3


CABALGAR A ARIÓN NUEVAMENTE no fue tan gratificante para Ginevra como esperaba. Podía sentir cómo el café que había bebido subía y bajaba por su estómago hasta llegar a su garganta y volver.
Debía admitir que por un lado extrañaba que fueran sólo Frank, Percy, Hazel y ella. Ya que no se sentía la tensión de la rizada hacia Leo y un factor importante era las traducciones que el hijo de Poseidón hacía a los relinchos del corcel.
Por otra parte, le agradaba saber que habían nuevos semidioses, y le llenaba de curiosidad saber más de los griegos, aunque sabía que debía ir con precaución, no podía ser como Ícaro.

Delante de ellos había una isla. Detrás se alzaba una expansión de dunas de hierba y rocas erosionadas.
Ginny estaba entre ambos morenos. Hazel manejaba las riendas de Arión y Leo estaba sentado detrás de la rubia con un brazo alrededor de su cintura. El contacto les hacía sentir un poco incómodos, pero era la única forma de mantenerse a bordo.
Sintió un escalofrío brotar en su cuerpo y volteó a ver al chico, aunque lo único que vio, era que estaba en un intento de quitarse los cabellos dorados de la cara.

"Lo siento" le trató de decir entre risas y chillidos por la velocidad que llevaban.
Arión irrumpió en la playa. Pisó fuertemente sus pezuñas y relinchó, triunfante, Ginevra estaba segura que habría dicho algo así como: "¿Me viste romper la barrera del sonido? Soy genial." Los tres desmontaron y Arión piafó la arena.


—Necesita comer —explicó Hazel—. Le gusta el oro, pero...

—¿Oro? —preguntó Leo.

—Se contentará con la hierba. Vamos, Arión. Gracias por el viaje. Ya te llamaré.

Y así, el caballo se fue, nada más que una estela de humo por el lago.
—Un caballo rápido —dijo Leo—, y caro de alimentar.

—No demasiado —dijo Hazel—. Se me da bien el oro.

Leo alzó las cejas.
Hazel apretó sus labios, como si se arrepintiera de sacar el tema. Y Ginny se adelantó un poco: —No importa. Ahora vamos al punto.

—Bueno, un problema arreglado, de cualquier manera. Esto es cal.

Hazel frunció el ceño.
—¿La playa entera?

El chico se arrodilló y agarró con la mano un puñado de arena blanca. —Sí. ¿Ven? Los granos son perfectamente redondos. No es realmente arena. Es carbonato de calcio.

Leo sacó una bolsita de plástico de su cinturón de
herramientas y cavó su mano en la cal. De repente se quedó muy quieto. Ginny se arrodilló a su lado intrigada, aunque puso una mano sobre el hombro del chico al verle detenerse.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo—. Estoy bien. Deberíamos haber traído un cubo y unas palas.

—Podríamos haber hecho un castillo de arena— sonrió Ginny pensando en su hermana y las pocas veces que habían ido a la playa juntas.

—Un castillo de cal.

Hazel observaba todo también arrodillada. Un momento las miradas de los morenos se encontraron y Ginny se alertó inconscientemente.

—Te pareces mucho a...— murmuró Hazel aunque lo dejó en el aire.

—¿Sammy? —supuso Leo.

La jovencita se cayó de espaldas. —¿Lo sabes?

—No tengo ni idea de quién es Sammy. Pero Frank me preguntó si estaba seguro de que ese era mi nombre.

—No tienes un hermano gemelo o... —Hazel se detuvo—. ¿Tu familia es de Nueva Orleans?

—No. Houston. ¿Por qué? ¿Sammy es un chico al que conocías?

—No es nada, sólo te pareces a él— dijo Hazel sonriendo ante la mirada de apoyo que le brindaba la rubia.

Terminaron de llenar la bolsa en silencio. Leo la metió en el cinturón y la bolsa desapareció.
—Festo ha dicho que había bronce celestial cerca, pero no estoy seguro de dónde...

—Por allí —Hazel señaló playa arriba—. A unos quinientos metros.

—¿Cómo lo...?

—Metales preciosos —dijo Hazel—. Cosa de Plutón.

—¡Eres brillante, Hazie!— elogió Ginevra para luego caminar junto a los semidioses siguiéndole.

El sol empezó a ponerse. El cielo se tiñó de una extraña mezcla de color morado y amarillo. Ginna elevó su brazo sintiendo el "tacto" de los rayos del sol en su piel. Cada día cuando el sol estaba por ocultarse lo hacía, a pesar de parecer extraña, era su forma de decir "hasta pronto" y esperarle para el próximo día.

—¿Qué haces?

—Me despido— murmuró ella. ¿Desde cuándo era tan abierta con personas que no conocía?

—No entiendo...— dijo Leo a su lado.

