Capítulo 26
1
06 de diciembre de 1999
19:30 hs.
Las tragedias se sucedieron una tras otra para la familia Stevenson, de ser una familia simple, llena de felicidad y una vida tranquila, pasaron a ser las personas más desdichadas en tan solo un abrir y cerrar de ojos. Estas ideas circulaban la mente de Pedro cuando se detuvo frente a la casa de Gastón. Descendió de la camioneta cerrando con ímpetu la despintada puerta que chirrió en sus oxidadas bisagras. Había algo demasiado extraño. El hedor de la muerte se podía sentir en el aire de una manera casi palpable. Aquella casa lucía desolada, como si hubiera estada abandonada durante meses. El césped crecido que nadie se molestó en cortar desde hace mucho tiempo, atraía a moscas y mosquitos que pululaban por el jardín de flores marchitas. Arriba, en el tejado, espeluznantes y negros cuervos se posaban. Sus ojos rojos con los grandes círculos oscuros que formaban sus pupilas, permanecían fijos en él, expectantes, como si supieran de antemano la horrible verdad que estaba a punto de descubrir. Pedro se sintió asqueado, aquellas aves repulsivas no dejaban de observarlo, las mismas aves que invadieron su hogar cuando su hija se enfermó. Aquellas aves parecían estar atraídas hacia la muerte y las desgracias. Pedro se acercó hasta la puerta pintada de un blanco avejentado. Intentó abrirla, pero estaba cerrada. Se acercó hasta los ventanales y echó un vistazo hacia el interior. Dentro, todo estaba en penumbras. La casa estaba llena de una energía difícil de explicar, una energía que provocaba desolación.
Pedro se dirigió al patio trasero. Todo estaba aún peor que el frente. Bajo un gran fresno, cuyas ramas se extendían por sobre el muro hasta el terreno baldío junto a la casa, luego del cual se extendía las altas arboledas del bosque, había una fosa. Era desprolija y poco profunda, con la tierra arrojada hacia todas partes como si el que estuviera cavando lo hubiera hecho en un frenesí. La pala todavía se encontraba en el interior, como si hubieran desistido de la idea de cavar la fosa de manera repentina.
Pedro no se percató en ese momento que sus piernas temblaban de manera persistente. El miedo se apoderó de él. Quería alejarse de allí. Marcharse muy lejos. Quizás si no lo veía con sus propios ojos se convencería de que nada había pasado, que su propio hijo había asesinado a su hermana. Que su propio hijo era la bestia que tanto odiaba. Pero no se alejó, necesitaba estar seguro. Tomó la pala y se dirigió hacia la ventana junto a la puerta trasera. Golpeó el vidrio con fuerza y los trozos cayeron estruendosamente en el piso de cerámica del interior produciendo eco en las desiertas habitaciones de la casa. Metió su brazo y destrabo la ventana. Finalmente estuvo dentro. Todo estaba oscuro. Intentó encender las luces, pero no funcionaban. Su corazón palpitaba con cada vez más fuerzas. Un repugnante olor a putrefacción se apoderó de sus fosas nasales dándole arcadas. Se levantó el cuello de su camisa para cubrirse la nariz y avanzó. Por entre las cortinas polvorientas se colaban los últimos y dorados rayos de sol. No quedaba mucho tiempo. Los cercanos rayos de tormenta estremecieron la casa y fuertes ráfagas entraron por el vidrio roto produciendo un silbido pavoroso.
En la penumbra de la casa se podía distinguir la silueta de una mesa dada vuelta, las sillas arrojadas en distintos sectores de la sala. Sobre la cocina una gran cantidad de horrorosas moscas de grandes y brillantes ojos verdes se posaban sobre restos de comida podrida dentro de una sartén. Continuó recorriendo la casa. Se dirigió rápidamente hacia las habitaciones. El olor a putrefacción se hacía cada vez más fuerte y penetrante a medida que se acercaba al cuarto de su hijo. Apoyó su mano en el picaporte. Temblaba como un niño asustado a punto de abrir el armario donde aterradores monstruos se escondían. Su corazón estaba a punto de colapsar con palpitaciones aceleradas como en la peor taquicardia que haya tenido en sus casi sesenta años. Giró el picaporte lentamente. La puerta chirrió de manera espeluznante, como un grito ahogada de un alma en pena, cuando comenzó a abrirla. Dentro todo estaba oscuro como en el resto de la casa. Forzó sus ojos hasta que se adaptaron a la penumbra. El desquiciante sonido de cientos de moscas revoloteando sobre la cama casi lo hace vomitar. El hedor era atroz, como el de un perro muerto que permanece al aire libre durante muchas lunas mientras los gusanos se alimentan de su cuerpo en descomposición. Sobre la cama, una sábana amarillenta con grandes manchas de solo Dios sabe que sustancia cubría un gran bulto. Pedro ya sabía de qué se trataba, en su corazón lo sentía, pero de todas maneras necesitaba verlo. Se acercó lentamente espantándose las moscas que se posaban en su rostro intentando poner sus huevecillos. Se acercó mientras el olor inmundo se hacía insoportable. Finalmente estuvo junto a la cama. Temblaba. Temblaba como nunca había temblado. En todos sus años jamás había experimentado un miedo semejante, el miedo de descubrir la horrible verdad.
