya estarían en el suelo, partiéndose la crisma.
Valdez se obligó a abrir los puños.
—Mire, señora, no vamos a ponernos en plan Los juegos del hambre. Eso no va a pasar.
—¡Pero recibiréis un extraordinario honor! —Niké metió la mano en un cesto que había a su lado y sacó una corona con abundantes laureles verdes—. ¡Esta corona puede ser vuestra! ¡Podréis llevarla en la cabeza! ¡Pensad en la gloria que conseguiréis!
—Leo tiene razón —dijo Frank, aunque tenía la mirada clavada en la corona. Su expresión era un pelín codiciosa—. No luchamos entre nosotros. Luchamos contra los gigantes. Debe ayudarnos.
—¡Muy bien!
La diosa levantó la corona de laurel con una mano y la lanza con la otra. Jackson y Valdez se cruzaron una mirada.
—¿Eso significa que se unirá a nosotros? —preguntó Percy—. ¿Nos ayudará a luchar contra los gigantes?
—Eso será parte del premio —dijo Niké—. Al que gane, lo consideraré un aliado. Lucharemos juntos contra los gigantes, y le daré la victoria. Pero solo puede haber un ganador. Los otros deben ser vencidos, eliminados, destruidos por completo. ¿Qué va a ser entonces, semidioses? ¿Triunfaréis en vuestra misión u os aferraréis a vuestras ñoñas ideas de la amistad y los premios de consolación?
Percy quitó el tapón de su bolígrafo. Contracorriente se convirtió en una espada de bronce celestial. Muy en el fondo, temía que la girase contra ellos, tan irresistible era el aura de Niké.
En lugar de eso, él apuntó con la hoja de su espada a la diosa.
—¿Y si luchamos contra usted?
—¡Ja! —los ojos de Niké brillaron—. ¡Si os negáis a luchar entre vosotros, seréis convencidos!
Niké desplegó sus alas doradas. Cuatro plumas metálicas cayeron balanceándose, dos a cada lado del carro. Las plumas dieron vueltas como gimnastas, aumentaron de tamaño y les salieron brazos y piernas hasta que tocaron el suelo convertidas en cuatro réplicas metálicas de la diosa de tamaño humano, todas armadas con una lanza dorada y una corona de laurel de bronce celestial que se parecía sospechosamente a un disco volador de alambre de espino.
—¡Al estadio! —gritó la diosa—. Tenéis cinco minutos para prepararos. ¡Luego se derramará la sangre! ¡Id al estadio, o mis Nikai os matarán!
Ginevra tiró de sus coletas como de costumbre mientras pensaba en lo que debía hacer. La oferta de pelear por aquella corona era muy tentadora. No sabía lo que sucedía con ella, pero incluso en un momento pensó en que pelear contra Valdez le daría más probabilidades de ganar.
No entendía cómo el deseo por luchar que la diosa provocaba en ellos era de tal potencia.
No fue el momento más valiente de ninguno, incluso pensaba en catalogarlo con un momento de humillación. El pánico se apoderó de ellos, y salieron corriendo.
Las cuatro mujeres metálicas los siguieron formando un amplio semicírculo y los llevaron hacia el nordeste. Todos los turistas se habían esfumado. Tal vez habían huido a la comodidad refrigerada del museo, o tal vez Niké los había obligado a marcharse.
Los semidioses corrían tropezando con piedras, saltando por encima de muros desplomados, esquivando columnas y letreros de información. Detrás de ellos, las ruedas del carro de Niké retumbaban y los caballos relinchaban.
Cada vez que pensaban reducir la marcha, las mujeres metálicas volvían a gritar (¿cómo las había llamado Niké? ¿Nikai?, ¿Niketas?), y les invadía el pánico.
—¡Allí!
Frank corrió hacia una especie de trinchera entre dos muros de tierra con un arco de piedra encima.
—Es la entrada del antiguo estadio olímpico. ¡Se llama cripta!
—¡No es un buen nombre! —gritó Leo.
—¿Por qué vamos allí? —dijo Percy con la voz entrecortada—. Si es adonde ella quiere...
Las Niketas volvieron a chillar, y todo pensamiento racional abandonó a Leo. Corrió hacia el túnel.
Cuando llegaron al arco, la chica gritó:
—¡Esperen!
Se detuvieron dando traspiés. Percy se dobló, resollando. Ella se había fijado en que últimamente Percy parecía cansarse con más facilidad, probablemente debido al aire ácido que se había visto obligado a respirar en el Tártaro.
—Ya no las veo. Han desaparecido.
—¿Se han rendido? —preguntó Percy esperanzado.
Leo escudriñó las ruinas.
—No. Solo nos han llevado adonde querían. ¿Qué eran esas cosas, por cierto? Las Niketas, quiero decir.
—¿Niketas? —Frank se rascó la cabeza—. Creo que se llamaban Nikai, en plural, como victorias.
—Sí —Ginevra alzó la vista pensativa, deslizando las manos a lo largo del arco de piedra—. En algunas leyendas, Niké tenía un ejército de pequeñas victorias que podía enviar por todo el mundo para que cumplieran sus órdenes.
—Como los duendes de Santa Claus —dijo Percy—. Pero malas. Y metálicas. Y muy gritonas.
La rubia observó las paredes tratando de idear algo, pero nada llegaba a su cabeza.
—Esta era la entrada de los participantes. Niké ha dicho que tenemos cinco minutos para prepararnos. Luego espera que pasemos por debajo de este arco y empecemos los juegos. No nos permitirá salir de ese campo hasta que tres de nosotros estemos muertos.
El hijo del mar espiró por la nariz.
—Me han obligado a pelear en estadios dos veces: una en Roma y, antes de eso, en el laberinto. Detesto participar en juegos para divertir a la gente.
—Todos lo detestamos —dijo Paris—. Pero tenemos que pillar a Niké desprevenida. Fingiremos que luchamos hasta que podamos neutralizar a sus Nikai. Luego someteremos a Niké, como Juno dijo.
—Tiene lógica —convino Zhang—. Ya han notado lo poderosa que es Niké cuando ha intentado que nos ataquemos entre nosotros. Si emite esas vibraciones a todos los griegos y romanos, no podremos impedir la guerra de ninguna forma. Tenemos que controlarla.
—¿Y cómo lo hacemos? —preguntó Percy—. ¿Le pegamos un porrazo en la cabeza y la metemos en un saco?
—En realidad no vas muy descaminado —dijo el moreno—. El tío Leo ha traído juguetes para todos ustedes, pequeños semidioses...
—¿Tío Leo? Esto se pondrá desquiciado.
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