—Es una costumbre que me pegó mi hermanita. Nuestro padre es Apolo— sonrió ella, aunque luego esa sonrisa se evaporó y reinó la preocupación. Había comenzado a balbucear cosas para si misma—. Mi hermana... ¿Qué pasará con Aurora? Tiene cuatro años, no me despedí. ¿Qué hará mi mamá? No puede hacerlo todo sola. ¿Y si los romanos les dicen algo? ¿Y si Octavian les dice cosas que no son?

Hazel se acercó y tocó su brazo suavemente con una sonrisa tranquila, se había dado cuenta de lo que sucedía. Las chicas se habían vuelto unidas y en una de sus conversaciones, Ginevra había admitido que tenía ansiedad y que a pesar que hace años no le daba una crisis, no sabía manejarlas.

—Hey, estoy aquí para ayudarte. ¿Te parece si buscamos lo que necesitamos y luego le pedimos a Percy que nos ayude con un mensaje de Iris?

La rubia asintió múltiples veces tratando de regular su respiración. Agradecía profundamente a los dioses que Hazel le ayudara y no pasara a peores. Pero ahora se sentía avergonzada. ¿Cómo había sucedido todo eso? No podía dejar que volviera a pasar, sería inútil tener a bordo a una persona que no se controla...

—Yo te puedo ayudar— dijo Leo. Ambas chicas se voltearon a verlo, algo que al parecer le puso nervioso—. Me refiero, al mensaje de Iris.

—Gracias— sonrió por última vez la de ojos verdes.

Siguieron caminando y justo detrás de las dunas vieron a la mujer. Estaba sentada sobre una roca en medio de un campo cubierto de hierba.
Había una moto negra cromada aparcada cerca, pero a cada rueda le faltaba una buena parte de los radios y de la llanta, de forma que parecían comecocos.

En ese estado era imposible que se pudiera conducir.
La mujer tenía el cabello negro, corto y un cuerpo macizo. Llevaba traje negro junto a una chaqueta de cuero roja. Su aspecto era más joven al que Ginny recordaba, pero seguía siendo la misma mujer que amargó su infancia.
A medida que se acercaban, podían ver más aspectos preocupantes en ella. Sujeto al cinturón de la mujer había un látigo enrollado. Su chaqueta tenía un estampado tenue: las ramas retorcidas de un manzano poblado de pájaros esqueléticos. Y abría galletas de la suerte. A su alrededor había un montón de galletas rotas que le llegaban hasta los tobillos. No hacía más que sacar galletas nuevas del saco, abrirlas y leer el mensaje que contenían. La mayoría de los mensajes los echaba a un lado. Unos cuantos le hicieron murmurar con tristeza. Pasaba el dedo por encima del trozo de papel como si lo estuviera emborronando y luego lo cerraba por arte de magia y lo lanzaba a una cesta que había cerca.

—¿Qué hace? —preguntó Leo antes de poder contenerse.

La mujer alzó la vista.

—¿Tía Rosa? —preguntó.

—¿Es eso lo que ves? —preguntó la mujer—. Interesante. ¿Y tú, Hazel, cielo?

—¿Cómo...? —Hazel retrocedió, alarmada—. Se... se parece usted a la señora Leer, mi profesora de tercero. Yo la odiaba.

La mujer se echó a reír a carcajadas.
—Magnífico. Así que le guardabas rencor, ¿eh? ¿Te juzgaba de forma injusta?

—Usted... Ella me pegaba las manos al pupitre con cinta adhesiva por portarme mal —dijo Hazel—. Llamaba « bruja» a mi madre. Me culpaba de cosas que no hacía, pero no... Debe estar muerta.

La mujer se volteó a ver a Ginny, quien tenía una expresión de desagrado y resentimiento.

—¿Qué sucede, Geneva?— consultó la mujer, disfrutando la situación—. ¿Ves a alguien que aborreces?

—Deténgase. Sea quien sea, ya no soy una niñita y no dudaré en enfrentarla. Muéstrese como es en realidad y no como la maestra Priscilla... Y no. Me diga. Geneva.

—¿Es así? Tienes mucho rencomio, ¿verdad?

—Me castigaba limpiando la escuela por no querer leer en clases. ¡Tenía diez años y dislexia! Bastantes eran las burlas de los otros niños para que luego me castigara y tuviera que quedar a limpiar... Ahora, basta de jugar y diga quién es en realidad.

—Leo lo sabe —respondió la mujer—. ¿Qué sientes por tu tía Rosa, mijo?

—Némesis —reconoció el chico después de un momento—. Usted es la diosa de la venganza.

—¿Lo ven chicas? —la diosa sonrió a las romanas—. Me reconoce.

