14
LA QUE MENOS DISFRUTABA del viaje sin duda era Ginevra. Iba última, casi cayéndose de Arión, sus dientes castañeteaban y sus ojos estaban en blanco. Cabalgaron por estrechos helados, fiordos azules, acantilados con cascadas que iban hacia el mar. Arión saltó por una brecha y siguió galopando, comenzando a esquivar un grupo de focas de un iceberg. Parecían haber pasado unos pocos minutos cuando se adentraron en una estrecha bahía. El agua cambió de consistencia de hielo liso a un sirope azul pegajoso. Arión se detuvo delante de una tabla helada turquesa.
A un kilómetro y medio se alzaba el glaciar Hubbard. El glaciar era azul y blanco con vetas negras, así que parecía un montoncito de nieve sucia que ha sido amontonado por un quitanieves, lo menos hace unos cuatro millones de años.
Cuando el caballo se detuvo, cayó de golpe la temperatura. Todo el hielo enviaba oleadas de frío, convirtiendo la bahía en la nevera más grande del mundo. Lo más espeluznante era un sonido como un trueno recorriendo el agua.
—¿Qué es eso? —Frank miró las nubes por encima del glaciar—. ¿Una tormenta?
—No—dijo Hazel—. Es el hielo está crujiendo y cambiando. Millones de toneladas de hielo.
—¿Te refieres a que eso se está rompiendo? —preguntó nuevamente.
Como en respuesta, una capa de hielo cayó de un lado del glaciar y se estrelló contra el mar, creando una ola de agua de varios pisos de alto. Un milisegundo después el sonido resonó por todo el lugar: un bum tan atronador como Arión rompiendo la barrera del sonido.
—¡No nos podemos acercar a esa cosa! —dijo Frank.
—Tenemos que hacerlo—dijo Percy—. El gigante está allí arriba.
Arión relinchó.
—Vaya, Hazel—dijo el ojiazul—, dile a tu caballo que cuide su lengua.
Hazel intentó no reírse.
—¿Qué ha dicho?
—¿Sin tantas palabrotas? Dice que nos puede llevar a la cima.
Frank les miraba con incredulidad.
—¡Creía que el caballo no podía volar!
Esta vez Arión relinchó tan enfadado, que todos supieron que estaba maldiciendo. —Tío—le dijo Percy al caballo—, una vez me suspendieron por decir algo parecido... Hazel, te promete hacer lo que pueda si le das tu palabra.
Ginevra soltó una suave carcajada cansada. Volvieron a subir al caballo, llenos de temor y antes que pudieran sujetarse mejor, Arión llegó al glaciar como un cohete desbocado, corriendo por la nieve derritida como si quisiera jugar a chapotear en los charcos en la montaña de hielo.
El aire se enfrió. El sonido del hielo rompiéndose se incrementó. Mientras el caballo se acercaba, el glaciar parecía más y más grande. El lado del glaciar estaba cubierto de grietas y cuevas, con carámbanos en el hielo afilados como hachas. Habían pedazos cayendo sin parar, algunas no eran más grandes que unas bolas de nieve, otras del tamaño de una casa.
—¡Cuidado! —gritó Frank, que lo que le pareció innecesario ya que Arión se le adelantó. En un golpe de velocidad, zigzagueó por los escombros, dejando pedazos de hielo cayendo por la cara del glaciar.
Percy y los romanos dijeron palabrotas como el caballo y se agarraron desesperadamente mientras Hazel agarraba al corcel. De alguna manera, se las arreglaron para no caer mientras Arión escalaba los acantilados, saltando poco a poco con agilidad y velocidad. Era como subir por una montaña mientras ésta se caía. Entonces se acabó todo. Arión llegó, orgulloso, a la cima del glaciar.
El caballo relinchó tan fuerte resonó por las montañas.
Entonces se giró y corrió hacia el interior del glaciar, dejando un camino fundiéndose a su paso.
—¡Ahí! —señaló Percy.
El corcel se detuvo. Delante de ellos se alzaba un campamento romano helado como una gigantesca replica fantasmagórica del Campamento Júpiter. Las trincheras estaban decoradas con carámbanos de hielo. Las murallas estaban cubiertas de nieve brillando con un cegador color blanco. Colgando de las torres de guardia, unos estandartes de una tela azul helado temblaban con el sol ártico.
No había ninguna señal de vida. Las puertas estaban abiertas. No había centinelas. Nada.
Arión trotó, asustadizo.
—Chicos—dijo Percy—, ¿qué tal si vamos a pie a partir de aquí?
Frank suspiró, aliviado.
—Pensaba que nunca lo ibas a decir.
Desmontaron (aunque la rubia cayó contra el hielo) y dieron unos pasos. El hielo parecía estable, cubiertos con una fina capa de nieve que no lo hacía resbaladizo.
