19. Raizel | Los fantasmas de Cumbre Aciaga.

Capítulo 19:
Los fantasmas de Cumbre Aciaga.

Desperté con el sonido constante del tic tac del reloj, una aguja meciéndose en mi cabeza, de un lado a otro, marcando el futuro inminente de una catástrofe.
No quería despertar y abrir paso por completo a los pensamientos lúgubres.

Debía seguir soñando, porque la colonia de Cavale me invadía, por un momento creí que podría tocarlo con solo extender la mano.

Sabía que no tenía sentido, pero me dejé llevar por el recuerdo de su cuerpo tibio junto al mío, de sus labios demandantes y sus brazos que alguna vez supieron sostenerme.

Estaba embriagada en su presencia.

Pese a la falta de racionalidad, no lo cuestioné, en un momento debías dejar de cuestionarle cosas a tu cabeza, no servía estar en guerra con ella todo el tiempo, solo me resignaba a seguirle la corriente cuando era muy obstinada.

Me senté con cuidado, las náuseas volvieron y por un momento creí que devolvería una petaca de whisky completa ─lo único tambaleando en mi estómago.

Apenas pude prestar atención a mi entorno, pero ni bien lo hice noté que había despertado en una habitación extraña, pulcra y ordenada, con una cama matrimonial y muebles caoba de aspecto barroco.

La luna se filtraba por las dos ventanas a cada lado de la cama.

El frío me azotó cuando abandoné las sábanas tibias.

Bajé para caminar hasta la rendija que dejaba la puerta abierta, un halo de luz me indicó que había alguien al otro lado.

──Despertaste ──dijo una voz profunda al otro lado de la puerta.

Mi boca estaba seca, tenía la sensación de que vomitaría en el siguiente paso.
Seguía luchando contra una nebulosa para anclarme en tiempo y lugar.

Isaac Llanten me observó con ojos cálidos mientras salía de la cocina.

Permanecí de pie en medio de la habitación.

──Aquí tienes café, te ayudará a bajar el alcohol.

Al tomarla, escondí el sonrojo detrás de la taza, bebí un trago para evitar el regusto ardiente del whisky, pero enseguida me sobrevino el gusto amargo del café y no pude obligarme a tragarlo.

──Gracias ──Tamborileé mis uñas en la cerámica──. Realmente me da pena que me hayas encontrado así...

──No tienes por qué, todos alguna vez nos hemos pasado de copas.

──Claro.

Dejé la taza a un lado.

Busqué mi abrigo en algún lado del departamento, no se veía a la vista. Tampoco estaba Cavale, por suerte.

──Creo que debo irme ──avisé con todo el orgullo que pude recoger.

──Deberías pasar la noche aquí, no puede dejarte ir en ese estado y las carretas no volverán hasta mañana temprano.

Aplané los labios, pensando en una excusa.

──Puedes dormir en la cama, no me molesta, de hecho, me hace bien ocuparme de algunos pendientes.

Si estuviera tomando el café, me hubiera atragantado en ese momento, parpadeé tan rápido que las lágrimas ardieron en las comisuras de mis ojos.

Dormí en la misma cama donde él se revolcó con Cavale; en su lugar, hubiera preferido que me drenara por completo.

──Mañana tengo una reunión con Constantino, temprano, llegarán ejecutivos de Senylia, seguro puedo llevarte ──ofreció.

──No, no sería correcto, creo que lo mejor es que me vaya.

Pero permanecí quieta, crucé los brazos sobre mi pecho, humedecí mis labios antes de tomar asiento en el sillón, quería intentar que él no notara mi creciente mareo.

Luego de un momento, el colchón me llamó como una invitación, y mi cabeza me advirtió que era eso o vomitaría sobre su preciosa alfombra.

Cerré los ojos un momento, escuché a Isaac alejarse, la alfombra ahogaba sus pasos por toda la habitación.
El latido en mi cabeza sintió cada uno de sus movimientos, cuando cerró unos cajones y abrió otras gavetas.

Me obligué a sentarme otra vez.

Cuando lo noté, él estaba arrodillado frente a mí, respingué ante su cercanía. Tenía la boca muy seca, las ideas poco claras.

Todo mi cuerpo hormigueaba como una alarma hacia la inconsciencia.

──¿Qué le hiciste? ──demandó su voz suave, acomodó el pelo detrás de mi hombro, provocándome escalofríos.

¿Con esa misma gentileza trataba a Cavale? ¿Era así como lograba que se desarmara para olvidarme por completo?

Cerré los ojos ante el mareo que me sobrevino.

Unos brazos me rodearon, en vano intenté luchar contra ello, mi voz perdida en el fondo de mi garganta.

Isaac ladeó su cabeza, la luna perfilando su atractivo perfil, hundiendo su profunda sonrisa melancólica.

──¿Qué hiciste para tenerlo tan... trastornado?

Sus ojos no buscaron la respuesta en los míos, sino más allá, en la alfombra.

──¿Qué buscas? ──Fue lo único que pude responder.

Él me abandonó para dejarme tambaleando en el aire, me deslicé hasta el arrullo de la inconsciencia, que me abría sus brazos como un amante confiable.

Cuando volví a despertar, estaba esposada a una cama.

Tiré con fuerza de los barrotes, pensé en dislocarme un dedo para pasar mi mano por una de las esposas como había visto en una película con Cavale, pero no sirvió y solo quedé con un increíble moratón en una mano.

Estaba secuestrada.

