Capítulo 29


06 de diciembre de 1999

21:00 hs.

Las nubes oscuras se arremolinaban en el entristecido cielo de diciembre. La tormenta estaba lejos de apaciguarse. La lluvia caía con creciente intensidad. Las fuertes ráfagas estremecían las altas copas de los árboles. Grandes ramas fueron arrancadas y arrojadas en los caminos llenos de barro. Los cables del tendido eléctrico habían sufrido la misma suerte. Todo el pueblo estaba sumergido en una completa oscuridad.

Desde el retorcido y oxidado portón que habría paso hacia el interior de las tétricas tierras del cementerio, Jonathan Jakov observaba. Los rayos iluminaban las viejas lápidas y los nichos maltrechos por el paso del tiempo. Sus piernas temblaban como las de un chiquillo asustado, la angustia la apretujaba la garganta, sentía la implacable necesidad de retirarse, de salir corriendo en busca de la seguridad de su hogar, pero sabía que no había retorno. Había tomado la decisión de salvar a su hermano a toda costa, sin importar que fuera de él, su hermano viviría.

Empujó los portones y estos se abrieron de par en par con el macabro chirriar de sus viejas bisagras. Dio unos pocos y aletargados pasos y atravesó el umbral del cementerio de San Antonio. El agua fluía como un torrente desde lo alto del cementerio, escurriéndose por los escalones del pasillo que conducía a través del laberinto de tumbas.

Jonathan comenzó a recorrer el pasillo. Intentaba llegar al final del cementerio donde lo aguardaba la oscuridad más profunda. La lluvia lo golpeaba con violencia. Las gotas parecían como pequeñas piedras que impactaban contra su rostro. Los rayos caían en la cercanía con una sucesión endiablada.

A pesar del miedo que lo invadía, continuó caminando. Puso su mirada fija en cada escalón que pisaba a media que ascendía por el sendero. Intentaba no mirar hacia la profunda desolación de las tumbas, sabía lo que le aguardaba allí. Cientos de voces comenzaron a surgir de entre las lápidas, voces y lamentos desgarradores. Continuó con la mirada fija en el suelo. Se cubrió los oídos y avanzó, hasta que una voz apagada y triste se oyó justo frente a él.

–No lo hagas. –Dijo la voz de una mujer. –Vete. No debes continuar.

A pesar que sabía que no debía hacerlo, no pudo evitar levantar su vista. Un rayo cayó sobre la cruz en lo alto de un inmenso nicho en el fondo del cementerio. Su luz iluminó la figura que tenía frente a él. Era una mujer, estaba descalza, con sus piernas llenas de lodo hasta las rodillas que se dejaban ver por debajo de un vestido blanco, manchado con el rojo intenso de la sangre. Un helado escozor recorrió todo su cuerpo. Sabía quién era, había escuchado historias acerca del espíritu de una mujer rondando en solitarios caminos cerca de la vieja casa del cuidador del cementerio, casa en la que hace más de cuarenta año, su esposo le había disparado con una escopeta justo en el rostro. Jonathan intentó no mirarle la cara, pero era demasiado tarde, sus ojos fueron testigos de la grotesca herida que ocupaba la mayor parte de su rosto. Se veía como la sangre se escurría desde donde antes estaba la frente, arriba ya no había nada. Todo se había ido en un estampido final de fuego y plomo. Sus ojos estaban desorbitados, uno de ellos había salido de su cuenca por la presión del disparo. Lo que quedaba de su rostro era una masa deforme y negra producto de las quemaduras sobre las cuales la sangre continuaba fluyendo, aun habiendo pasado décadas de su muerte, su alma atormentada seguía rondando los alrededores de aquella casa maldita.

– ¡Vete! –Gritó la mujer y se acercó corriendo de manera poseída y desquiciada. Jonathan cayó al piso dando un alarido de miedo. Cerró los ojos con fuerza intentando tranquilizarse. Cuando los abrió la mujer ya no estaba allí. La lluvia continuaba cayendo despiadada. Temblando profusamente, se puso de pie nuevamente. Continuó caminando. Su corazón se retorcía de angustia con cada paso que daba. Las aterradoras sombras de las tumbas que se proyectaban con la luz de cada relámpago que caía en las cercanías parecían extenderse como siniestras manos intentando atraparlo. Continuó con su mente fija en ayudar a su hermano.

