12


DESPUÉS DE UNOS CUANTOS kilómetros silenciosos, Percy habló:
—Frank—dijo—, me enorgullece estar emparentado contigo.

Las orejas de Frank se volvieron rojas. Con su cabeza baja, su corte militar le hacía parecer una flecha negra señalando hacia abajo.

—Juno tiene algún tipo de plan para nosotros, sobre la Profecía de los Ocho.

—Sí—gruñó Percy—. No me gustaba como Hera, mucho menos como Juno.

—Eres hijo de Poseidón, ¿verdad? —preguntó Hazel—. Eres un semidiós griego.

Percy agarró su colgante de cuero.
—Comencé a recordar en Portland, después de beber la sangre de gorgona. Ha estado volviendo a mí lentamente desde entonces. Hay otro campamento, el Campamento Mestizo.

Cuando el chico comenzó a hablar, Ginevra dejó de lado todo su enfado para cambiarlo por sorpresa. ¿Seguían habiendo semidioses griegos en la actualidad? ¿Habrían muchos hijos de Apolo?

—Otro campamento—repitió Hazel—. ¿Un campamento griego? Dioses, si Octavian se enterase...

—Les declararía la guerra—dijo Frank—. Siempre ha estado seguro de que los griegos están ahí fuera, planeando contra nosotros. Pensaba que Percy era un espía.

—Es por eso por lo que Juno me envió aquí—dijo Percy—. Quiero decir, no soy un espía. Creo que soy algún tipo de intercambio. Su amigo Jason, creo que fue enviado a mi campamento. En mis sueños, vio a un semidiós que podría haber sido él. Estaba trabajando con otros semidioses en un barco volador. Creo que van a venir al Campamento Júpiter para ayudar.

Frank dio golpecitos nerviosos a su asiento.
—Marte dijo que Juno quería unir a los griegos y a los romanos para combatir a Gaia. Pero, ¡caray! ¡Los griegos y los romanos tienen juntos una historia muy sangrienta!

—Si un barco de guerra griego apareciera en el cielo por encima del Campamento Júpiter, y Reyna no supiera que vienen en son de paz... En realidad, Ávila no creerá que vienen en son de paz. Oh dioses— suspiró Ginevra refregando su rostro.

—Sí—admitió Percy—. Tenemos que ir con cuidado en cómo explicamos eso cuando volvamos.

—Si volvemos—dijo Frank.

Jackson asintió a regañadientes.
—Me refiero, confío en ustedes, chicos. Espero que confíen en mí. Me siento... bueno, me siento muy apegado a ustedes igual que a cualquiera de mis amigos en el Campamento Mestizo. Pero con los otros semidioses, en ambos campamentos, va a haber mucha desconfianza.


—Por supuesto que confío en ti—habló Hazel—. Somos familia. No es cierto, ¿Frank? ¿Ginny?

—Claro—dijo Frank.

—No eres una persona fácil, escualo... Pero siempre actúas pensando en el bien de los otros, ahora lo veo— observó Ginevra—. Hazel lo ha dicho, somos familia.

—De todas formas, ¿qué vamos a hacer ahora?

Seguían estando a mitad de camino el 23 de junio, y mañana sería el Festival de Fortuna.
—Tengo que contactar con un amigo, para cumplir mi promesa con Ella.

—¿Cómo? —dijo Frank—. ¿Otro de esos mensajes Iris?

—Siguen sin funcionar—dijo Percy, con tristeza—. Lo intenté anoche en casa de tu abuela. No hubo suerte. Quizá sea porque mis recuerdos siguen mezclados. O que los dioses no permiten la conexión. Espero que pueda contactar con mi amigo en mis sueños. No estoy seguro de que pueda dormir. Pero necesito intentarlo. No podemos dejar a Ella sola con esos ogros rondando por ahí... Ginny también debe dormir, no ha descansado desde que partimos en la misión.

—Sí—dijo Frank—. Tenemos aún unas horas por volar aún. Descansen.

A regañadientes, Ginevra se apoyó contra la espalda de Percy y colocó su sudadera para que ambos pudieran dormir.