Némesis abrió otra galleta de la fortuna y arrugó la nariz.
—«Tendrás mucha suerte cuando menos te lo esperes» —leyó—. Este es el tipo de chorradas que detesto. Alguien abre una galleta, ¡y de repente una profecía le dice que será rico! ¡La culpa la tiene la facilona de Tique, siempre repartiendo buena suerte a los que no se la merecen!

—Sabe que esas profecías no son de verdad, ¿no? Las meten en las galletas en una fábrica...

—¡No intentes justificarlo! —le espetó Némesis—. Es como si Tique quisiera que la gente se hiciera ilusiones. No, no. Debo oponerme a ella —Némesis pasó el dedo por encima del trozo de papel, y las letras se tiñeron de rojo—. « Sufrirás una muerte dolorosa cuando más te lo esperes» . ¡Ya está! Mucho mejor.

—¡Es horrible! —dijo Hazel—. ¿Dejaría que alguien leyera eso en su galleta de la suerte y que se hiciera realidad?

Némesis se rió burlonamente. Ver aquella expresión en la cara de la Maestra Priscilla era verdaderamente inquietante.
—Mi querida Hazel, ¿nunca le deseaste cosas horribles a la señora Leer por cómo te trató?

—¡Eso no significa que quisiera que se hicieran realidad!

—Bah —la diosa volvió a cerrar la galleta y la lanzó a su cesto—. Siendo romanos, supongo que Tique será Fortuna para vosotros. Ahora ella está fatal, como los demás. Pero a mí no me afecta. Me llamo Némesis tanto para los griegos como para los romanos. Yo no cambio porque la venganza es universal.

—¿De qué está hablado? —preguntó Leo—. ¿Qué hace usted aquí?

Némesis abrió otra galleta.
—Números de la suerte. ¡Ridículo! ¡Ni siquiera es una predicción como es debido!— Aplastó la galleta y esparció los trozos alrededor de sus pies—. En respuesta a tu pregunta, Leo Valdez, los dioses se encuentran en un estado lamentable. Siempre ocurre cuando se avecina una guerra civil entre romanos y griegos. Los dioses del Olimpo se debaten entre sus dos facetas, invocados por los dos bandos. Se vuelven muy esquizofrénicos. Sufren terribles dolores de cabeza. Desorientación.

—Pero no estamos en guerra —repuso Leo.

—Ejem, Leo... —Hazel hizo una mueca—, te olvidas de que hace poco has volado una buena parte de la Nueva Roma.

—¡No fue a propósito!

—Nosotros sabemos... —replicó Ginna—, pero los romanos no son conscientes de eso. Y nos perseguirán como represalia.

Némesis se echó a reír a carcajadas.
—Leo, escucha a la chica. Se avecina la guerra. Gaia se ha ocupado de ello, con vuestra ayuda. ¿Y sabéis a quién culpan los dioses de su situación?

—A mí.

La diosa resopló.
—Bueno, no te sobrevalores. Tú no eres más que un peón en el tablero, Leo Valdez. Me refería a la jugadora que inició esta ridícula misión uniendo a griegos y romanos. Los dioses culpan a Hera... ¡o Juno, si lo preferís! La reina de los cielos ha huido del Olimpo para escapar de la ira de su familia. ¡No esperéis ayuda de vuestra patrona!


—Entonces ¿para qué está usted aquí? No me malinterprete, siempre es agradable ver a la persona que te torturó, pero ¿qué quiere?—preguntó la rubia.

—¡Vine a ofrecer ayuda!
Némesis sonrió maliciosamente.

—Ayuda —repitió Leo.

—¡Pues claro! —dijo la diosa—. Disfruto destruyendo a los soberbios y los poderosos, y no hay nadie que merezca más ser destruido que Gaia y sus gigantes. Aun así, debo advertiros de que no toleraré un éxito que no sea merecido. La buena suerte es una farsa. La rueda de la fortuna es un esquema Ponzi. El auténtico éxito requiere sacrificio.

—¿Sacrificio? —Hazel tenía un tono de voz tenso—. Yo perdí a mi madre. Morí y resucité. Ahora mi hermano ha desaparecido. ¿No le parece eso suficiente sacrificio?

—Ahora mismo —dijo Leo—, lo único que quiero es un poco de bronce celestial.

—Oh, eso es sencillo —contestó Némesis—. Está al otro lado de la cuesta. Lo encontraréis con las enamoradas.

—Un momento —dijo Hazel—. ¿Qué enamoradas?

Némesis se metió una galleta en la boca y se la tragó, mensaje incluido.
—Ya lo verás. Tal vez te den una lección, Hazel Levesque. La mayoría de los héroes no pueden escapar a su naturaleza, ni siquiera cuando se les concede una segunda oportunidad de vivir —sonrió—. Y hablando de tu hermano Nico, no tienes mucho tiempo. Veamos... ¿Hoy es 25 de junio? Sí, después de hoy, quedan seis días más. Entonces morirá, junto con toda la ciudad de Roma.