Las voces continuaban gritando desde lo profundo de almas atormentadas. Los lamentos poco a poco se convirtieron en palabras. –No sigas. –Clamaban las voces. –No sigas.

Jonathan las ignoró. Continuó su penosa marcha. Todo parecía estar en su contra, hasta la tempestad misma parecía impedir que avanzara. Las voces se volvieron más y más fuertes. Otro rayo cayó en las cercanías. Su luz iluminó cientos de figuras a su alrededor. Arrastrándose desde detrás de las tumbas, saliendo de entre las destartaladas puertas de los nichos. Cientos de ojos lo observaban. Jonathan miró a su alrededor, habían cientos de personas. Algunas vestían prendas muy antiguas. Había niños con trajes elegantes, mujeres con vestidos de épocas antiguas. Ancianos, incluso algunos bebés que se arrastraban penosamente desde precarias tumbas sin nombre. Todos tenían tristeza impregnada en sus rostros. Ojos vacíos que veían hacia la nada mientras sus cuerpos se volvían polvo en el interior de cajones podridos. Almas en pena que se negaban a partir.

–Debes regresar. –Clamaban las voces como un coro siniestro.

Las manos de Jonathan se sacudían cada vez con mayor intensidad, el miedo le estremecía las piernas. –No me iré. No voy a rendirme. –Susurró a los espectros.

Continuó caminando. Sus lágrimas se mezclaban con la lluvia que se escurría por su rostro. A su alrededor las voces continuaban susurrando. –No sigas. No sigas. ¡Vete!

Ignorarlas era cada vez más difícil. Aquellas voces sacudían su mente como un huracán. Sabía que algo maligno lo esperaba. Sabía que el precio que debería pagar era su alma misma, pero no podía siquiera imaginarse abandonar nuevamente a su hermano. No permitiría que viviera atormentado por aquella maldición siniestra.

Las voces continuaban aumentando en fuerza y cantidad. Cada vez más voces espectrales gritaban que volviera. Los gritos se oían cada vez más cerca, cada vez más hostiles. No estaban dispuestos a dejar que avanzara. –¡¡Basta!! –Gritó Jonathan con todas sus fuerzas, y su voz, nuevamente no fue su voz. Aquella orden sonó con un tono siniestro y cavernoso, como si hubiera sido el demonio mismo quien gritara a los espectros del cementerio. Las voces acallaron. Los espectros permanecieron en silencio, como si un amo hubiera ordenado a sus fieles perros que obedecieran. Sus sombríos rostros seguían fijos en él. Observándolo en un silencio sepulcral, mientras sus siluetas se volvían lejanas y desaparecían entre las oscuras sombras de las tumbas.

Jonathan miró a su alrededor. Se encontraba nuevamente solo. El único sonido que oía era el de la lluvia golpeando con fuerza los viejos techos abovedados de los viejos nichos y el sonido de los truenos estremeciendo las viejas y maltratadas lápidas. Terriblemente asustado pero obstinadamente decidido continuó caminando. Frente a él, el camino continuaba hasta el rincón más alejado del cementerio, más allá de eso se extendía la selva, oscura y misteriosa, que ocultaba las viejas y ancestrales ruinas y algo más. Allí, en algún lugar perdido, oculto entre los árboles y la maleza enmarañada, estaba la guarida del demonio. El iría hasta allí, sin importar el precio, el curaría a su hermano.

Continuó caminando. Todo a su alrededor era desolación. Las ramas de los árboles se agitaban y se extendían como la silueta de gigantescos monstruos esperando en la oscuridad. Ya faltaba poco. Podía ver las rejas posteriores del cementerio, esas que separaban las tierras del camposanto con los cerros cubiertos de densa arboleda. Continuó caminando hasta que una dulce voz lo hizo detenerse.

–Por favor no lo hagas. –Escuchó a sus espaldas decir a aquella dulce niña que conoció en su infancia.

Jonathan volteó lentamente. Allí nuevamente estaba Abby Becher, su tierna amiga asesinada cruelmente por su desquiciado padre.

–Por favor detente. Tienes que volver. –Le dijo la niña con sus brillantes ojos ensombrecidos por un halo de tristeza.

–No puedo volver. –Le contestó Jonathan conmovido. –Por favor no me pidas eso. No puedo abandonar a mi hermano.