Hazel hizo avanzar a Arión. Percy y Frank andaban a cada lado, con la espada y el arco preparados mientras Ginny les cubría las espaldas. Se acercaron a las puertas sin ser desafíados.
En las encrucijadas, delante del principia nevado, había una alta figura vestida con ropas oscuras, atado con cadenas heladas.
—Tánatos—murmuró Hazel.
—¿No hay defensas? ¿No hay gigante? Tiene que ser una trampa.
—Es obvio—dijo Frank—. Pero no creo que tengamos elección.
El decorado era tan familiar, los barracones de las cohortes, los lavabos, la armería. Era una réplica exacta del Campamento Júpiter, excepto que era tres veces más grande.
Se detuvieron a diez metros de la figura encadenada.
Arión medio galopó hacia los lados, sintiendo su nerviosismo.
—¿Hola? —Hazel forzó las palabras—. ¿Señor Muerte?
La figura encapuchada alzó su cabeza.
Al instante, el campamento entero cobró vida. Unas figuras con armaduras romanas emergieron de los barracones, del principia, de la armería y de la cantina, pero no eran humanos. Eran sombras, sus cuerpos no eran mucho más que volutas de vapor oscuro, pero se las arreglaron para mantenerse con partes de armadura, yelmos y petos. Unas espadas cubiertas de hielo estaban agarradas a sus muñequeras. Unos escudos dentados y unas pila flotaban en sus manos humenates. Las plumas de los cascos de centuriones estaban congeladas y andrajosas. La mayor parte de las sombras iban a pie, pero dos soldados salieron de los establos en un carruaje dorado arrastrado por dos sementales negros fantasmales.
Cuando Arión vio los caballos, pisoteó el suelo, furioso.
Frank alzó su arco.
—Sí, aquí está la trampa.
Había lo menos un cien de fantasmas, no una legión entera, pero más de una cohorte. Algunos llevaban estandartes del relámpago de la Legio XII un tanto andrajosos, los de la expedición perdida de Michael Varus en los 80. Otros llevaban estandartes
e insignia como si hubieran muerto en distintas épocas, en misiones distintas, quizá ni fueran del Campamento Júpiter.
La mayor parte de ellos estaban armados con armas de oro imperial, más del oro imperial del que poseía la Legio XII entera.
—¡Tánatos! —Hazel se giró hacia la figura de la túnica—. Estamos aquí para rescatarte. Si pudieras controlar las sombras, decirles que...
Su voz se quebró. La capucha del dios se le cayó y sus ropas cayeron al extender sus alas, dejándole vestido con una túnica negra sin mangas atada con un cinturón por la cintura. Era el hombre más apuesto que jamás habían visto.
Su piel era del color de la teca, oscura y brillante. Sus ojos eran de un color miel dorado como los de Hazel. Era delgado y musculoso, con una cara majestuosa y un pelo negro cayéndole por sus hombros. Sus alas refulgían con sombras azules, negras y moradas.
Hermoso era la definición correcta para Tánatos, ni guapo, ni tío bueno, ni nada de eso. Era hermoso igual que un ángel: eterno, perfecto, remoto.
—Por las liras de Apolo—exclamó Ginny con hilo de voz.
Las muñecas del dios estaban atadas con esposas heladas, con cadenas que se clavaban en el suelo del glaciar. Sus pies estaban desnudos, encadenado también por los tobillos.
—Es Cupido—dijo Frank.
—Un Cupido muy oscuro—coincidió Percy.
—¡No digan esas tonterías! Él es mucho mejor que Cupido... Señor Tánatos, señor. No es de lamebotas, pero admiro mucho su trabajo— asintió Ginevra alzando su pulgar en señal de aprobación—. Deberían subirle el sueldo, señor.
—Me halagáis, gracias por los cumplidos—dijo Tánatos. Su voz era igual de hermosa que él, oscura y melodiosa—. Me toman a menudo por el dios del amor. La muerte tiene mucho más en común con el amor de lo que imagináis. Pero soy Muerte. Os lo aseguro.
—Esta... estamos aquí para salvarte—dijo la rizada—. ¿Dónde está Alcioneo?
—¿Salvarme? —Tánatos entrecerró los ojos—. ¿Sabes lo que estás diciendo, Hazel Levesque? ¿Sabes lo que significará?
Percy dio un paso adelante.
—Estamos perdiendo el tiempo.
Alzó su espada hacia las cadenas del dios. El bronce celestial chocó contra el hielo, pero Contracorriente se quedó pegada a la cadena como si estuviera hecha de pegamento. El hielo comenzó a subir por la hoja. Percy la movió frenéticamente. Frank corrió para ayudarle. Juntos, se las arreglaron para arrancar a Contracorriente antes de que el hielo les llegara a las manos.