Hazel abrió los ojos como platos.
—¿Cómo?¿Qué...?

—Y respecto a ti, hijo del fuego —se volvió hacia Leo—, tus peores tribulaciones todavía están por llegar. Tú siempre serás un extraño, la séptima rueda. No hallarás un lugar entre tus hermanos. Dentro de poco te enfrentarás a un problema que no podrás resolver, pero yo podría ayudarte... a cambio de un precio.

Ginny percibió olor a humo. Se dio cuenta que le estaban ardiendo los dedos de la mano izquierda al muchacho. Se acercó disimuladamente y tomó la mano para luego darle suaves golpes apagando el fuego.

—Estoy segura de que le gusta resolver sus problemas— habló la chica.

—Muy bien.

—Pero... esto... ¿de qué precio estamos hablando?

La diosa se encogió de hombros.
—Hace poco uno de mis hijos cambió un ojo por la capacidad de cambiar el mundo.

—¿Quiere... un ojo?–consultó el rizado.

—En tu caso, tal vez serviría otro sacrificio. Pero algo igual de doloroso. Toma —le dio una galleta de la suerte sin abrir—. Si necesitas una respuesta, rómpela. Resolverá tu problema.

Leo cogió la galleta de la suerte con la mano temblorosa. —¿Qué problema?

—Lo sabrás cuando llegue el momento.

—No, gracias —dijo él con firmeza. Sin embargo, su mano introdujo la galleta en su cinturón como si tuviera voluntad propia.

Némesis cogió otra galleta del saco y la abrió.
—«Dentro de poco tendrás motivos para reconsiderar tus decisiones» . Oh, este me gusta. No necesita ningún cambio.—Volvió a cerrar la galleta y se la lanzó a la rubia. —Ahora estás consciente de lo que dice, Geneva. Mide lo que dices, nunca sabes qué tan fuerte repercutirá.

La chica sintió su boca seca mientras miraba la galleta. La guardó con cuidado mientras sintió un apretón en su mano. Y en ese momento recordó que todavía le tenía agarrada la mano a Leo. Lo soltó ocultando su vergüenza.

—Muy pocos dioses podrán ayudaros en vuestra misión. La mayoría ya están incapacitados, y su confusión no hará más que empeorar. Solo una cosa podría devolver la unidad al Olimpo: un antiguo agravio vengado finalmente. Ah, eso sí que sería maravilloso. ¡La balanza equilibrada por fin! Pero eso no ocurrirá a menos que aceptes mi ayuda.

—Supongo que no nos va a explicar de qué está hablando —murmuró Hazel —. Ni por qué mi hermano Nico solo tiene seis días de vida. Ni por qué Roma va a ser destruida.

Némesis se rió entre dientes. Se levantó y se echó el saco de galletas al hombro.
—Todo está relacionado, Hazel Levesque. Respecto a mi oferta, Leo Valdez, piénsatelo. Eres un buen chico. Trabajas duro. Podríamos hacer negocios. Y Ginevra, estaré pendiente de ti... Tienes buen material para secuaz...Pero ya os he entretenido demasiado. Debéis visitar el estanque antes de que se haga de noche. Mi pobre chico maldito se pone muy... inquieto cuando oscurece.

La diosa se montó en su moto. Al parecer se podía conducir, a pesar de las ruedas con forma de comecocos, porque Némesis arrancó el motor y desapareció en medio de un hongo de humo negro.

—¿Quién es tu tía Rosa? —preguntó Hazel.

Habían empezado a caminar más rápidamente. Los tres se habían quedado en silencio por el encuentro alarmante con aquella deidad.

—Es una larga historia —dijo—. Me abandonó cuando mi madre murió y me entregó en acogida.

—Lo siento.

—Sí, bueno... —Leo estaba deseando cambiar de tema—. ¿Y tú? ¿Qué ha dicho Némesis de tu hermano?

Hazel parpadeó como si le hubiera entrado sal en los ojos.
—Nico... me encontró en el inframundo. Me trajo de vuelta al mundo de los mortales y convenció a los romanos del Campamento Júpiter para que me aceptaran. Le debo mi segunda oportunidad de vivir. Si Némesis está en lo cierto y Nico está en peligro... tengo que ayudarle.

—Hazie, todos ayudaremos a encontrar a Nico— sonrió Ginevra—. No temas por ello, te lo dice alguien que sabe de lo que habla.

Eso al parecer tranquilizó a Hazel. La verdad sí había tenido una visión con Nico, pero no le diría en este momento la situación que había visto, no le parecía correcto.
Treparon a una de las rocas más grandes para ver mejor. Leo trató de seguirlas y perdió el equilibrio. Hazel le cogió la mano. Lo subió y se vieron sobre la roca, cogidos de la mano, cara a cara.

