10

A GINEVRA ESTO LE partía el corazón. A penas el túnel se desplomó, Hazel lloró como Magdalena. Ella golpeó las piedras con los puños y gritó juramentos por los que las monjas le habrían lavado la boca con jabón.

—Hazel, cariño... —decía Ginny suavemente mientras alejaba a la rizada de las piedras del túnel—. Busquemos una solución, ¿si?

—Lo siento —se enjugó la cara— Frank está... está...

—Escucha —dijo Leo—, Frank Zhang sabe defenderse. Probablemente se convierta en canguro y les haga unos movimientos de jiu-jitsu marsupial en pleno careto.

La rubia sonrió mientras ayudaba a su amiga a levantarse. Discretamente se puso a buscar una manera de salir a su alrededor.
—Lo siento, Leo —dijo Levesque.

Él arqueó una ceja.
—Vale. ¿Por qué?

—Por... —señaló a su alrededor en un gesto de impotencia—. Por todo. Por creer que eras Sammy, por darte falsas esperanzas. O sea, no era mi intención, pero si lo hice...

—Oye —él le apretó la mano, aunque no percibió nada romántico en el gesto—. Las máquinas están pensadas para trabajar.

—¿Qué?

—Yo creo que el universo es básicamente una máquina. No sé quién lo creó, si las Moiras, los dioses, el Dios con mayúscula o quien fuese, pero la mayoría del tiempo funciona como tiene que funcionar. Sí, de vez en cuando algunas piezas se rompen y hay cosas que se averían, pero la mayoría de las veces... las cosas ocurren por un motivo. Como el hecho de que tú y yo nos conociéramos.

—Leo Valdez —dijo Hazel asombrada—, eres un filósofo.

—No —contestó él—. Solo soy un mecánico. Pero creo que mi bisabuelo Sammy sabía lo que se hacía. Te dejó marchar, Hazel. Mi misión consiste en decirte que no pasa nada. Tú y Frank... están bien juntos. Todos vamos a salir de esta. Espero que tengan la oportunidad de ser felices. Además, Zhang no sería capaz de atarse los zapatos sin tu ayuda.

—¿Qué te pasó cuando estuviste solo? —preguntó Hazel—. ¿A quién conociste?

A Leo le entró un tic en el ojo. Desvió la mirada multiples veces sin querer a Ginny, quien secaba sus silenciosas lágrimas por lo que había sucedido recién.
—Es una larga historia. Algún día la contaré, pero todavía estoy esperando a ver cómo termina.

—El universo es una máquina —dijo Hazel— así que todo saldrá bien.

—Eso espero.

—Mientras no sea una de tus máquinas —añadió Hazel—. Porque tus máquinas nunca hacen lo que tienen que hacer.

—Sí. Ja —Leo invocó fuego con la mano—. A ver, ¿hacia dónde vamos ahora, señorita Subterránea?

Hazel escudriñó el sendero que se extendía delante de ellos. A unos nueve metros más adelante, el túnel se dividía en cuatro arterias más pequeñas, todas idénticas, pero la de la izquierda irradiaba frío.
—Por allí —decidió—. Parece la más peligrosa.

—Me has convencido —dijo Leo.

Iniciaron el descenso.
En cuanto llegaron al primer arco, Galantis, la comadreja, los encontró.
Trepó por el costado de Hazel y se acurrucó alrededor de su cuello parloteando airadamente.

—¿Te cuento lo que me sucedió y tú a mi? —ofreció la muchacha rubia.

—Quizás en una ocasión menos mortal, pero no creas que te salvas. Ser envenenado suena intrigante —le respondió Leo.

—Tal vez en un libro, pero cuando después de eso literalmente te traga la tierra, es preocupante.

Leo frunció el ceño. —¿Qué-- A qué te refieres con?

—Tú me cuentas lo tuyo y yo te cuento lo mío, sino no hay explicación.

—Me torturas —él rodó los ojos.

—Ponte serio —evito una risilla ella—. ¿Cómo vas, Hazie?

—Prepárense, chicos —susurró Hazel—. Nos estamos acercando.

—¿A qué?

Una voz de mujer resonó por el pasillo.
—A mí.

Ginevra desvainó su espada mientras sentía cómo de repente llegaban al final del pasillo sin moverse.
—Bienvenidos —dijo la voz de mujer—. Estaba deseando que llegara este momento.