Ginevra se acercó sin mirarlo directamente por vergüenza, pero se concentró lo máximo posible en el calor del sol. Sintió cómo el hielo comenzó a derretirse para luego ver que le agarraba las manos encerrándolas como al dios. "No, no, no" se repetía exasperada y con furia despegó las manos. Nunca había irradiado tanto calor como aquel, suponía que su padre le ayudaba en esto y aún así no pudo hacer nada.
—No funcionará—dijo la Muerte—. Y en cuanto al gigante, está cerca. Esas sombras son suyas, no mías.
Los ojos de Tánatos miraron los soldados fantasmas. Parpadearon incómodos, como si el viento ártico hiciera vibrar sus filas.
—¿Entonces cómo te sacamos? —pidió Hazel.
Tánatos volvió su atención hacia ella.
—Hija de Plutón, descendiente de mi maestro, tú entre todas las peronas no deberías desear que me liberaran.
—¿Crees que no lo sé? —los ojos de Hazel le lloriquearon—Escucha, Muerte—alzó su espada de caballerías, y Arión relinchó en desafío—. No he vuelto del Inframundo y he viajado cientos de metros para que me digan que soy estúpida por liberarte. Si me muero, me muero. Lucharé contra un ejército entero si hace falta. Dinos cómo romper tus cadenas.
Tánatos la estudió durante un latido de corazón.
—Interesante. Entiendes que esas sombras fueron una vez semidioses como tú. Lucharon por Roma. Murieron sin completar sus misiones heróicas. Como tú, una vez fueron enviados a los Asfódelos. Ahora que Gaia les ha prometido una segunda vida si luchan por ella hoy. Por supuesto, si me liberáis y les vencéis, volverán al Inframundo dónde pertenecen. Por traición contra los dioses, se enfrentarán a un castigo eterno. No son distintos a ti, Hazel Levesque. ¿Estás segura de que quieres liberarme y condenar esas almas para siempre?
Frank apretó los puños.
—¡Eso no es justo! ¿Quieres ser liberado o no?
—Justicia...—murmuró Tánatos—. Te sorprendería lo mucho que oigo esa palabra, Frank Zhang, y lo insignificante que es. ¿Es justo que tu vida arda tan corta y brillantemente? ¿Fue justo cuando guié a tu madre hacia el Inframundo?
Frank se incorporó como si hubiera sido golpeado.
—No—dijo Tánatos, con tristeza—. No fue justo. Y aún así era su hora. No hay justicia en la Muerte. Si me liberas, cumpliré con mi deber. Pero por supuesto, las sombras intentarán deteneros.
—Así que si te dejamos ir—resumió Percy—, seremos aplastados por un montón de tíos de vapor negro con espadas de oro. Guay. ¿Cómo rompemos las cadenas?
Tánatos sonrió: —Sólo el fuego de la vida puede derretir las cadenas de la muerte.
—Sin acertijos, ¿por favor? —preguntó Percy.
—Sí, no somos tan listos— concordó Ginna.
Frank respiró con dificultad.
—No es un acertijo.
—Frank, no—dijo Hazel, con debilidad—. Tiene que haber otra manera.
Una risa recorrió el glaciar. Una voz sorda dijo:
—Amigos míos. ¡He esperado demasiado tiempo!
De pie ante las puertas del campamento estaba Alcioneo. Era incluso más grande que el gigante Polibotes que habían visto en California. Tenía la piel de un oro metálico, y una armadura hecha de cables de platino, y un bastó del tamaño de un tótem. Sus piernas de dragón rojo rompieron el hielo mientras entraba por el campamento. Unas piedras preciosas brillaban en su pelo rojo trenzado.
El gigante se acercó, sonriendo hacia ella con sus sólidos dientes plateados.
—Ah, Hazel Levesque—dijo—, ¡me has costado mucho! Si no fuera por ti, habría nacido hace décadas, y este mundo ya sería de Gaia. ¡Pero no importa!
Alzó las manos, señalando las filas de los soldados fantasmas.
—¡Bienvenidos, Percy Jackson, Ginevra Paris y Frank Zhang! Soy Alcioneo, némesis de Plutón, el nuevo maestro de la Muerte. Y esta es mi legión.
—¿Has practicado esa frasecita todos estos días?— tensó su arco la rubia. Suplicaba fervientemente a los dioses que les dieran fuerza. Le suplicaba a su padre que le ayudara a vivir un día más, le pedía a Marte que les beneficiara en esta guerra y a Plutón tener piedad por ellos y por Tánatos.
—Hazel—murmuró Frank—. ¿El paquete que me guardas? Lo necesito.
