Capítulo 6

1

En los pasillos de la vieja comisaría el agua se filtraba por las viejas y maltrechas tejas que cubrían el tejado del edificio.

–¿Pero dónde demonios se habrá ido este condenado López? –Se quejaba el Comisario mientras trapeaba el piso intentando quitar el agua que entraba insistentemente al destacamento. –No puedo creer que el Jefe tenga que rebajarse a limpiar el piso. Ya no existe el respeto. Por lo menos hubiera tenido la dignidad de decirme donde se dirigía en lugar de tomar el vehículo y salir de repente sin decir una maldita palabra. –Continuaban quejándose en voz alta por la actitud que había tenido su subalterno, cuando de repente el sonido de la radio llamando lo interrumpe.

–Móvil para base. Móvil para base. ¿Me copia? – se escuchó la voz del agente por la radio.

–Aquí base lo copio. – Contestó con un tono notoriamente molesto. –¿Dónde está López? Está en un grave problema.

–Hubo un accidente en el puente del arroyo San Antonio. Un vehículo con dos tripulantes ha caído a la corriente y esta lo ha arrastrado. No se observa ningún sobreviviente. Repito no se observa ningún sobreviviente.

Al escuchar eso, Tom cambió su tono de enojado a preocupado. – López, ¿has podido identificar a los ocupantes?

–Afirmativo. El vehículo era conducido por Juan Jakov acompañado por su esposa. Su hijo se encuentra aquí en estado de shock, voy a llevarlo a su domicilio.

Tomás permaneció en silencio. Nuevamente la tragedia rodeaba a ese muchacho. Algo terrible ocurría cada vez que el andaba cerca. Intentado disimular el malestar hablo lo más cortésmente posible. – De acuerdo López. Llévalo a su domicilio. Yo me dirigiré al lugar con mi vehículo. Luego de llevarlo necesito que vuelvas y me asistas.

–Comprendido Jefe. Cambio y fuera.

El comisario meditó por unos instantes. Se colocó su pistolera, para luego dirigirse hacia su oficina y tomar su vieja campera impermeable de color negro con la insignia de comisario colocada en su bolsillo izquierdo. Las ramas que golpeaban con fuerza insistentes en su ventana, indicaban que la tormenta estaba lejos de pasar. Tomando un gran suspiro se dirigió a su automóvil y partió en dirección al puente.

El agua golpeaba con tanta intensidad que el limpiaparabrisas apenas le daba unos segundos entre pasada y pasada para ver el camino. La visión era extremadamente complicada. Tomas forzaba su vista intentando seguir el camino. Fue precisamente en ese breve lapso de tiempo entre las pasadas del limpiaparabrisas, casi llegando al puente, que divisó una pequeña figura en medio de la carretera a escasos metros frente a él. Asustado el comisario gira violentamente el volante hacia la derecha y sale del camino cayendo por una pronunciada pendiente al costado de la carretera. El vehículo termina impactando contra un gran árbol. Aturdido el Jefe se demora unos segundos en reaccionar. La sangre se escurre por su frente desde un profundo corte producto de un fuerte golpe contra el volante. Tapándose la herida con sus manos con dificultad sale del maltrecho automóvil. Sube lentamente la colina por la que había caído resbalándose repetidas veces por el agua que se escurría ladera abajo. Al llegar a arriba Tomas se sorprende. Allí estaba la pequeña niña de los Stevenson, temblando, completamente empapada y cubierta de lodo, su ropa rasgada y sucia. Con la palidez plasmada en su pequeño rostro, y sus ojos nerviosos, que miraban hacia todas direcciones.

– Oh por Dios. –Exclamó sorprendido el Oficial. –Emilia te encuentras bien? –Le dijo mientras corría hacia ella quitándose su campera para cubrirla.

–No puedo creer que seas tú. Te hemos estado buscando por todas partes. Llegamos a pensar lo peor. ¿Puedes decirme como te encuentras?

La pequeña no respondía, solo temblaba y miraba sin cesar hacia los lados como temiendo que algo la atacase en cualquier instante.

–Pobre niña. Te llevaré a tu casa lo antes posible. Tus padres están muy preocupados por ti.

