4


GINNY DEBÍA ADMITIR QUE Leo tenía un gran ingenio. Porque sin duda alguna, a ella no se le hubiera ocurrido un plan tan alocado de la nada.
Valdez sacó unos caramelos de menta y unas gafas de soldador de su cinturón portaherramientas. Las gafas no eran exactamente unas gafas de sol, pero tendrían que servir. El chico se remangó las mangas de la camisa y Ginevra ocupó un poco de lubricante para engrasarle el pelo. Él se metió una llave inglesa en el bolsillo trasero (no sabían muy bien por qué) y le mandó pidió a la rubia que le dibujara un tatuaje en el bíceps con un rotulador: TÍO BUENO, junto con unas tibias y una calavera.

—¿Qué demonios estás pensando?
Hazel realmente estaba muy nerviosa.

—Trato de no pensar —reconoció Leo—. No es compatible con estar loco. Tú concéntrate en mover el bronce celestial. Eco, ¿estás lista?

—Lista —dijo ella.

El rizado se volteó a Ginny quien sonreía ampliamente en señal de apoyo.
Leo respiró hondo para luego regresar contoneándose a la charca, con la esperanza de lucir un aspecto increíble y no el de alguien aquejado de una enfermedad nerviosa.

—¡Leo mola más que nadie! —gritó la de orbes verdes con un tono convencible.

—¡Leo mola más que nadie! —gritó Eco a su vez.

—¡Sí, nena, mírame!

—¡Mírame! —dijo Eco.

—¡Dejad paso al rey!

—¡El rey!

—¡Narciso es un debilucho!

—¡Debilucho!— siguieron las dos.

Las ninfas se dispersaron sorprendidas. Leo las ahuyentó como si le molestaran.
—Autógrafos no, chicas. Sé que quieren estar con Leo, pero soy demasiado molón para ustedes. Más vale que se queden con ese memo feúcho de Narciso. ¡Es una nenaza!

—¡Nenaza! —dijo Eco con entusiasmo.

Las ninfas murmuraron airadamente.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó una.
—Tú sí que eres una nenaza —dijo otra.

Leo se ajustó las gafas y sonrió. Sacó el bíceps, aunque no tenía mucho que sacar, y lució su tatuaje de TÍO BUENO. Había captado la atención de las ninfas, aunque solo fuera porque estaban alucinando, pero Narciso seguía concentrado en su reflejo.

—¿Saben cómo de feo es Narciso? —preguntó Leo al grupo—. Es tan feo que cuando nació su madre pensó que era un centauro al revés, con culo de caballo en lugar de cara.

Algunas ninfas dejaron escapar un grito ahogado. Narciso arrugó la frente, como si fuera vagamente consciente de que había un mosquito zumbando alrededor de su cabeza.

—¿Saben por qué su arco tiene telarañas? —continuó Leo—. ¡Porque lo usa para cazar citas, pero no consigue ninguna!

Ginevra Paris a esta altura no podía contener su sonrisa, pensaba que el Leo de sus visiones era distinto, pero ahora podía compararlo y ver que eran los mismos. Un chico lindo e ingenioso.

Una ninfa se rió. Las otras la hicieron callar rápidamente de un codazo. Narciso se volvió y miró a Leo con el entrecejo fruncido.
—¿Quién eres tú?

—¡Soy la repera, tío! —dijo Leo—. Soy Leo Valdez, chico malo donde los haya. Y a las mujeres les encantan los chicos malos.

—¡Nos encantan los chicos malos! —dijo Ginny, gritando de forma convincente.

Leo sacó un bolígrafo y firmó un autógrafo en el brazo de una de las ninfas. —¡Narciso es un pringado! Es tan debilucho que no puede ni levantar un Kleenex. Es tan flojo que si buscan la definición de « flojo» en Wikipedia, verán una foto de Narciso, pero la foto es tan fea que nadie la mira.

