11

GINNY SENTÍA QUE SU cabeza dolía, todo apretaba y no era mejor que Pasífae la incluyera en su monólogo de maldad.
La hechicera había hecho nuevamente el laberinto del minotauro y ahora era eso a lo que Hazel y Leo se enfrentaban.

—Qué pena —dijo Pasífae—. Ojalá pudiera matarlos a ustedes y a sus amigos del ascensor, pero Gaia ha insistido en que dos de ustedes deben quedar con vida hasta la fiesta de la Esperanza. ¡Entonces se hará buen uso de su sangre! En fin, tendremos que buscar otras víctimas para mi laberinto. Ustedes dos han demostrado ser unos fracasados de segunda. ¿Qué opinas tú, querida?

Ginevra inspiró entrecortadamente y movió las cejas formando una expresión de fastidio.
—Eres una chica de pocas palabras, ¿no es así? Mejor. Entre menos hablas más soportable eres.

Hazel y Leo se detuvieron dando traspiés. Delante de ellos se extendía una cima tan ancha que no se podía ver el otro lado. En algún lugar más abajo, en la oscuridad, se oía un sonido de siseos: miles y miles de serpientes.
—Vale, vale —murmuró Leo—. Las paredes son partes móviles. Tienen que ser mecánicas. Dame un segundo.

—No, Leo —dijo Hazel—. No hay camino de vuelta.

—Pero...

—Tómame la mano —dijo ella—. A la de tres.

—Pero...

—¡Tres!

—¿Qué?

Hazel saltó al foso tirando de Leo. Trató de hacer caso omiso de los gritos de su amigo y de la comadreja flatulenta que se aferraba a su cuello. Dedicó toda su fuerza y su voluntad a redirigir la magia del laberinto.
Pasífae se reía con regocijo, sabiendo que acabarían aplastados o morirían a causa de las mordeduras de las serpientes.

En cambio, Hazel se imaginó un tobogán en la oscuridad, justo a su izquierda. Se retorció en el aire y descendió hacia él. Ella y Leo cayeron con fuerza en el tobogán, penetraron en la caverna deslizándose y aterrizaron justo encima de Pasífae.

—¡Ay!

La cabeza de la hechicera golpeó el suelo cuando Leo se sentó pesadamente sobre su pecho.
Por un momento, los tres y el turón formaron un montón de cuerpos tumbados y de miembros que se agitaban violentamente. Hazel trató de desenvainar su espada, pero Pasífae consiguió desenredarse primero. La hechicera retrocedió, con el peinado ladeado como un pastel hundido. Su vestido estaba manchado de grasa del cinturón portaherramientas de Leo.

—¡Desgraciados! —gritó.

El laberinto había desaparecido. A escasa distancia, Clitio permanecía de espaldas a ellos, observando las Puertas de la Muerte. Según los cálculos, disponían de unos treinta segundos hasta que sus amigos llegaran.

—Usted debe de odiar mucho a los semidioses —dijo Hazel, tratando de imitar la sonrisa cruel de Pasífae—. Siempre ganamos, ¿verdad?

—¡Tonterías! —gritó Pasífae—. ¡Los haré pedazos! Los...

Paris se retorció. Casi parecía como si la hechicera estuviera liberando su ira en ella.

—Siempre la fastidiamos —dijo Hazel en tono compasivo—. Su marido la traicionó. Teseo mató al Minotauro y le robó a su hija Ariadna. Ahora dos fracasados de segunda han vuelto su propio laberinto contra usted. Pero usted sabía que acabaría así, ¿verdad? Al final siempre fracasa.

—Hazel... —Leo le movió el brazo tratándo de llamar su atención. Estaba preocupado por cómo se movía Ginevra en busca de aire.

—¡Soy inmortal! —dijo gimiendo Pasífae. Dio un paso atrás, toqueteando su collar—. ¡No pueden resistirse a mí!

—Usted sí que ya no puede resistir —replicó Hazel—. Mire.

Señaló a los pies de la hechicera. Una trampilla se abrió debajo de Pasífae. La diosa cayó gritando a un foso sin fondo que no existía realmente.
El suelo se volvió sólido. La hechicera había desaparecido y Ginevra había caído al suelo.

Ambos corrieron hacia la rubia, justo entonces sonó el timbre del ascensor. En lugar de pulsar el botón de subida, Clitio se apartó de los mandos, manteniendo a sus amigos atrapados en el interior

—¡Leo! —gritó Hazel.

Estaban a casi diez metros de distancia, demasiado lejos para llegar al ascensor, pero Leo sacó un destornillador y lo lanzó como un cuchillo arrojadizo. Un intento imposible. El destornillador pasó por delante de Clitio dando vueltas y golpeó el botón de subida.
Ginevra levantó débilmente la cabeza mientras recuperaba el aire y se tocaba la garganta.
Las Puertas de la Muerte se abrieron siseando. Nubes de humo negro salieron del interior, y dos cuerpos cayeron de bruces al suelo: Percy y Annabeth, inertes como cadáveres.