—Esto... gracias.
Leo le soltó la mano y miró momentáneamente a Ginna. La rubia parecía concentrada en sus pensamientos, pero se veía en su cara lo contrariada que estaba. Sentía que debía interrumpir en modo de apoyo a Frank, pero no sabía si debía interrumpir o si efectivamente sucedía algo que debía ser interrumpido.

—Cuando estábamos hablando con Némesis —dijo Hazel con nerviosismo—, tus manos... He visto llamas.

—Sí —asintió él—. Es un poder de Hefesto. Normalmente puedo controlarlo.

—Ah.
Ella posó una mano en actitud protectora sobre su camisa tejana, como si estuviera a punto de jurar la bandera y la rubia supo en el segundo que trataba de proteger el palo de madera de Frank.

—Aunque no sé cómo la rubia pudo... Ya sabes.

—Me llamo Ginny. En realidad no me había presentado... Y creo que la temperatura no me afecta tanto como a la gente normal.

—Ah... Apolo. Algunos dicen que está que arde— concordó el chico haciendo reír a Ginevra. El humor de Leo era algo que sin duda sería necesario en esta misión suicida, así que agradecía tener a alguien que alivianara el ambiente.

Miró al otro lado de la isla. La orilla opuesta estaba a solo unos cientos de metros. Entre un punto y el otro había dunas y grupos de rocas, pero nada parecido a un estanque.

—¿Leo? —preguntó Hazel suavemente—. No puedes tomarte a pecho lo que ha dicho Némesis.

Él frunció el entrecejo.
—¿Y si es cierto?

—Es la diosa de la venganza —le recordó Ginevra—. Como las lagartijas se mueven hacia donde está el sol, no se sabe de qué lado está, pero el objetivo de su existencia es provocar rencor.

—Deberíamos seguir adelante —dijo—. Me pregunto a qué se refería Némesis con lo de terminar antes de que anochezca.

Hazel echó un vistazo al sol, que estaba rozando el horizonte. —¿Y quién es el chico maldito que ha mencionado?

Debajo de ellos, una voz dijo:
—El chico maldito que ha mencionado.

La rubia se movió a su alrededor tratando de ver el emisor y casi cayó si no hubiera sido por su espada, en la cual se apoyó. Finalmente, se fijó en que había una joven a escasa distancia del pie de la roca. Iba vestida con una túnica de estilo raro, griego, del mismo color que las piedras. Su cabello tenía un color a medio camino entre el rubio y el gris, de modo que se confundía con la hierba seca. No era exactamente invisible, pero quedaba perfectamente camuflada hasta que se movía.

—Hola —dijo Hazel—. ¿Quién eres?

—¿Quién eres? —contestó la chica.
Tenía voz de cansancio, como si estuviera harta de responder a esa pregunta.

Hazel y Leo se cruzaron una mirada para luego observar a Ginevra, quien analizaba la situación. Al parecer sabía de lo que se trataba.

—¿Eres el chico maldito al que Némesis se refería? —preguntó Leo—. Pero eres una chica.

—Eres una chica —declaró la chica.

—¿Cómo? —dijo Leo.
—¿Cómo? —dijo la chica tristemente.

—Por las liras de Apolo... Eco—concluyó la de ojos verdes.

—Eco —convino la chica.

Se movió, y su vestido cambió con el paisaje. Sus ojos eran del color del agua salada. Ginny con intención bondadosa, le brindó una flor que encontró en el camino, con el fin que Eco pudiera confiar en ellos.

—No me acuerdo del mito —reconoció Leo—. ¿Te condenaron a repetir lo último que oías?

—Que oías.

—Pobrecilla —comentó Hazel—. Si mal no recuerdo, una diosa le echó la maldición.
—Una diosa le echó la maldición —confirmó Eco.

—No cualquier diosa... La versión griega de Juno— rodó los ojos Ginny.

—Pero eso fue hace miles de años... Ah. Eres una de las mortales que ha vuelto cruzando las Puertas de la Muerte. Ojalá dejáramos de tropezar con muertos.

—Muertos —dijo Eco, como si estuviera regañándolo. Hazel había agachado la cabeza.

—Ejem... lo siento —murmuró Valdez—. No quería decir eso.

—Eso.
Eco señaló con el dedo a la otra orilla de la isla.


—¿Quieres enseñarnos algo? —consultó Ginevra con suavidad.
Las jóvenes bajaron de la roca, y Leo las siguió.


—Entonces... ¿tienes que repetirlo todo? —preguntó él.

—Todo.

Leo no pudo evitar sonreír.
—Puede ser divertido.

—Divertido —dijo ella con abatimiento.

—Elefantes azules.

—Elefantes azules.

—Bésame, tonto.

—Tonto.

—¡Eh!