Tomó el extremo de la sábana y tiró de ella. Las moscas enloquecieron y volaban en círculos, expectantes de acceder al siniestro botín que la sábana cubría. Mientras estiraba sintió como algo se deslizó por un extremo y quedó colgando del borde de la cama. Era un pequeño brazo, estaba morado, hinchado y la carne parecía ebullir con cientos de gusanos, blancos y regordetes que la devoraban lentamente. Pedro se tapó la boca sintiendo que un sonoro grito se ahogaba en su garganta. Tiró de la sabana con fuerza y la retiró por completo. Allí estaban los cuerpos en avanzado estado de descomposición. Les faltaba grandes trozos de carne en sus rostros y torso. Allí estaba su pequeña nieta, acostada junto a su madre, con la boca abierta en un eterno grito de dolor. Los gusanos salían de las cuencas que anteriormente contenían sus bellos ojos marrones. Pedro cayó de rodillas. Las lágrimas emergieron incontenibles. –Hijo ¿Qué has hecho?
Un relámpago iluminó la tarde y su luz azulada iluminó los putrefactos rostros de los cuerpos. Las moscas continuaban volando en círculos en un festín macabro. Las ultimas luces de la tarde estaban a punto de apagarse y la noche traería de nuevo los terrores más profundos.
2
06 de diciembre de 1999
19:40 hs.
Los potentes sonidos de los truenos hacían estremecer las endebles tablas del viejo granero. Desde el norte la tormenta se acercaba como una bestia enfurecida. Las ráfagas de viento sacudían con violencia los tallos de los cultivos marchitos. Por el oeste todavía podía observarse una línea de luz dorada y naranja. Faltaban algunos minutos para que la oscuridad fuera total. En aquel rincón del mundo era verano y en verano los días eran más largos. Normalmente la oscuridad era total a las veinte horas. Jonathan rogaba para que el anochecer nunca llegara. Quería que todo siguiera así, quería permanecer junto a su hermano.
Sentados uno junto a el otro recostados por la destartalada pared, permanecían en silencio. Desde arriba, Pablo los observaba dejando colgar sus piernas desde el entrepiso. Todo estaba en silencio. Lo único que podía escucharse era el sonido de la tempestad acercándose. En una situación normal, esto sería agradable. En aquellas épocas en que Jonathan era un niño, una tormenta era un acontecimiento que celebrar, no se podía trabajar en las cosechas, así que permanecía todo el día en la calidez del hogar, escuchando el relajante sonido del agua cayendo a cantaros desde el tejado. El ambiente era más fresco que en los días de extenuante calor. Y su madre preparaba deliciosos postres y panes que llenaban de un exquisito aroma toda la casa. Hasta su padre estaba de mejor humor aquellos días de tormenta. Se podría decir que hasta los disfrutaba. Hasta el día que una tormenta acabo con sus vidas de manera cruel y repentina.
–Quizás deberías alejarte. –Le dijo Franco de manera repentina. –Oscurecerá en cualquier momento y la tormenta quizás no llegue lo suficientemente rápido como para tapar la luna.
–No te preocupes. Me quedaré hasta lo último. No voy a dejarte.
–Te lo agradezco. Siento mucho hacerlos pasar por esto.
–No fue tu culpa hermano. La vida no ha sido justa con nosotros. Nos han lastimado una y otra vez. Pero mientras estemos juntos todo estará bien.
–Jonathan. No me dejes hacer algo malo. No permitas que lastime a nadie. Si es necesario creo que sería mejor que me muriera.
–No digas eso. Saldremos de esta.
–¿Cómo lo haremos? ¿Acaso tienes la maldita cura para un hombre lobo? –Su voz comenzó a cambiar, se notaba una profunda ira en sus palabras que venían de lo profundo de su alma corrompida. –No la tienes Jonathan Jakov. No hay forma de ayudarme. Me has fallado de nuevo. Permitiste que me lastimaran cuando era niño y lo has hecho ahora. ¡Todo esto es tu culpa!
–No eres tú el que está hablando.