–Allí solo hallarás desgracias. Vuelve por favor. Hazlo por mí. –Le suplicó la pequeña.

Entonces Jonathan recordó aquella lejana tarde de diciembre perdida en la lejanía del tiempo. El sol se ocultaba lentamente. Aturdido, triste y desolado, había acudido a la Iglesia de San Antonio en busca de consuelo. Era solo un niño asustado, atormentado por las horribles visiones de muertes a su alrededor, cargando un sufrimiento enorme. El templo estaba vacío. No había nadie que lo escuchara. Se sentó en el último banco de la madera. Allí intentó rezar. Intento que Dios lo consolara, pero al mirar a su alrededor, vio las estatuas de los santos, inmóviles, sin vida. Allí fue cuando sintió verdaderamente lo que era la soledad. Estaba solo rezándoles a figuras sin alma. Fue en ese momento, en que la tristeza lo superó y las lágrimas anegaron sus ojos y se precipitaron en el pulido piso de cerámicas negras y blancas del templo, en el que sintió que alguien se sentaba junto a él. Era una niña. Se la veía triste igual que él. Con sus dulces ojos miraba hacia la figura de un enorme Cristo pintado sobre el techo con forma de bóveda de la iglesia. La niña volvió su vista hacia él. Jonathan se secó las lágrimas. Ambos sonrieron con una sonrisa leve y triste. Ambos cargaban con penas demasiado grandes. Allí permanecieron, sentados en el último banco del templo vació, aunque sin hablarse, comprendieron que no estaban solos.

Aquellos recuerdos desfilaron por su mente. Ante él estaba aquella dulce niña, con aquellos bellos ojos que lo habían cautivado hacía tantos años, todavía se veía en ellos aquella pena tan grande. –Por favor quédate. –Volvió a suplicarle la pequeña extendiendo su mano hacia él.

Jonathan se desmoronó por dentro. Su garganta se cerraba con un nudo asfixiante. Sus piernas se estremecían dispuestas a ceder en cualquier instante. Su corazón palpitaba con fuerza. La certeza de que estaba cometiendo una locura era cada vez más fuerte, sin embargo recordó a su hermano, lo recordó siendo pequeño, corriendo tras él pidiendo que se quedara junto a él. Un pequeño lastimado, triste, suplicando a su hermano mayor que no lo abandonara.

–Lo siento. Debo hacerlo. –Le contestó a su vieja amiga y volvió a concentrarse en el camino. Continuó caminando lentamente mientras se secaba las lágrimas que resplandecían ante la luz de los rayos cercanos.

–No puedes hacer un trato con el mal. Solo causarás pena y muerte. Por favor. Quédate conmigo. –Insistió por última vez la pequeña.

–Lo siento, pero mi hermano me necesita. Tú ni siquiera estas aquí. Tú estás muerta.

Un rayo volvió a caer en las cercanas copas de los árboles. Su luz iluminó el cementerio. El espíritu de Abby ya no estaba. Solo la melancolía impregnaba el lúgubre paisaje del cementerio.

Continuó caminando. Tan solo faltaba unos pocos metros. Para ese entonces estaba a punto de rendirse. El miedo y la angustia habían hecho mella en él. Caminó los últimos pasos hasta que, finalmente, llegó a las rejas tras las cuales se alzaba la negrura de los bosques. Jonathan se aferró a los oxidados barrotes apretándolos con fuerza. Intentaba recuperar el aliento. Su corazón latía cada vez más rápido. Su cabeza palpitaba y el dolor punzante había vuelto más fuerte que nunca.

–Espera hijo. –Se escuchó decir a una lastimera y familiar voz detrás de él.

Jonathan volteó. Allí, muy cerca de él, vio a su padre. Mantenía la mirada fija en el suelo, mientras los relámpagos iluminaban su pálido rostro.

– ¿Tú también piensas detenerme? –Le reclamó Jonathan entre lágrimas.

–No. No lo haré. Solo ten cuidado hijo. Tu vida está en grave peligro. Debes estar preparado para lo que viene.

Jonathan enmudeció. Permaneció mirando mientras su padre se alejaba y se perdía entre las sombras de los nichos. Intentó llamarlo, intentó que alguna palabra saliera de su boca. Quería decirle cuanto lo necesitaba. Pero en lugar de eso, solo quedó mirando con las palabras ahogadas en su garganta y las lágrimas anegando sus ojos.