Narciso arqueó sus atractivas cejas. Su cara pasó del color bronce al rosa salmón. Se había olvidado momentáneamente de la charca, y los semidioses vieron que la lámina de bronce se hundía en la arena.
—¿Qué dices? —preguntó Narciso—. Soy increíble. Todo el mundo lo sabe.

—Un capullo increíble, querrás decir —dijo Leo—. Si yo fuera tan capullo como tú, me ahogaría. Ah, espera, que eso ya lo has hecho.

Ha sido gracioso! ¡Leo mola!" Susurraba Paris entre las ninfas. Otra ninfa soltó risitas. Luego otra. Narciso gruñó, lo que le hizo parecer un poco menos guapo. Mientras tanto, Leo sonreía, movía las cejas por encima de las gafas y extendía las manos, haciendo gestos para que las ninfas aplaudieran.

—¡Eso es! ¡Leo, campeón!

—¡Leo, campeón! —gritó Eco.

Se deslizó entre el grupo de ninfas, y como era tan difícil de ver, las ninfas debieron de pensar que la voz era de una de ellas.

—¡Madre mía, soy alucinante! —rugió Leo.

—¡Alucinante! —gritó Eco.

—Es gracioso —se aventuró a decir una ninfa.

—Y mono, de tan flacucho que está.

Los flacos como Leo están de moda, tiene más vistas en YouTube que Narciso— persuadió Ginevra entre las fans.

—¿Flacucho? —dijo Leo—. Nena, yo inventé el adjetivo « flacucho». Los flacuchos somos lo más. Y si hay alguien flacucho soy YO. ¿Narciso? Es tan pringado que ni siquiera en el inframundo lo quieren. No conseguiría salir ni con una chica fantasma.

—Qué asco —dijo una ninfa.
—Qué asco —convino Eco.

—¡Basta! —Narciso se puso en pie—. ¡Esto no está bien! Es evidente que esta persona no tiene nada de alucinante, así que debe de... —se esforzó por escoger las palabras correctas. Probablemente hacía mucho tiempo que no hablaba de algo aparte de sí mismo—. Debe de estar engañándonos.

Al parecer, Narciso no era tonto del todo. Cayó en la cuenta de lo que pasaba, y el rostro se le demudó. Se volvió de nuevo hacia la charca.
—¡El espejo de bronce ha desaparecido! ¡Mi reflejo! ¡Devuélvemelo!

—¡Leo, campeón! —gritó una ninfa, pero las otras centraron de nuevo su atención en Narciso.

—¡Yo soy el guapo! —insistió Narciso—. ¡Me ha robado el espejo, y no pienso volver hasta que lo recuperemos!

—Eh... ¡Leo campeón!— trató de distraerles nuevamente la centurión, aunque ya no hacía tanto efecto.

Las chicas dejaron escapar un grito ahogado. Una señaló con el dedo. —¡Allí!

Hazel estaba sobre el cráter, huyendo lo más rápido que podía mientras arrastraba la gran lámina de bronce.
—¡Recupérenla! —gritó una ninfa.

Probablemente en contra de su voluntad, Eco murmuró:
—Recupérenla.

—¡Sí! —Narciso descolgó su arco y cogió una flecha de su polvoriento carcaj—. A la ninfa que consiga el bronce la querré casi tanto como me quiero a mí mismo. ¡Puede que incluso la bese después de besar mi reflejo!

—¡Oh, dioses míos! —gritaron las ninfas.

—¡Y matad a esos semidioses! —añadió Narciso, lanzando una mirada fulminante, y cargada de atractivo, a Leo—. ¡No molan tanto como yo!