–Si soy yo. Por primera vez puedo decir todo lo que mereces. Todos tienen razón. Solo traes desgracias. –Su voz era cada vez más cavernosa y siniestra. Su rostro reflejaba una sonrisa maléfica. Sus dientes afloraban cada vez más de su pequeña boca. –¿Piensas que puedes ayudarme? No lo harás, porque no tienes las agallas de hacer lo que sea necesario. No tuviste las agallas de quedarte cuando te supliqué que no me dejaras solo y ahora no tienes las agallas de hacer ...
Sus palabras se interrumpieron de manera repentina. Su cuerpo comenzó a convulsionar y a retorcerse. Jonathan se alejó contemplando impotente como su hermano sufría en el más terrible de los tormentos.
–¡Él te está llamando! –Dijo con una bestial y amenazante voz.
La voz fue cambiando hasta transformarse en tan solo gruñidos incomprensibles. La ultima pisca de el dulce niño se había esfumado, tan solo había una bestia, observando con ojos penetrantes llenos de una ira fuera de toda comprensión. La criatura intentó soltarse, pero las cadenas funcionaron. Atrapada, la criatura bramaba con furia extendiendo sus grandes garras intentando alcanzar a Jonathan que la observaba desconsolado.
Desde arriba, temblando como una hoja mecida por los vientos de una feroz tormenta, Pablo observaba en silencio. En lo más profundo de su alma se arrepintió de haber querido permanecer allí. Hubiera permanecido en la seguridad de la casa. Al menos allí no estaría con aquella bestia. El horripilante lobo alzó su vista para observar a aquel niño con las piernas colgadas del entrepiso. Rugió con furia. Aquellos ojos ya no eran los de su amigo, aquellos ojos eran la perdición y la muerte.
Pablo intentó articular alguna palabra, algo que llegara a aquella criatura y sacara de lo más profundo un atisbo de su amigo, pero pronto comprendió que eso era imposible. Llevado por una fuerza sobrenatural, la criatura los observaba con furia y hambre, como si frente a sus ojos no hubieran personas, si no, solamente presas.
Jonathan Jakov, intentó hablar con la criatura para calmarla como lo había hecho la noche anterior, pero esta vez no resultó. Esta vez, no brotó de él aquella voz espectral y dominante, esta vez solo fue la suave voz de un muchacho asustado y enfermo.
– ¿Las cadenas resistirán? –Preguntó Pablo sin poder ocultar su profundo pavor.
–Lo harán. –Respondió Jonathan. –Pronto vendrá la tormenta. La luna se ocultará y tendremos a mi hermano de nuevo.
La bestia tiró con fuerza una y otra vez intentando soltarse, pero las pesadas cadenas que el señor Jakov usaba para tirar con el tractor cuando su camioneta quedaba varada en algún lodazal demasiado profundo y espeso, eran muy fuertes, lo suficiente como para contener a un animal furioso. Poco a poco la criatura fue cediendo, hasta que finalmente, dejó de intentar escapar. Permaneció allí mirando como miraría un león desde una jaula.
Los rayos iluminaban la escena. Los pálidos rostros de Jonathan y Pablo reflejaban su angustia. Impotentes observaban como las fuerzas del mal se habían apoderado de Franco. La impotencia y la desesperación fueron creciendo.
Jonathan Jakov permaneció en silencio, pensando. Al ver aquella horrorosa cosa en la que su hermano se había convertido, comprendió que no tenía opción. Estaba dispuesto a hacer todo para protegerlo, aunque significara no volver a verlo jamás.
Contempló a aquella bestia con ojos repletos de lágrimas. La garganta apretada en un nudo desgarrador. La tristeza lo invadía, pero estaba decidido. Aquella noche salvaría a su hermano sin importar el costo.
–Pablo. Debo irme. –Le dijo con firmeza y convencimiento en su voz. –Si quieres puedes ir a la casa con los demás. No te pediré que te quedes aquí si no lo deseas, pero me gustaría que cuando la tormenta llegue y la luna se oculte, mi hermano no se encuentre solo y confundido aquí en la oscuridad.
– ¿De qué hablas? ¿A dónde te diriges? –Preguntó Pablo sorprendido y aterrado al mismo tiempo.
–Debo irme. Creo que sé como curar a mi hermano.
Pablo lo contempló absorto. Había algo extraño en él. Lucía decidido y triste. Como debía verse un condenado a muerte mientras caminaba por el largo corredor que lo conduce a la silla eléctrica. Entonces comprendió que tal vez nunca regresaría.
–Cuida a mi hermano por favor.
–No te preocupes. Aquí me quedaré. –Le respondió Pablo tragando saliva, con un amargo sabor a miedo y tristeza.
–Te lo agradezco. Eres un gran amigo. Pronto todo terminará.
Jonathan dio un último vistazo a su hermano, quien lo miraba con ojos desprovistos de toda razón. –Te quiero hermanito. –Se despidió y salió del viejo granero mientras los poderosos truenos retumbaban en las cercanías.
3
06 de diciembre de 1999
19:45 hs.
