Capítulo 24
1
06 de diciembre de 1999
18:00 hs.
Cuando Franco Jakov abrió sus ojos todo estaba oscuro. No podía distinguir nada más que una tenue línea de luz a lo lejos, parecía ser una puerta entreabierta. Intentó levantarse, pero algo lo jaló hacia tras haciendo que cayera sentado nuevamente. Entonces sintió el peso de las grandes cadenas que lo sostenían alrededor de la cintura, otras alrededor de sus piernas y otra pesada cadena lo sostenían bajos sus brazos pasando por sobre su pecho. Enormes candados unían las cadenas alrededor de una enorme biga de madera, atrapándolo como si fuera un famélico animal de circo. Asustado tiró inútilmente de sus ataduras, pero era imposible. Estaba prisionero.
Cuando su visión se acostumbró poco a poco a la oscuridad, Franco reconoció de inmediato el lugar, era el viejo granero de su casa, aquel lugar donde se almacenaba parte de las cosechas y las herramientas de su padre. Alrededor había grandes bolsones de arpillera con parte de la cosecha anterior. Algunas moscas se posaban sobre ellas. En el techo, pequeños agujeros dejaban entrar pequeños rayos de luz como si fueran estrellas en el firmamento. Recuerda que su padre jamás le había permitido entrar allí. Las puertas siempre estaban cerradas con un gran candado del cual solo él tenía la llave.
Recuerda haber entrado una vez a escondidas cuando su padre se había olvidado de cerrarlo. Todo estaba igual, inalterado, como si se hubiera retraído a aquel momento de su niñez. Recuerda ese momento muy claramente, porque fue un momento de un miedo terrible. Aquella tarde, la tristeza lo agobiaba, su hermano acababa de marcharse. Fue inútil pedirle que se quedara, de igual modo se marchó. Su padre permanecía sentado en el sofá viendo la televisión, como si no le afectara en lo más mínimo la partida de su hijo mayor. Como si sintiera que era algo que debía suceder y que a él no le afectaba. Pero Franco estaba destruido. Tenía cinco años en ese entonces. Jonathan no solo era su hermano, era su mejor amigo. Era quien lo acompañaba cuando tenía miedo.
Permaneció sentado en el viejo tronco caído, mirando hacia las cosechas bañadas por la luz naranja del atardecer. A lo lejos veía como las aspas del destartalado molino giraban lentamente, empujado por el viento invisible. Y a lo lejos, más allá del molino, perdido entre los altos tallos del amarillento maíz, sobresalía el techo del viejo granero. Las paredes de madera estaban grises, hinchadas y arqueadas por la humedad y su techo de viejas y oxidadas chapas le daban un aspecto siniestro. Su padre le había prohibido ir a ese lugar. Decía que era peligro, que podría derrumbarse, que había clavos oxidados sobresalidos de la madera, listos para infectarte de tétanos. Siempre había un motivo por el cual no podía ingresar al granero. Pero esa tarde, sumido en su tristeza, el pequeño se puso a caminar por los altos maizales. Caminaba en línea recta, o al menos eso pensaba, secándose las lágrimas. Se preguntaba el por qué su hermano lo había abandonado.
Caminó durante un largo rato. La luz del sol comenzaba a desvanecerse poco a poco en el horizonte, cuando sin darse cuenta emergió entre los cultivos frente al viejo granero. De cerca lucía más aterrador de lo que parecía desde la ventana de su habitación. Con sus paredes inclinadas hacia adelante como si estuviera a punto de caer ante la más mínima brisa. Sin embargo, no lo hacían. Fuertes y gruesas bigas, profundamente clavadas al suelo se aseguraban de que el granero resista. Franco notó algo, las enormes puertas por donde ingresaba la camioneta para cargar la cosecha estaban cerradas con un gran candado, sin embargo, la pequeña puerta lateral estaba abierta, abriéndose y cerrándose lentamente mientras sus viejos tablones de los que estaba hecha crujían.