"Vamos". Gritó Paris antes de agarrar la mano de Leo y comenzar a correr. Ocupaban todas sus fuerzas por sobrevivir. 
Ginevra había sido entrenada para situaciones de riesgo y pensaba que iba a tener que cargar con el peso del muchacho, aunque sorpresivamente, él iba a su lado llevando la misma velocidad.
Alcanzaron a Hazel, lo que no era difícil considerando que ella estaba peleándose con veinte kilos de bronce celestial. Tomaron cada uno un lado de la lámina de metal y miraron atrás. Narciso estaba colocando una flecha en el arco, pero era tan vieja y quebradiza que se hizo astillas.

—¡Ay! —gritó de forma elegante—. ¡Mi manicura!

A las ninfas tampoco se les daba muy bien trabajar en equipo. Tropezaban continuamente unas con otras, se empujaban y se arrollaban. Eco empeoró todavía más la situación al correr entre ellas, haciéndolas tropezar y placando a tantas como podía.
Aún así, se acercaban rápido.

—¡Llama a Arión! —gritó Leo con voz entrecortada.

—¡Ya lo he llamado! —dijo Hazel.

Corrieron hacia la playa. Llegaron a la orilla del agua y vieron el Argo II, pero no había forma de alcanzar el barco. Estaba demasiado lejos para nadar hasta él, aunque no cargaran con el bronce.
Ginevra se volvió a observar al grupo de Narciso. Sacó su espada ideando un plan, lastimosamente ese no era su fuerte.

—Jo, tía —murmuró Leo, invocando el fuego con su mano libre—. Pelear de cerca no es lo mío.

—Hazel, a mi lado.

—Entiendo. Leo, sujeta el bronce celestial —la rizada desenvainó su espada—. ¡Ponte detrás de mí!

—¡Ponte detrás de mí! —repitió Eco.
La chica camuflada corría en ese momento delante del grupo. Se detuvo delante de Leo y se giró, extendiendo los brazos como si pretendiera protegerlo personalmente.

—¿Eco? —Leo apenas podía hablar—. Eres una ninfa valiente.

—¿Ninfa valiente?
Eco lo repitió como si fuera una pregunta.

—Es un orgullo tenerte en mi equipo —dijo—. Si sobrevivimos a esta, deberías olvidarte de Narciso.

—¿Olvidarte de Narciso? —dijo ella, indecisa.

—Eres demasiado buena para él.

Las ninfas los rodearon formando un semicírculo.
—¡Tramposos! —dijo Narciso—. ¡Ellos no me quieren, chicas! Todas me quieren, ¿verdad?

—¡Sí! —gritaron ellas.

Todas chillaron menos una ninfa confundida, ataviada con un vestido amarillo, que gritó:
—¡Leo, campeón!

—¡Matadlos! —ordenó Narciso.
Las ninfas avanzaron en tropel, pero la arena explotó delante de ellas. Arión salió corriendo de la nada y rodeó al grupo tan rápido que provocó una tempestad de arena que cubrió a las ninfas de cal blanca y les salpicó los ojos.

—¡Me encanta este caballo! —dijo Leo.
Las ninfas se desplomaron, tosiendo y atragantándose. Narciso daba traspiés a ciegas de un lado para el otro, blandiendo su arco como si intentara darle a una piñata.
Hazel se subió a la silla de montar y subió el bronce con ayuda de Ginny, quien finalmente ofreció la mano a Leo.

—¡No podemos dejar a Eco! —dijo Leo.
—Dejar a Eco —repitió la ninfa con una sonrisa.

—¿Por qué? —preguntó Leo—. No creerás que todavía puedes salvar a Narciso...

—Salvar a Narciso —dijo ella con seguridad.

Le habían concedido una segunda oportunidad de vivir, y estaba decidida a emplearla para salvar al chico que amaba... Aunque fuera un imbécil que no supiera hacer la o con un canuto (muy guapo, eso sí).
Leo parecía querer protestar, pero Eco se inclinó y le besó la mejilla, y acto seguido lo apartó suavemente de un empujón.

—¡Vamos, Leo! —gritó Hazel.