—¡Eh!

—Leo, deja de molestar a la pobre chica. No te burles de ella —regañó Paris.

—No te burles de ella —convino Eco.

—Está bien, está bien —dijo Leo—. ¿Qué estás señalando? ¿Necesitas nuestra ayuda?

—Ayuda — afirmó Eco enérgicamente.
Les indicó con la mano que la siguieran y echó a correr cuesta abajo.

Encontraron el problema... si una pandilla de chicas guapas es un problema. Eco los llevó hasta un prado con la forma del cráter de una explosión, que tenía una pequeña charca en medio. Reunidas en la orilla del agua había varias docenas de ninfas. Todas estaban congregadas en el mismo sitio, mirando hacia la charca y abriéndose paso a empujones para ver mejor. Varias sostenían móviles con cámara, tratando de hacer fotos por encima de las cabezas de las otras.

—¿Qué están mirando? —preguntó Leo.

—Solo hay una forma de averiguarlo —Hazel avanzó resueltamente y empezó a abrirse paso a empujones entre el grupo—. Disculpen. Perdón.

—¡Eh! —se quejó una ninfa—. ¡Nosotras estábamos antes!

—Sí —dijo otra despectivamente—. Ustedes no le van a interesar.

La segunda ninfa tenía unos grandes corazones rojos pintados en las mejillas.
Encima del vestido llevaba una camiseta de manga corta en la que ponía: ¡¡¡I <3 N!!!

—Eh, asuntos de semidioses —dijo Leo, tratando de parecer solemne—. Hagan sitio. Gracias.

—Que no le interesaremos— bufó Ginevra Paris—. De alguna forma me siento ofendida.

—Tranquila, Rapunzel— sonrió el moreno. Ginny un momento lo observó. Su sonrisa parecía tranquila, pero enérgica y a la vez traviesa. Como si siempre tuviera algo en mente... ¿Se entendía bien? Porque ni ella comprendía por qué pensaba en ello.

Las ninfas gruñeron, pero se separaron y les dejaron ver a un joven arrodillado en la orilla de la charca que miraba fijamente el agua.
Tenía los rasgos faciales marcados y unos labios y unos ojos a medio camino entre la belleza femenina y el atractivo masculino. El cabello moreno le caía sobre la frente. Podría haber tenido diecisiete o veinte años, era difícil saberlo, pero tenía la constitución de un bailarín, con brazos largos y gráciles y piernas musculosas, una postura perfecta y un aire de serenidad regia. Llevaba una sencilla camiseta blanca y unos tejanos, y un arco y un carcaj sujetos con correas a la espalda. Saltaba a la vista que las armas no habían sido usadas desde hacía tiempo. Las flechas estaban cubiertas de polvo. Una araña había tejido una tela sobre el arco.
Con la puesta de sol, la luz se reflejaba en una gran lámina lisa de bronce celestial situada en el fondo de la charca y bañaba las facciones de don Guaperas de un cálido fulgor.
El chico parecía fascinado con su reflejo en el metal.

Hazel inspiró bruscamente.
—Qué bueno está.
Alrededor de ella, las ninfas chillaron y asintieron aplaudiendo.
—Así es —murmuró el joven con aire soñador, sin apartar la mirada del agua—. Estoy buenísimo.

Una de las ninfas mostró la pantalla de su iPhone.
—El último vídeo que ha subido a YouTube ha recibido un millón de visitas en hará cosa de una hora. ¡Creo que la mitad han sido mías!

Las otras ninfas se echaron a reír como tontas.
—¿Un vídeo de YouTube? —preguntó Leo—. ¿Qué hace en el vídeo, cantar?

—¡No, tonto! —lo reprendió la ninfa—. Antes era un príncipe y un cazador maravilloso y tal. Pero eso no importa. Ahora solo... ¡En fin, mira!

Les enseñó el vídeo. Era exactamente lo que estaban viendo en la vida real: el chico mirándose en la charca.

—¡Está suuuuuupercañón! —dijo otra chica.
En su camiseta de manga corta se leía: SEÑORA DE NARCISO.

—Son exageradas...— rodó los ojos Ginevra, para luego darle la espalda al sol— Tánatos es más guapo.

—¿Ese es Narciso? —preguntó Leo centrando el tema a lo que importaba.

—Narciso —convino Eco tristemente.

—¡Oh, otra vez tú, no!
La señora de Narciso intentó apartar a Eco de un empujón, pero calculó mal dónde estaba la chica camuflada y acabó empujando a varias ninfas.
—¡Ya tuviste tu oportunidad, Eco! —dijo la ninfa del iPhone—. ¡Te plantó hace cuatro mil años! No eres ni de lejos lo bastante buena para él.

—Para él —dijo Eco con amargura.