Sin volver a mirar hacia aquel luctuoso cementerio, se internó en la espesura de la selva, caminando sin rumbo.

Intentó escuchar el sonido de los tambores o alguna señal que lo guiara a aquel lugar demoniaco, pero solo podía oír el crujir de las ramas sacudidas por el viento y el sonido de la lluvia cayendo copiosamente formando un lodazal en el suelo del bosque. Caminó durante largo rato sintiendo que estaba completamente perdido. No sabía cómo regresar, ni siquiera sabía cómo encontrar lo que estaba buscando.

–Aparece Demonio de la noche. He venido por tu ayuda. –Gritó inútilmente. Solo obtuvo el eco de sus llamadas retumbando entre los viejos árboles. Inútilmente siguió llamando. Gritaba sin cesar. Caminaba con dificultad hundiendo sus pies en el lodo, con las ramas arañando su cuerpo.

Finalmente, exhausto, sintiendo que su cabeza estaba a punto de estallar por el dolor, cayó rendido. Su rostro se hundió en un charco de agua amarronada. Estaba demasiado débil siquiera para levantarse. El agua penetró en sus fosas nasales. Aun así, al borde de la asfixia, no pudo levantarse.

Entonces sintió una voz. Una tenebrosa voz que lo llamaba. –Jonathan. Jonathan. Levántate. –Dijo la voz. Entonces también oyó el sonido de los tambores. Ahí estaba otra vez aquella melodía rítmica y macabra sonando entre la oscuridad del bosque.

–Debes levantarte Jonathan. –Decía la voz mientras el ritmo de los tambores pareció acelerarse.

Jonathan levantó su brazo derecho. Doblándolo, apoyó su mano en el lodo y haciendo fuerza con ella, sacó su cabeza del agua. Luego apoyó el otro brazo. Comenzaba a levantar su cuerpo abatido. Finalmente, estuvo de rodillas. Todo su cuerpo se estremecía mientras tosía sin control escupiendo el agua sucia que llegó hasta sus pulmones.

El sonido de los tambores se oía cada vez con más fuerza. Parecía venir de todas direcciones.

– ¿Qué es lo que buscas Jonathan Jakov? –Preguntó la voz macabra y cavernosa desde la oscuridad insondable de la noche. – ¿A qué has venido?

–Quiero... quiero que ayudes a mi hermano. Quiero que le saques la maldición que pesa sobre él. Si lo haces, te daré mi vida a cambio.

–No quiero tu vida Jonathan Jakov. Tú tienes un papel que desempeñar aunque aún no lo sabes.

–No lo comprendo ¿Qué esperas de mí?

–Todo a su debido tiempo.

–Por favor. Solo necesito que cures a mi hermano.

–Lo haré. –Le contestó la voz con una risa macabra. –Solo tráelo aquí. Si logras traerlo yo lo ayudaré sin pedir nada a cambio. Solo tienes que traerlo.

La voz se calló de manera repentina. El sonido de los tambores había cesado. Jonathan se encontró solo en aquella oscuridad. Su cuerpo no paraba de temblar. Intentó levantarse pero volvió a caer. Su cabeza golpeó fuertemente contra el suelo y luego todo se volvió negro.

Sus ojos se abrieron por momentos, todo le daba vueltas. No comprendía lo que sucedía, solo sentía que alguien lo cargaba. Alguien lo llevaba entre la espesura de la selva. Intentó ver quien era, pero todo lo que vio era oscuridad. Solo podía sentir los fuertes brazos que lo llevaban, luego todo se volvió negro de nuevo. Cuando sus ojos volvieron a abrirse estaba nuevamente en el cementerio. Los rayos iluminaban las tétricas construcciones y las tumbas. Todo estaba callado. Se encontraba solo, sin entender como había llegado hasta allí.

Cuando la fuerza volvió poco a poco a su cuerpo, pudo ponerse de pie. Caminó con rapidez por el camino de bajada rumbo a la salida. Ya nada le importaba, ni siquiera el miedo que sentía, ni siquiera su muerte cercana. Solo le importaba salvar a su hermano y se debía entregarse al demonio en persona para lograrlo, él lo haría. 

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