Las otras ninfas estaban empezando a recuperarse. Se quitaron la cal de los ojos, que ahora emitían un brillo verde de la ira.  Ginny les lanzó un rayo de luz, cosa que los dejó ciegos por unos minutos para darle tiempo al chico.

—Sí —dijo con la garganta seca—. De acuerdo.

Arión despegó por encima del agua mientras las ninfas chillaban detrás de ellos y Narciso gritaba: «¡Devuélvanlo ¡Devuélvanlo!» .
Había demorado como máximo un minuto llegar al barco, y Ginna lo agradecía profundamente ya que estaba a un viaje más de vomitar.
Cuando llegaron, bajaron la gran lámina de bronce y se encontraron con Piper.

—Dioses del Olimpo —Piper se quedó mirando a Leo—. ¿Qué te ha pasado?

Él aún llevaba el pelo engominado. Tenía unas gafas de soldador en la frente, una marca de lápiz de labios en la mejilla, tatuajes en los brazos y una camiseta de manga corta en la que ponía TÍO BUENO, CHICO MALO y LEO CAMPEÓN.

—Es una larga historia —dijo—. ¿Han vuelto los demás?

—Todavía no —contestó Piper.

Leo soltó un juramento. Entonces repararon en que Jason estaba incorporado, y se les iluminó la cara.
—¡Eh, tío! Me alegro de que te encuentres mejor. Estaré en la sala de máquinas.

Se marchó corriendo con la lámina de bronce, dejando a las chicas en la puerta. Piper las miró arqueando una ceja.
—¿Leo, campeón?

—Hemos conocido a Narciso —dijo Hazel, una afirmación que no explicaba gran cosa—. También a Némesis, la diosa de la venganza.

Jason suspiró.
—Me he perdido toda la diversión.

—Si consideras "diversión" esta galleta, pues sí— bufó Ginny lanzándole la galleta de la fortuna que la diosa le había entregado.

—"Dentro de poco tendrás motivos para reconsiderar tus decisiones"— leyó en voz alta para luego silbar—. Genial, Ginna... Casi lo puedo comparar con lo buena que ha sido Juno con nosotros.

Un ruido sordo sonó en la cubierta, como si un animal pesado hubiera aterrizado. Annabeth y Percy llegaron corriendo por el pasillo. Jackson llevaba un humeante cubo de plástico de veinte litros que olía fatal. Annabeth tenía el pelo manchado de una pegajosa sustancia negra. La cabeza de Percy estaba cubierta de lo mismo.

—¿Alquitrán? —supuso Piper.

Frank se acercó dando traspiés detrás de ellos, de forma que el pasillo quedó atestado de semidioses. Zhang tenía una gran mancha del líquido negro en la cara.

—Nos hemos tropezado con unos monstruos de alquitrán —informó Annabeth—. Hola, Jason, me alegro de que estés despierto. ¿Dónde está Leo, chicas?

Ginny señaló hacia abajo.
—En su laboratorio.

De repente, el barco entero se escoró hacia babor. Los semidioses se tambalearon. Percy estuvo a punto de derramar el cubo de alquitrán.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—Ah... —Hazel pareció avergonzada—. Es posible que hayamos hecho enfadar a las ninfas que viven en el lago. A... todas.

—Estupendo —Percy dio el cubo de alquitrán a Frank y a Annabeth—. Ayuden a Leo, chicos. Yo entretendré a los espíritus del agua todo lo que pueda.

—¡Eso está hecho! —prometió Frank.

Los tres se fueron corriendo y dejaron a Hazel en la puerta del camarote con la rubia a su lado.
El barco volvió a escorarse, y Hazel se llevó las manos a la barriga como si fuera a vomitar.
—Yo me...

—¡Hazie!— se alarmó Ginevra. Tragó saliva, señaló sin fuerzas al final del pasillo y se fue en auxilio de la morena.