–¿Don don donde... donde está mi.. mii... mi hermana? –tartamudeo la niña ante la estupefacta mirada de Tomás.

–Todo estará bien. –Le contesta, incapaz de decirle lo que había sucedido con su la otra pequeña. A lo lejos aparece la reconfortante luz de la sirena policial. López había regresado.

En el hogar de la familia Stevenson, Pedro observaba por la ventana de la sala, sentado en su viejo sillón de mimbre como la tormenta azotaba sus cosechas. Su rostro estaba ensombrecido por la tristeza, ya no quedaba en el ningún atisbo de la gran sonrisa que lo caracterizaba. Su buen sentido del humor se había ido de manera abrupta dejando solo un hombre hundido en la depresión que intentaba ahogar sus penas con el alcohol. Su esposa permanecía acostada y pasaba los días llorando sin cesar. Esa fue su rutina desde el momento de la horrible muerte de Lucia y la desaparición de Emilia. Su otrora cálido hogar se había transformado en un lugar sombrío y triste. El deseo más grande de la pobre madre era reunirse con sus niñas, aunque fuera en el otro mundo. La impotencia de su esposo por ayudarla o por encontrar a su hija perdida lo hacía cada vez más melancólico y depresivo.

Pero esa tristeza habría de marcharse parcialmente aquella tormentosa noche. La vida le devolvería un trozo de felicidad cuando el móvil policial se detuvo frente a su hogar ya habiendo pasado la medianoche.

Pedro abre la puerta. La lluvia lo golpea súbitamente y el agua penetra en el interior de su casa mojando su valioso tapete. Las potentes luces del patrullero le impiden ver con claridad las personas que descienden. Cubriéndose la vista con su mano derecha se acerca hacia sus visitantes. –Hola. ¿Jefe es usted? –pregunta.

De pronto ve una pequeña persona que se acerca corriendo hacia él. Su mente tarda unos momentos en procesar lo que estaba viendo. No lo podía creer. Esa pequeña que corría en su dirección desesperada en busca de protección no era nadie más que su querida hija. ­–Emilia!! Dios mío. Eres tú. Realmente eres tú. –corrió hacia los brazos de su amada hija y la estrechó en un fuerte abrazo queriendo que no se acabara jamás. –No sabes cómo hemos sufrido por ti. Mi querida hija, has regresado con nosotros. Esto es una bendición.

Pedro mira detenidamente a su hija. Su empalidecido y delgado rostro; sus marcadas y oscuras ojeras; sus delgados brazos con golpes y cortes. Ella solo permanecía en silencio mientras la lluvia limpiaba sus lágrimas. –Pobre mi niña. No puedo imaginar por todo lo que has pasado.

–Pedro? ¿Quién es? ­ –Se escuchó decir desde el interior de la vivienda a la señora Stevenson. –Oh por Dios. Oh por Dios. Emilia!! –Gritó al percatarse de la presencia de su hija. Corrió hacia ella y la estrechó entre sus brazos.

Pedro miró al Comisario y solo pudo decirle –Gracias. –completamente invadido por la emoción.

–Pedro debes llevarla al hospital para cerciorarte de que esté bien. Pensábamos que era mejor traérsela a ustedes antes que llevarla nosotros. Creo que está en estado de shock y realmente necesita estar con sus padres.

–De acuerdo Jefe. La llevaremos cuanto antes. Muchas gracias de verdad. Me ha devuelto mi vida.

–Bueno debemos dejarlos. Hubo un accidente en el puente. Debemos irnos. De hecho, de no ser por el accidente no la hubiéramos encontrado. Las cosas de la vida.

–Es una pena oír eso, pero por suerte algo bueno ha ocurrido. Muchas gracias de nuevo Jefe. Que les vaya bien.

–Estaremos en contacto. Que se mejore pronto.

El comisario y el agente se alejan levantando la mano como saludo. La familia Stevenson permanece allí abrazada bajo la lluvia hasta que las brillantes luces azules de la sirena desaparecen a lo lejos.

Los relámpagos iluminan con su potencia toda la escena revelando al siniestro hombre vestido completamente de negro, quien oculto tras un gran árbol observa a la familia entrar a su hogar.