El sueño empezó.
Caía directamente a una ciudad desconocida, por la velocidad a la que iba le pareció que era su fin. Trató de buscar algo, había visto unos postes de electricidad. Rezando y suplicándole a los dioses que le protegieran sacó su arco de su espalda, se veía un tanto opaco y viejo, pero serviría para lo que pensaba. Alcanzó los cables eléctricos y ocupó esos elementos juntos para hacer de tirolesa. Cuando ya se vio a unos metros del suelo se soltó. Iba a más velocidad de lo que esperaba, por lo que cuando cayó, sintió cómo se quebraban unos cuantos huesos.

"Alabados sean los dioses" dijo encontrando en su bolsillo ambrosía, para luego mirar a su alrededor. "Por las liras de Apolo, ¿dónde estoy?"

"Estamos en lo que antes era Troya" respondió una voz ayudándole a levantarse.

En ese momento el sueño cambió.
El ejército del gigante estaba puesto a derecha e izquierda, centauros con cuernos de toro, los seis Nacidos de la Tierra armados, y unos cíclopes malvados vestidos con armaduras metálicas. La torre de asedio de los cíclopes hacía una sombra por el pie del gigante Polibotes, que sonreía hacia el campamento romano.
La gorgona salió de entre los arbustos.

—¿Están nuestras fuerzas preparadas para atacar?

Oh— Esteno retrocedió rápidamente para evitar ser aplastada por el pie del gigante—. Casi, casi, señor.

Ahora, ¿qué noticias hay del norte?

Los semidioses han partido a Alaska—dijo Esteno—. Vuelan directos a su muerte. Ah, pero la M minúscula, me refiero. No nuestro prisionero Muerte. Aunque, supongo que también vuelan hacia él.

Polibotes gruñó.
Alcioneo se encargará del hijo de Neptuno como prometió. Quiero a ese atado a mi pie, para que pueda matarle cuando el tiempo sea adecuado. Su sangre bañará las piedras del Monte Olimpo y hará despertar la Madre Tierra. ¿Qué hay de las amazonas?

Sólo silencio—dijo Esteno—. Aún no sabemos la ganadora del duelo de anoche, pero es solo cuestión de tiempo que Otrera prevalezca y venga en nuestra ayuda.

Mm...—Polibotes se quitó unas serpientes de su pelo sin darse cuenta—. Quizá será mejor que esperemos. Mañana en la puesta de sol, será el Festival de Fortuna. Entonces, deberemos invadirlos, con amazonas o no. Mientras tanto, ¡excavad! ¡Instalaremos el campamento aquí, en las alturas!

Despertó sudando en frío. Nuevamente con el cabello pegado a la cara y sus lágrimas brotando sin cesar.
A su lado, Percy no se veía mejor. Era como si hubieran compartido las peores partes de sus sueños, porque tenían la misma cara.

—¿Han dormido bien?

—Eso no importa, ¿falta mucho?

—Bienvenidos a Alaska—dijo Hazel—. Estamos más allá de la ayuda de los dioses.

El piloto les explicó que no podía esperarles, pero le respondieron que estaban bien, después de todo, no sabían si iban a sobrevivir. Además, mañana al anochecer era el Festival de Fortuna. Tenían una tarea imposible para completar antes de entonces. Y entonces, desatarían la Muerte, que se llevaría a dos de los amigos de sus amigos al Inframundo. No era nada halagador.

Mientras cogían un taxi hacia el centro de Anchorage, Percy les habló sobre sus sueños. Él estaba diciendo todo lo que Paris no podía decir. Parecían ansiosos pero no sorprendidos cuando les habló del ejército del gigante acercándose al campamento.
Frank contuvo el aliento cuando oyó hablar del tal Tyson.
—¿Tienes un hermanastro que es un cíclope?

—Claro—dijo Percy—. Lo que le hace tu tátara, tátara, tátara...

—Por favor—Frank se tapó los oídos—. Basta.

—Espero que pueda llevar a Ella al campamento—dijo Hazel—. Me preocupa.

Percy asintió y miró de reojo a Ginevra. No había dicho nada en todo el camino. Gracias a su coleta alta, podían verle bien la cara, pero tampoco podían descifrar lo que quería transmitir.
El taxi giró por la autopista, que se parecía más a una calle pequeña. Era tarde por la tarde, pero el sol seguía en el cielo.

—No puedo creerme lo mucho que ha crecido este lugar—murmuró Hazel.
El conductor del taxi sonrió por el retrovisor.

—¿Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos visitó, señorita?