La rizada estaba encerrada en el baño de la habitación y se sentía cómo estaba sufriendo repercusiones por los fuertes mareos. La rubia entró y se dedicó a sobarle la espalda y cantar una canción medicinal.

Después de lo que parecieron horas, el motor empezó a zumbar. Los remos crujieron y chirriaron, y pareció que el barco se elevaba en el aire.
El balanceo y el temblor cesaron. En el barco no se oía nada a excepción del zumbido de la maquinaria.

Ginny salió de la habitación para hacerle a su amiga un té medicinal que le enseñaron los doctores del campamento. En ese momento vio que Leo salió de la sala de máquinas. Estaba cubierto de sudor, cal y alquitrán. Parecía que la camiseta se le hubiera enganchado en una escalera mecánica y se hubiera hecho jirones. La inscripción de su pecho, en la que antes ponía LEO, CAMPEÓN, ahora rezaba: LEO, PEÓN. Pero sonreía como loco y anunció que estaban en camino y que ya no corrían peligro.

—Reunión en el comedor dentro de una hora —dijo—. Menudo día de locos, ¿eh?


Cuando todo el mundo se hubo lavado, el entrenador Hedge cogió el timón y los semidioses se reunieron bajo cubierta para cenar. Era la primera vez que se sentaban todos juntos, solos los ocho. La tensión en el comedor era como una inminente tormenta eléctrica, algo perfectamente posible, considerando los poderes de Percy y de Jason. Hubo un momento incómodo cuando los dos chicos intentaron sentarse en la misma silla a la cabecera de la mesa. De las manos de Jason saltaron chispas en sentido literal. Tras una breve y silenciosa pausa, como si los dos estuvieran pensando: «¿En serio, colega?» , cedieron la silla a Annabeth y se sentaron uno enfrente del otro a ambos lados de la mesa.
La tripulación cambió impresiones sobre lo ocurrido en Salt Lake City, pero ni siquiera la ridícula historia de Leo sobre cómo había engañado a Narciso bastó para animar al grupo.

—Entonces, ¿a dónde vamos ahora? —preguntó Leo masticando un bocado de pizza—. He hecho unas reparaciones rápidas para salir del lago, pero todavía quedan muchos daños. Deberíamos volver a aterrizar y arreglar las averías antes de cruzar el Atlántico.

—Tenemos que alejarnos del Campamento Júpiter —dijo Percy comiendo tarta azul—. Frank ha visto unas águilas sobre Salt Lake City. Suponemos que los romanos no andan muy lejos detrás de nosotros.

—¿No deberíamos volver e intentar razonar con los romanos? Tal vez... tal vez no me esforzaba lo suficiente por persuadirlos.

Jason le cogió la mano.
—No fue culpa tuya, Pipes. Ni de Leo —añadió rápidamente—. Fuera lo que fuese lo que pasó, fue obra de Gaia para separar a los dos campamentos.

—Pero tal vez si pudiéramos explicárselo...

—¿Sin pruebas? —preguntó Annabeth—. ¿Y sin la más remota idea de lo que pasó en realidad? Te lo agradezco, Piper. No quiero estar a malas con los romanos, pero hasta que descubramos lo que trama Gaia, volver es un suicidio.

—Es verdad. Lo digo como romana... Han hecho mayor escándalo por cosas inofensivas. Esto es un ataque, y a sus ojos nosotros somos traidores, enemigos— argumentó Ginny. Hazel y Frank le dieron la razón—. Puede que Reyna nos escuchara, pero Octavian no. Los romanos tienen que pensar en su honor. Han sido atacados. Dispararán primero y preguntarán posthac.

—Tienes razón —decidió Piper—. Tenemos que seguir adelante. No solo por los romanos. Tenemos que darnos prisa.

Hazel asintió con la cabeza.
—Némesis ha dicho que solo tenemos seis días hasta que Nico muera y Roma sea destruida.

Jason frunció el entrecejo.
—¿Te refieres a la auténtica Roma, no a la Nueva Roma?