Ginny rompió a llorar.
—Oh, dioses...

Hazel y Leo levantaron a su amiga y avanzaron, pero Clitio alzó la mano en un gesto inconfundible: alto.
Levantó su enorme pata de reptil por encima de la cabeza de Percy.
La mortaja de humo del gigante se derramó sobre el suelo y cubrió a Annabeth y Percy de un charco de niebla oscura.

—Has perdido, Clitio —gruñó Hazel—. Déjalos en libertad o acabarás como Pasífae.

El gigante ladeó la cabeza. Sus ojos de diamantes brillaron. Annabeth se sacudió como si hubiera tocado un cable de alta tensión. Rodó sobre su espalda, expulsando humo negro por la boca.

"Yo no soy Pasífae". Annabeth habló con una voz que no era la suya: las palabras sonaban graves como un bajo. "No han ganado nada".

—¡Basta ya!

El gigante empujó la cabeza de Percy con el pie. La cara del chico se balanceó a un lado.
"No están muertos del todo". Las palabras del gigante brotaron de la boca de Percy retumbando. "Supongo que volver del Tártaro supone un golpe terrible para un cuerpo humano. Estarán inconscientes un rato".

Centró de nuevo su atención en Annabeth. Más humo salió de entre sus labios.
"Los ataré y se los llevaré a Porfirio, en Atenas. Son el sacrificio perfecto que necesitamos. Desgraciadamente, eso significa que vosotros dos ya no me servís para nada".

—Ah, ¿no? —gruñó Leo—. Pues tal vez tú tengas humo, colega, pero yo tengo fuego.

Sus manos se encendieron. Lanzó unas columnas de llamas candentes al gigante, pero el aura de humo de Clitio las absorbió cuando hicieron impacto. Volutas de bruma negra recorrieron las llamaradas, apagaron la luz y el calor, y cubrieron al chico de oscuridad.

Leo cayó de rodillas agarrándose el cuello.
—¡No! —Ginn se arrastró hacia él.

"Yo no lo haría". La voz reverberante de Clitio salió de la boca de Leo. "No lo entienden. Yo consumo la magia. Destruyo la voz y el alma. No pueden enfrentarse a mí".

La niebla negra siguió extendiéndose a través de la sala, cubriendo a Annabeth y Percy, avanzando hacia las chicas.
A Paris le retumbaba la sangre en los oídos. Tenían que actuar... pero ¿cómo? Si el humo negro podía dejar fuera de combate a Leo tan rápido, ¿qué posibilidades tenía ella? Incluso con la ayuda de Hazel y la niebla...

—Fu-fuego —dijo Levesque tartamudeando—. Se supone que eres débil al fuego.

El gigante se rió entre dientes, usando las cuerdas vocales de Annabeth en esta ocasión.
"Contabas con eso, ¿eh? Es cierto que no me gusta el fuego. Pero las llamas de Leo Valdez no son lo bastante fuertes para molestarme".

En algún lugar detrás de Hazel, una voz suave y melodiosa dijo:
—¿Y mis llamas, viejo amigo?

Galantis chilló emocionada, saltó del hombro de Hazel y se dirigió corriendo a la entrada de la caverna donde había una mujer rubia con un vestido negro rodeada de la Niebla, que se arremolinaba a su alrededor.
El gigante retrocedió dando traspiés y se chocó contra las Puertas de la Muerte.

"" dijo por boca de Percy.

—Yo —asintió Hécate. Extendió los brazos. Unas antorchas llameantes aparecieron en sus manos—. Han pasado milenios desde la última vez que luché al lado de un semidiós, pero Hazel Levesque ha demostrado ser digna de ello. ¿Qué opinas, Clitio? ¿Jugamos con fuego?

Cuando vio las antorchas de la diosa encendidas, el gigante pareció recobrar el juicio. Dio un pisotón que sacudió el suelo y estuvo a punto de pisar el brazo de Hazel. Unas nubes de humo negro lo rodearon hasta que Annabeth y Percy quedaron totalmente ocultos. Hazel solo podía ver los ojos brillantes del gigante.
Unas palabras temerarias. El gigante hablaba por la boca de Leo. "Eres olvidadiza, diosa. La última vez que coincidimos contabas con la ayuda de Hércules y Dioniso: los héroes más poderosos del mundo, destinados a convertirse en dioses. ¿Y ahora traes a... estos?"
El cuerpo inconsciente de Leo se retorció, dolorido.

—¡N-no! —gritó Ginevra aunque con suerte salía un poco de voz.