La de ojos miel le miró, desesperada. Sabían que de ese pedazo de madera dependía la vida de Frank, pero ahí estaba, dispuesto a sacrificarse, como un verdadero romano.
—Frank, no. Tiene que haber otra manera.
—Por favor. Sé... lo que hago.
Tánatos sonrió y alzó sus muñecas encadenadas.
—Haces lo correcto, Frank Zhang. Se deben de hacer sacrificios.
El gigante Alcioneo se adelantó, con sus pies de reptil haciendo crujir el suelo.
—¿De qué paquete hablas, Frank Zhang? ¿Me han traído un presente?
—Nada para ti, tío dorado—dijo Frank—. Excepto un gran montón de dolor.
El gigante rugió, riendo.
—¡Hablas como un hijo de Marte! Qué pena que tenga que matarte. Y... este... he estado esperando mucho para conocer al famoso Percy Jackson.
El gigante sonrió. Sus dientes plateados hacían parecer su boca como el motor de un coche. —He seguido tus progresos, hijo de Neptuno. ¿Tu lucha contra Cronos? Bien hecho. Gaia te odia a ti por encima de los demás... excepto, quizá, a ese presuntuoso de Jason Grace. Lamento que no pueda matarte hoy, pero mi hermano Polibotes te quiere de mascota. Cree que será divertido que cuando destruya a Neptuno tener a uno de sus hijos favoritos en un látigo. Después de eso, por supuesto, Gaia tiene planes para ti.
—Sí, qué halagador—Percy alzó Contracorriente—. Pero de hecho, soy el hijo de Poseidón. Soy del Campamento Mestizo.
Los fantasmas parpadearon. Algunos alzaron sus espadas y sus escudos helados. Alcioneo levantó la mano, obligándoles a esperar.
—Griego o romano, no me importa—dijo el gigante—. Destruiremos ambos campos de una sentada. Ya ves, los titanes no pensaron a lo grande. Planearon destruir a los dioses en su nueva morada en América. ¡Los gigante somos más listos! Para matar a un árbol, debemos cortar sus raíces. Incluso ahora, cuando mis ejércitos destruyan vuestro pequeño campamento romano, ¡mi hermano Porfirión estará preparando la batalla real en las tierras de antaño! Destruiremos a los dioses desde sus orígenes. Los fantasmas golpearon sus espadas contra sus escudos. El sonido resonó por las montañas.
—¿Sus orígenes? —preguntó Frank—. ¿Te refieres a Grecia?
Alcioneo se rió.
—No tienes que preocuparte de eso, hijo de Marte. No vivirás lo suficiente como para ver nuestra victoria definitiva. Sustituiré a Plutón como señor del Inframundo. Ya tengo a Tánatos bajo mi poder. ¡Con Hazel Levesque a mi servicio, también tendré todas las riquezas bajo la tierra!
Hazel alzó su spatha.
—No estoy a servicio de nadie.
—¡Oh, pero tú me has dado la vida! —dijo Alcioneo—. Es cierto que esperábamos despertar a Gaia durante la Segunda Guerra Mundial, eso habría sido glorioso. Pero en realidad, el mundo ya tenía un mal aspecto entonces. Muy pronto, vuestra civilización será borrada del mapa. Las Puertas de la Muerte seguirán abiertas. Aquellos que nos sirven nunca perecerán. Vivos o muertos, vosotros cuatro os uniréis a mi ejército.
Percy negó con la cabeza.
—Lo dudo, tío dorado. Tú te vas a ir abajo.
—Espera—Hazel espoleó el caballo hacia el gigante—. Yo he hecho crecer a este monstruo de la tierra. Soy la hija de Plutón. Me toca matarle.
—Ah, pequeña Hazel— Alcioneo plantó su bastón en el hielo. Su pelo brilló con las gemas por valor de millones de dólares—. ¿Estás segura de que no te unirás a nosotros por tu propia voluntad? Podrías sernos muy... valiosa. ¿Por qué morir de nuevo?
Los ojos de Hazel brillaron de rabia. Miró hacia Frank y sacó el pedazo de leño envuelto de su abrigo.
—¿Estás seguro?
—Sí—dijo.
Apretó los labios.
—Tú también eres mi mejor amigo, Frank. Te lo debería haber dicho antes—le pasó el palo—. Haz lo que tengas que hacer. Y mis amigos... ¿podrán cubrirle las espaldas?
Percy miró las filas de los romanos fantasmas.
—¿Contra un ejército? Claro, no hay problema. ¿Qué dices, G? ¿Nosotros contra todos?
—Pan comido— sonrió Ginna al lado del hijo de Poseidón.
—Entonces me toca a mí el tío dorado—dijo Hazel.
Marchó hacia el gigante.
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