No podía ver a su interlocutora por lo que no tenía forma de atacar. Con un gran esfuerzo, logró formar un aura de luz solar que se expandió sorpresivamente hasta su espada.

En las paredes de obsidiana había escenas de muerte grabadas: víctimas de plagas, cadáveres en el campo de batalla, cámaras de tortura con esqueletos colgando en jaulas de hierro; todo adornado con piedras preciosas que hacían todavía más espantosas las escenas.
No vio más salidas. En la cima del techo, donde habría estado el tragaluz del Panteón, había un círculo de piedra negra reluciente, como para subrayar la sensación de que no había salida, ni cielo arriba; solo oscuridad.

La mirada de Ginevra se desvió al centro de la sala. —Dioses...

—Sí —murmuró Leo—. Eso sí que son unas puertas.

A quince metros de distancia había una serie de puertas de ascensor independientes, con los paneles grabados en plata y hierro. Hileras de cadenas descendían por cada lado, sujetando el armazón a unos grandes ganchos del suelo.
La zona que rodeaba las puertas estaba sembrada de escombros negros. Hazel advirtió con una amenazante sensación de ira que allí había habido un antiguo altar de Hades en el pasado. Había sido destruido para hacer sitio a las Puertas de la Muerte.

—¿Dónde está? —gritó Hazel.

—¿No nos ves? —dijo la voz de mujer en tono burlón—. Creía que Hécate te había elegido por tus aptitudes.

El gigante Clitio estaba envuelto en humo negro, tenía patas de dragón con escamas de color ceniciento; un enorme torso humanoide revestido con una armadura estigia; un largo cabello trenzado que parecía hecho de humo. Su tez era tan oscura como la de la Muerte (ella lo sabía bien, ya que había conocido personalmente a la Muerte). Sus ojos emitían un brillo frío como diamantes. No llevaba arma, pero eso no le hacía menos aterrador.

Leo silbó.
—¿Sabes una cosa, Clitio? para ser un tío tan grande, tienes una voz muy bonita.

—Idiota —susurró la mujer.

A mitad de camino entre Hazel y el gigante, el aire relució. La hechicera apareció.
Ginevra se colocó delante de Levesque a modo de defensa. —Atrás, bruja tonta.

La mujer con un simple movimiento de mano la lanzó contra la pared. Una magia que no podía visualizar la mantenía elevada, asfixiada y contra la pared.
"Me lo merezco" pensó la hija de Apolo. "Pude haber dicho algo más ingenioso"
Leo solidariamente fue a su lado y le preguntó si respiraba bien. A pesar que Ginny quiso responder con un comentario sarcástico, su voz no lograba salir, por lo que solo pudo asentir.

La mujer inclinó la cabeza.
—Mi querida Hazel Levesque.

Leo tosió.
—¿Se conocen? ¿En plan colegas del inframundo o...?

—Silencio, bobo —Pasífae tenía una voz suave pero llena de veneno—. No aguanto a los semidioses varones: siempre tan engreídos, tan descarados y destructivos.

—Oiga, señora —protestó Leo—. Yo no destruyo mucho. Soy hijo de Hefesto.

—Un calderero —le espetó Pasífae—. Peor todavía. Conocí a Dédalo. Sus inventos no me dieron más que problemas.

Leo parpadeó.
—Dédalo... ¿El Dédalo original? Vaya, entonces debería saberlo todo sobre los caldereros. Nos va más reparar cosas, amordazar de vez en cuando a las señoras maleducadas...

—Leo —Hazel posó la mano sobre el pecho del chico. Tenía la sensación de que la hechicera estaba a punto de convertirlo en algo desagradable si no se callaba—. Déjame a mí, ¿vale?

—Haz caso a tu amiga —dijo Pasífae—. Pórtate bien y deja que las mujeres hablen.

Sin embargo, por algún motivo, el gigante Clitio ponía todavía más nerviosa a Ginevra.
Permanecía al fondo, silencioso e inmóvil, a excepción del humo oscuro que brotaba de su cuerpo y se acumulaba alrededor de sus pies.

—Su... su amigo no es muy hablador —observó Hazel.

Pasífae miró atrás al gigante y arrugó la nariz desdeñosamente.
—Reza para que siga callado, querida. Gaia me ha concedido el placer de ocuparme de ustedes, pero Clitio es mi... ejem, seguro. De hechicera a hechicera, creo que también ha venido para mantener mis poderes a raya, por si me olvido de las órdenes de mi nueva señora. Gaia es así de cuidadosa.