El pequeño estaba a punto de volver, pero el chirriar de la puerta abriéndose y cerrándose parecía estarlo llamando. Finalmente, su curiosidad pudo más que su miedo y decidió echar un pequeño vistazo. Sujetó la puerta con sus pequeñas manos. La abrió lentamente y la dorada luz del atardecer iluminó el interior revelando los grandes bolsones con la última cosecha de maíz. El amarillo de las mazorcas recientemente arrancadas de las plantas resaltaba por sobre la parte superior de las grises bolsas abiertas. Los tablones del piso chirriaron ante el paso del niño. En las paredes de madera colgaban las herramientas de su padre, rastrillos, hachas, machetes, de todo tipo y tamaño colgaban de grandes ganchos metálicos. El aspecto del granero era sombrío y siniestro. El aire se sentía denso y sofocante, como el aire repleto de humo de un incendio. Súbitamente, el miedo lo invadió de manera repentina como el ataque de un feroz depredador al saltar sobre su presa. Sintió la necesidad de escapar de allí corriendo lo más rápido posible a la seguridad de su hogar, pero entonces un siniestro alarido lo petrífico. Sus piernas temblaban incesantemente, las sentía como gelatina, como si estuvieran a punto de desmoronarse como un castillo de naipes ante una ráfaga de viento.
Franco permaneció en silencio. Solamente se escuchaba el sonido de su respiración, que en la soledad de aquel granero parecía amplificarse aterradoramente y el sonido espeluznante de los cuervos posándose en el tejado intentando ingresar para hacerse de los granos de maíz.
Franco comenzó a alejarse, acercándose hasta la puerta, hasta la seguridad del exterior. De nuevo aquel alarido. El sonido era más bien como un quejido lastimero, como el que produciría alguien luego de ser sometido a un dolor indescriptible. Nuevamente el desgarrador lamento.
–¿Hay alguien aquí? –Preguntó.
Nuevamente el lamento. Esta vez parecía un grito sofocado. Ninguna palabra se oyó solamente un grito desgarrador. Un lamento que venía desde lo más hondo de un alma atormentada.
Franco pensó en escapar, pero no lo hizo. Con la inocencia de un niño que no comprendía la maldad a pesar de haber sido víctima de la crueldad más grande pensó que alguien necesitaba ayuda. Recorrió el interior del granero mientras las luces del crepúsculo eran cada vez más tenues y las sombras de los grandes bolsones dibujaban aterradoras figuras en el polvoriento piso de tablones envejecidos.
Continuó recorriendo levantando cada pie muy despacio y apoyándolo suavemente intentando no hacer ningún sonido, pero el crujir de los viejos tablones encorvados era inevitable, hasta que, a lo lejos, casi en el fondo mismo del granero, un leve destello en el suelo llamó su atención. Se acercó muy despacio, sus piernas continuaban temblando incontrolables y su rostro se había puesto pálido como la misma muerte. Se acercó y vio un enorme candado, con su cuerpo metálico de un negro agudo y su aro resplandecía en un plateado intenso. No quedaba duda que era un candado nuevo que destacaba entre toda la antigüedad y óxido de todo lo demás en aquel granero. El candado aseguraba una enorme cadena que a su vez sujetaba dos puertas entre las tablas del piso. Era la entrada a un sótano que su padre jamás les había permitido visitar. Decía que era muy peligroso, que estaba lleno de alimañas, que serpientes y roedores vivían entre sus oscuras profundidades devorándose unos a otros, y finalmente, decía que si alguna vez se acercaban allí no podrían sentarse en una semana de la paliza que les propinaría. Tan solo esto último había bastado para que se mantuvieran alejados del viejo granero. Pero el candado era nuevo, y los lamentos venían de la oscuridad del viejo sótano. Franco se agachó y apoyó su oído contra la aspereza de la madera intentando oír. Solamente escuchó el sonido de su propia respiración que levantaba finas partículas de polvo que quedaban suspendidas en el aire, iluminadas por los cada vez más débiles rayos de sol que se colaban al interior del viejo granero.