En un momento, la rizada pareció concentrarse y no sabía cómo había sucedido, pero ella y Leo se disolvieron. Reaparecieron a los pies de Hazel, acompañado de Percy y Annabeth. La Niebla se arremolinaba a su alrededor, derramándose sobre las piedras y envolviendo a sus amigos. En la zona en la que la Niebla blanca y el humo negro de Clitio se juntaron, chisporroteó y salió humo, como la lava al caer al mar.

Leo abrió los ojos y dejó escapar un grito ahogado. La rubia a su lado le empujó suavemente el brazo murmurando un: "Nunca vuelvas a hacerme eso, idiota"
—¿Qu-qué...?
Annabeth y Percy permanecieron inmóviles, pero Ginny pudo saber que sus pechos se movían lentamente con una respiración regular.

La diosa avanzó, sus ojos oscuros relucientes a la luz de las antorchas. —Tienes razón, Clitio. Hazel Levesque no es Hércules ni Dioniso, pero vas a comprobar que es igual de temible.

A través de la mortaja de humo, Hazel vio que el gigante abría la boca. De sus labios no salió ninguna palabra. Clitio se rió desencantado.

Leo trató de incorporarse.
—¿Qué pasa? ¿Qué puedo...?

—Vigilen a Percy y a Annabeth —Hazel desenvainó su spatha—. Quédense detrás de mí. No salgan de la Niebla.

—Pero Hazie... —la voz de Ginny salió desafinada.

La mirada que la hija de Plutón le lanzó debió de ser más severa de lo que ella creía. Leo tragó saliva.
—Vale, lo pillo. La Niebla blanca es buena. El humo negro, malo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó la rubia a Valdez.

Él la miró un momento mientras negaba con una sonrisa. —Siempre harás eso, ¿no es así? Yo debería preguntar si estás bien.

—Siempre lo estoy.

—¡Te escuchas como un gallo a punto de volverse estofado! —le susurró sin dejar de verla.

—Tú no estás mucho mejor que yo... —Ella rió un poco pero después apretó los labios viendo a Percy y a Annabeth—No puedo creer que sucediera todo esto...

—Sí, es un par de cosas más para añadir a la lista de "desventajas de ser un semidiós".

—¿Tienes una lista para eso?

—Oh, oh, oh... Podré ser un desastre, pero en mi mente tengo muchas listas organizadas —Ginevra sonrió, aunque parecía más una mueca, ¿Leo con una lista? Sí, claro—. De hecho lo aprendí de ti. Un día escuché que enumerabas unas cosas en voz alta y dije: Puede ser bueno, así puedo decir burradas y justificar con un: "Lo siento, llenaba mi lista".

—Me siento extrañamente alagada —murmuró ella casi olvidando lo que sucedía alrededor.

"No entiendo por qué Gaia considera a cualquiera de estos semidioses dignos de sacrificio. Los aplastaré como cáscaras de nuez" dijo el gigante.

El miedo de Hazel se tornó en ira. Gritó. Las paredes de la cámara emitieron un crujido como el del hielo en agua caliente, y docenas de piedras preciosas cayeron como flechas sobre el gigante y atravesaron su armadura como perdigones.
Clitio se tambaleó hacia atrás. Su voz incorpórea gritó de dolor. Su coraza de hierro estaba agujereada.
El icor dorado goteaba de una herida de su brazo derecho. Su mortaja de oscuridad se volvió menos densa. Hazel podía ver la expresión asesina de su rostro.

"Tú", gruñó Clitio. "Inútil..."

—¿Inútil? —preguntó Hécate en voz queda—. Yo diría que Hazel Levesque sabe unos cuantos trucos que ni siquiera yo podría enseñarle.

Hazel permaneció delante de sus amigos, decidida a protegerlos, pero su energía se estaba desvaneciendo.

"¿De veras crees que Hécate tiene presente tu interés, hija de Plutón?" tronó Clitio. "Circe era una de sus favoritas. Y Medea. Y Pasífae. ¿Y cómo acabaron, eh?"

Ginn oyó a Annabeth moviéndose detrás de ella y gimiendo de dolor. Percy murmuró algo parecido a « ¿Bob-bob-bob?» .
—Hey, hey, hey. Chicos, todo está bien –les susurró la rubia de forma tranquilizadora.

Clitio avanzó sosteniendo despreocupadamente su espada a un lado, como si fueran compañeros en lugar de enemigos.
Él trataba de hacer dudar a Hazel por tofo lo que Hécate hacía.

"Yo soy el reverso de Hécate. Yo te ofreceré la verdad. Eliminaré las opciones y la magia. Eliminaré la Niebla de una vez por todas y te mostraré el mundo en su auténtico horror".