—No sé lo que planea —dijo Hazel—, pero no dará resultado. Hemos liquidado a todos los monstruos que Gaia ha interpuesto en nuestro camino. Si es usted lista, se quitará de en medio.

Galantis, la comadreja, estuvo de acuerdo rechinando los dientes, pero Pasífae no parecía impresionada.
—No parecen gran cosa —reflexionó la hechicera—. Pero, por otra parte, los semidioses nunca parecen gran cosa. Mi marido, Minos, rey de Creta, era hijo de Zeus, pero nadie lo habría dicho por su aspecto. Era casi tan flacucho como ese —agitó la mano en dirección a Leo.

—Vaya —murmuró Leo—. Minos debió de hacer algo horrible para merecer una esposa como usted.

La rubia torció una sonrisa que le hizo sentir más apretada la garganta.
Los orificios nasales de Pasífae se ensancharon.

—Oh... no tienes ni idea. Era demasiado orgulloso para hacer sacrificios a Poseidón, así que los dioses me castigaron por su arrogancia.

—El Minotauro —recordó Hazel de repente.

—Sí —dijo Pasífae finalmente—. Mi deshonra fue insoportable. Después de que mi hijo naciera y fuera encerrado en el laberinto, Minos no quiso saber nada más de mí. ¡Dijo que había arruinado su reputación! ¿Y sabes lo que le pasó a Minos, Hazel Levesque? ¿Sabes lo que le pasó por sus crímenes y su orgullo? Que fue premiado. ¡Fue nombrado juez de los muertos en el inframundo, como si tuviera derecho a juzgar a los demás! Hades le concedió ese puesto. Tu padre.

—Plutón, en realidad.

Pasífae se rió despectivamente.
—Es irrelevante. Así que odio a los semidioses tanto como a los dioses, ¿sabes? Gaia me ha prometido a todos tus hermanos que sobrevivan a la guerra para que pueda ver cómo mueren lentamente en mi nuevo dominio. Ojalá tuviera más tiempo para torturaros a los dos como es debido. Una lástima...

"Ni recuerda que estoy acá" Pensó Ginevra: "Oh, cielos. Si me dieran una moneda por cada loco que ha revivido para hacer sufrir a la descendencia de quien le hizo mal en esta semana, tendría dos".

En el centro de la sala, las Puertas de la Muerte emitieron un agradable tintineo. El botón verde de subida situado en el lado derecho del armazón empezó a brillar. Las cadenas se sacudieron.

—Ya está —Pasífae se encogió de hombros como pidiendo disculpas—. Las puertas se están usando. Dentro de doce minutos se abrirán.

—¿Más gigantes?

—Afortunadamente, no —dijo la hechicera—. Ya están todos en el mundo de los mortales, preparados para el asalto final —Pasífae le dedicó una sonrisa fría —. No, me imagino que otra persona está usando las puertas... alguien no autorizado.

Leo avanzó muy lentamente. De sus puños salió humo.
—Percy y Annabeth.

A Ginny por un momento se le tensó más el cuerpo. No sabía si el nudo que tenía en la garganta se debía a la alegría, la presión o la frustración. Si sus amigos habían llegado a las puertas, si de verdad iban a aparecer allí al cabo de doce minutos...

—Oh, no te preocupes —Pasífae agitó la mano con desdén haciendo que Ginevra sintiera un repentino dolor en la garganta—. Clitio se ocupará de ellos. Verás, cuando el timbre vuelva a sonar, si alguien no aprieta el botón de subida en nuestro lado, las puertas no se abrirán y quien esté dentro, puf. Se esfumará. O a lo mejor Clitio les deja salir y se ocupa de ellos en persona. Eso depende de ustedes dos.

—¿Cómo que depende de nosotros?

—Bueno, evidentemente, solo necesitamos una pareja de semidioses vivos — explicó Pasífae—. Los afortunados serán llevados a Atenas y ofrecidos en sacrificio a Gaia en la fiesta de la Esperanza.

—Evidentemente —murmuró Leo.

—¿Así que serán ustedes dos, tú y la otra chica o sus amigos del ascensor? —la hechicera extendió las manos—. Veamos quién sigue con vida dentro de doce... digo, once minutos.

La caverna desapareció en la oscuridad. Y con eso el resto de seguridad que sentía Ginevra Paris.

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