Fui tan estúpida como para regalarme a los lobos, ya había sido atacada una vez, tuve que haberlo supuesto, pero pretendí jugar a la invencible.

No, esa no era la verdad.

No fui precavida porque no quería serlo, salí para tentar a mi suerte, para ponerme en peligro y pagar las consecuencias como un castigo para mí misma.

El plan quizás había salido mejor de lo planeado.

Temblé ante el frío crudo de la habitación, las noches eran crueles en Cumbre Aciaga y no veía cómo podría soportarlo con apenas esa ropa.

Maldije mi costumbre de siempre llevar faldas.

Así había sido desde que iba al Internado, cuando estaba ahí mi madre me enviaba prendas que conseguía de diferentes intercambios, muchas veces los pantalones me quedaban cortos, y una vez Esen me había encontrado llorando por eso, creí que me veía ridícula y no había forma de que los demás no lo notaran, así que se ofreció a modificarlos para convertirlos en faldas.

Ella tenía una destreza especial para todo lo relacionado con la costura, que seguro había empezado desde que ayudaba a las criadas en sus tareas.
Esen nunca recibía nada, no tenía nadie que velara por ella, así que se las apañaba como podía, consiguiendo monedas acá y allá, si alguien necesitaba lavar su ropa, ayudando a las criadas a remendar costuras, horas extra en la cocina, si alguien más necesitaba recados al pueblo.

Ella siempre había encontrado la forma de sobrevivir, no era del tipo que aceptaba su destino resignada, ella peleaba, hasta lo último, sabía que lo haría también ahora.

No tenía idea de por qué mi mente me había traído ese recuerdo.

Intenté hacerme un ovillo para recolectar algo de calor.

No reconocía la habitación, pero por las vistas de la ventana, una bruma de árboles enredados unos con otros, no había posibilidades de que nadie me escuchara gritar.

Las paredes estaban lisas, excepto por las manchas de humedad formando sombras tenebrosas en la noche, el colchón sin sábanas.
Estaba claro que era una habitación deshabitada.

Volví a luchar, con las lágrimas ardiendo en mis ojos, intentando con todas mis fuerzas liberar mis muñecas de los barrotes de bronce del cabezal que me retenía.

Así me encontró la mujer que entró al cuarto, llevaba una máscara de la plaga y un uniforme negro de botas con caña alta y un abrigo de pana ─del mismo color─ abotonado hasta el cuello.

Por la vestimenta, podría ser algún miembro de los centinelas.

Huí hasta la esquina contraria de la cama, buscando poner la mayor distancia entre las dos.

──Doctora Astarte.

No me sorprendió escuchar la voz clara, áspera y femenina, tal como lo había supuesto por su contextura.

──¿Qué es lo que quieres?

──Bien, me gusta que se muestre servicial, pero no me gusta la hipocresía, doctora, imagino usted ya sabe lo que queremos.

En ese momento entraron seis personas más, todas con uniformes del cenagal. Me dije que si no me dejaban ver sus caras era porque no planeaban matarme, no aún al menos.

──¿Qué es lo que buscan? ¿Creen que llevo mis investigaciones anotadas en el ruedo de mi falda?

La mujer se colocó en el borde de la cama. Pegué mis rodillas a mi pecho, fundiéndome, por poco, con los barrotes.

──Usted, Raizel Astarte ──me acusó──, ha participado en crímenes contra nuestra población, de forma deliberada.

Negué con fuerza, cada vez más lejos de la esperanza de una liberación.

──Déjeme ir.

──Queremos todos los códigos e indicaciones que usted posee para entrar al laboratorio, no le pedimos demasiado, solo las vidas de las personas que están encerradas en ese lugar. Por ahora.

Los sujetos de prueba, entendí.

──No puedo, todos los que están ahí encerrados son neófitos, incluso furias, si los dejo salir serán un peligro para la población.

Luego todo pasó muy rápido, uno de ellos se abalanzó sobre mí para dejarme contra la cama, su mano se cerró en mi cuello y un momento después los puntos se fueron cerrando en la periferia de mi visión.

Intenté toser por algo de aire.

No supe qué pasó después, cuando lo noté el mismo tipo estaba a agatas, encorvado en el suelo, su señora lo tenía sujeto por el cuello.

Lo dejó caer un momento después.

──Retírense.

──¿Para qué siquiera la trajo? Lleva meses trabajando con los Karravarath, tal vez más, la única ayuda que nos dará es verla muerta.

──Le dije que fuera ──El tono gélido amenazó represalias contra cualquier objeción siguiente.

El tipo se fue tras un estruendo de golpe en la puerta.

──No voy a darles ninguna información ──avisé antes que cualquier respuesta──. Pueden matarme si quieren, ahora, pero no voy a dar detalles de la información ni exponer a mis colegas.

──No vamos a matarte ──me amenazó──. Te vamos a convertir en una neófita, y vas a sentir en carne lo que le haces a todas esas personas.

Algo subió por mi garganta, algo negro y espeso, y muy parecido al terror puro.

──Volveremos a hablar por la noche, para entonces será mejor que se muestre más cooperativa, doctora, porque nosotros también conocemos buenos métodos para obtener resultados.

La ignoré, dándole la espalda hasta escuchar el ruido de la puerta, como prometió, volvió lo que calculé que serían dos horas después.
No me mostré más cooperativa, me mantuve firme en mis palabras y por lo menos esa vez no hizo amague de ningún método de tortura.

Extendió la incertidumbre como una daga sobre mí.

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