Las cortinas de la habitación se sacudían con violencia con las fuertes ráfagas que llegaban desde el norte. Sara Stevenson se levanta apesadumbrada de la cama donde pasaba la mayor parte del día llorando sus desgracias. Había perdido demasiado peso. Su delgado cuerpo dejaba ver los marcados huesos de sus hombros. Sus ojos parecían aterradoramente hundidos en su cráneo, rodeados por grandes bolsas hinchadas y oscuras bajo las cuencas. Su rostro pálido, ensombrecido, carente de toda dicha. Tambaleante se dirigió hacia la ventana. Se apoyó con suavidad en el marco. Las cortinas flamearon a su alrededor y el viento que entró arrastrando hojas secas le acarició su rostro llevándose sus lagrimas que se perdieron en el aire.
Sara dio un gran suspiro que salió de lo profundo de su alma, un suspiro lleno de pena. Mientras sus delgados y huesudos dedos acariciaban la fría madera del marco de la ventana, observó la enorme luna brillando en lo alto. Pensó que era hermosa, hipnótica y llena de misterios. Pensó que en aquel brillo majestuoso estaban las almas de sus pequeñas, observándola, esperándola. Muy cerca, las oscuras nubes avanzaban. Ya casi estaban sobre el pueblo. Los lejanos destellos de los rayos iluminaban una gruesa pared de lluvia que se acercaba implacable. Pronto, la bella imagen de la luna brillando en un rincón despoblado del cielo quedaría borrada bajo la oscuridad de la tormenta.
Sara Stevenson cerró las ventanas. La habitación quedó en una completa oscuridad. Solo los rayos iluminando a través de los sucios vidrios de sus ventanas iluminan intermitentemente la escena. Lentamente salió de su habitación. Recordó que su hijo estaba en su casa. –Qué clase de madre soy, no solo pierdo a dos de mis hijas, ahora también descuido al único hijo que me queda. –Pensó con desdicha.
Débil y con sus pensamientos puestos en la lejanía de los recuerdos, salió hacia el pasillo, sin siquiera molestarse para encender la luz. Todo estaba oscuro como el más profundo de los abismos. Un leve mareo hizo que apoyara su mano izquierda contra la pared, mientras se hacía unos leves masajes circulares en la frente con la mano derecha.
–Gastón. –Lo llamó. –Hijo ¿Te encuentras bien?
Pero nadie respondió, solo un silencio sepulcral en el interior y en el exterior el sonido de las ramas secas golpeando contra las paredes como siniestros espectros queriendo entrar. Caminó despacio hasta el fono del pasillo. Allí estaba la antigua habitación de Gastón. Abrió la puerta despacio. –Perdona hijo. Te encuentr...–Pero allí no había nadie. Solo el cuarto vació, con las ventanas abiertas y las cortinas inflándose como fantasmas.
Sara salió del cuarto confundida. Caminó hasta la sala. Todo estaba oscuro. Intentó encender las luces pero no funcionaban. –Quizás la tormenta haya provocado otro apagón. –Dijo intentando calmarse mientras las palpitaciones en su corazón le indicaban que algo atroz y maligno estaba sucediendo.
Abrió despacio la puerta del frente y así, todavía descalza, vestida con un camisón blanco que le quedaba extremadamente holgado, salió al cobertizo. Las primeras gotas de lluvia llegaban empujadas por el viento. Su pelo descuidado se arremolinó y cayó sobre su rostro empujado por las ráfagas. El viento soplaba cada vez con mayor intensidad produciendo un silbido tenebroso y fantasmal, como el grito de cientos de almas gritando desde el más allá.
Allí permaneció en silencio, en la soledad de la noche emergente. La luna aun brillaba bajo las primeras nubes que comenzaban a cubrirla. Entonces oyó unas fuertes pisadas en el extremo del cobertizo. Una enorme sombra se elevó y dos enormes ojos brillaron en la oscuridad.
– ¿Eres tú? –Preguntó con resignación. – ¿Has venido a llevarme con mis pequeñas?
La enorme sombra se acercaba más y más. Sus ojos estaban fijos en aquella mujer descalza e indefensa. La bestia se acercaba relamiéndose.
Sara miró hacia la luna cuyos rayos de luz blanquecina se colaban por entre el gris de los nubarrones. –Ya voy con ustedes hijitas. –Susurró al viento. –Pronto estaremos juntas de nuevo.
Con un poderoso salto la criatura se abalanzó sobre el frágil cuerpo de la mujer. La sangre comenzó a escurrirse por el frio piso de cerámica del cobertizo. Sara no gritó. Ni siquiera intentó defenderse. La muerte llegó como un obsequio para librarla de sus desgracias. Una tenue sonrisa se dibujo en su rostro mientras sus ojos seguían fijos en la luna.
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