Cuando volví a levantarse, oyó un sonido que lo aterraría durante largas y solitarias noches. El sonido de cadenas arrastrándose en la negrura insondable, sonido de arañazos y el grito más aterrador y lastimero que alguien haya podido producir. Había algo allí abajo, arrastrándose, suplicando que alguien lo liberara. Franco corrió espantado, corrió sin mirar atrás, sin preguntarse que era aquello prisionera en aquella oscuridad infernal. Corrió lo más rápido que pudo, golpeándose con las grandes hojas del maíz, corrió hasta que, jadeante llegó hasta la apacible y cálida luz de su hogar. Entró con los ojos abiertos de una manera anormal, pálido como la leche y tembloroso. Miró a su padre, continuaba sentado en el sillón, en la misma posición desde que Jonathan había partido. Lo miró, pensó en decirle. Pero luego vio su rostro. Su severo rostro, frío y distante y entonces calló. No le diría a su padre, tampoco a su madre. Calló, pero aquellos lamentos lo atormentaron durante varias noches. Se imaginaba así mismo atrapado en aquella oscuridad, sujetado por cadenas mientras con sus uñas se arrastraba en el frío y húmedo suelo suplicando por ayuda. Luego creció y comprendió que quizás solo era su imaginación proyectando sus peores miedos, recordándole que, sin su hermano, estaba solo, a merced de aquello que acecha en la oscuridad. Quizá era solo su imaginación reflejando sus peores miedos, aquellos miedos que lo habían lastimado y que se negaban a alejarse de su memoria.
Y ahora, luego de tantos años, aquellos miedos volvieron implacables. Estaba solo, en la oscuridad de aquel granero húmedo con aroma a vegetales en putrefacción, sujetado por cadenas. Al menos no lo habían metido en aquel viejo sótano, pensó al ver el mismo candado, todavía sujetando las cadenas que aseguraban aquellas puertas que conducían a las profundidades desconocidas.
La línea de luz que se proyectaba en el piso desde la puerta entreabierta, se amplió hasta convertirse en un enorme rectángulo luminoso cuando la puerta se abrió del todo. Seis sombras se proyectaron sobre las maderas que crujían ante el paso de los visitantes. Franco se cubrió los ojos con su mano derecha cuando la luz dio de lleno sobre su rostro. Entonces escuchó la familiar voz de su hermano.
–Lo siento mucho hermano.
–¿Jonathan? –Preguntó sorprendido. –¿Qué está pasando? ¿Por qué me haces esto?
Franco miró hacia todos lados. Cuando su visión pudo adaptarse a la claridad del día pudo distinguir la tristeza y preocupación en los rostros de todos. Allí estaban Javier, Fernando, Carolina, Melisa, Pablo y su hermano.
–Suéltenme por favor. –Clamó señalando las cadenas.
Carolina se arrodilló frente a él y revisó las vendas que cubrían su herida. Estaban teñidas de rojo. La mordida no mejoraba. Franco no se había percatado de ello hasta que la luz lo iluminó. Entonces sintió como la herida palpitaba como si fuera un corazón, un dolor punzante y constante lo hizo gritar cuando Carolina apoyó la mano sobre los vendajes.
–Lo siento hermano. No podemos dejarte ir. Tienes que permanecer aquí.
–¿Por qué?
–¿A caso no recuerdas nada?
Franco negó con la cabeza.
–Hermano. Esa cosa te ha mordido...y anoche... anoche te has convertido en una bestia. Lo siento mucho. –Su voz sonó llena de tristeza y desolación. –Lo siento. No pude protegerte.
El pequeño comprendió lo que sucedía. Destellos de la noche vinieron a su mente. Se vio a si mismo corriendo en la oscuridad de los bosques. Sintió nuevamente aquella hambre atroz de carne y sangre. Sintió nuevamente el llamado, la luna lo llamaba con su luz blanquecina. Algo en su mente lo llamaba a la oscuridad.