—Unos setenta años—dijo Hazel.
El conductor cerró la partición de vidrio y condujo en silencio.

El cielo ártico era una increíble combinación de turquesa y oro.
—Hola papá— musitó Ginevra sonriéndole al sol que bajaba.

Y también estaban los gigantes. Docenas de hombres de un azul brillante, cada uno de unos diez metros de alto con un pelo gris helado, estaban caminando por los bosques, pescando en la bahía, y haciendo zancadas por las montañas. Los mortales no parecían verlos. El taxi pasó a unos pocos metros de uno que estaba sentado en el borde de un lago lavándose los pies, pero el conductor no se dejó llevar por el pánico.

—Eh...—Frank señaló al tipo de azul.

—Hiperbóreos—dijo Percy. Se sorprendió recordando el nombre—. Gigantes del norte. Luché contra unos cuando Cronos invadió Manthattan.

—Espera—dijo Frank—. ¿Cuándo quién hizo qué?

—Una historia muy larga. Pero estos tipos...parecen... no sé, pacíficos.

—Lo son—admitió Hazel—. Me acuerdo de ellos. Están por todas partes en Alaska, como los osos.

—¿Osos? —dijo Frank, nervioso.

—Son invisibles a los mortales—dijo Hazel—. Nunca me han molestado, aunque uno casi me pisó por error.

Ninguno de los gigantes les prestó atención. Había uno de pie en la intersección de la carretera Northern Lights, extendiéndose por la autopista, y entonces pasaron por debajo de sus piernas. El hiperbóreo estaba agarrando un tótem de los nativos americanos y estaba envuelto en pieles, moviéndolo como un bebé. Si el tipo no hubiera sido del tamaño de un edifico, habría sido incluso adorable.
El taxi condujo por el centro de la ciudad, pasó un grupo de tiendas turísticas anunciando pieles, arte de los nativos americanos y oro. Mientras el conductor giraba e iba hacia la playa, Hazel golpeó el cristal que dividía el taxi en dos, llamando al conductor.
—Aquí está bien. ¿Nos puede dejar aquí?

Pagaron al conductor y se detuvo en la calle Fourth. Comparado con Vancouver, el centro de Anchorage era minúsculo, como el campus de una universidad más que una ciudad, pero Hazel parecía alucinada.
—Es enorme—dijo—. Aquí es donde... el Hostal Glitchell estaba. Mi madre y yo estuvimos ahí la primera semana que pasamos en Alaska. Y ellos se han ido dónde estaba el ayuntamiento.

Les llevó por un laberinto de bloques.
—¿Comemos algo?—dijo—. Vamos.
Encontraron una cafetería al pie de la playa. Estaba lleno de gente, pero encontraron una mesa cerca de la ventana y miraron los menús.

—¡Desayuno las veinticuatro horas!

—Pero si... estamos en la hora de la cena—dijo Percy, aunque no pudo decirlo bien mirando en el exterior. El sol estaba tan alto, que podría haber sido el mediodía.

—Me encanta desayunar—dijo Frank—. Me comería un desayuno tras otro, tras otro si pudiera. Aunque... estoy seguro de que la comida no es tan buena como la de Hazel.

Hazel le dio un golpe con el codo, pero su sonrisa era juguetona.
Ginny evadió la sonrisita que se le formaba poco a poco en el rostro. Viéndoles, le hacía sentirse feliz por sus amigos. Aquellos dos se necesitaban el uno al otro.

Todos ordenaron unos platos gigantescos de huevos, panqueques y salchichas de reno, a pesar de que Frank parecía un poco preocupado por el reno.
—¿Crees que está bien que nos comamos a Rudolph?

—Tío—dijo Percy—. Me podría a comer también a Saltarín y a Relámpago. Estoy hambriento.

Mientras comían, Hazel dibujo un garabato curvo y una equis en su servilleta.
—Esto es lo que estoy pensando. Estamos aquí—señaló la equis—. Anchorage.

—Parece la cara de una gaviota—dijo Percy—. Y somos el ojo.

—Brillante, Piccaso... Tienes un ojo para el arte— se burló Ginna del ojiazul, mientras bajaba su taza de café.