—Un momento —era evidente que a Hazel le costaba apartar la vista del chico guapo, pero lo consiguió—. ¿Qué pasa? ¿Por qué nos ha traído Eco aquí?

Una ninfa puso los ojos en blanco. Sostenía un bolígrafo para firmar autógrafos y un póster arrugado de Narciso.
—Hace mucho tiempo, Eco era una ninfa como nosotras, ¡pero estaba hecha una cotorra! Todo el día cotilleando, bla, bla, bla.

—¡Ya te digo! —gritó otra ninfa—. Era insoportable. El otro día le decía a Cleopeia, la que vive en la roca de al lado de la mía, ¿sabes?, « Deja de cotillear o acabarás como Eco» . ¡Menuda bocazas está hecha Cleopeia! ¿Te has enterado de lo que ha dicho sobre la ninfa de las nubes y el sátiro?

—¡Qué fuerte! —dijo la ninfa del póster—. En fin, así que como castigo por chismorrear, Hera maldijo a Eco para que solo pudiera repetir las cosas, lo que nos pareció estupendo. Pero entonces Eco se enamoró de nuestro macizorro, Narciso... como si él fuera a fijarse en ella.

—¡Eso! —dijeron media docena de ninfas más.

—Y ahora se le ha metido en la cabeza la idea de que él necesita que lo salven —dijo la señora Narciso—. Lo que debería hacer es largarse.

—Largarse —gruñó Eco.

—Me alegro mucho de que Narciso esté otra vez vivo —dijo otra ninfa con un vestido gris. Tenía las palabras NARCISO + LAIEA escritas por los brazos con rotulador negro—. ¡Es el mejor! Y está en mi territorio.

—Corta el rollo, Laiea —dijo su amiga—. Yo soy la ninfa de la charca. Tú solo eres la ninfa de la roca.

Todo el grupo empezó a discutir mientras Narciso contemplaba el lago, haciendo como si ellas no existieran.

—¡Un momento! —gritó Leo—. ¡Un momento, chicas! Tengo que preguntarle una cosa a Narciso.

Poco a poco las ninfas se calmaron y volvieron a hacer fotos. Leo se arrodilló junto al chico guapo.
—Eh, Narciso. ¿Qué pasa?

—¿Podrías apartarte? —preguntó Narciso distraídamente—. Estás estropeando la vista.

—Claro, una vista estupenda —dijo Leo—. Me apartaré enseguida con mucho gusto, pero si no usas esa lámina de bronce, ¿podría llevármela?

—No —repuso Narciso—. Lo amo. Está buenísimo.

Las ninfas estaban embelesadas y asentían con la cabeza. Sólo las semidiosas parecían horrorizadas. Hazel arrugaba la nariz como si hubiera llegado a la conclusión de que Narciso olía peor de lo que aparentaba.

—Tío —le dijo Leo a Narciso—. Eres consciente de que te estás mirando a ti mismo en el agua, ¿verdad?

—Soy la bomba —dijo Narciso suspirando. Alargó una mano con anhelo para tocar el agua, pero se echó atrás—. No, no puedo formar ondas. Estropean la imagen. Caray... soy la bomba.

—Sí —murmuró Leo—. Pero si me llevo el bronce, podrías seguir viéndote en el agua. O aquí... —metió la mano en su cinturón y sacó un sencillo espejo del tamaño de un monóculo—. Te lo cambio.

Narciso cogió el espejo a regañadientes y se admiró.
—¿Tú también llevas una foto mía? Lo entiendo perfectamente. Estoy macizo. Gracias —dejó el espejo y centró de nuevo su atención en la charca—. Pero tengo una imagen mucho mejor. El color me favorece, ¿no crees?

—¡Oh, dioses, sí! —gritó una ninfa—. ¡Cásate conmigo, Narciso!

—¡No, conmigo! —gritó otra—. ¿Me firmas el póster?

—¡No, fírmame la frente!
—¡No, fírmame el...!

—¡Basta! —ordenó Ginevra.

—Basta —convino Eco.


Una vez se hubo pasado el efecto de su embrujahabla, el club de fans formado por las ninfas trató de apartar a las chicas a empujones, pero la rubia ya harta, desenvainó su espada de la caballería y las hizo retroceder.

—¡Despierten! —gritó Hazel, quien había imitado su acción.

—No se casará contigo —dijo la chica del iPhone—. ¡Y no pueden llevarse el espejo de bronce! ¡Es lo que lo retiene aquí!

—Son todas ridículas —replicó Hazel—. Se lo tiene muy creído. ¿Cómo puede gustarles?

—Gustarles—dijo Eco suspirando, sin dejar de agitar la mano delante de la cara de Narciso.

Las otras suspiraron con ella.
—Estoy como un queso —dijo Narciso con comprensión.

"¿Amarillo, añejo y maloliente?" pensó Ginny.