2

14 de noviembre de 1999

Han pasado tres días desde aquella trágica noche, hasta que por fin las lluvias habían cesado. El sol brillaba en el cielo azul, salpicado por alguna que otra nube que proyectaba su sombra en el suelo a medida que pasaban, impulsadas por las ocasionales corrientes de aire. El calor abrazador había regresado, evaporando los grandes charcos y llenando el ambiente de una insoportable humedad.

Los rastros de la tormenta se observan por todo el pueblo. El enorme roble, que con sus flores rosas embellecía el centro de la plaza principal, había sido arrancado de raíz y sus gruesas ramas habían destruido los juegos infantiles instalados hacia menos de un mes. Sobre la Avenida Belgrano, la única calle asfaltada, la cual atravesaba todo el centro del poblado, iniciando donde la ruta 6 desembarcaba en el pueblo y finalizando en un polvoriento camino de tierra que se dirigía al precario puerto, varios postes del tendido eléctrico se habían desplomado incapaces de resistir los fuertes vientos, dejando sin luz a buena parte de los habitantes.

Desde el frente del único supermercado del pueblo Eugenio Lazarte controlaba como sus empleados volvían a colocar las chapas del techo que la tormenta había arrancado. –Maldita sea. Esto me ha hecho me ha costado mucho dinero. –Se quejaba mientras encendía un fino cigarro y se acomodaba su camisa a cuadro que obstinadamente se salía de su pantalón por su prominente barriga. –Más deprisa muchachos. Cuanto antes terminemos podemos tomarnos unas cervezas. –Alentaba a sus trabajadores, quienes a pesar de que no los estuviera ayudando en absolutamente en nada, le tenían un gran aprecio luego de muchos años de trabajar para él.

La iglesia católica de Corpus Christi había permanecido intacta, a pesar de las fuertes ráfagas, la antigua construcción hecha con grandes piedras de las mismas reducciones Jesuíticas había resistido bien. Desde las grandes puertas de madera tallada el Sacerdote del pueblo, vestido con sus tradicionales pantalón y camisa negros, prolijamente planchados y con su impecable alzacuello blanco, permanecía observando a las personas que pasaban saludando alegremente.

–Dios esté con usted. –Saludó amablemente con su pronunciado acento, a la señora Rosa que pasaba caminando lentamente con la ayuda de su bastón. –Buenos días padre. –Le contestó la anciana de casi ochenta años con una sonrisa. –Lo veré esta noche en la misa.

–La estaré esperando señora. Por más que no tengamos electricidad celebraremos la misa. ¿Cómo se dice? Bajo la luz de las ve... ve... velas. Eso es, bajo la luz de las velas.

El padre Bernard Müller había sido enviado desde Polonia hacía menos de un año a reemplazar al padre Scheidemann quien se había enfermado y ya no podía seguir haciéndose cargo de la Parroquia después de casi cuarenta años de sacerdocio.

Por el poco tiempo que llevaba en el lugar al nuevo sacerdote todavía le costaba pronunciar con fluidez todas las palabras del complicado español, por lo que sus homilías de vez en cuando se hacían largas e inentendibles. A pesar de ello, se había ganado el respeto y el cariño del pueblo, siempre colaborando con los más necesitados. Siempre que alguien necesitara ayuda, allí estaría el padre Bernard. Su rostro pálido y siempre con una sonrisa cálida dibujada en él, inspiraba confianza a quien acudiera a él en busca de confesión o consejo. Luego de permanecer un rato observando las calles cubiertas de ramas caídas y chapas arrancadas de los tejados, el padre se dirigió, como lo hacía habitualmente, hasta el asilo de ancianos, donde además de visitar a los ancianos y discapacitados que residían allí, visitaba a su antecesor, el Padre Carlos Scheidemann, quien, a pesar de su avanzada edad, no quiso regresar a su Austria natal, si no que optó por quedarse sus últimos años en el pequeño pueblo donde había transcurrido buena parte de su vida.