Hazel les miró.
—Es un mapa, chicos. Anchorage está encima de esta tajada de mar, la ensenada Cook. Hay una gran península de tierra por delante, y mi antigua ciudad, Seward, está al final de la península. Aquí—dibujó otra equis en la base de la garganta de la gaviota—. Es la ciudad más cercana al glaciar Hubbard. Podríamos llegar por mar, supongo, pero nos llevaría años. No tenemos tanto tiempo.

Frank se acabó el último trozo de Rudolph.
—Pero ir por tierra es peligroso—dijo—. La tierra es Gaia.

Hazel asintió.
—No veo que tengamos mucha más elección. Podríamos haberle pedido al piloto que nos llevara hasta allí, pero no sé... el avión sería demasiado grande para el pequeño aeropuerto Seward. Y si alquiláramos otro avión...

—No más aviones—dijo Percy—. Por favor.

—Está bien. Hay un tren que va de aquí hasta Seward. Quizá seamos capaces de coger uno esta noche. Solo nos lleva un par de horas.

Dibujo una línea de puntos entre las dos equis.

—Acabas de cortar la cabeza de la gaviota—comentó Percy.
Hazel suspiró.

—Es la vía del tren. Mirad, desde Seward, el glaciar Hubbard está en algún punto aquí abajo— señaló la esquina inferior izquierda de su servilleta—. Ahí es dónde está Alcioneo.

—¿Pero no sabes a cuánto? —preguntó Frank.
Hazel frunció el ceño y negó con la cabeza.

—Estoy segura de que es sólo accesible en barco o en avión.
—Barco—dijo Percy de inmediato.

—Vale—dijo Hazel—. No debería estar muy lejos de Seward. Si podemos llegar a Seward a salvo.

—Bien, excelente Hazie— finalizó sonriendo Ginevra—. Me gustan los trenes.

—A tu padre igual— soltó Percy.

—Siento que estás ocupándolo como insulto... Y tu hermana, por si acaso.

—Un desayuno muy nutritivo—cambió el tema Frank—. A excepción de Ginny...

—No me gusta mientras estoy en misiones. Me hace sentir lenta y debo parar al baño muchas veces. Pero, bueno. ¿Quién está listo para un viaje en tren?

La estación no estaba lejos. Llegaron a tiempo justo para comprar los billetes para el último tren al sur. Mientras sus amigos subieron a bordo, Percy dijo:
—Estoy con ustedes en un momento—y corrió por la estación.

Después de unos minutos, Perseus llegó corriendo y se sentó bruscamente al lado de Ginna.
—¿Estás bien?

—Sí—finalizó con voz ronca—. Solo... he hecho una llamada.

El tren se encaminó hacia el sur por la costa, y observaron el paisaje que pasaba.
Pasaban cosas geniales en el exterior. Unas águilas calvas sobrevolaban el cielo. El tren recorrió puentes y acantilados donde había cascadas glaciales que caían unos cientos de metros hacia el mar. Pasaron por bosques enterrados en la nieve, unos grandes lanzamisiles (para detener pequeñas avalanchas y prevenir las incontroladas, explicó Hazel) y unos lagos tan claros, que reflejaban las montañas como espejos, por lo que el mundo parecía estar boca abajo.
Unos osos marrones se paseaban por las ciénagas. Los gigantes hiperbóreos seguían apareciendo por los lugares más extraños. Uno estaba repantingado en un lago como si fuera una bañera de agua caliente. Otro usaba un pino como un mondadientes. Un tercero estaba sentado en un montón de nieve, jugando con dos alces vivos como si fueran figuras de acción.

Mientras tanto, Frank estudiaba un mapa de Alaska que había encontrado en el bolsillo del asiento. Localizó el glaciar Hubbard, que parecía desalentadoramente lejos de Seward. Siguió pasando el dedo por la costa, frunciendo el ceño, concentrado. —¿Qué estás pensando? —preguntó Percy.

—Solo... posibilidades—dijo Frank.

—Oh, hombre... Odio el frío... Y el sudor, caminar y dormir— murmuró Ginevra refregando sus manos para hacer calor.

—¿Hay algo que no odies?

—¡Hey! Sólo soy una persona selectiva— se detuvo un momento para luego concentrarse mucho y suspirar quitándose la chaqueta. Irradiaba unas pequeñas ondas de calor como las del sol— Ah, así está mejor... Te adoro, papá.

—¿Qué? ¿Estás jugándome una broma?— exclamó Jackson a su lado cerrando su abrigo—. ¡Estás calientita!