—Escucha, Narciso —Hazel mantuvo la espada lista—. Eco nos ha traído para que te ayudemos. ¿Verdad que sí, Eco?

—Eco.

—¿Quién? —preguntó Narciso.

—La única a la que le importas de verdad— suspiró fastidiada la rubia—. ¿Recuerdas haber muerto?

Narciso frunció el entrecejo.
—Yo... no. No puede ser. Soy demasiado importante para morir.

—Te moriste mirándote —insistió Hazel—. Ya me acuerdo de la historia. Némesis te maldijo porque rompiste muchos corazones. Tu castigo consistió en enamorarte de tu propio reflejo.

—Me quiero muchísimo —convino Narciso.

"Ya entendimos eso" había añadido Paris.

—Al final te moriste —continuó Hazel—. No sé qué versión de la historia es cierta. O te ahogaste o te convertiste en una flor que colgaba sobre el agua o...


Leo se levantó.
—Da igual. Lo importante es que estás otra vez vivo, tío. Tienes una segunda oportunidad. Es lo que Némesis nos ha dicho. Puedes levantarte y seguir con tu vida. Eco intenta salvarte. O puedes quedarte aquí mirándote hasta que te vuelvas a morir.

—¡Quédate! —gritaron todas las ninfas.
—¡Cásate conmigo antes de morirte! —chilló otra.

Narciso negó con la cabeza.
—Solo quieren mi reflejo. Lo entiendo perfectamente, pero no pueden conseguirlo. Me pertenece.

La rubia tiró de sus coletas altas deshaciéndolas en el acto. Estaba sumamente exasperada, tan enojada que irradiaba calor solar a pesar que su padre había acelerado el carro y se alejaba rápidamente.

A continuación, la rizada señaló con la espada el borde del cráter. —Chicos, ¿podemos hablar un momento?


—Discúlpanos —dijo Leo a Narciso—. Eco, ¿quieres acompañarnos?

—Acompañarnos —confirmó Eco.

Las ninfas volvieron a apiñarse alrededor de Narciso y empezaron a grabar nuevos vídeos y a hacer nuevas fotos.

Hazel tomó la delantera hasta que estuvieron fuera del alcance del oído.
—Némesis tenía razón —dijo—. Algunos semidioses no pueden cambiar su naturaleza. Narciso se quedará aquí hasta que vuelva a morirse.


—No —dijo Leo.
—No —convino Eco.


—Necesitamos ese bronce —dijo Leo—. Si nos lo llevamos, puede que le demos a Narciso un motivo para espabilarse. Eco tendría la oportunidad de salvarlo.

—La oportunidad de salvarlo —dijo Eco, agradecida.


Hazel clavó su espada en la arena.
—También puede que cabreemos a varias docenas de ninfas —dijo—. Y puede que Narciso no se haya olvidado de cómo se dispara con el arco.

—Hazie tiene razón, chicos. Estas ninfas están cegadas por la estupidez y como son fangirls enamoradas, harán lo que sea para tener a ese chico acá.

El sol estaba a punto de ponerse del todo. Némesis había dicho que Narciso se inquietaba cuando anochecía, probablemente porque ya no podía ver su reflejo. Aunque tenían el pro de que Ginny podía generar luz, aunque ella no podría quedarse junto a Narciso por toda la noche hasta que se dignara a aparecer la Aurora de la mañana.
Nadie quería quedarse a comprobar a qué se refería la diosa con la palabra «inquieto» .

—Hazel, tu poder con los metales preciosos... —dijo Leo—. ¿Simplemente puedes detectarlos o puedes invocarlos?

Ella frunció el entrecejo.
—A veces puedo invocarlos. Nunca lo he intentado con un trozo de bronce celestial tan grande. Podría atraerlo a través de la tierra, pero tendría que estar bastante cerca. Requeriría mucha concentración, y no sería rápido.

—Rápido —advirtió Eco.

—Está bien —dijo—. Tendremos que hacer algo arriesgado. Hazel, ¿qué tal si invocas el bronce desde aquí? Haz que se hunda a través de la arena y que vay a hacia ti, luego cógelo y corre hacia el barco.

—Pero Narciso lo está mirando continuamente...

—Continuamente —repitió Eco.

—Yo me ocuparé de eso—dijo Leo, que ya estaba empezando a detestar su plan—. Hazel lo invoca mientras las chicas y yo creamos una distracción.

—¿Una distracción? —preguntó Eco.

—Ya te lo explicaré —prometió Leo—. ¿Están dispuestas? ¿Qué dices, Rapunzel?

—Sabes bien que estamos dispuestas— sonrió la chica mientras volteaba hacia Hazel dándole una mirada de apoyo.
—Dispuestas—confirmó Eco.

—Estupendo —dijo Leo—. Esperemos no palmarla.

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