Leo se levantó con dificultad tosiendo como un asmático.
—Me encanta este tío —dijo casi sin voz—. En serio, deberíamos llamarlo para que diera seminarios de motivación personal —sus manos se encendieron como sopletes—. O yo podría iluminarlo.

—No, Leo —dijo Hazel—. El templo de mi padre. Es mi decisión.

—Sí, vale. Pero...

—Hazel... —dijo Annabeth con dificultad—. Las cadenas...

Las Puertas de la Muerte seguían abiertas, sacudiéndose contra las cadenas que las sujetaban. Hazel tenía que cortarlas para que desaparecieran... y quedaran por fin fuera del alcance de Gaia.
El único problema era el enorme gigante lleno de humo que se interponía en su camino.

"No creerás que tienes la fuerza necesaria, ¿verdad?", la reprendió Clitio. "¿Qué harás, Hazel Levesque: tirarme más rubíes? ¿Acribillarme a zafiros?"

Al parecer, Clitio no esperaba una reacción tan suicida por su parte como atacarlo directamente. Tardó en levantar la espada. Para cuando lanzó una estocada, Hazel se había metido entre sus piernas y le clavó su hoja de oro imperial en su gluteus maximus. Una táctica poco elegante, pero dio resultados.
Clitio rugió y arqueó la espalda, apartándose de ella como un pato. La Niebla seguía arremolinándose alrededor de Hazel, y siseaba al topar con el humo negro del gigante.

Hazel corrió hacia las Puertas de la Muerte. Su spatha hizo añicos las cadenas del lado izquierdo como si estuvieran hechas de hielo. Se lanzó a la derecha, pero Clitio chilló: "¡NO!"

No acabó partida por la mitad de pura chiripa. La cara de la hoja del gigante le dio en el pecho y la lanzó por los aires. Chocó contra la pared y notó que los huesos le crujían.
Al otro lado de la sala, Ginevra gritó su nombre.
Vio un destello de fuego con la vista borrosa. Hécate estaba cerca, y su figura relucía como si estuviera a punto de disolverse. Sus antorchas parecían estar apagándose, pero podía deberse simplemente a que Hazel se estuviera quedando inconsciente.
De todas formas, se obligó a levantarse. Le dolía el costado como si le hubieran clavado cuchillas de afeitar. Su espada estaba tirada en el suelo a un metro y medio de distancia. Se acercó a ella dando traspiés.

—¡Clitio! —gritó.

El gigante apartó la vista de Leo y los demás. Cuando vio que avanzaba cojeando se rió.
"Buen intento, Hazel Levesque", admitió Clitio. "Lo has hecho mejor de lo que esperaba. Pero la magia sola no puede vencerme, y no tienes suficiente fuerza. Hécate te ha fallado, como le acaba fallando a todos sus seguidores."

La Niebla que la rodeaba se estaba aclarando. En el otro extremo de la sala, Paris trataba de obligar a Percy a que comiera ambrosía, pero este seguía bastante aturdido. Annabeth estaba despierta, pero se movía con dificultad y apenas podía levantar la cabeza.
Hécate permanecía con sus antorchas, observando y esperando, cosa que enfureció tanto a Hazel que tuvo un último arranque de energía.
Lanzó su espada; no al gigante, sino a las Puertas de la Muerte. Las cadenas del lado derecho se hicieron añicos. Hazel se desplomó, mientras las puertas vibraban y desaparecían con un destello de luz morada.

Clitio rugió tan fuerte que media docena de stelae cayó del techo y se hizo pedazos.
—Eso por mi hermano, Nico —dijo Hazel con voz entrecortada—. Y por destruir el altar de mi padre.

Has perdido el derecho a una muerte rápida, gruñó el gigante. Te ahogaré en la oscuridad de forma lenta y dolorosa. Hécate no podrá ayudarte. ¡NADIE podrá ayudarte!

La diosa levantó las antorchas.
—Yo no estaría tan seguro, Clitio. Los amigos de Hazel solo necesitaban un poco de tiempo para llegar hasta ella: tiempo que tú les has dado con tu petulancia y tus fanfarronadas.

Clitio resopló.
¿Qué amigos? ¿Esos debiluchos? No suponen para mí ningún desafío.

El aire ondeó delante de Hazel. La Niebla se hizo más densa, formó una puerta, y cuatro personas la cruzaron.
Hazel rompió a llorar de alivio. A Frank le sangraba el brazo, y lo llevaba vendado, pero estaba vivo. A su lado estaban Nico, Piper y Jason, todos con sus espadas desenvainadas.

—Sentimos llegar tarde —dijo Jason—. ¿Es este el tío al que hay que matar?

Ginevra en ese punto quiso gritar de alegría. Estaban todos juntos, y estaban bien... Al fin.

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