Se relajaron un momento, incluso tomaron chocolate caliente y habían comenzado a conversar cuando los turistas empezaron a gritar:
—¡Águila!
—¿Águila? —dijo otro.

—¡Un águila gigante! —dijo un tercero.

—Eso no es un águila—murmuró Ginevra.

Era definitivamente mucho más grande que un águila, con cuerpo negro lacio y brillante de un perro labrador. La envergadura del ala era de unos diez metros.
—¡Hay otro! —señaló Frank—. ¡Mira ese! Tres, cuatro. Vale, estamos en problemas.

Las criaturas dieron vueltas al tren como buitres, haciendo disfrutar a los turistas. Los monstruos tenían unos ojos rojos brillantes, unos picos afilados y unas garras atroces.

—Esas cosas me son familiares...

—Seattle—dijo Hazel—. Las amazonas tenían uno en una jaula. Son...

Entonces muchas cosas pasaron al mismo tiempo. El freno de emergencia chirrió, lanzándoles hacia delante. Los turistas gritaron y se amontonaron en el pasillo central. Los monstruos descendieron, haciendo añicos el techo de cristal del vagón, y el tren entero salió del raíl.
Unas garras se aferraron a los brazos de Percy y le llevaron hacia el aire.
Seguido de ello, la rubia se concentró y una flecha se clavó en el cuello del monstruo. La criatura soltó un alarido y le dejó caer.
Percy cayó, chocándose por unas ramas de unos árboles hasta que se estampó contra un banco de nieve.

—Excelente— murmuró Frank para luego copiar la técnica de Ginevra.

—¡Me habría encantado que fuéramos hermanos, Frank!— exclamó Ginny con una sonrisa mientras dejaba ir una flecha eléctrica.

—¿Qué son esas cosas? —gritó Percy volviendo a la normalidad.

—¡Grifos! —dijo Hazel—. ¡Tenemos que alejarlos del tren!

Los vagones habían caído, y los tejados estaban hechos añicos. Los turistas estaban boquiabiertos, en shock. Percy no veía ningún turista herido gravemente, pero los grifos bajaban en picado a todo lo que se moviera. Lo único que los alejaba de los mortales era un brillante guerrero gris vestido de camuflaje, la mascota de Frank, el spartus.
—¿Has usado tú última carga?

—Sí—Frank disparó a otro grifo en el cielo—. Tenía que ayudar a los mortales. La lanza se ha disuelto.

—¡Movamos la lucha! —dijo Percy—. ¡Lejos de los vagones!

Corrieron por la nieve, golpeando y pegándole tajos a los grifos que se rematerializaban cada vez que eran destruidos.
A unos ciento cincuenta metros de los vagones, los árboles dieron paso a una marisma. El suelo era esponjoso y estaba helado. Frank se estaba quedando sin flechas. Hazel respiraba a duras penas.  Ginevra trabajaba e irradiaba una potente luz dorada como máquina tomando ramas, afilándolas y pasándoselas a Frank. Los mandobles de la propia espada de Percy se iban haciendo más lentos. Pero los grifos querían cogerlos y llevarlos a algún lugar.

Entonces caminaron por encima de algo parecido a hierba alta, un círculo de metal del tamaño de una rueda de tractor. Era un gigantesco nido de un pájaro, el nido del grifo, el fondo brillaba con antiguas piezas de joyería, una daga de oro imperial, una medalla de centurión rota y dos huevos del tamaño de una calabaza que parecía de oro verdadero. Percy saltó al nido, apuntó la espada hacia los huevos.
—¡Aléjense o los rompo!

Los grifos graznaron, enfadados. Pasaron zumbando por encima del nido y abrieron los picos, pero no atacaron.
—Los grifos coleccionan oro—dijo Hazel—. Se vuelven locos por ellos. Miren, hay más nidos por ahí.

Frank colocó su última flecha.
—Así que si estos son los nidos, ¿es aquí dónde intentaban llevarse a Percy? Esa cosa se fue volando con él.

—Alcioneo—supuso el chico—. Quizá trabajen para él. ¿Esas cosas son lo suficientemente listas como para aceptar órdenes?

—No lo sé—dijo Hazel—. Nunca he luchado contra ellos cuando vivía aquí. Sólo leí sobre ellos en el campamento.

—¿Debilidades? —preguntó Frank—. Por favor, dime que tienen debilidades.