En las afueras del pueblo, los estragos causados por el temporal fueron mucho mayores. Grandes sectores de los cultivos habían sido arrasados. Con su potente tractor Manuel Tello recorría sus extensas hectáreas de plantaciones de maíz y yerba mate, acompañado por sus cuatro grandes pastores alemanes que corrían velozmente junto a su dueño. –Por suerte había cosechado la semana pasada. –Dijo mirando hacia uno de sus perros que lo miró jadeando. –Todo se ha perdido. Tendré que volver a plantar más de la mitad de la plantación. –Se quejó, mientras descendió de su tractor y sus pesadas botas de goma negras se enterraron en el suelo cubierto de barro. Se espantó las moscas que revoloteaban y se posaban en su cuero cabelludo cubierto por unos escasos cabellos grises intentando implantar sus huevos. En los más de treinta años que habían pasado desde que heredó esa chacra de su difunto padre, jamás había ocurrido algo semejante. A pesar de que el clima en esa región es cálido y sin estación seca, con lluvias frecuentes y tormentas fuertes, nunca había habido un clima de tanta intensidad que arrasara con casi toda su cosecha. Las plantas de maíz estaban completamente muertas, arrancadas o rotas hacia los lados, con enormes charcos que hacían la zona casi intransitable. –No importa. Con la venta de la cosecha podré replantar a penas se seque un poco este asqueroso barro. –Pensó intentando ser positivo.

Pero no todos podían ser tan positivos como Manuel Tello. Otros productores que no habían tenido la previsión de realizar antes su cosecha habían tenido grandes pérdidas. La granja de la familia Stempel había sido completamente arrasada, su granero había caído hecho pedazos por los fuertes vientos y casi la mitad de su ganado había muerto ahogado por la crecida del cercano arroyo, mientras que el resto había escapado. Una de sus vacas fue vista en el patio de la señora Gladis Maldonado, cerca del centro del pueblo, a más de cuatro kilómetros de la granja. Julio Stempel, se vio en la penosa tarea de recorrer el pueblo intentando recuperar sus animales. Cuando encontraba alguna la enlazaba y volvía caminando ya que no tenía una camioneta o vehículo que le sirviera para llevar animales de ese tamaño. De más estar decir lo molesto que estaba el señor Stempel, que de por sí, era catalogados por todos como un gruñón. –Condenada vaca. Tienes suerte que no te convierta en filete hoy mismo. –Se lo escuchaba bramar mientras arrastraba una gran vaca blanca con manchas negras por la Avenida principal ante la atenta mirada de los niños que se burlaban por lo bajo.

Para los niños del pueblo, la tormenta, a pesar de ser un mal trago para sus padres, era una bendición para ellos, ya que el Colegio Fátima y la Escuela Pública Nro. 17, los dos únicos institutos del lugar, estaban cerrados por los daños provocados por las fuertes ráfagas. Sin nada que hacer, una gran cantidad de pequeños, se juntaron frente al polideportivo municipal, esperando que estuviera abierto, para jugar un partido de básquet. Como también estaba cerrado, un grupo se quedó frente a él, revotando estruendosamente la pesada pelota  sin percatarse que el molesto sonido que provocaban habían alterado al anciano que vivía enfrente. –Desaparezcan de aquí. Malditos malnacidos. –Salió de repente un anciano en pantalón corto, camisa y ojotas, portando un rifle en sus manos. –Lárguense de aquí si no quieren que los llene de plomo. Malditos inservibles. –Bramó el anciano, mientras los niños corrieron tan de prisa que hasta se olvidaron la pelota.

Era Mariano Slumcheski, un veterano del ejército, que, con sus setenta y cinco años, solo quería tener un poco de tranquilidad. En el pueblo se había ganado el sobrenombre de "Rambo", cuando una vez la policía había ido a su domicilio a raíz de una denuncia por amenazas y este se había atrincherado en el tejado de su bonita casa, armado con su rifle y disparando hacia todo aquel que intentara llevarlo. Le tomó horas al comisario Tomas junto a la señora de Mariano, Albina, convencerlo de que bajara. Si bien parecía ser un tipo violento, en realidad era una buena persona. Amable con todo el mundo. Pero cuando lo molestaban en la hora de la siesta los nervios lo sobrepasaban y tenía delirios de su época en las Fuerzas Armadas. Sin embargo, era un buen esposo y un buen vecino, por lo que, en lugar de ir a la cárcel, solo se había ganado unas cuantas citas obligatorias con un psicólogo.