—Creo que sí —dijo Hazel—. Pero si es así, no disponemos de mucho tiempo.

—¿Por qué seis días? —se preguntó Percy—. ¿Y cómo van a destruir Roma? Ginny...

Seis pares de ojos se fijaron en ella, menos los de Piper. Parecía saber algo también, pero ya hablaría en específico con ella.
—Debemos hablar de la profecía. La profecía que Ella recitó, partamos por ese inicio.

Nadie contestó. Piper confesó que con su daga veía imágenes, una de ellas parecían ser los gemelos de los que se mencionaba en la profecía.

—« La hija de la sabiduría anda sola» —dijo Percy—. «La Marca de Atenea arde a través de Roma» . Annabeth, esa tienes que ser tú. Juno me dijo... En fin, me dijo que te esperaba una tarea difícil en Roma. Dijo que dudaba que pudieras hacerla. Pero yo sé que se equivoca.

Annabeth respiró hondo.
—Reyna iba a revelarme algo justo antes de que el barco disparara sobre nosotros. Dijo que existe una vieja leyenda entre los pretores: algo relacionado con Atenea. Dijo que podría ser el motivo de que griegos y romanos nunca se hayan llevado bien.

El equipo "Leo es guay" (como denominó Valdez en algún minuto), se cruzaron miradas de nerviosismo.
—Némesis mencionó algo parecido —dijo Leo—. Habló de una vieja cuenta que había que saldar...

—Lo único que podría conciliar las dos facetas de los dioses —recordó Hazel —. «Un antiguo agravio vengado finalmente» .

—Yo solo he sido pretor unas dos horas. Jason, ¿habías oído una leyenda parecida?

—Yo... esto, no estoy seguro —dijo—. Lo pensaré. ¿Ginny?

Percy entornó los ojos.
—¿No estás seguro? Ya sabemos que Ginny no puede hablar de todo lo que ve en sus visiones.

Jason no respondió. Ginny le dio un golpe por debajo de la mesa al de ojos verde agua. Si bien agradecía los gestos que tenía, sentía que había una rivalidad rara entre ambos, cosa que no le agradaba por lo que alguna vez vio.
Aunque Hazel rompió el silencio.
—¿Qué pasa con los otros versos? —dio la vuelta a su plato con rubíes incrustados—. «Los gemelos apagarán el aliento del ángel, que posee la llave de la muerte interminable».

—«El azote de los gigantes es pálido y dorado —añadió Frank—, obtenido con dolor en un presidio hilado».

—El azote de los gigantes —dijo Leo—. Cualquier cosa que sea azote de gigantes es buena para nosotros, ¿no? Igual es eso lo que tenemos que encontrar. Si sirve para que los dioses dejen de comportarse como esquizofrénicos, es bueno.

Percy asintió con la cabeza.
—No podemos matar a los gigantes sin la ayuda de los dioses.

Jason se volvió hacia Frank y Hazel.
—Creía que ustedes mataron al gigante en Alaska sin la ayuda de ningún dios.

—Alcioneo fue un caso especial —explicó Frank—. Él solo era inmortal en el territorio en el que renació: Alaska. Pero no en Canadá. Ojalá pudiéramos matar a todos los gigantes arrastrándolos a través de la frontera entre Alaska y Canadá, pero... —se encogió de hombros—. Percy tiene razón, necesitaremos a los dioses.

—Bueno... —Leo retiró su silla de la mesa—. Supongo que lo primero es lo primero. Tendremos que aterrizar por la mañana para terminar las reparaciones.

—En algún sitio cerca de una ciudad —propuso Annabeth—, por si necesitamos provisiones. Pero que esté apartado, para que a los romanos les cueste encontrarnos. ¿Alguna idea?

—Bueno, ¿qué os parece Kansas, chicos? —se aventuró a decir Piper, quien en ese momento compartió una mirada con Ginevra.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top