Hazel frunció el ceño.
—Caballos. Odian a los caballos: son sus enemigos naturales, o algo. ¡Ojalá Arión estuviera aquí!

Los grifos graznaron. Giraron por el nido con sus ojos rojos brillando.
—Chicos—dijo Frank, nervioso—. Creo que he visto reliquias de la legión en el nido.

—Lo sé—dijo Ginna.

—Eso significa que otros semidioses han muerto aquí, o...

—Frank, todo irá bien—le prometió la de ojos verdes.
Uno de los grifos se acercó. Percy alzó su espada, preparado para destrozar el huevo. El monstruo viró, pero los otros grifos perdían la paciencia.

—Tengo una idea—dijo Jackson—. Hazel, todo el oro en los nidos... ¿Crees que puedes usarlo para distraerles?

—Su...supongo.


—Sólo es para darnos tiempo para escapar. Cuando diga "Ya", corren hacia el gigante.

—¿Quieres que corramos HACIA un gigantes? ¿Y después qué? ¿¡Nos metemos en su boca!? No, mejor nos ponemos justo debajo de sus pies— discutió Ginevra—. Podemos gritarles y decirles: "Señor gigante, ¿podría aplastarme por favor?".

—Confíen en mí—dijo Percy—. ¿Preparados? ¡Ya!

Hazel alzó su mano. De una docena de nidos por la marisma, unos objetos dorados salieron hacia el aire: joyería, armas, monedas, pedazos de oro y lo más importante, huevos de grifos. Los monstruos pegaron risotadas y volaron detrás de sus huevos, desesperados por recuperarlos.

Los amigos corrieron. Sus pies chapotearon y crujían a través de la marisma helada.
El gigante ni siquiera había aún notado la conmoción. Estaba inspeccionando los dedos de sus pies en busca de lodo, con su cara de sueño y pacífico, con sus colmillos blancos refulgían con cristales de hielo. Alrededor del cuello había un collar de objetos: cubos de basura, puertas de coches, astas de alces, material de acampada, incluso un lavabo. Aparentemente se había estado limpiando en el bosque.

—¡Debajo! —les dijo a sus amigos—. ¡Arrástrense por detrás!
Se metieron debajo de sus gigantescas piernas azules y se arrastraron por el barro, gateando tan cerca del gigante, que podían sentir su taparrabos. Percy intentó respirar por la boca, porque no era, precisamente, el mejor lugar en el que respirar.

—¿Has visto videos de Watchmojo? —susurró Ginevra hastiada por el olor—. ¿10 maneras más estúpidas de morir? Creo que esta es la número 1.

—Bajen más—dijo Percy—. Muévanse sólo si es necesario.

Los grifos llegaron en una ola de picos, garras y alas furiosos, volando alrededor del gigante, intentando llegar a la parte inferior de sus piernas.
El gigante hizo un ruido sordo, sorprendido. Se los intentó quitar de encima. El hiperbóreo resopló, un poco más irritado. Intentó darle a los grifos, pero pegaban chillidos de rabia y comenzaron a picotearle las piernas y las manos.

—¿ROH? —gritó el gigante—. ¡ROH!
Respiró hondo y sopló una fuerte ola de aire frío. Incluso bajo la protección de las piernas del gigante. El griterío de los grifos se detuvieron de golpe, reemplazados por un "plas, plas plas" de objetos pesados golpeando el barro.
—Vamos—les dijo Percy a sus amigos—. Con cuidado.

Se retorcieron bajo el gigante. Por toda la marisma, unos árboles estaban glaseados con hielo. Una franja de la marisma estaba cubierta con nieve fresca. Unos grifos congelados estaban clavados en el suelo como unos carámbanos emplumados, con sus alas extendidas, los picos abiertos y los ojos abiertos con sorpresa.
Los cuatro se pusieron en pie, intentando alejarse del campo de visión del gigante, pero el grandullón estaba demasiado atareado como para darse cuenta. Intentaba averiguar cómo añadir un grifo congelado a su colgante.

—Percy...—Hazel se quitó el hielo y barro de la cara—. ¿Cómo has sabido que el gigante haría eso?

—Una vez casi me enfrenté a la respiración de un hiperbóreo—dijo—. Será mejor que nos movamos. Los grifos no se quedan congelados para siempre.

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