La tormenta había afectado la rutina diaria del pueblo. Cada uno ponía su esfuerzo en reparar los daños para que todo volviera a la normalidad lo antes posible.

3

Recién ese día, cuando la tormenta por fin había dejado de azotar el pueblo, un equipo de la Defensa Civil y los bomberos que habían llegado desde la capital pudieron iniciar la búsqueda del matrimonio desaparecido.

Rastrillaron cada palmo del arroyo en botes inflables en búsqueda de los Jakov, pero no tuvieron el menor éxito a pesar de buscar incansablemente. Solamente, cuando las aguas por fin habían bajado a su cauce normal, se había podido sacar de las revueltas aguas del arroyo el maltrecho automóvil. Un gran hundimiento en la parte delantera demostraba lo potente que había sido el impacto contra el borde del puente.

–Quizá iban a demasiada velocidad y perdieron el control por la tormenta. –Se escuchaba decir a los bomberos. –Quizá algo se les atravesó de repente y trataron de esquivarlo.

La lluvia había borrado todas las marcas en el asfalto impidiendo saber si se habían accionado los frenos. Las hipótesis que manejaban los investigadores eran muchas. Pero todavía faltaba hallar lo más importante. No había ningún cuerpo. El parabrisas estaba completamente trizado con un enorme agujero del lado del conductor. Era evidente que el señor Jakov había salido despedido. Su rechazo constante a utilizar el cinturón de seguridad lo había condenado. Por su parte, había algo extraño en el lado del acompañante. La ventanilla estaba rota, los investigadores argumentaron que quizá la mujer había quedado atrapada dentro del vehículo en el que las aguas comenzaban a entrar con desesperante velocidad, ante lo cual había roto la ventanilla intentando escapar. De ser así, la corriente debe haberla arrastrarla. Pensaban.

–Es más que probable que si fueron despedidos o salieron del automóvil, la corriente los haya llevado por muchos kilómetros. Quizás hasta el río. No los encontraremos por aquí. Debemos avanzar más hacia el rio. –Ordenó el Jefe del grupo de la defensa civil a sus hombres.

La búsqueda se había tornado desalentadora a medida que pasaban las horas, ya que habían transcurrido tres días desde el accidente, en los cuales el agua corrió con una furia inusual. A pesar de la búsqueda todavía había ningún rastro. Las grandes ramas que flotaban en el arroyo y que interrumpían su recorrido, complicaban Las actividades. También se hallaron varios cuerpos de animales muertos, entre ellos las vacas del señor Stempel, cuyos cuerpos hinchados flotaban en las amarronadas aguas, y funcionaban como un gigantesco imán para las moscas. El aspecto del arroyo era terriblemente desagradable, muy lejano a ese lugar mágico, donde los pobladores iban a refugiarse del calor durante el verano.

Finalmente, en bien entrada la tarde, desde un bote inflable, en uno de los remansos del arroyo, a casi cinco kilómetros corrientes abajo del puente, un bombero divisó un brazo, atascado en un entramado de ramas hundidas. Al acercarse pudo comprobar que allí estaba el cuerpo semi sumergido de la esposa. Pronto llegó el resto del personal a sacar el cuerpo en descomposición.

4

En su hogar, Jonathan y Franco se encontraban sentados juntos en el sillón de la sala, recubierto por una funda floreada que su madre había puesto hace poco para disimular su antigüedad y mal estado. Permanecían en silencio esperando impacientemente alguna noticia. Un terrible dolor en la cabeza de Jonathan le había impedido ir a cooperar en la búsqueda, así que no les quedó mayores alternativas que permanecer en su hogar esperando. Para Franco, la casa se sentía horriblemente vacía, como si no fuera el hogar en el que había crecido, faltaba su madre quien cada mañana lo saludaba con una sonrisa y su padre, quien, a pesar de su seriedad y rectitud, siempre había estado allí para su familia.