–Entonces... soy un hombre lobo.
Las lágrimas anegaron sus ojos que brillaban con el reflejo de la luz de la tarde. Muchas cosas pasaron por su mente en ese momento. Todos los horrores de su infancia, el rostro severo de su padre, y el rostro de él... aquel hombre que lo había lastimado. Aquel monstruo que lastimaba niños aprovechándose de su inocencia. Y entonces se vio a si mismo prisionero en aquel sótano clamando por ayuda. Solo en la oscuridad.
–Debes quedarte aquí hermano. Esta noche habrá luna llena. Debes quedarte aquí.
Franco lloró sin poder contenerse. Lloró como cuando era un pequeño. Lloró como el día en que su hermano se marchó. –No quiero estar solo aquí. No en la oscuridad. Tengo miedo. –Dijo con palabras tan sinceras como tiernas.
–Me quedaré contigo. No voy a moverme de tu lado. Me quedaré sin importar lo que pase.
Los hermanos se abrazaron y de repente nada más importó.
2
Fernando fumaba un cigarro mientras veía las nubes acercándose desde el horizonte. La tormenta lejana era inevitable. Aquella noche sería una noche tormentosa. Javier se paró a su lado y juntos miraban hacia la nada misma.
–¿Podrías quedarte esta noche? –Javier interrumpió el silencio de repente.
–No hace falta que lo pidas. –Expulsó otra bocanada de humo. –Ellos solo nos tienen a nosotros.
–Eres un buen amigo. –Le contestó Javier apoyando su mano en el hombro.
–Nosotras también nos quedaremos. –Los interrumpió Carolina. –Creo que será más seguro para todos si permanecemos juntos.
Javier asintió. –Yo debo irme. Esta noche será muy movida. Por favor cuídense. Aseguren bien las puertas de la casa y ante cualquier cosa, por favor llámenme. –Les dijo mientras arrojaba una radio a las manos de Fernando.
Mientras Javier se alejaba, el sol se acercaba cada vez más al horizonte, luciendo como una enorme bola anaranjada, tiñendo todo con una luz dorada y hermosa que resaltaba el amarillo de las plantas de maíz seca que crujían y se mecían con las primeras ráfagas de la tormenta que se acercaba desde el norte.
A lo lejos, oculto entre los arboles de la cercana selva. Alguien los observaba. Era el agente Ramírez, quien con unos binoculares observaba el viejo granero.
3
Pablo entró al granero trayendo tres mantas. –Listo. Con esto será suficiente. –Dijo mientras arrojabas las mantas en el polvoriento piso. –Me quedaré aquí con ustedes. Ya he llamado a mi madre desde el teléfono de su casa y le dije que me quedaré con un amigo. Colgué cuando comenzó a gritarme histéricamente, pero creo que estará bien.
–Lo siento Pablo. Es muy peligroso. Quizás debas quedarte en la casa con los demás. Aquí no estarás a salvo.
–Dormiré allí arriba. –Señaló un pequeño entrepiso en lo alto, cerca del techo. Estaba a más de tres metros sobre el suelo. –Además. Esta noche lloverá. Así que creo que tendremos una noche tranquila.
–¿A qué te refieres? –Preguntó Franco.
Pablo les contó con detalle lo que había visto. Les contó como con la ausencia de la luna, la bestia se había convertido nuevamente en un hombre. Así, que si esta noche la tormenta ocultaba la luna Franco no se convertiría. Al menos eso pensaba. Aunque las nubes aun eran distantes, la tormenta se sentía en el aire.
–Está bien Pablo. Puedes quedarte allí arriba. Pero no puedes bajar por ningún motivo. Veo que no puedo separarlos.
Pablo alzó una vieja escalera hecha con dos largos palos de madera con peldaños hechos con tablas clavadas sobre ellos. Subió y extendió la manta. Desde allí, por entre los tablones observó como el cielo comenzaba a oscurecerse. Faltaba poco para el anochecer.
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