–Quizás la corriente los haya arrastrado y los llevo muy lejos y ahora estén perdidos en la selva. Por eso deben estar tardando en regresar. –Le había dicho el pequeño a su hermano con preocupación y angustia, secándose una lágrima con su antebrazo.

–Si debe ser eso. Las noticias malas siempre llegan pronto y ya han pasado tres días. Sabes, mamá siempre decía que debemos tener fe y justamente eso es lo que debemos hacer. –Intentó tranquilizarlo.

A pesar de que con ansias esperaban alguna noticia, en el fondo Jonathan no quería que ese momento llegara. Quería que su hermano siguiera manteniendo la esperanza a pesar de que él sabía que era imposible. Sus padres no volverían.

Finalmente, ese trágico y temido momento llego cerca de las siete de la tarde, de aquel caluroso día. Al ver el patrullero estacionarse frente a su casa, inmediatamente supo de qué se trataba.

Los hermanos salieron y cuando vieron a Javier López parado con la mirada baja, sin saber bien que decir ambos abandonaron sus esperanzas.

–Los han encontrado Javier? –Preguntó Jonathan con resignación.

–Solo a tu madre. Lo siento mucho. –Fue la respuesta de su amigo. –Necesito que vengas a reconocer el cuerpo. De veras lo siento amigo.

Franco comienza a llorar y abraza a su hermano. –Todo estará bien hermanito. Yo siempre estaré contigo.

Cuando llegaron a la funeraria "San Jorge", ubicada justo en la entrada de la entrada del pueblo, a una cuadra de la única ruta de salida. Jonathan dudó por un momento si entrar. –Esto no puede estar sucediendo. Debe ser una pesadilla. –Pensó.

–Debemos entrar. –Le dice Javier abriendo las oscuras puertas metálicas de la funeraria, que tanto miedo le habían dado de pequeño.

Jonathan ingresa mientras su pequeño hermano permaneció llorando desconsolado dentro del patrullero. Los jóvenes recorren un largo pasillo, en donde había cuartos con ofrendas florares y cuadro de santos y cruces colgados en las paredes, listos para futuros funerales. En el cuarto más alejado, junto a la una gran puerta con un cartel que decía "SALIDA DE EMERGENCIA", se preparaban a los difuntos para su funeral. Allí sobre una camilla había un enorme bulto cubierto por una sábana blanca. –No puede ser mi madre. Ella a pesar de que estaba un poco pasada de peso, no tenía este tamaño. –Pensó, negándose a creer que su dulce madre estuviera allí.

Con el corazón latiendo a una velocidad casi insoportable y el sudor corriendo por su frente hasta depositar su sabor salado en los labios, comienza a correr la sábana, cerrando sus hijos en el último instante intentando no ver lo que allí había. Cuando los abre queda horrorizado. Una fría sensación le recorrió la espalda. La tristeza se hizo insoportable y el llanto nuevamente volvió a aflorar.

Allí estaba el azulado cuerpo de su madre, completamente hinchado y golpeado, con su brazo derecho doblado en una posición imposible, con grandes trozos de piel que se le desprendían de su rostro y su espalda. Sus ojos completamente cerrados carentes de todo rastro de vida. Luego de tres días en el agua, los peces habían comenzado a devorar su carne dejándole horrendas marcas en todo su cuerpo. Un espeluznante liquido negro salía desde su boca y sus oídos. El nauseabundo olor invadió toda la habitación y una enorme mosca con una horrenda coloración verde salió por una de las fosas nasales.

–Madre. Oh madre. Perdóname por no salvarte perdóname. –Se lamentaba cayendo arrodillado junto a la camilla con el cadáver. La culpa lo invadió. Si tan solo hubiera estado atento en ese momento, quizás hubiera podido salvarla. Pero en su vida las desgracias parecían no tener fin. Fueron tan solo unos días de felicidad los que pudo disfrutar con su familia hasta que nuevamente la amargura lo había tomado desprevenido. Entonces pensó, la enfermedad habría de llevarlo muy pronto, en ese momento su pequeño hermano estaría solo. No pudo evitar pensar que, por su culpa, su pequeño hermano pasaría el resto de su vida completamente solo.  

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